Las grandes lecciones de Octubre de 1917

(«El programa comunista» ; N° 53; Junio de 2016)

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«Con la doctrina de Marx ocurre hoy lo que ha ocurrido en la historia repetidas veces con las doctrinas de los pensadores revolucionarios y de los dirigentes de las clases oprimidas, en la lucha por su liberación. En vida de los grandes revolucionarios las clases opresoras les someten a constantes persecuciones, acogen sus doctrinas con la rabia más salvaje, con el odio más furioso, con la campaña más desenfrenada de mentiras y de calumnias. Después de su muerte se intenta convertirlos en íconos inofensivos, canonizarlos, por así decirlo, para rodear sus nombres de una cierta aureola de gloria, para «consolar» y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria, mellando el filo revolucionario de ésta, envileciéndola». Cuando escribía estas líneas al inicio de El Estado y la Revolución, ciertamente no pensaba Lenin que el mismo «destino» le seria reservado a su «pensamiento» y, más aún, a este glorioso Octubre Rojo al cual se uniría pronto su nombre de forma indisoluble. 

Pues bien, con la «rabia más salvaje» fue con la que los ejércitos de la burguesía internacional se arrojaron sobre la dictadura comunista de Rusia, foco de esta revolución proletaria mundial, de la cual se proclamaba la primera fortaleza, y de la cual jamás habría soñado en separar su propio destino. Durante años los guardianes del Capital han mantenido, alrededor del polvorín ruso, el cordón sanitario de intervenciones militares y contraataques políticos. No hay nada que la contrarrevolución burguesa no haya intentado para impedir que la llama revolucionaria de Octubre se propagara hacia las ciudadelas del capitalismo occidental y las destruyese en el incendio de la Revolución Socialista. Allí en donde las armas no fueron suficientes (¡y no lo fueron!) se movilizó la artillería pesada de la mentira y de la calumnia; y cuando éstas se revelaron impotentes, el ejército servil del oportunismo se lanzó al asalto tras la cobertura del Capital. Y con motivo. La burguesía sabía mejor que ninguna otra clase que la revolución de Octubre era un ejemplo vivo, una «lección» evidente; que no se trataba de un acontecimiento local o nacional; que, allí abajo, en Rusia, un eslabón de la cadena de su imperio mundial acababa de romperse. Han pasado cincuenta años desde entonces; la burguesía de todos los países ha olvidado sus miedos de entonces, y, para ellos, Octubre ha pasado a la historia, es una pieza de museo, un cuerpo sin «alma», un arma con el filo mellado. Ya nada impide su conmemoración: Octubre está muerto. Por lo menos, eso se cree. 

Los herederos y sucesores de los peores adversarios de los bolcheviques en aquellos lejanos años pueden cantar impunemente sus alabanzas; los herederos y sucesores de ese estalinismo que comenzó su carrera momificando el cuerpo de Lenin y santificando su «nombre» después de haber desnaturalizado el «contenido» de su doctrina, pueden conmemorarlo a su antojo. Al igual que los dirigentes burgueses clásicos, han colocado a Octubre en los archivos. De un momento crucial en la trágica historia de la lucha de clases ¿no han hecho la fecha de nacimiento del moderno Estado de todas las Rusias? De aquella bandera, de aquella antorcha de la revolución proletaria ¿no ha hecho el punto de reunión de intereses estrictamente nacionales? Octubre pertenecía al proletariado internacional: ellos han hecho de él la razón de ser del Capital que se acumula tras las fronteras bien defendidas de Rusia. Esta radiante enseñanza lanzada a las nuevas generaciones fue transformada en un miserable catecismo para uso de «jóvenes leones» de una patria como tantas otras. Para ellos los orígenes de Octubre son rusos, exclusivamente rusos, al igual que sus resultados históricos. Octubre tiene ya cincuenta años: se va al mausoleo para adquirir conciencia, no se va para aprender y recordar. Octubre está muerto. Descanse en paz. 

En 1918 Lenin escribía: «La revolución rusa no es más que un ejemplo, un primer paso en una serie de revoluciones». Y en 1919: «En esencia, la revolución rusa ha sido una repetición general... de la revolución proletaria mundial». Para la pandilla de mixtificadores cuyo vacío cerebro «académico» ha dado a luz las Tesis para el cincuentenario de la gran Revolución Socialista de Octubre, ésta, por el contrario, no es más que una excepción a la regla, un fenómeno histórico único que no se repetirá nunca. Así pues, una vez cortadas sus raíces, que residían en el antagonismo mundial entre la burguesía y el proletariado, el contable-archivador de turno bien puede decir, con frialdad de «experto», que Octubre «ha ejercido una influencia muy profunda sobre todo el curso sucesivo de la historia mundial». (La historia mundial ya no es la historia de las clases, sino la historia de todos, curas y esbirros incluidos). Exactamente lo mismo se podría decir de un peñasco desprendido de la montaña, que mediante la simple inercia ha puesto en movimiento a los demás mecánicamente, sin imponerles una dirección determinada, dejándolos «libres» para que cada uno siga su propia vía... nacional, exclusiva, inimitable hacia un destino que se desconoce, puesto que es al misterioso genio nacional, a la historia nacional con todas sus tradiciones y su Panteón, al que corresponde definirle. Sus orígenes, su naturaleza de patrimonio colectivo de una  sola clase, sus perspectivas internacionales, han sido colocadas en el museo de una historia mentirosa y coagulada. Octubre está muerto y bien muerto. Por lo menos eso se cree. 

Pero bastarían dos de las frases de Lenin citadas anteriormente para recordar que no fue por esto por lo que los marxistas libraron la gigantesca batalla de Octubre, ni por lo que la conmemoran un año tras otro, ni era lo que los bolcheviques pensaban y sentían. El marxismo no sería una «guía para la acción», como se repite hasta la saciedad invirtiendo por lo demás el sentido de la fórmula, si no fuera una concepción general y completa del movimiento de emancipación de la clase obrera («los proletarios no tienen patria», dice con sólida razón su programa), y si no buscara en los grandes periodos de agitación en los cuales las clases empuñan las armas para un combate sin piedad, la verificación de sus previsiones, extrayendo de los mismos hechos el impulso que dará más relieve a estas previsiones, que las dotará de carne y de sangre, gracias a la fuerza persuasiva de los hechos históricos, y las convertirá en irrevocables. En 1848-1849 y en 1871, con el contacto real de las batallas de clase Marx y Engels afilaron las armas de la crítica, batallas cuyo balance no concierne al proletariado francés o alemán, sino al proletariado mundial. Con la mirada fija en Petrogrado, pero no solamente Petrogrado, sino también Londres, Berlín o París, Lenin hace otra vez hincapié en El Estado y la Revolución sobre estas luminosas verificaciones de la doctrina, y, como en todo el período que va de 1905 hasta 1917, prevé su plasmación en los acontecimientos reales de la historia, no solamente rusa sino mundial, del grandioso esbozo trazado en 1850 por la Dirección del Comité Central de la Liga de los Comunistas, al igual que Trotsky tomó de él el famoso grito de guerra de la revolución permanente. Durante un siglo y medio de asaltos al cielo y recaídas en los infiernos, asaltos alabados y maldecidos por los marxistas, se da siempre la confirmación definitiva de la doctrina y del programa universal que ellos han buscado, y lo que han extraído es una certeza de cara al futuro preocupándose menos de conmemorar el pasado, que es otra forma de enterrarlo. 

Y así, unos se imaginan que Octubre ha muerto, y otros que ellos lo han matado. ¡El proletariado revolucionario tiene la misión de redescubrirlo, para arrojarlo a la cara de todos sus enemigos! 

 

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En los primeros capítulos de La enfermedad infantil del comunismo, destinados a recordar a los comunistas de todos los países las características de importancia internacional de la revolución de Octubre – «en el sentido más estrecho del término (...) el valor internacional o la repetición histórica inevitable, a escala internacional, de lo que ha sucedido aquí en Rusia» – Lenin señala como «una de las condiciones esenciales del éxito de los bolcheviques» el hecho de haber tenido que buscar fuera de los límites nacionales de Rusia una teoría «verificada por la experiencia universal de todo el siglo XIX» y confirmada posteriormente por «la experiencia de las fluctuaciones y de las vacilaciones, de los errores y de las decepciones del pensamiento revolucionario en Rusia». 

Exactamente de la misma manera, Marx y Engels, también ellos exiliados, han encontrado la confirmación de esto en las fluctuaciones y en las vacilaciones de los socialistas pequeño-burgueses, en el curso de las grandes luchas de 1848 o de los años que precedieron a la Comuna de París. 

Los bolcheviques, que se habían propuesto según el programa trazado en el ¿Que Hacer?, importar el marxismo para la clase obrera rusa, lo habían importado a su vez de Occidente. Su inspiración no la hallaron ni en las profundidades del carácter eslavo, como los paneslavistas, ni en el «modelo» nacional del mir, como los populistas, sino en una doctrina nacida de un solo bloque al mismo tiempo que la clase de los asalariados se convierte en carne de su carne. No buscaron sus fuentes en las «particularidades específicas» de los países con un capitalismo más avanzado. Sin haber pretendido nunca descubrir ninguna novedad, supieron leer en el libro ya escrito durante medio siglo de luchas de clase y marxismo. Su vía estaba trazada en él; su gloria, su grandeza de militantes que desdeñaron siempre reivindicar métodos particulares, lo mismo para ellos que para «su» clase obrera, han estado dentro de esta vía, que ya en 1903 se calificaba como «dogmática». 

«La revolución rusa no se debe en absoluto a un mérito particular del proletariado ruso, sino al encadenamiento general de los acontecimientos históricos, que hace que este proletariado se encuentre provisionalmente en la vanguardia de la revolución mundial» (Lenin, Informe sobre la lucha contra el hambre, Obras, Tomo 27, pág. 449) 

Para el marxismo, el destino revolucionario (o contrarrevolucionario, pues los dos últimos términos están ligados dialécticamente) de Rusia se inserta en un conjunto que, desde el Manifiesto, es por definición mundial. La sombra de la Rusia zarista, reserva de la contrarrevolución europea, obscureció las perspectivas revolucionarias de 1848: ya no se trata de la lejana tierra de los sármatas tan querida por el publicista burgués, sino de un primer papel en el drama social, como en la Austria de Metternich; sin su derrota, la revolución europea no podía vencer. Después de 1860, en Europa, lo que en la época quería decir en el mundo, la perspectiva marxista cambia de signo: la revolución rusa que se anuncia «tendrá una enorme importancia para toda Europa, y no tendrá lugar más que abatiendo de un solo golpe la última reserva de la reacción europea, intacta hasta el momento»; podrá llevar a cabo el salto «de la comunidad campesina, esta forma ya descompuesta de la antigua propiedad comunal del suelo (...) a la forma comunitaria superior de la gran propiedad», si se convierte «en la señal de una revolución obrera de Occidente, y si ambas se complementan» (Marx y Engels, prefacio a la segunda edición rusa del Manifiesto, 1882). 

En los años 90 del siglo XIX esta perspectiva hipotética desapareció. Rusia se incorporó al torbellino capitalista, la revolución antifeudal y antizarista se anuncia como el gran trastorno que, arrancando a los campesinos «del aislamiento de sus pueblos, que forman su universo» (¿Es preciso señalar que cualquier patria, para un marxista, es un mir, un universo cerrado en donde los explotados están encerrados en una soledad envilecedora?) y empujándoles «hacia la gran escena en donde aprenderán a conocer el mundo exterior y por lo tanto también a conocerse a sí mismos», dará «al movimiento obrero occidental un nuevo impulso, nuevas y mejores condiciones de lucha y, por lo tanto, acercará esta victoria del proletariado industrial moderno, sin la cual la Rusia de hoy no puede salir ni de la comuna ni del capitalismo para dirigirse hacia una transformación socialista» (Engels, Postfacio a Soziales aus Russland). 

Desde su nacimiento, el bolchevismo estará en continuidad con esta tradición internacional del marxismo: en estas frases de Engels ¿no se encuentra la perspectiva bolchevique de 1905 y de 1917, además del marco de una posible contrarrevolución que no se realizará más que llegando 1926? Para nosotros, la primera de las lecciones de Octubre, de sus inicios brillantes al igual que de su caída trágica, es la de esta continuidad sin interrupción que establece el Partido, veinte años antes de la Revolución, con las batallas históricas del proletariado de los países de capitalismo plenamente desarrollado, y con la doctrina general y el programa que las anunciarán y que se nutrirán a la vez con ellas. Sin esta continua ligazón no ha sido ni será posible ninguna victoria de la clase obrera. Los bolcheviques supieron abarcar con la misma perspectiva 1917, 1848, 1871 o incluso 1894; por eso mismo, en la fecunda perspectiva de las grandes etapas de las luchas pasadas, en todos los países, y en su reflejo en la doctrina, es donde debemos considerar la futura ofensiva clasista. 

La fecundación del movimiento obrero ruso por el marxismo se remonta a los lejanos años en los que Engels, pronosticando que Rusia pasaría inevitablemente por una fase capitalista, abría a la clase obrera del inmenso país y a su Partido marxista la perspectiva de una revolución que seria ciertamente antifeudal, puesto que debía ante todo permitir a los campesinos el acceso a la tierra, objetivo propio de las revoluciones burguesas, pero que podría también elevarse al nivel de una revolución proletaria, a condición de unirse al movimiento revolucionario del proletariado socialista de Occidente. Ningún otro proletariado asimiló tan plenamente como el ruso la doctrina marxista, ningún otro se la apropió como un solo bloque, conforme a su misma naturaleza. De 1894 (fecha de la polémica con Mikhaïlovski y del último escrito de Engels sobre Los acontecimientos sociales en Rusia) a 1905, la lucha de Lenin se resume en una defensa apasionada de la integridad de la teoría marxista, simultáneamente contra la perspectiva de una revolución social y política puramente campesina, que hunde sus raíces en el patrimonio incorrupto del mir, con la cual soñaban los populistas, contra el revisionismo de los economistas, y contra el pragmatismo ecléctico de los espontaneístas. 

Paralelamente, Lenin pone en evidencia el papel fundamental de la teoría, del programa, del Partido en suma, y de su «importación» por la clase. Ninguna revolución es posible sin la unión de lo que podríamos llamar la «conciencia» – es decir, precisamente la doctrina, el programa, el Partido, como anticipaciones definitivas del curso histórico de las luchas físicas reales del proletariado – y la «espontaneidad» de las acciones de masa. Lenin rechaza abiertamente toda «libertad de crítica» con respecto a la teoría o el programa, aceptando una y otro, como Lenin dice y repite en su «integridad», en su «conjunto», globalmente y sin mutilaciones. He aquí el otro aspecto de esta continuidad, en la cual hemos distinguido la premisa fundamental y la primera «lección» de Octubre considerada a escala de todo el devenir histórico del cual es su centro. 

Si el primer aspecto es la fidelidad teórica y práctica a la visión marxista, en la que la revolución europea y la rusa se condicionan mutuamente, y están condenadas a vencer o sucumbir conjuntamente, ¿cuál es el segundo, si no es la asimilación de la teoría como un todo unitario e invariable? Dos hechos, también de naturaleza internacional, han modelado sus rasgos fundamentales, como lo muestra Lenin en La enfermedad infantil: «Sometida al yugo de un zarismo salvaje y reaccionario», la vanguardia proletaria estuvo obligada a buscar su teoría fuera de las fronteras nacionales, en el exilio que la puso en contacto con las grandes luchas, tanto teóricas como prácticas, del movimiento socialista europeo. Lenin se forma en la escuela del exiliado Plejanov; todo el bolchevismo se formara en la escuela del exiliado Lenin. Por otro lado, «ningún otro país ha conocido, en un intervalo de tiempo tan corto una concentración tan rica de formas, de matices, de métodos, en la lucha de todas las clases de la sociedad contemporánea». Y este último hecho es de naturaleza claramente internacional, puesto que este dinamismo nace de la implantación de un capitalismo que llega a una madurez plena en una zona históricamente (y también por lo tanto, económica y socialmente) atrasada. 

Como maestros dialécticos que eran, Trotsky y Lenin buscaron ahí la clave de la futura revolución rusa: «En nuestra época – dirá el primero – los criterios escolásticos, inspirados en una obtusa pedantería, no sirven para nada. Es la evolución mundial la que ha sacudido a Rusia de su estado de atraso y de su barbarie asiática». Y el otro escribirá: «La función de primer orden del proletariado de Rusia en el movimiento obrero mundial no se explica por el desarrollo económico de nuestro país: lo cierto es que es exactamente al contrario» (Informe a la Conferencia de los Comités de fábricas, 23 julio 1918). Precisamente porque este país económicamente atrasado ha visto un moderno capitalismo injertarse en su estructura «asiática» y «bárbara» es por lo que terribles sacudidas han trastornado los fundamentos, se han quemado las etapas y se han abreviado las demoras; es por lo que las clases burguesas y sub-burguesas han agotado, en un corto período de tiempo, todas las posibilidades de intervenir directamente, de dirigir y de controlar la lucha social y política, y que, casi recién nacido, el proletariado se ha encontrado colocado ante sus tareas históricas. 

Frente a «lo último» del capitalismo, le fue preciso buscar «lo último» de la teoría revolucionaria, una doctrina llena de confirmaciones suministradas durante cincuenta años de historia, y a la cual el absolutismo zarista no hizo otra cosa que ayudar. Su joven vanguardia dio prueba de una extraordinaria madurez, es decir, comprendió muy pronto que fuera de ella no había nada. Era la consecuencia dialéctica de la madurez del capitalismo que, como demostrará Trotsky, en una de sus formidables síntesis, que por lo demás se encuentra en mil páginas de Lenin, no se mide en el interior de los límites de un único país, sino a escala mundial. 

Si el bolchevismo ha tenido un mérito histórico es el de haber reivindicado la invariabilidad del marxismo, es decir, de haber ocupado la única plataforma en la cual la clase llamada a destruir el capitalismo no corría el riesgo de «deslizarse hacia el pantano», como decía Lenin en el «¿Qué hacer?». Y si después de 1917 se pudo «re-importar» en Occidente la teoría que éste había olvidado o desfigurado, a esto se debe. Por lo tanto no tienen ningún derecho a conmemorar Octubre aquellos que, poseedores del «marxismo creativo» del Kremlin o del absurdo «marxismo maoísta» de Pekín, han querido hacer del marxismo una doctrina «elástica». 

 

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A su nacimiento, el movimiento marxista ruso encontró su camino totalmente trazado. Ocho años antes de la revolución de 1905, sabía que su función era doble: «La actividad práctica de los socialdemócratas se asigna como tarea dirigir la lucha de clase del proletariado y organizar esta lucha bajo dos aspectos: socialista (lucha contra la clase capitalista, lucha encaminada a destruir el régimen de clase y a organizar la sociedad socialista) y democrática (lucha contra el absolutismo, encaminada a conquistar para Rusia la libertad política y a democratizar el régimen político y social de este país» (Lenin, Las tareas de los socialdemócratas rusos, 1897). Política y social, lo que significa en primer lugar la destrucción de la gran propiedad de la tierra. Para ejecutarlas, deberá apoyar a «las clases progresistas de la sociedad contra los representantes de la propiedad terrateniente privilegiada y de casta, y contra los cuerpos de los funcionarios; a la gran burguesía contra las codicias reaccionarias de la pequeña burguesía» (Qué sopapo para los «leninistas» de hoy, que hacen coro con las lamentaciones de la pequeña burguesía ante los «monopolios»). 

Pero esta solidaridad tomó necesariamente un «carácter temporal y condicional», no sólo porque el «proletariado es una clase aparte, que mañana puede ser el adversario de sus aliados de hoy» sino porque su «condición de clase» hace de él la única clase «capaz de llevar a cabo hasta el final la democratización del régimen político y social, ya que dicha democratización pondría a este régimen en manos de los obreros». 

Efectivamente, la burguesía se alió con el absolutismo contra los campesinos que reivindicaban la tierra y contra los obreros que exigían condiciones de trabajo más humanas; la pequeña burguesía, como un moderno Jano, presentará alternativamente sus dos caras según se incline hacia una u otra de las clases fundamentales de la sociedad. Por lo que se refiere a la gente instruida y a la «inteligentsia» su agitación no bastará para acabar con su servilismo. 

Siguiendo la vía trazada por el Manifiesto Comunista, el Llamamiento de 1850 y Las luchas de clases en Francia y Alemania, el movimiento marxista ruso reconocía por lo tanto en el proletariado el verdadero protagonista de la revolución inminente, aunque esta estuviese dentro de los límites democráticos y por lo tanto burgueses. 

Esta es la tarea de la clase obrera en los países que, no habiendo llevado a cabo aún su revolución burguesa, se ven sometidos desde el exterior a la presión de las fuerzas productivas en plena expansión. Todavía es preciso señalar que, para Lenin, «burgués» y «democrático» son siempre términos sinónimos, y que si el proletariado debe cumplir tareas democrático-burguesas (solamente en estos países, nunca en aquellos en los que el capitalismo ha cumplido su ciclo revolucionario) debe hacerlo con una independencia absoluta con respecto a las clases y a los partidos de la burguesía: ¡es él, y solamente él, quien debe llevarlas a cabo íntegramente! Los actuales «conmemoradores» han identificado por el contrario democracia con socialismo, colocando al Partido a remolque de los demócratas, incluso en aquellos países con un capitalismo más que maduro... 

Ya que se trata de una revolución burguesa, dirán los pedantes mencheviques antes y después de 1905, la iniciativa y la dirección deben ser dejadas a la burguesía (¡algunos llegaron a plantear que era necesario participar en el gobierno junto a ella!); imbuidos en su idealismo espirituoso, los populistas, cuyo fin supremo era la destrucción de la gran propiedad señorial, proclamaron por su parte que la iniciativa y la dirección debieran de recaer en el campesinado; hasta 1917 y posteriormente, la posición de los bolcheviques era, por el contrario, que la revolución económica y socialmente burguesa no podría llevarse a cabo «hasta el final» sin que la clase obrera tomara la cabeza de la misma, y que si está dispuesta a cargar con este enorme peso es porque sabe que si la revolución llega a ese límite extremo – que la pequeña burguesía y el campesinado nunca franquearán, intentando por el contrario volver atrás desesperadamente – se abrirá, con la ayuda del proletariado de los países con un capitalismo avanzado, la perspectiva de su propia revolución. Lenin dirá en 1905 cuan justificados estaban los «sueños» de los marxistas rusos que pensaban llegar «a realizar con una amplitud sin precedentes todas las transformaciones democráticas, todo (su) programa mínimo», pues, si esto se lograse, «el incendio revolucionario se extendería por toda Europa (...) el obrero europeo se sublevaría y (le) mostraría como actuar». Por lo que se refiere a los actuales «conmemoradores» son ellos (o sus padres espirituales) los que, en la China de 1927, ofrecieron a la clase obrera atada de pies y manos al «partido hermano» del Kuomitang, impidiendo de esta forma al proletariado tomar la dirección de la doble revolución en Extremo Oriente; ¡ellos, que en las zonas subdesarrolladas ordenan a los obreros que se coloquen a remolque de la «burguesía nacional», es decir, de los sátrapas locales! 

En esencia, los términos de la perspectiva de los bolcheviques permanecieron invariables hasta Octubre. Sólo cambiaron, bajo la acción de factores extranacionales, las relaciones entre las clases y por lo tanto también la posición del proletariado. En el seno de un mundo muy «evolucionado» desde el punto de vista de las fuerzas productivas, cinco años valen por cincuenta en los países atrasados; las fases históricas se fusionan, a caballo unas sobre otras, se acortan las etapas, y los frentes de la guerra de clases se hacen y deshacen con una extremada rapidez, para volver a formar con un aspecto nuevo. El Llamamiento de 1850 preveía para Alemania (y bastaba para poder trasladarlo a Rusia) la ruptura entre la burguesía revolucionaria, de un lado, y la pequeña burguesía y el proletariado unidos, del otro lado; inmediatamente después, una nueva ruptura, esta vez entre los obreros y los pequeño-burgueses, que debía tomar la forma final de una lucha armada, siempre y cuando la revolución estallase en Francia (en el caso de Rusia diríamos que «en Occidente»), revolución socialista dirigida exclusivamente por la clase proletaria. Pero tanto para Marx como para el Lenin de Tareas de la socialdemocracia, las etapas históricas son relativamente largas, anticipando que «los obreros alemanes no podrán tomar el poder (...) más que después de un largo proceso revolucionario». En Rusia, como en todos los países subdesarrollados, el curso de la historia es por el contrario infinitamente más rápido: en 1905 la burguesía liberal ya ha quemado todos sus cartuchos revolucionarios y está abiertamente aliada con los grandes terratenientes y con el zarismo; entre las clases o subclases burguesas, el campesino queda pues como el único «aliado» posible (pues, como Lenin siempre repite, el aliado de hoy será el enemigo del mañana). En su avance impetuoso el capitalismo internacional ha cavado una profunda fosa entre las clases, incluso – y tal vez sobre todo – en los países atrasados, obligándolos, no a «saltar» etapas históricas completas, sino a acortarlas considerablemente. En Rusia el proletariado se encuentra por lo tanto en la vanguardia e incluso se ve ya apuntar el día en que se encontrará sólo, abandonado por el único aliado que la ruptura del frente de todas las clases burguesas le había permitido hacer entre Febrero y Octubre. 

También es esto hoy una enseñanza de Octubre, que no se aplica en la actualidad más que a ciertas regiones del mundo, lo suficiente para que conserve su importancia. Tras esto, sólo el modo cuartelero obtuso de Stalin y los suyos (al igual que la «inercia histórica» del partido bolchevique entre Febrero y abril 1917. Trotsky hablará a este respecto de «reincidencia socialdemócrata» ante los grandes giros de la historia, e innegable es que este ala de la vieja guardia bolchevique volverá entonces a caer al mismo nivel del menchevismo de los años 1905-1907) podría decretar, como lo hizo en 1926, que, una vez encendida en China la hoguera revolucionaria, se desarrollaría respetando las etapas, claramente diferenciadas pues cada una debiera de estar totalmente «acabada» antes de que se pueda pasar a la siguiente, y concluir con que, a partir de esta concepción mecánica, el proletariado debiera esperar, agrupado tras las clases «nacionales» a que los expertos en estrategia revolucionaria hayan proclamado que ha llegado la hora. El trágico resultado fue, como se sabe, que se percataron demasiado tarde de que esta hora había pasado irremediablemente. 

Tanto la esplendorosa victoria rusa como la abrumadora derrota china de 1927 han demostrado que la verdad era exactamente la contraria a esta concepción: incluso si el proletariado se encuentra en último plano, cuando ocurran las primeras sacudidas del terremoto social, se ve inevitablemente empujado a encabezar el movimiento revolucionario en el momento en el que este terremoto alcance su punto culminante. No se trata tampoco de que «empuje» la revolución burguesa «hasta el final», sino de apoderarse del timón por la fuerza y, con el apoyo de los campesinos, imponer su hegemonía a todas las otras clases de la sociedad. La fórmula leninista de «dictadura democrática de los obreros y de los campesinos» no tiene otro sentido. 

«Dictadura», porque no puede pasarse de «intervenciones despóticas», de incursiones violentas, no en las formas de la superestructura política, que no son más que aspectos frágiles y secundarios del desorden social, sino en las relaciones de propiedad, único medio de liberar las fuerzas productivas, a las cuales la gran propiedad nobiliaria frena el desarrollo, y la emancipación de los campesinos del absolutismo, tanto local como central. «Dictadura democrática», porque la democracia es la forma política que responde a la limitación burguesa de la revolución en los planos económico y social. Esta dictadura no por ello se ejerce menos contra la burguesía aliada al feudalismo, porque ella no respeta ninguno de los mitos de la democracia política y de la igualdad jurídica, aunque su misión económica sea burguesa. Porque, «conmemoradores», para Lenin, incluso cuando se trata de ejecutar las tareas históricas burguesas, el proletariado y su Partido necesitan la terrible, la escandalosa, la inconformista Dictadura, sin compartirla con una u otra clase, como es el caso del campesinado. 

¿Las perspectivas? Es importante recordarlas, pero no con preocupación académica, sino para iluminar los problemas «posteriores a Octubre». En Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática (1905), Lenin escribe: «Esa victoria (la victoria decisiva sobre el zarismo) será, precisamente, una dictadura: es decir, deberá apoyarse inevitablemente en la fuerza de las armas, en las masas armadas, en la insurrección, y no en algunas instituciones creadas «legalmente», por la «vía pacífica». Sólo puede ser una dictadura, porque la implantación de los cambios absoluta e inmediatamente necesarios para el proletariado y el campesinado provocarán una enconada resistencia de los terratenientes, la gran burguesía y el zarismo. Sin dictadura será imposible aplastar esa resistencia, rechazar los intentos contrarrevolucionarios. Pero, por supuesto, no será una dictadura socialista sino una dictadura democrática, la cual no podrá alterar (sin pasar por toda una serie de grados intermedios de desarrollo revolucionario) los fundamentos del capitalismo. En el mejor de los casos, podrá llevar a cabo una redistribución radical de la propiedad de la tierra a favor de los campesinos, implantar una democracia consecuente hasta llegar a la República; extirpar no solamente de la vida del campo sino también de las fábricas, los restos del despotismo asiático, iniciar una auténtica mejora en la situación de los obreros y elevar su nivel de vida, y finalmente last but no least, extender el incendio revolucionario a Europa. Esta victoria no convertirá aún, ni mucho menos nuestra revolución burguesa en revolución socialista; la revolución democrática no superará inmediatamente el marco de las relaciones sociales y económicas burguesas; pero no obstante tendrá una importancia gigantesca para el desarrollo futuro de Rusia y del mundo entero». Y aún más: «Esta victoria nos permitirá sublevar Europa; y el proletariado socialista de Europa, después de haberse sacudido el yugo de la burguesía, nos ayudará a su vez, a hacer la revolución socialista». Volvemos a encontrar aquí textualmente las últimas palabras de Engels sobre Las condiciones sociales en Rusia

Esta «dictadura a dos» es, como Lenin no dejará jamás de repetir, un proceso ininterrumpido de luchas contra el pasado y por el futuro en el curso de las cuales el proletariado será en realidad la fuerza que «dirigirá a los campesinos». Trotsky dirá «que arrastra tras sí...» (¡y los pedantes interpretes bíblicos «leninistas» cortarán un pelo en cuatro para hacer de este «matiz» un abismo!). ¿Tiene esta visión algo en común con la coexistencia idílica (la «armonía preestablecida» la llamará Trotsky) que más tarde, por cuenta de y bajo la batuta de Stalin, será presentada por la academia de «rojos profesores» como la imagen auténtica de esas «buenas relaciones» entre la clase obrera y el campesinado, en las cuales veía Lenin un simple preludio de la revolución socialista? Dejemos responder a la pregunta al mismo Lenin: «Llegará el día en el que la lucha contra la autocracia rusa haya terminado, y hasta pasado el período de la revolución democrática; ese día será incluso ridículo hablar de «unidad de voluntad» del proletariado y del campesinado, de dictadura democrática, etc. Entonces pensaremos directamente en la dictadura socialista del proletariado (...) El proletariado debe llevar a término la revolución socialista atrayéndose a las masas campesinas para aplastar por la fuerza la resistencia de la autocracia y contrarrestar la inestabilidad de la burguesía. El proletariado debe llevar a cabo la revolución socialista atrayéndose a las masas de elementos semiproletarios de la población para quebrar por la fuerza la resistencia de la burguesía y contrarrestar la inestabilidad del campesinado y de la pequeña burguesía». En efecto, es cierto que cuando el proletariado entre en liza por sus reivindicaciones esenciales, o incluso cuando exponga la mínima reivindicación que debiera satisfacer (pero, que de hecho, jamás satisface) una revolución burguesa conducida por las clases burguesas, concretamente la nacionalización de la tierra (recordemos que ya el Llamamiento lo reivindica en 1850) una lucha terrible se desencadenará y «el campesinado, como clase poseedora de tierra, jugará en esta lucha el mismo papel de traición, de inestabilidad, que ahora desempeña la burguesía en la lucha por la democracia». 

Conscientes de que «el pequeño propietario se enemistará inevitablemente con el proletariado después de haberse completado la victoria de la revolución democrática», los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, vuelven sus miradas hacia la revolución europea: «Nuestra república democrática no tienes otras reservas que no sean las del proletariado socialista de Occidente». 

 

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Si hemos insistido sobre el «prólogo» de Octubre, corriendo el riesgo de sacrificar una parte de la «epopeya» a la que representa es debido a que el oportunismo se esfuerza en presentar la revolución rusa como un «episodio» autónomo e imprevisto, cuando ha sido preparado a lo largo de mucho tiempo de lucha teórica y de práctica ininterrumpida que ha durado muchos años; como un acontecimiento que no sabría insertarse en una estrategia revolucionaria mundial, en una palabra, como una especie de anomalía histórica, un «descubrimiento» sin duda alguna genial, pero que no se repetirá y que es imputable no a un partido, sino al individuo Lenin. 

Es, por el contrario, una tesis teórica y una enseñanza práctica fundamental que la revolución de Octubre ha sido el fruto de una larga preparación, en la cual han sido definidos, con creciente nitidez, los siguientes principios: el papel determinante del partido de clase; el papel dirigente, y por tanto hegemónico, del proletariado en la revolución prevista en Rusia; la necesidad de un puente de unión recíproca entre esa revolución y la revolución europea; la transición inevitable de la alianza entre el proletariado y el campesinado en la revolución burguesa «llevada hasta el extremo» en la lucha por el socialismo, que no terminará con la victoria en Rusia más que con el apoyo del proletariado victorioso del capitalismo moderno. 

Este «prólogo» revolucionario demuestra (y especialmente por esto nos hemos retrasado) que, totalmente fieles al marxismo, los bolcheviques han excluido totalmente toda posibilidad de «construir el socialismo» en Rusia sin el apoyo de una revolución comunista mundial. 

Esta perspectiva internacional mil veces invocada se convierte en una realidad tangible, con el estallido de la guerra mundial de 1914-1918. Los bolcheviques proclaman sin ningún titubeo que la «fase suprema del capitalismo» comienza; para todo el período histórico abierto por la primera masacre mundial, y para todos los países, la alternativa es «guerra o revolución», y desde su nacimiento la III Internacional traducirá esta perspectiva en los siguientes términos políticos: «O dictadura del proletariado o dictadura de la burguesía». Todas las justificaciones anticipadas para inducir a la clase obrera a renegar de su misión histórica, adhiriéndose a la guerra serán irrevocablemente rechazadas; bajo ningún pretexto será admitido ningún tipo de defensismo; el proletariado no tiene ninguna «civilización», ninguna «democracia», no tiene ninguna «patria» que salvar o defender, tanto menos en cuanto no es por estas cosas por lo que las grandes potencias han entrado en guerra, sino para repartirse el mundo, para conquistar mercados y para oprimir a otros pueblos prolongadamente. 

No hay nada que salvar o defender; es preciso atacar y destruir. ¡Que el proletariado no implore la paz, que practique el derrotismo revolucionario, que fraternice con sus hermanos de clase por encima de las trincheras, que sabotee su «patria», que luche por «transformar la guerra imperialista en guerra civil», que acuñe su repulsa y su condena a la adhesión abierta a la guerra oponiéndola la única solución proletaria: la Revolución! Estas consignas no conocen fronteras: valen tanto para el proletariado de Francia como para el de Alemania, el de Inglaterra o el de Rusia, puesto que si ésta no es lo bastante burguesa para ser capitalista, es lo suficiente como para ser imperialista, y que la marcha infernal del imperialismo lo ha unido en el «mismo mar de sangre» con las demás burguesías del mundo y con su destino. Tanto en Petrogrado como en París o Londres, como en Viena o Berlín, es vano invocar la necesidad de defender la patria para salvaguardar el bien supremo de la «democracia» o de la «civilización» amenazada. Vano para el zarismo aliado a las democracias occidentales, y vano también para la democracia burguesa post-zarista, todavía más interesada en la victoria militar de la Entente. 

La perspectiva bolchevique es única, insistimos en ello, e inmediata; su marco es mundial: la revolución estallará en Rusia y, al menos al principio, será «una revolución democrática llevada hasta el extremo»; en Europa, estallará la revolución socialista. «En todos los países avanzados la guerra pone en el orden del día la revolución socialista, consigna que se impone tanto más imperiosamente en cuanto que el peso de la guerra recae sobre las espaldas del proletariado y que el papel de éste último deberá ser más activo en la reconstrucción de Europa, tras los horrores de la actual barbarie «patriótica», multiplicados por los gigantescos progresos técnicos del capitalismo» (Lenin, La guerra y la socialdemocracia rusa, 1° de noviembre de 1914). En resumen la continuación de la guerra pondrá más aún en primer plano la necesidad de fundar una nueva Internacional sobre las ruinas de la Segunda, es decir, la de los partidos social-chauvinistas o social-pacifistas, en los cuales el «centro» conciliador es tan reaccionario como la «derecha» o incluso más. 

La Revolución de Octubre nacerá entre el fracaso de estas proclamas repetidas y amplificadas sin cesar, que anuncia el inicio de un ciclo irreversible y mundial de revoluciones, capitaneadas por aquellos que aún se llaman socialdemócratas, pero que pronto se despojarán de su «camisa sucia» para retomar el nombre de comunistas. ¿Es Octubre una excepción? ¿Es una anomalía en la regla del pacífico acceso al poder? ¿La hazaña exclusiva de un único proletariado, y lo que es más, uno de los pocos para el cual podría parecer que tal excepción sería posible, dadas las particulares condiciones de su lucha? ¡No! El triunfo de la norma general, la victoria de directrices universales e invariables, claramente definidas por adelantado. 

¿En que se basa, entonces, la innoble leyenda de vías no-revolucionarias, o, aún peor, de «vías nacionales al socialismo»? Sin duda la historia impide a los países subdesarrollados atravesar por sus propios medios los niveles económicos que llevan al socialismo pleno y que los países «adelantados» ya han alcanzado (¡pero con que desprecio habla Lenin de «los gigantescos progresos técnicos del gran capital»!). Pero eso no es más que un aspecto particular de un hecho histórico determinado por las relaciones internacionales, y que por lo tanto no tiene nada de «nacional». ¿Se trata, por tanto, en una primera etapa, de instalar las «bases del socialismo», es decir, elevar a la sociedad desde el más bajo nivel económico, representado por estructuras pre-capitalistas o incluso patriarcales, hasta el grado más elevado, es decir al pleno capitalismo? Incluso ahí la historia no conoce más medio que la revolución, la férrea dictadura del proletariado dirigente de los campesinos, el antidemocratismo y el internacionalismo. 

El Lenin que, en Zimmerwald y en Kienthal, en El imperialismo y en innumerables escritos del período de guerra (¡Contra la corriente!) insistía sin cesar, con todas sus fuerzas, en torno a la tarea histórica vital y urgente de «transformar la guerra imperialista en guerra civil», el Lenin que fustigaba tan duramente las ilusiones pacifistas, el Lenin que trabajaba fervorosamente para la creación de una nueva Internacional fundada sobre estos principios, el Lenin que contemplaba conjuntamente y que asociaba siempre las revoluciones de Occidente y de Oriente, que mostraba al proletariado de todas partes, y a su Partido, en cada país, el camino de la conquista revolucionaria del poder, independientemente del programa económico inmediato impuesto por las condiciones objetivas, ¿sería ese Lenin el padre de las «vías pacíficas y nacionales al socialismo», el teórico de la «coexistencia pacífica», y no su enemigo mortal? El Lenin del Programa militar de la revolución proletaria ¿sería el abanderado de las manifestaciones por la paz, el respetuoso defensor de los «valores» nacionales y democráticos? 

En resumen... ¿habría sido Lenin el primer traidor a Octubre Rojo? 

 

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No podremos seguir paso a paso la densa historia de los meses que separan la vuelta de Lenin a Rusia, en abril de 1917, de la fulgurante victoria de Octubre; por lo demás, numerosos textos y reuniones de nuestro Partido se han dedicado a ello. Es importante, por el contrario, desprender las principales líneas que se prolongarán mucho en el tiempo tras los acontecimientos, insistiendo sobre el alcance general de las enseñanzas que de ello resultan. 

Las principales etapas son ya conocidas: de las Tesis de Abril a la Conferencia del Partido de ese mismo mes; del primer Congreso Panruso de los Soviets a las Jornadas de Julio; del VI Congreso clandestino de julio a la lucha contra Kornilov en agosto; la intensa preparación armada del Partido, consagrado simultáneamente a la restauración de la doctrina marxista (El Estado y la Revolución) y a la lucha contra las resistencias a la insurrección que se manifestaban en el mismo Comité Central; de la insurrección, y el boicot al pre-parlamento de Kerensky a la toma del poder y la constitución del Consejo de Comisarios del pueblo; de los primeros grandes decretos a la disolución de la Asamblea constituyente; de la paz de Brest-Litovsk a la liquidación de los residuos de la alianza con los social-revolucionarios de izquierda, y el comienzo de la guerra civil en todos los frentes. En todos estos meses que finalizan toda una fase histórica, decenios enteros que descargarán su peso sobre decenios futuros, ¿en donde buscar las lecciones del Octubre proletario y comunista? 

¿En el programa económico de la revolución, en sus intervenciones autoritarias en el ámbito de la producción y la distribución? No. En una serie de textos publicados antes y después de la revolución y hasta en el célebre discurso Sobre el Impuesto en Especie de 1921, Lenin no dejará de repetir, en nombre de los bolcheviques, que estas medidas estaban destinadas a encaminar la Rusia atrasada hacia el capitalismo plenamente desarrollado o, mejor dicho, para edificar las «bases del socialismo», al precio de una áspera lucha con la pequeña producción pequeñoburguesa, rural y urbana, dependiendo su resolución de la extensión de la revolución proletaria en los países capitalistas desarrollados. Este programa no disimula en absoluto las dificultades que se presentan, no hace concesiones a la demagogia de las promesas irrealizables en el interior de una Rusia solitaria, y se inserta perfectamente en la tradición marxista: basta con releer el Manifiesto Comunista de 1848 o el Llamamiento de 1850 para convencerse. Por otro lado, nada hace suponer que la aplicación de otro programa hubiese sido posible o incluso deseable, ni que aquel fuera demasiado «modesto», como algunos militantes llevados por su entusiasmo revolucionario, pudieron creer entonces. 

Sin embargo, no es en el programa económico en donde encontraremos la marca proletaria y comunista de Octubre, la chispa que incendiará a las masas proletarias del mundo entero, en los años vibrantes de la primera post-guerra, porque, en sí mismo, no indica en absoluto la vía universal de la emancipación obrera. Llevándole a cabo, el poder proletario victorioso trabajaría ante todo para su propia consolidación, a la espera de que la revolución comunista europea (al menos europea) llegara a librar a Rusia de su atraso, cortando su nudo gordiano gracias a una aportación masiva de fuerzas productivas y de recursos técnicos arrancados al capitalismo avanzado. Una vez nacionalizada la tierra, se debiera probar a encarrilar la agricultura hacia formas más desarrolladas de trabajo asociado; la industria, al igual que su aparato financiero y comercial, debía ser en primer lugar controlada, y después forzada a la concentración (una «cartelización» impuesta), para ser, en resumen, gestionada por el Estado que propondría utilizarla como un arma política más que económica, para acelerar la evolución agrícola y prepararse, en el caso de un retraso en la revolución exterior, para afrontar en solitario el inevitable conflicto con el campesinado. 

Solamente después de haber roto los lazos vitales que ligaban este programa económico al programa político – ¡dictadura mundial del Partido comunista! – y liquidado físicamente el Partido mismo por medio de la represión estatal, pudo el estalinismo desarrollar no sólo un «capitalismo económico» sino también un «capitalismo político». De la Rusia de Octubre, hizo una gran nación; de partidos revolucionarios hizo los guardianes de la democracia y el orden, y los arrojó en la hoguera de la segunda guerra mundial imperialista para defender los mismos cimientos del Capital. Ha sido sobre esta ruptura política, y sobre la explotación de las bases económicas duramente conquistadas por la revolución, sobre las que se ha construido la URSS de la coexistencia pacífica. Solamente esta victoria de la contrarrevolución ha permitido a la burguesía internacional conmemorar un Octubre tan «esterilizado» que podría tener lugar en el palacio de la «Cultura», integrándose en ese «patrimonio común» llamado Historia, que planea por encima de las clases. En resumen, un Octubre del que no queda nada. Pero nosotros sabemos que el verdadero Octubre puede muy bien resurgir de esta nada antes de lo que se podría pensar, con toda su fuerza y su esplendor. 

Esta fuerza y este esplendor les son tan simulados a la clase explotada de manera que ésta no pueda vislumbrar otro porvenir que no sea la agonía sin fin de la sociedad burguesa decadente de hoy. Por el contrario, esa clase aprovecharía enormemente un cuadro fiel del conjunto de la Revolución, incluyendo las medidas económicas de los años 1917-1921 apropiadamente adaptadas a su situación histórica, con su verdadero significado. 

Desde las Tesis de Abril a la fundación de la III Internacional, la línea política defendida por el Partido bolchevique forma un conjunto sin fisuras. En su lucha encarnizada, se desembaraza de cualquier elemento, incluso puramente formal, que pudiera hacer creer que existe algún lazo entre democracia y socialismo. «El término democracia, aplicado al Partido comunista, no es solamente inexacto desde el punto de vista científico. Hoy, después marzo 1917, es una venda colocada sobre los ojos del pueblo revolucionario, que le impide hacer lo nuevo de forma intrépida y libre, es decir, organizar los Soviets de diputados obreros, campesinos y otros, en tanto que único poder en el Estado, en tanto que heraldos de la «extinción» de todo Estado» (Lenin, Las tareas del proletariado en nuestra revolución, 10 abril 1917). El partido, y con él la Internacional, será simplemente comunista. 

Habiendo sido colocado por primera vez el Partido bolchevique en una situación revolucionaria por el hundimiento del zarismo, es plenamente consciente de las responsabilidades internacionales que le da este «privilegio histórico»: «A quien mucho se ha dado, mucho le será exigido. Precisamente a nosotros, y precisamente ahora, a quien corresponde fundar sin demora una nueva Internacional, una Internacional revolucionaria, proletaria; más concretamente, no debemos temer el proclamar abiertamente que esa Internacional ya está fundada y en acción. Es la Internacional de los «verdaderos internacionalistas» (...) Ellos y solamente ellos son los representantes, y no los corruptores, de las masas internacionalistas revolucionarias». Que estos comunistas internacionalistas sean de hecho poco numerosos no debe asustar: «no es el número lo que importa, sino la expresión fiel de las ideas y de la política del proletariado auténticamente revolucionario. Lo esencial no es «proclamar» el internacionalismo; es saber ser, incluso en los momentos más difíciles, auténticos internacionalistas». Si un conjunto de circunstancias históricas, independientes de la voluntad de la burguesía al ser impuestas por el avance inevitable de la lucha de clases, hace de Rusia un país más «libre» que otros, «aprovechemos esta libertad no para rogar el apoyo o el «extremo radicalismo revolucionario» burgués, sino para establecer sólida y honestamente, como proletarios, al estilo de Liebknecht, la III Internacional, enemigo irreductible tanto de los traidores social-chauvinistas como de los «centristas» vacilantes». 

Este deber para con el proletariado internacional está presente siempre en el primer plano de la conciencia del Partido, que lo considera como su principal tarea. Proporcionará a la nueva Internacional un marxismo restaurado en su integridad revolucionaria y realzado por las victorias de Petrogrado y Moscú: El Estado y la Revolución y Octubre son contemporáneos; La revolución proletaria y el renegado Kautsky de Lenin y Terrorismo y comunismo, de Trotsky, configuran el balance teórico y práctico de tres años de guerra civil; las Tesis del I y del II Congreso de la Internacional envían a los proletarios del mundo entero el mensaje, no del Partido ruso como tal, sino del marxismo integral, en el cual la dinámica de la guerra entre las clases constituye de nuevo el polo de atracción de las clases explotadas del mundo entero. 

 

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Para evocar correctamente 1917 sería preciso la pluma de un Trotsky, pero lo que queremos es simplemente demostrar que los perfiles de Octubre se dibujaron, mucho antes de la victoria de la insurrección, en los escritos, en los discursos, en las tesis y las luchas del Partido bolchevique. Porque Octubre no solamente engloba la guerra civil y la creación de la Internacional Comunista y sus primeros congresos, sino la NEP, no sólo la victoria, sino también la contrarrevolución, no solamente los acontecimientos en Rusia, sino también los sucesos en el mundo que están a ellos ligados. 

El Partido bolchevique no se lanzó a ciegas a la revolución. No esperaba del movimiento de masas que resolviera los enigmas de la Historia, indicándole el camino a seguir, el objetivo deseado; para ellos, Octubre era por el contrario, el punto previsto, esperado, preparado, anunciado cotidianamente a las masas mediante la palabra y la acción, un punto de llegada que debía de convertirse en punto de partida.

La revolución de Febrero transmitió el poder desde las manos ensangrentadas del zarismo a las manos de la burguesía, también impaciente por teñirse también ella en esa misma sangre. Pero también creó al mismo tiempo, con el Soviet de diputados obreros y soldados de Petrogrado, un «poder que no se apoyaba en la ley, sino en la fuerza directa de las masas armadas». Dos poderes no pueden coexistir durante mucho tiempo en el seno de un mismo Estado; ¿Qué es lo que en Rusia los mantiene trabados? ¿Qué es lo que lleva al Soviet de Petrogrado a «entregar voluntariamente el poder estatal a la burguesía y a su Gobierno provisional» para que disponga de el? La «imponente ola pequeño-burguesa», responde Lenin; la que «ha sumergido todo; la que ha aplastado al proletariado consciente no sólo en número, sino también por su ideología, arrastrando a amplios sectores obreros, contaminándolos con sus ideas políticas pequeño-burguesas». La epidemia, añadimos nosotros, ha afectado incluso a una fracción del Partido bolchevique. 

Octubre, «segunda etapa» de la revolución que, según las Tesis de Abril, «debe dar el poder al proletariado y a las capas más humildes del campesinado», no será posible más que cuando se «derrame hiel y vinagre en el agua azucarada de la fraseología democrática revolucionaria» y si se «desintoxica al proletariado de la embriaguez pequeño-burguesa general». Ahí se encuentra el freno que impide a las masas efervescentes seguir su camino, la posibilidad, para el enemigo de poner un dique a la marea ascendente «del proletariado y de las capas más pobres del campesinado», siempre manteniendo en la reserva el ejército de la represión burguesa directa. 

¿Es una experiencia puramente rusa? ¿Un fenómeno «nacional»? En absoluto. Teniendo tras de sí tres cuartos de siglo de lucha proletaria, apoyados por el balance hecho por Marx y Engels de las luchas de clase en Alemania y en Francia, el Partido bolchevique puede afirmar en la víspera de Octubre y ante cualquier otro futuro Octubre, que «la experiencia mundial de los gobiernos burgueses y de los grandes terratenientes ha desarrollado dos métodos para someter al pueblo a la opresión. El primero es la violencia. Nicolás Romanov (apodado Nicolás El Garrote) y Nicolás II (el Sanguinario) demostraron al pueblo ruso el máximo de lo que puede y no puede hacerse por lo que se refiere a las prácticas de verdugo. Pero existe otro método, desarrollado a la perfección por la burguesía inglesa y francesa (¡campeones y modelos de democracia!) «aleccionadas» por una larga serie de revoluciones y de movimientos revolucionarios de las masas. Es el método del engaño, de la adulación, de las lindas frases, de las innumerables promesas, de las limosnas insignificantes y de concesiones insignificantes para conservar lo esencial». Esta enseñanza es permanente y universal: la revolución proletaria no puede vencer sin aplastar a este enemigo insidioso que es la ideología pequeño burguesa, arraigada en la pequeña producción rural y urbana. «Los dirigentes de la pequeña burguesía «deben» (en efecto, se trata de un hecho objetivo, determinado por las relaciones de clase reales) enseñar al proletariado a confiar en la burguesía. Los proletarios deben enseñar al pueblo a desconfiar de la burguesía». Esta es la primera lección que aprenderá la Internacional comunista. ¡A cincuenta años de distancia, esa lección va dirigida contra vosotros, conmemoradores-sepultureros! 

La fosa excavada por Octubre separaba al proletariado no sólo de la burguesía, sino también de todas las clases intermedias. Es aquí en donde la revolución rusa manifestaba su carácter proletario y comunista, es aquí en donde nos corresponde y condena los partidos, las tendencias o las personas que disfrutan con el «agua azucarada» de la «fraseología democrática» y que hoy ya no tienen nada de revolucionarias. He aquí la causa por la cual, en agosto 1918, los bolcheviques pudieron proclamar: «Nuestra revolución ha comenzado como una revolución mundial», he aquí por lo que podemos repetirlo ahora, cincuenta años más tarde. 

Cuando llega el golpe de timón de las Tesis de Abril – este (llamémosle) golpe de timón no estaba destinado a cambiar el rumbo seguido hasta entonces por el Partido bolchevique, sino a reaccionar enérgicamente contra el abandono del programa por los «conciliadores» bolcheviques – Lenin afirma en primer lugar que, bajo el nuevo régimen democrático burgués, la guerra «sigue siendo indudablemente una guerra imperialista de rapiña», pues no se podrá salir de ella sin «derribar el Capital». A estos efectos es preciso difundir el derrotismo en las filas del ejército, alentar la confraternización por encima de las fronteras y transformar la guerra imperialista en guerra civil, «porque objetivamente el problema de la guerra no se apoya más que sobre el plano revolucionario». 

Una vez más, ¿qué es lo que impedía su comprensión a las masas? Lenin responde: «La actitud «defensista revolucionaria» debe ser considerada como la manifestación más importante, más notable de la ola pequeño-burguesa que ha barrido casi todo. Es el peor enemigo del progreso posterior y del éxito de la revolución rusa». Participación en la «defensa de la patria» bajo el pretexto de que las conquistas democráticas están amenazadas, sueños pequeño-burgueses de alianzas entre los gobiernos beligerantes, llamamientos a la «buena voluntad», «internacionalismo de palabra, oportunismo pusilánime y complaciente para los social-chauvinistas», votos piadosos de desarme: la crítica bolchevique se abate inexorablemente sobre todo ese «reino de fraseología pequeñoburguesa atiborrada de buenas intenciones». 

Para Lenin, los social-chauvinistas y sus lacayos de «centro» representan un fenómeno objetivo: defienden directa o indirectamente la dominación burguesa, pero la revolución ha dado ya su primer paso, y debe ahora pasar al segundo, es decir, dar el poder estatal al proletariado, que es el único que puede «asegurar el fin de la guerra». Y añade «Esto supondrá a escala mundial el principio de la ruptura del frente – del frente de los intereses del Capital – y sólo la ruptura de ese frente permitirá evitar a la humanidad los horrores de la guerra, procurándola los beneficios de una paz duradera» (Las tareas del proletariado en nuestra revolución). El pacifismo no tiene sitio dentro del programa de Octubre: guerra a la guerra, con todos los recursos del derrotismo revolucionario, hasta la conquista revolucionaria del poder estatal; solamente entonces, si el «frente mundial del Capital» es derribado, podrá reinar la paz. 

La lucha bolchevique contra los «pretextos» de la ideología pequeño-burguesa (que brota continuamente intentando arrastrar al proletariado a la masacre imperialista) no dejará de profundizarse y amplificarse entre Febrero y Octubre. Los inmensos e incesantes esfuerzos que el Partido bolchevique despliega para convencer al proletariado de que es necesaria la toma del poder, aunque sólo fuera para poner fin a la terrible hemorragia de la guerra mundial. Con los ojos puestos en esta solución mundial, el poder proletario, el Partido comunista, firmará en marzo de 1918 la paz «increíblemente pesada y humillante» de Brest-Litovsk, su «tratado de Tilsit». Si la firmó no fue por pacifismo, sino en nombre de la revolución proletaria internacional. Si la revolución hubiera estallado en Europa catapultada por Octubre, no hubiera tenido que hacerlo; pero obligado a ello, consiente en esa «paz infame», con la certeza de que cualesquiera que sean los sacrificios impuestos, su retirada de la guerra imperialista no solamente reforzará las lazos entre la dictadura del proletariado y las masas en Rusia, sino que establecerá el fermento del derrotismo en los ejércitos imperialistas todavía en liza en Europa. 

Acepta también «en interés de una seria preparación» de la guerra revolucionaria, cuya necesidad ha sido reconocida desde hace mucho tiempo, ya sea defensiva, e impuesta por el ataque previsible e incluso inevitable, de las burguesías extranjeras, aún no desposeídas del poder por la revolución, u ofensiva y desencadenada por el primer Estado proletario contras las potencias capitalistas. Que le cercan, con el fin de acudir en ayuda de los proletarios insurgentes, o a punto de levantarse contra el Capital. 

Estos dos casos están previstos explícitamente en El oportunismo y la bancarrota de la II Internacional (1915) y en La consigna de los Estados Unidos de Europa (1916). Las Tesis de Abril, igualmente, justifican el recurso a la guerra revolucionaria siempre que se cumplieran las siguientes condiciones «a) toma del poder por el proletariado y de las capas pobres del campesinado, cercanas al proletariado b) renuncia efectiva, y no sólo verbal, a toda anexión c) ruptura total y efectiva con todos los intereses del Capital». 

¡Ni antes, ni después de la conquista del poder, no hay la menor traza de pacifismo en el programa de Octubre! En su Informe sobre la guerra y la paz (Obras, Tomo 27, pag. 23) en marzo 1918, Lenin proclamará: «Nuestra consigna no puede ser más que esta: estudiar en profundidad el arte militar», y, dirigiéndose a los camaradas impacientes para partir hacia el frente de la guerra revolucionaria mundial: «Aprovechar la tregua, aunque sea de una hora, ya que está disponible, para mantener el contacto con la zona alejada de la retaguardia, y formar allí nuevos ejércitos». En La revolución proletaria y el renegado Kautsky, Lenin definirá, en un magnífico resumen dialéctico, las dos fases inseparables de la conquista y del ejercicio revolucionario del poder: «No ha existido ninguna gran revolución que haya evitado y pueda evitar la «desorganización» del ejército (...) La primera atención de toda revolución victoriosa – Marx y Engels lo han señalado muchas veces – ha sido la de destruir el viejo ejército, licenciarlo, remplazándolo por uno nuevo». ¡Lo cual no quiere decir ni mucho menos que se trate solamente de la guerra civil interior! ¡Para Lenin, la guerra civil, al igual que la revolución, es un «hecho internacional», que ni conoce fronteras ni tolera abandonos, incluso existiendo «treguas»! 

 

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Los bolcheviques han ilustrado el inmenso alcance de la Revolución de Octubre quitando el polvo a la doctrina marxista olvidada por los reformistas. Los conmemoradores-sepultureros de hoy no sólo han olvidado enteramente este hecho, sino que también trabajan para borrar de la memoria del proletariado todo vestigio de los grandes textos marxistas y de la lección magistral de las luchas revolucionarias. Los bolcheviques tomaron la misma vía histórica de los communards, la que Marx y Engels habían preconizado siempre, antes, durante y después de la Commune de Paris, la vía maestra, la única vía que los comunistas reconocen cualquiera que sea su país y su generación. 

No es por casualidad que las Tesis de Abril asignen al Partido (que debe volver a ser lo que es despojándose de su «camisa sucia») la tarea de volver a definir su programa, sobre todo en lo que concierne a «la actitud hacia el Estado y nuestra reivindicación de «Estado-Comuna». Era necesario hacer esto, para que desaparezca el absurdo histórico de la «dualidad de poderes» y para que una vez liberado de la fraseología pequeño-burguesa gracias a la influencia decisiva del Partido, el Soviet encontrara la fuerza para desafiar abiertamente a la clase dominante, y no sólo de proclamar «¡Ningún apoyo al Gobierno provisional!», sino, sobre todo, «¡Abajo la república parlamentaria!»». 

Para que el Soviet aceptara convertirse en «el poder único del Estado» era necesario un poder que no se apoyase sobre ninguna ley, sino sobre la «fuerza armada de las masas». Debía por tanto quedar muy claro que no hay que abrigar ni por un momento la esperanza de un paso gradual de la primera etapa a la segunda, que una revolución así estaba excluida, y que se trataba de un salto cualitativo, ya que era necesario destruir la máquina del Estado burgués y construir otra, un Estado tan dictatorial como el antiguo, pero de naturaleza proletaria; un Estado de clase, como el Estado burgués pero sin disimular su naturaleza, contrariamente a este último, un Estado destinado a reprimir a la clase enemiga, como el Estado burgués ha hecho siempre sin importarle nunca lo más mínimo lo que los proletarios harán o dirán. 

Pero – sugieren los portavoces de la «Cultura» – ese salto, la insurrección armada y el ejercicio dictatorial del poder, es decir la supresión de la «democracia pura» de los burgueses ¿no le ha sido impuesto a Rusia por sus particularidades históricas, geográficas y también raciales? Rusia... es Rusia; ¿por qué no puede tomar otra vía diferente en otro lugar? ¡Claro que no! «El éxito de la revolución rusa y de la revolución mundial (¿cuándo hemos encontrado estos dos términos separados en la literatura revolucionaria de Octubre?) depende de dos o tres días de lucha», Lenin, «Consejos de un ausente» 8/21 octubre 1917). En ese mes de intensa lucha , cuando la historia obliga implacablemente al Comité Central bolchevique a tomar sus responsabilidades, El Estado y la Revolución responde a esta cuestión de una manera definitiva: 

1) «El Estado burgués no puede ceder el puesto al Estado proletario (a la dictadura del proletariado) mediante una «extinción», sino solamente, como regla general, por una revolución violenta». 

2) «La doctrina de lucha de clases aplicada por Marx al Estado y a la revolución socialistas conduce necesariamente al reconocimiento del dominio político del proletariado, de su dictadura, es decir de un poder que no comparte con nadie y que se apoya directamente sobre la fuerza armada de las masas (...) «El Estado, es decir el proletariado organizado en clase dominante», esta teoría marxista, está indisolublemente ligada a toda su doctrina sobre la función revolucionaria del proletariado en la historia. El resultado de esta función es la dictadura proletaria, la dominación política del proletariado. Pero si el proletariado tiene necesidad del Estado en tanto que organización especial de la violencia contra la burguesía, se plantea un interrogante: ¿se puede concebir tal organización sin que previamente sea destruida, demolida, la máquina del Estado que la burguesía ha construido para si misma?». 

3) «Los únicos que han asimilado la doctrina de Marx sobre el Estado son los que han comprendido que la dictadura de una clase es necesaria no solamente en una sociedad dividida en clases en general, no solamente para el proletariado que habrá derrotado a la burguesía, sino incluso para todo el periodo histórico que separa el capitalismo de la «sociedad sin clases», del comunismo. Las formas del Estado burgués son extremadamente variadas, pero en esencia es una: en último término todos estos Estados son, de una manera u otra, pero necesariamente, una dictadura de la burguesía. El paso del capitalismo al comunismo no puede evidentemente dejar de producir una gran variedad de formas políticas, pero su esencia será necesariamente única: la dictadura del proletariado».

La reivindicación de la dictadura del proletariado «para todo un período histórico», lejos de ser una pretensión subjetiva de esta clase, no es más que la traducción de una exigencia objetiva en la medida en que la burguesía y el proletariado son los únicos protagonistas del drama histórico contemporáneo: 

«La dominación de la burguesía no puede ser derrocada más que por el proletariado, clase distinta, a la cual sus condiciones económicas de existencia preparan para este derrocamiento, y a la que ofrecen la posibilidad y la fuerza de llevarlo a cabo. Mientras que la burguesía fracciona y disemina al campesinado y a todas las capas pequeño-burguesas, agrupa, une y organiza al proletariado. Dado el papel económico que juega en la gran producción, sólo el proletariado es capaz de ser el guía de todas las masas trabajadoras y explotadas que, frecuentemente, la burguesía explota y oprime, no ya menos, sino más que a los proletarios, y que son incapaces de una lucha independiente para su liberación (...) El proletariado necesita el poder estatal, el poder de una organización centralizada de la fuerza, de una organización de la violencia, tanto para reprimir la resistencia de los explotadores como para dirigir a la gran masa de la población (campesinado, pequeña burguesía, semiproletarios) en la «puesta a punto» de la economía socialista».

Este párrafo es capital. Toda la experiencia de los meses que preceden a Octubre muestra, en efecto, que la pequeña burguesía frena necesariamente el movimiento ascendente de la revolución. Es por su influencia insidiosa por lo que el Soviet, «única forma posible de gobierno revolucionario», retrocede desde Febrero ante la tarea que le confiaba la Historia: tomar y ejercer todo el poder, sin compartirlo con nadie. Y esta experiencia tiene un valor general, es un dato de «ingeniería social», destinado a esquivar, allí donde haga falta, el peligroso escollo que amenaza a toda revolución comunista. «Después de la experiencia de julio 1917 es precisamente el proletariado revolucionario el que debe tomar el poder: fuera de esto no hay victoria posible para la revolución», había escrito Lenin algunos meses antes (A propósito de las consignas, Obras, Tomo 25, pag. 204-205), mostrando que si los comunistas eran «partidarios de un Estado basado en los Soviets» no podía tratarse «de los Soviets de hoy, de estos órganos acordes con la burguesía», sino de «órganos de la lucha revolucionaria contra la burguesía» que surgirían de la nueva revolución. 

En virtud de esta necesidad de «dirigir» dictatorialmente a las masas, Octubre será la toma totalitaria y violenta del poder por el Partido apoyándose sobre la fuerza armada de la clase obrera: la liquidación de toda ficción democrática y parlamentaria, primero con el boicot al pre-Parlamento, y a continuación la disolución de la Asamblea Constituyente; la intervención despótica en la economía y la construcción de un nuevo ejército sobre las ruinas del ejército democrático-zarista. También es esto ejemplar, la mano que escribía El Estado y la Revolución dejará inacabado el folleto para coger el timón de la insurrección: hubiera sido algo en vano trazar la vía revolucionaria en los textos históricos, para luego no emprenderla, en el momento oportuno, en la realidad de la lucha de clases. ¡Vencedor o vencido, es en el combate donde se prepara el futuro! 

La redacción del VII capítulo de El Estado y la Revolución («La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1907») no ha ido más allá del título, pues «es más agradable y más útil tener la experiencia de una revolución que escribir sobre ella», dirá Lenin a manera de justificación. Añadimos que nosotros dejamos a los filisteos la idea de que la obra literaria o de que el jefe revolucionario Lenin pertenecen a un «hombre», a un «individuo excepcional»»: para nosotros Lenin, más allá de sus dotes personales, era y es el arma de una clase y de un Partido – y es el mayor homenaje que se le puede hacer. 

Enero de 1918: «Es cierto, la victoria definitiva del socialismo es imposible en un solo país» (¡temblad, herederos del estalinismo!), pero veamos lo que sí es posible: «El ejemplo vivo, la acción iniciada en un país cualquiera, es más eficaz que todas las proclamaciones y todas las conferencias; es lo que entusiasma a las masas trabajadoras de todos los países» (Lenin, Informe sobre la actividad del Consejo de Comisarios del Pueblo al III congreso de los Soviets, 24 enero 1918). En julio 1918, cuando el incendio de la guerra civil arroja sus primeras llamaradas: «Accediendo al poder en tanto que partido comunista proletario mientras la burguesía capitalista mantenía todavía su dominación en los demás países, nuestro deber más urgente era, repito, mantener este poder, esta antorcha del socialismo, con el fin de que pueda lanzar la mayor cantidad de chispas posible sobre el incendio creciente de la revolución mundial» (Lenin, Discurso a la Sesión común del C.E.C., 29 julio 1918). 

¡Así es la enseñanza de Octubre! ¿Y vosotros pretendéis, conmemoradores-sepultureros, que Octubre no haya significada nada más que el desarrollo del «comercio equitativo», de la «coexistencia pacífica», de «la vía indolora» a lo que llamáis socialismo? ¿Vosotros pretendéis que el «ejemplo viviente» ha quedado para siempre enterrado en el suelo de la Rusia de 1917-1918? 

«Dirigir a las masas». Dirigirlas en primer lugar hacia la conquista insurreccional del poder por los Soviets templados y purificados en la lucha; dirigirlas a continuación en la gigantesca lucha contra «la resistencia de los explotadores, que no pueden ser despojados de repente de sus riquezas, de las ventajas de su organización y de su saber, y que en consecuencia, no dejarán de multiplicar durante un período bastante largo las tentativas encaminadas a derrocar el execrado poder de los pobres» (Lenin, Las tareas inmediatas del poder de los Soviets), y contra el peso de las tradiciones, de los hábitos, de la tenaz influencia de la ideología pequeño burguesa que se insinúan en todos los poros de una sociedad que cambia dolorosamente. 

¿Cómo dirigirles? No basta con educar, es necesario «neutralizar» y «reprimir» a las fuerzas del pasado que resurgen sin cesar y amenazan el futuro; es necesario saber que «toda gran revolución en general, y toda revolución socialista en particular es impensable sin una guerra interior, es decir, sin una guerra civil, que trae consigo una ruina económica aún mayor que la guerra exterior, que implica millones y millones de ejemplos de vacilación y de paso de un campo al otro, un estado extremo de incertidumbre, de desequilibrio y de caos»; es necesario por lo tanto dirigir dictatorialmente, pues «es evidente que todos los elementos de descomposición de la vieja sociedad desgraciadamente muy numerosos y ligados mayoritariamente a la pequeña burguesía, no pueden dejar de «manifestarse» en una revolución tan profunda (...) Para llevarla a cabo es necesario tiempo y una mano de hierro». Esta es la gran lección del Octubre Rojo: la batalla sin tregua en todos los frentes de la guerra desencadenada por la contrarrevolución interior y exterior, por la burguesía nacional e internacional, debe acompañarse de un control dictatorial por parte de una sola clase sobre los «elementos de descomposición» que nacen y renacen sin cesar en el mismo seno de las clases intermedias, esos desechos de una «historia muerta» que se agarran desesperadamente a la «historia viva» y amenazan con llevarla a pique. 

Por todas estas razones, sin que una sola de ellas pueda omitirse, Lenin dirá en su polémica contra Kautsky que «la dictadura revolucionaria del proletariado es un poder conquistado y mantenido por la violencia, que el proletariado ejerce sobre la burguesía, poder que no está ligado a ninguna ley»; en consecuencia, «el índice necesario, la condición expresa de la dictadura es la represión violenta de los explotadores como clase y en consecuencia la violación de la ‘democracia pura’» (La revolución proletaria y el renegado Kautsky). La Revolución de Octubre no solamente privará a los burgueses de todo derecho político, sino que impondrá a la pequeña burguesía campesina derechos inferiores a los del proletariado. Por todas estas razones e incluso sin guerra exterior el necesario Terror rojo es la manifestación política de la dictadura proletaria, su medio de intervención en las relaciones económicas y sociales, su instrumento de acción militar. Por todas estas razones, comunes a todos los países, la dictadura del proletariado implica la existencia del Partido político. 

 

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Hegemonía del proletariado, hegemonía del Partido. Los dos términos son inseparables, lo mismo que en el Manifiesto la «organización del proletariado en clase dominante» es inconcebible sin la «organización del proletariado en clase y por lo tanto en Partido». 

La historia de Octubre es la de dos procesos inversos en los cuales los puntos de contacto son choques sangrientos. Mientras que las masas se apartan del Gobierno provisional, desertan en el frente, se enfrentan en la calle a las fuerzas del orden, empujan hacia la insurrección, exigen el poder a tiro limpio y no mediante papeletas de voto, los partidos que se reclaman de la clase obrera, pero que reflejan las dudas, la cobardía, el servilismo de la pequeña burguesía, se alinean uno tras otro sobre el frente de la democracia parlamentaria y de la guerra. Inversamente, el Partido que desde Abril proclama la urgencia de destrozar ese frente maldito y trabaja efectivamente para conquistar el poder en nombre «del proletariado y de las capas pobres del campesinado» aparece cada más más sobre la escena política y social como el Partido único de la revolución y de la dictadura. Después de la demostración de fuerza al disolver la Asamblea Constituyente no le queda a este partido más que un último aliado posible: los socialistas-revolucionarios de izquierda. La paz de Brest-Litovsk romperá este último lazo, y en la guerra civil, hasta Kronstadt y posteriormente, el poder proletario chocará a cada paso con resurgimientos democráticos, populares, centrífugos o anarquistas de los antiguos grupos o partidos, y los barrerá en su marcha hacia delante. 

Esta «decantación» de las fuerzas políticas y sociales no era un hecho nuevo. En su estudio de las luchas de clase en Francia y en Alemania, Marx y Engels habían mostrado ya, para la organización del proletariado revolucionario y de su Partido, que era inevitable que los grupos y los partidos que defienden a las clases intermedias y que encarnan sus intereses económicos, sus hábitos y su ideología pasen progresivamente al enemigo. La grandeza de los bolcheviques reside justamente en que, por primera vez en la historia del movimiento obrero, extrajeran de esta dura lección negativa una fuerza activa, un factor de victoria. Dejando que los muertos entierren a los muertos, aceptaron ellos solos la responsabilidad del poder. 

Nada podía hacerles dudar, ni siquiera la indecisión y los «escrúpulos democráticos» de algunos de sus camaradas (camaradas con un largo pasado como militantes comunistas) que retrocedieron ante ese «salto hacia lo desconocido» que era la insurrección, ni siquiera las inevitables deserciones. No hicieron en absoluto nada imprevisto, fueron más allá y abrieron conscientemente la era de la dictadura del Partido en nombre de la clase. Las sanas energías proletarias se habían desligado del magma que componían las fuerzas sociales. Fue la necesidad histórica la que hizo de la revolución de una sola clase la revolución de un solo partido: la hegemonía del proletariado no podía traducirse más que por medio de la hegemonía del Partido que era a la vez la conciencia teórica, la voluntad organizada, el órgano de la conquista y del ejercicio del poder. Y de ahí vino la victoria. 

En septiembre de 1917, ligando como siempre los «saltos cualitativos» de la revolución rusa a la experiencia de la lucha proletaria mundial, Lenin ya escribía: «El vergonzoso final de los partidos socialista-menchevique y menchevique no es producto de la casualidad; es el resultado, numerosas veces confirmado por la experiencia europea, de la situación económica de los pequeños patronos, de la pequeña burguesía» (Las enseñanzas de la Revolución). En consecuencia, el Partido dirigirá él solo la insurrección, tomará él solo el poder sabiendo muy bien que no se determina el movimiento real de la clase escrutando el alma de los partidos infestados por la inercia pequeño burguesa, ni tampoco por la de los órganos de masas nacidos de la Revolución, en los que las dudas, el «seguidismo», la «fuerza de la costumbre» propios de la vieja sociedad tienen campo abierto para manifestarse. Solamente la teoría basada en un balance de las luchas de clases pasadas permite prever la disposición natural de las fuerzas de clase en el momento decisivo, de saber que esta hora ha sonado y de intervenir por lo tanto, no para «hacer» la revolución, sino para dirigirla, y dirigirla más allá de la toma del poder, ya que esta no es más que el primer acto del drama social, puesto que el enemigo no dejará de levantar nuevamente la cabeza y que el Partido (un único Partido) será más necesario que nunca para ejercer el poder. 

En 1920, en La enfermedad infantil del comunismo, Lenin restituirá al proletariado occidental la lección recibida de él y enriquecida por el balance de tres años de guerra civil y de dictadura comunista: 

«La dictadura del proletariado es la guerra más heroica y la más implacable de la nueva clase contra un enemigo más poderoso, contra la burguesía cuya resistencia está decuplicada por el hecho de su caída (esto no ocurrió nada más que en un único país) y cuyo poderío no reside solamente en la fuerza del capital internacional, en la fuerza y la solidez de los lazos internacionales de la burguesía, sino todavía en la fuerza de la costumbre, en la fuerza de la pequeña producción (...) Quien debilite, por poco que sea la disciplina de hierro en el partido del proletariado (sobre todo durante su dictadura), ayuda en realidad a la burguesía contra el proletariado (...) Negar la necesidad del Partido (y para Lenin se trataba evidentemente del Partido comunista) y de la disciplina del Partido (...) esto equivale, precisamente a hacer suyos esos defectos de la pequeña burguesía que son la dispersión, la inestabilidad, su ineptitud a la firmeza, a la unión, a la acción conjunta, defectos que causarán inevitablemente la perdición de todo movimiento revolucionario del proletariado, por poco que se les anime».

La dictadura del proletariado es la centralización y la disciplina, y por lo tanto la dictadura del Partido. Trotsky expresará la misma idea en una fórmula lapidaria que tiene el mérito de ligar esta «disciplina de hierro» del Partido a los mismos fundamentos de la centralización real, es decir la continuidad del programa y de organización y su unión orgánica con la táctica empleada, que se oponen al eclecticismo doctrinal, completado por la tendencia a la improvisación práctica tan arraigada en los partidos «obreros» influenciados por la pequeña burguesía y su intelligentsia. Es este un aspecto esencial sobre el que nuestra corriente insistirá continuamente en los Congresos de la Internacional comunista, no por lujo académico, sino porque es una exigencia vital del movimiento revolucionario. 

«Solamente con la ayuda de un partido que se apoya en su pasado histórico, que prevé teóricamente el curso del desarrollo y todas sus etapas, y deduce de él qué tipo de acción es la correcta en un momento dado, solamente con la ayuda de un Partido así, puede el proletariado liberarse de la necesidad de repetir su propia historia, sus propias oscilaciones, su propia indecisión y sus propios errores» (Las enseñanzas de la Comuna, 1920)

¡Léase atentamente: es de la previsión teórica del desarrollo histórico de donde él «deduce» y no de ese tipo de observación pasiva de la historia que conduce a cualquier «descubrimiento» imprevisible! 

De esta fuerza que permite a la insurrección de Octubre triunfar y al proletariado vencer en la guerra civil, la revolución del mañana deberá volver a encontrar su secreto, so pena de muerte. Escribiendo las líneas citadas más arriba, Lenin y Trotsky pensaban más en el terrible período de la guerra civil que en la breve fase de la insurrección, o en sus consecuencias inmediatas, como la disolución de la Asamblea Constituyente y la ruptura con los socialistas-revolucionarios de izquierda. Nosotros podríamos resumir así su enseñanza capital: mientras que la clase obrera se presente sobre la escena histórica (o peor, sobre la escena parlamentaria, pero esto le concierne muy poco a la Rusia de 1917) dividida en numerosos partidos, la solución no es el reparto del poder entre estos partidos, sino la liquidación de todos los lacayos del capitalismo disfrazados de partidos obreros, unos tras otros hasta que todo el poder caiga en las manos del único partido de clase. 

Este principio de la hegemonía del Partido se encuentra en la obra de Marx y Engels, y más especialmente en su larga polémica contra los anarquistas que atacaban al Consejo General de la I Internacional, pero la gran fuerza de las revoluciones, incluso aunque sean vencidas finalmente, es la de poner a la luz y en relieve los principios permanentes de la doctrina y del programa. No hay por lo tanto nada nuevo en las Tesis sobre el papel del Partido Comunista en la Revolución proletaria que el II Congreso de la Internacional Comunista adoptó en 1920, al término de la sangrienta guerra civil en Rusia; simplemente la lucha heroica del proletariado bolchevique daba un peso nuevo a los principios de siempre. 

«La Internacional Comunista rechaza de la manera más categórica la opinión según la cual el proletariado puede llevar a cabo su revolución sin tener su Partido político. El objetivo de esta lucha, que tiene inevitablemente a transformarse en guerra civil, es la conquista del poder político. Pero el poder político no puede ser tomado, organizado y dirigido nada más que por un Partido político (...) 

«La aparición de los Soviets, forma histórica principal de la dictadura del proletariado, no disminuye en absoluto el papel dirigente del Partido Comunista en la revolución proletaria (...) 

«La historia de la revolución rusa nos muestra en un cierto momento a los Soviets yendo contra el Partido proletario y sosteniendo a los agentes de la burguesía. Se ha podido observar lo mismo en Alemania y puede producirse también en los demás países. Para que los Soviets puedan llevar a cabo su misión histórica, es necesaria la existencia de un Partido Comunista lo bastante fuerte para ejercer una influencia decisiva sobre los Soviets en lugar de «adaptarse» a ellos, es decir, para constreñirles a «no adaptarse» a la burguesía. El Partido Comunista no es necesario solamente para la clase obrera antes y durante la conquista del poder, sino después de ella (...) 

«La necesidad de un Partido político del proletariado no desaparece más que al desaparecer las clases sociales».

 

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Un profundo internacionalismo impregna toda esta Revolución de Octubre en la cual la lucha del Partido para la transformación de la guerra imperialista en guerra civil, en revolución socialista mundial, se funde totalmente con el empuje impetuoso de las masas obreras de los grandes centros industriales de Rusia. 

Cuando Trotsky y Lenin definían la revolución en marcha como «un eslabón de la cadena de la revolución internacional» las masas rusas defendían con las armas el poder conquistado como un «destacamento del ejército internacional del proletariado», Rusia como «una fortaleza asediada» esperaba que los «demás destacamentos de la Revolución internacional» viniesen en su ayuda, no eran solamente los militantes del Partido, sino todos los proletarios de Rusia quienes sentían la verdad de estas palabras ardientes, porque entonces la «educación política se hacía rápidamente» (algunos días, algunos meses) en las fábricas y en los barrios populares, en medio de mítines y manifestaciones revolucionarias. En el magnífico preámbulo de la Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado la República de los Soviets se daba por tarea «la victoria del socialismo en todos los países» y en la tribuna del III Congreso pan-ruso de los Soviets esta era la grandiosa perspectiva que Lenin proponía a su auditorio: «Los acontecimientos (...) nos han conferido el honorable papel de vanguardia de la revolución socialista internacional, y vemos ahora claramente la perspectiva del desarrollo de la revolución: el ruso ha comenzado (y además: aquel que se encuentre en la situación más favorable debe comenzar), el alemán, el francés, el inglés triunfarán y el socialismo triunfará» (Obras, Tomo 26 pág. 494). 

Se trataba de más que palabras; evitando la retórica, secamente, la revolución expresaba el sentimiento y la pasión que armaban los brazos y movilizaban el cerebro de inmensas masas proletarias. Era el lenguaje impersonal de una lucha de clase en la que los combatientes no habían podido nunca admitir que fuera simplemente «rusa», estrechamente «nacional»; los ojos abiertos sobre el mundo, la voluntad tendida, dispuestos para todos los sacrificios, no conocían ninguna frontera y sus corazones se inflamaban con las noticias de la lucha de sus hermanos de clase por encima de esas fronteras, que la revolución se daba justamente como objetivo de destrucción. «No estamos solos, ante nosotros está Europa entera» gritaba Lenin a los vacilantes, a los conciliadores, a los cobardes, y los proletarios que se habían batido sin tregua durante nueve meses tumultuosos, y que debían aún batirse durante los dos años y medio de la guerra civil, sabían como él, por instinto, sin haber leído nunca seguramente el grito final del Manifiesto, que ellos eran los combatientes de una guerra de clase internacional. Para estos proletarios era evidente que su revolución era el principio de una revolución mundial. 

En abril, Lenin había dicho que la Internacional de los «internacionalistas de hecho» actuaba ya, aunque no tuviese todavía una existencia formal: se encarnaba en los proletarios de Petrogrado y de Moscú, en Liebknecht en Berlín, manifestaba un internacionalismo práctico y activo, por una devoción sin límites a la causa universal del socialismo. Durante el episodio dramático de Brest-Litovsk, cuando la causa revolucionaria pudo parecer perdida, Lenin justificó con su coraje y su franqueza habituales el tratado «ignominioso» y (escuchad, conmemoradores-enterradores) lo definió como el «mayor problema histórico de la Revolución rusa», como la «mayor dificultad» que tuvo que vencer, la «necesidad de resolver los problemas internacionales, la necesidad de suscitar una revolución internacional, de llevar a cabo este episodio de nuestra revolución, estrictamente nacional, a la revolución mundial» (Informe sobre la guerra y la paz al VII Congreso del P.C. ruso, 6 y 8 marzo 1918). 

Nacida como revolución mundial, Octubre ponía en un primer plano sus tareas internacionales, sus deberes con respecto a la revolución mundial, deberes que no derivaban de ningún código moral, sino que venían impuestos por el carácter internacional de la lucha emancipadora del proletariado y de la expansión capitalista. Una vez más, se le pedirá mucho a quien mucho había dado ya: los magníficos proletarios de Octubre no titubearon en dar lo mejor de sí mismos para que «el alemán, el francés el inglés» pudiesen terminar la obra empezada, porque, si bien les debía ser más fácil llevarla a término, «les era infinitamente más difícil comenzar la revolución». 

Antes incluso de que los comunistas de «los diferentes países de Europa, América y Asia» se reunieran en Moscú para fundar la III Internacional, el internacionalismo era la sangre y el oxígeno con el cual se nutrían cotidianamente los combatientes de la gigantesca guerra civil de Rusia. Los «boletines» del frente de la lucha de clases europea se mezclaban con los ardientes comunicados que Trotsky expedía desde los mil frentes de la guerra civil, y fue así como los obreros y campesinos rusos en armas aprendieron que su enemigo era la burguesía internacional. «Sabéis – dirá Lenin al VIII Congreso pan-ruso de los Soviets – hasta que punto el capital es una fuerza internacional, hasta que punto las fábricas, las empresas y los almacenes capitalistas más importantes están ligados entre ellos en el mundo entero y que, por consiguiente, para abatirlo definitivamente es necesaria una acción común de los obreros a escala internacional». Nadie, en verdad, podía saberlo mejor que el heroico destacamento ruso del ejército revolucionario mundial del proletariado, pues nadie en sus filas creía que el choque entre las clases pudiese tener unas causas y un destino diferente según las naciones. Que los proletarios «no tienen patria» se lo había enseñado una ruda experiencia. 

En sus Principios del Comunismo, primer esbozo del Manifiesto del Partido Comunista, escrito en 1847, Engels responde a la pregunta: «¿Tendrá lugar la revolución proletaria en un solo país?» con idéntica nitidez: «No (...) Será una revolución mundial y deberá por consiguiente tener un campo mundial». 

Los hombres, el Partido, los proletarios, para los que la revolución rusa había nacido como revolución mundial y no tenía «mayor problema histórico» que el de salir de su marco estrechamente nacional para extenderse por el mundo entero ¿podían tener otra perspectiva que la de Lenin? «La salvación no es posible más que en el camino de la revolución socialista internacional en la cual estamos empeñados. Mientras estemos solos nuestra tarea es la de salvar la revolución, de conservar en ella una cierta dosis de socialismo, por débil que sea, hasta que la revolución estalle en los demás países y otros destacamentos vengan en nuestra ayuda» (La tarea principal en nuestros días) ¿Podían concebir «su» revolución de forma diferente a una «repetición general de la revolución proletaria mundial»? (El ABC del comunismo, de Bujarin y Preobazhenski). 

Convencidos del estallido de una revolución al menos en Europa, los bolcheviques se habían asegurado un momento de respiro con la paz de Brest-Litovsk y habían vencido a las hordas blancas; «pasados de la guerra a la paz» en 1920, no olvidaban que «mientras coexistan el socialismo y el capitalismo no se podrá vivir en paz; al final, uno u otro debe permanecer: sería necesaria una misa de réquiem, bien para la República de los Soviets, bien para el imperialismo mundial». Sabían que para vencer a la organización mundial del capitalismo no existía más que una sola arma: «la extensión de la revolución, por lo menos, a algunos países avanzados». 

Era una condición vital, incluso simplemente para el mantenimiento del poder político de los bolcheviques. Pero la revolución de Octubre se dirigía al socialismo, y por ello el internacionalismo no era para ella una fórmula ritual, sino la condición misma de la victoria. 

Por otra parte era muy cierto que se trataba de una doble revolución, y que el proletariado en el poder tenía que llevar a cabo también las tareas de una revolución burguesa «llevada hasta el final». 

En el Manifiesto de 1848, Marx y Engels prestaron a Alemania una atención particular; era un país en el que las estructuras feudales dominaban todavía la economía y la política, y que se encontraba en «la víspera de una revolución burguesa»; en esta revolución ellos veían «el preludio inmediato de una revolución proletaria» que debería tomar unas dimensiones europeas (¿dónde ha podido descubrir el pedantismo socialdemócrata que, para Marx y Engels, la revolución debía estallar necesariamente en un país avanzado?), porque, decían ellos, Alemania «llevará a cabo esta revolución en las condiciones más avanzadas de la civilización europea y con un proletariado infinitamente más desarrollado que Inglaterra y Francia en los siglos XVII y XVIII». Dejemos al filisteo oportunista medir el grado de madurez de la revolución socialista evaluando el «nivel económico y social» alcanzado en tal país considerado aisladamente: para el marxismo, este grado de madurez se evalúa a escala mundial (¡en 1848, el mundo se reducía a Europa!) y en la misma medida la revolución proletaria puede triunfar o perecer. 

En Rusia, igualmente, las «condiciones más avanzadas de la civilización europea» (y mundial) y la existencia de un proletariado no solamente más numeroso que en la época de las revoluciones burguesas inglesa y francesa, sino extremadamente concentrado (al igual que el poder político semifeudal del zarismo) habían acelerado el curso revolucionario: partiendo del estancamiento «asiático y bárbaro» habían llegado al poder político proletario después de un breve paréntesis de poder burgués: el «preludio inmediato» había llegado a ser el «desarrollo» de la revolución burguesa en revolución proletaria, haciendo anacrónico el triunfo de la segunda el cumplimiento de las tareas políticas de la primera. Esta revolución no bastaba para liquidar el atraso de Rusia con respecto a una civilización mundial «más avanzada», sino, como Lenin dijo en 1918 y repitió en 1920, sin este atraso, precisamente, el proletariado no habría tomado el poder tan fácilmente «como se levanta una pluma». 

El afortunado encuentro de estas dos condiciones (que sólo pueden parecer contradictorias a aquellos que limitan su horizonte con las fronteras nacionales) había colocado a la clase obrera rusa en la vanguardia de la revolución socialista mundial; pero el atraso persistía y «más atrasado es el país que ha tenido, por los zigzags de la historia, que comenzar la revolución socialista, y más difícil le es pasar de las antiguas relaciones capitalistas a las relaciones socialistas» (Lenin, Informe al VII Congreso del PCR, 7 marzo 1918). ¿Cómo se resolvía este problema histórico, mucho más complejo que el de la toma del poder, en la perspectiva europea (es decir, mundial de la época) de Marx y Engels? El proletariado alemán de 1848 debía aportar la doctrina y podía llegar a ser el protagonista de la revolución doble en Alemania, en la medida en que las condiciones políticas de la revolución socialista se habían llevado a cabo en Francia, y las condiciones económicas y sociales en Inglaterra: de esta forma podía acelerarse la conquista del poder en Alemania y rellenado el foso secular que separaba las economías de Europa central y de Europa occidental. 

Para los bolcheviques, la perspectiva no era diferente. El socialismo supone la gran industria y la agricultura modernas; la primera era manifiestamente insuficiente en Rusia, la segunda estaba casi ausente por completo, pero «si se piensa en una gran industria próspera, susceptible de satisfacer al campesinado abasteciéndole sin demora de todos los productos que necesita, se debe decir que ésta condición existe; considerando esta cuestión a escala mundial, esta gran industria floreciente, capaz de abastecer al mundo de todos los productos, existe sobre la tierra (...) Está en los países dotados de una gran industria evolucionada, suficiente para aprovisionar sobre el terreno a los centenares de millones de campesinos atrasados. Nosotros colocamos esta idea en la base de nuestros cálculos» (Lenin, Informe al IX Congreso de los Soviets). 

La condición material para el paso al socialismo es, por lo tanto, la revolución mundial, o, al menos, europea, esperadas por la dictadura proletaria en Rusia. Solamente de esta manera pueden ser establecidas las bases de un gigantesco salto delante de la industria, en primer lugar, y de la agricultura a continuación: como dicen las Tesis sobre la cuestión nacional y colonial adoptadas en 1920 en el II Congreso de la Internacional Comunista, este salto adelante por encima de la fase capitalista (enfocada en este caso a los países coloniales, todavía más atrasados que la Rusia de entonces) no es posible más que por la «creación de una economía mundial que forme un todo único, sobre la base de un plan universal controlado por el proletariado de todas las naciones». 

La extensión de la revolución socialista al menos hacia algunos países avanzados es, por lo tanto, la primera condición de la existencia de una economía socialista en Rusia: «No se puede realizar la revolución socialista en un país en el que la mayoría de la población está formada por pequeños productores agrícolas más que por medio de toda una serie de medidas transitorias especiales, perfectamente inútiles en los países capitalistas evolucionados en donde los obreros asalariados industriales y agrícolas están en aplastante mayoría (...) Hemos subrayado abundantemente en los hechos, en todas nuestras intervenciones, en toda la prensa, que la situación es diferente en Rusia: los obreros industriales están en minoría y los pequeños cultivadores en aplastante mayoría. En este país la revolución socialista no puede vencer definitivamente más que con dos condiciones. En primer lugar, si está sostenida en el momento oportuno por una revolución socialista en uno o varios países avanzados...» (Lenin, Informe sobre el impuesto en especie al X Congreso del P.C.R., 15 marzo 1921). 

Retomando la gran perspectiva de Marx en 1848, se puede decir que el proletariado ruso aportó a la revolución europea la llama política, así como una completa restauración de la doctrina (papeles adquiridos en otras ocasiones por Francia y Alemania); Alemania, Inglaterra, Francia, o incluso sólo una de ellas, le habrían aportado su base económica. Durante ese tiempo de espera, ya que la revolución internacional no puede explotar ni por encargo, ni siguiendo una «progresión metódica», ni de manera simultánea, el poder comunista debía administrar una economía atrasada con la ayuda de «medidas transitorias, completamente inútiles, en los países capitalistas avanzados», análogas en su esencia a las «intervenciones despóticas» preconizadas por el Manifiesto y cuyos resultados no pueden sobrepasar la construcción de las bases materiales del socialismo. 

Lejos de hacer un misterio de esto, los bolcheviques lo habían dicho y repetido, y las Tesis de Abril lo declaran con la mayor franqueza: «Nuestra tarea inmediata no es la de «introducir» el socialismo, sino únicamente la de pasar enseguida al control de la producción social y del reparto de los productos por los Soviets de diputados obreros». Cinco meses más tarde, en septiembre, Lenin definía de esta forma las medidas adoptadas para «conjurar la inminente catástrofe»: «El control, la vigilancia, el reparto racional de la mano de obra en la producción y distribución de los productos, la economía de las fuerzas populares, la supresión de todo derroche de esas fuerzas», lo que, en el campo de la producción industrial y de su aparato financiero suponía «la fusión de todos los bancos en uno sólo; la nacionalización de los sindicatos capitalistas, la supresión del secreto comercial, la cartelización forzosa, el reagrupamiento obligatorio o el estímulo al reagrupamiento de la población en sociedades de consumo y un control ejercido sobre esta agrupación». 

Pero él también explicaba que estas medidas, que sólo el poder dictatorial de los obreros y de los campesinos podía aplicar, representarían un «paso hacia el socialismo, pues el socialismo no es otra cosa que la etapa inmediatamente consecutiva al monopolio capitalista del Estado (...) La guerra imperialista marca la víspera de la revolución socialista. No solamente porque sus horrores engendren la insurrección proletaria – ninguna insurrección creará el socialismo si este no está maduro – sino porque el capitalismo monopolista de Estado es la preparación material más completa del socialismo, la antesala del socialismo, la etapa de la Historia que ninguna otra etapa intermedia separa del socialismo» (Lenin, La catástrofe inmediata y los medios de conjurarla). 

Inquietos por encontrar una cobertura de «izquierda» a su colaboración de clase, los mencheviques y los socialistas revolucionarios gritaban que ese programa era demasiado tímido, que no era «socialista», sin comprender que solamente se trataba de «progresar hacia el socialismo (progreso condicionado y determinado por el nivel de la técnica y de la cultura)», que el socialismo era en todo lugar «el fin de todas las vías del capitalismo contemporáneo», que aparece «directa y prácticamente en cada disposición importante, constituyendo un paso adelante sobre la base de este capitalismo moderno». El programa bolchevique era tímido comparado con los objetivos finales del socialismo, pero audaz si se tiene en cuenta el nivel alcanzado por «la técnica y la cultura, poco y mucho a la vez, si bien sin revolución socialista mundial para rellenar el hueco existente entre sus aspiraciones y sus posibilidades, el socialismo no es posible en Rusia». 

«Si se afrontan las cosas a escala mundial, es absolutamente cierto que la victoria final de nuestra revolución, si debe quedarse aislada, si no hay ningún movimiento revolucionario en los demás países no tendrá esperanza» (Lenin, VII Congreso del P.C.R.). 

«Nosotros no sabemos nada, ni podemos saberlo, sobre cuantas etapas transitorias tendremos que atravesar hacia el socialismo. Esto depende de momento en que la revolución europea comience a gran escala» (Lenin, Informe sobre la revisión del programa y el cambio de denominación del Partido, VII Congreso del P.C.R.). La cuestión de las «etapas hacia el socialismo» no era por tanto administrativa, sino política, y, dependiendo de las condiciones internacionales, no podía ser resuelta a voluntad por los revolucionarios rusos. 

Por lo que concierne a la agricultura, las medidas preconizadas sin cesar por los bolcheviques de 1906 a 1907, más radicales si se tiene en cuenta el grado de desarrollo extremadamente débil de las fuerzas productivas agrarias, ¿salían de los límites de una revolución democrático-burguesa? 

Ciertamente, sólo un poder revolucionario en manos del proletariado y apoyado por los campesinos pobres podía nacionalizar la tierra, pero esta nacionalización no por eso dejaba de ser «una medida burguesa» (Lenin, Resolución de la VII Conferencia del POSDR sobre la cuestión agraria, mayo 1917). Esto no impide que el Partido del proletariado deba esforzarse en realizarla por todos los medios, pues ella «deja vía libre a la lucha de clases, tal como es posible y concebible en la sociedad capitalista, así como a un disfrute libre del suelo, desembarazo de todas las supervivencias anteriores al régimen burgués». Además, debiera asestar «prácticamente un formidable golpe a la propiedad privada de todos los medios de producción en general». 

Por otro lado, el Partido sabía al menos desde 1906 que «cuanto más se hagan con resolución la destrucción y la supresión de la gran propiedad terrateniente, más se procederá con resolución y espíritu, a continuación y de manera general, a la reforma agraria democrática-burguesa en Rusia, y más rápidamente se desarrollará la lucha de clase del proletariado agrícola contra el campesinado rico (la burguesía rural)». Por consiguiente, «dependiendo de que el proletariado urbano consiga unirse al proletariado rural y atraer a la masa de semi-proletarios del campo, o bien de que esta masa siga a la burguesía campesina propensa a abrazarse a los capitalistas y a los grandes propietarios terratenientes y, de una manera general, a la contrarrevolución, la suerte y el final de la revolución rusa estarán decididas en un sentido u otro, mientras que la revolución proletaria que empieza en Europa no ejerza directamente, sobre nuestro país, su poderosa influencia». 

Palabras proféticas: la revolución europea tardó efectivamente en llegar y si bien sus sobresaltos en Alemania, en Baviera, en Hungría, sus oleadas en Italia o en Bulgaria, sirvieron para aflojar la presión de la contrarrevolución extranjera que amenazaba a la dictadura proletaria, no sirvieron para sacar a Rusia de su «bárbaro» aislamiento. Todo el destino de la Revolución de Octubre después de 1918, fecha en la cual Lenin trazaba ya las grandes líneas de la futura NEP (todavía irrealizable debido a la guerra civil) dependía de la respuesta de los hechos a esta pregunta fundamental: «¿Podremos mantenernos con nuestra pequeña y pequeñísima producción campesina, con el estado de ruina de nuestro país, hasta el día en que los países capitalistas de Europa Occidental hayan concluido su desarrollo hacia el socialismo?... Nosotros no estamos tan civilizados como para poder pasar directamente al socialismo, aunque tengamos las premisas políticas para ello» (El impuesto en especie, 1921). 

La nacionalización integral de la industria, impuesta en 1918 por las necesidades de la guerra civil, y el monopolio del comercio exterior, darán a la dictadura proletaria una ventaja más política que económica: un medio de controlar la hidra siempre renaciente de la microproducción, un instrumento para acelerar, con los medios de producción modernos, la evolución hacia la gran producción agrícola empleando el trabajo asociado, y sobre todo un arma contra el enemigo exterior y sobre todo interior. De esta forma será posible «utilizar el capitalismo (sobre todo orientándolo en la vía del capitalismo de Estado) como eslabón intermedio entre la pequeña producción y el socialismo; como medio, vía, procedimiento, modalidad que asegura el incremento de las fuerzas productivas» (Lenin, Tesis sobre la táctica del P.C.R., III Congreso de la I.C. 1921), y de «llegar, mediante una larga serie de transiciones graduales a la gran agricultura colectiva mecanizada» (Lenin, Por el cuarto aniversario de la revolución de Octubre, 1921); será posible colocar «en su sitio los fundamentos económicos del nuevo edificio socialista, en lugar del edificio feudal demolido y del edificio capitalista demolido a la mitad». 

Esto no debía realizar el socialismo, pero constituía una lucha radical entre el poder proletario controlando el capitalismo de Estado y utilizándolo como arma política de transformación económica y «los millones y millones de pequeños patronos (que), por su actividad cotidiana, usual, invisible, imperceptible, disolvente, realizan los mismos resultados que le son necesarios a la burguesía, que restauran la burguesía» (Lenin, El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, 1920). 

Esto debía ser la continuación de la guerra civil por otros medios, y la salida de esta nueva fase de la lucha de clase no debía depender solamente de la posesión del poder y del control sobre la gran industria, sino también y sobre todo de las vicisitudes de la lucha internacional entre burguesía y proletariado. En sus Tesis sobre la situación económica y las tareas de la revolución socialista, presentadas al IV Congreso de la Internacional Comunista, Trotsky dirá: «Al igual que en la guerra civil nosotros combatimos en gran parte para conquistar políticamente al campesinado, hoy igualmente la lucha tiene como objetivo principal la dominación del mercado campesino. En esta lucha el proletariado posee grandes ventajas: las fuerzas productivas más ampliamente desarrolladas del país y el poder político; la burguesía por su parte dispone de una mayor habilidad, y en una cierta medida, de sus relaciones con el capital extranjero, el capital de la emigración especialmente». El hecho de que el proletariado de los países «más evolucionados» no se haya enfrentado con las armas en la mano a esta fuerza burguesa internacional, constituye el drama de los años 1920 a 1926. 

Definiendo la NEP, Lenin había declarado: «La historia (...) ha seguido caminos tan particulares que ha dado nacimiento, en 1918, a dos mitades de socialismo, separadas y próximas como dos futuros polluelos bajo el cascarón común del imperialismo internacional. Alemania y Rusia encarnan en 1918, con una evidencia particular, la realización material de las condiciones del socialismo, de las condiciones económicas, productivas y sociales, por una parte, y condiciones políticas por otra. Una revolución proletaria victoriosa en Alemania rompería al primer empuje, con la mayor facilidad, todos los cascarones del imperialismo (...) y aseguraría plenamente la victoria del socialismo mundial (e igualmente por tanto la victoria del socialismo en Rusia - NdR) sin dificultades o con dificultades insignificantes, a condición de considerar evidentemente las «dificultades» en la escala de la historia mundial, y no en la de cualquier grupo de filisteos» (Lenin, Sobre el infantilismo de izquierda, Obras, Tomo 27 pág 355). 

Las dos mitades separadas del socialismo no pudieron ser reunidas. Y si el poder revolucionario ruso pudo colocarse en la escuela del capitalismo de Estado de los alemanes, aplicarse con todas sus fuerzas en asimilarlo, manejando con mayor rapidez los procedimientos dictatoriales de lo que lo hizo Pedro I para implantarlos en la vieja Rusia bárbara, sin retroceder ante el empleo de métodos bárbaros contra la barbarie (¡muy distinto, como puede verse, a la «construcción del socialismo en un solo país», «bárbaro», además!) no pudo impedir, privado como estaba de la ayuda del segundo «polluelo», que a la larga la presión de las clases pequeño burguesas y burguesas imprimiese al «volante» del Estado ruso una dirección opuesta a la que querían darle los bolcheviques. 

«Es con plena conciencia (...) por lo que avanzamos hacia la revolución socialista (...) sabiendo que sólo la lucha decidirá el avance que conseguiremos tomar (a fin de cuentas), la porción de nuestra tarea infinitamente grande que nosotros ejecutamos (...) El que viva lo verá» (Lenin, En el IV Aniversario de la Revolución de Octubre). La lucha proseguía en las ciudades y en los campos; las fuerzas productivas de un pasado no solamente pre-socialista sino pre-capitalista, se encabritaron ante la energía de la dirección central de la economía. Y esta nueva guerra de clase fue tan áspera que en la XIV Conferencia del Partido, a finales de 1925, algunos dirigentes del Partido y del Estado que habían creído hasta ese momento poder disimular la realidad detrás de un optimismo demagógico completamente ajeno al espíritu de Lenin, se vieron forzados a reconocer que una inversión de la relación de fuerzas se fortalecía y se confirmaba en el interior del país. 

En 1921, a propósito de la NEP, Lenin había dicho: «Bastan de diez a veinte años de buenas relaciones con los campesinos y la victoria está asegurada en el mundo entero, incluso si las relaciones proletarias que se preparan debieran todavía tardar; de lo contrario tendremos de veinte a cuarenta años de tormentos bajo el terror blanco». El terror blanco se instauró mucho antes que los diez o veinte años de Lenin o de los cincuenta años de los que habla Trotsky, pues las fuerzas que se oponían al establecimiento de «relaciones racionales» con el campesinado eran demasiado potentes como para que fuese posible contenerlas y finalmente vencerlas sólo con los recursos del proletariado ruso. Y eso fue la contrarrevolución estalinista, en la cual el culto del falso «socialismo en un solo país» cubría mal la cruel realidad: acumulación capitalista forzada y masacre de la vieja guardia bolchevique. 

 

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La historia de la larga lucha que Lenin condujo hasta su lecho de muerte para convencer al Partido de la necesidad de pasar bajo las horcas caudinas de la NEP, siendo plenamente consciente de que ello significaba la construcción del capitalismo, lucha para salvaguardar el carácter rigurosamente clasista e internacionalista del Partido, era más necesaria a medida que los peligros presentados por la NEP eran más grandes. Merecería por sí sola un capítulo aparte, y será sin duda objeto de estudio por parte del Partido. Lo mismo hay que decir de la historia de las Oposiciones; mientras que se diluía la intransigencia leninista, las Oposiciones libraron una batalla enérgica aunque tardía y desesperada contra el estalinismo, contra su abdicación política ante el oportunismo y su nefasta teoría del «socialismo en un solo país», por la salvaguarda de la doctrina (pilar de la cual es precisamente el internacionalismo proletario mientras que demuestra lo contrario el trágico desenlace de Octubre) y para su transmisión a las futuras generaciones. 

Lenin era demasiado buen marxista como para ignorar que incluso la derrota puede ser fecunda, con la condición de haber luchado hasta el final sin ceder en nada y permanecer en pie, sin haber renegado de nada, y por esto había exclamado un día: «Incluso si mañana el poder bolchevique es derrotado, no lamentaremos ni por un segundo el haberlo tomado». ¿Era inevitable el desenlace final? ¿Era posible impedir que el poder bolchevique, en lugar de controlar al capitalismo que había empezado a construir valientemente esperando la revolución mundial, acabase por estar controlado e incluso derrotado por él? ¿Impedir que las fuerzas burguesas y pequeño burguesas del interior se amparasen progresivamente en la «máquina del Estado» que, contrariamente a la suposición de Lenin en la cita antes señalada, no habían conseguido derrotar los «imperialistas»? ¿Evitar que no solamente el enemigo triunfase sino, peor aún, que se hiciese pasar por «edificación socialista» una acumulación capitalista primitiva a la que el atraso de Rusia con respecto a la civilización mundial debía hacer mil veces más cruel de lo que fue en la aurora del capitalismo? 

Esta es una cuestión inútil para muchos, ya que la historia ha decidido, y decidido contra nosotros, quiérase o no. Sin embargo, merece ser planteada no para llorar el pasado, sino para preparar el futuro. Y debe serlo considerando las cosas a escala internacional y buscando la respuesta fuera de las fronteras de Rusia. En 1926-1927, en los debates del Partido ruso y de los VII y VIII Ejecutivos Ampliados de la Internacional consagrados a las cuestiones económicas y sociales de Rusia, la Oposición hablaba en nombre de una clase obrera a la que la guerra civil, el hambre y la reconstrucción económica habían diezmado y agotado a pesar de su ejemplar combatividad. El drama de la Oposición se halla sin duda en que el desarrollo y la victoria del capitalismo en Rusia habían desencadenado una oleada social que arrastraba irremisiblemente a la dirección oficial del Partido, a la que la Oposición intentaba combatir. 

Pero este drama se debe sobre todo al hecho de que la Oposición rusa no podía apoyarse en un movimiento comunista internacional, a la altura de sus orígenes, por no decir nada del reflujo general de la revolución. Gracias a un apoyo internacional Octubre habría ofrecido lo esencial de su fuerza. Pero en 1926-1927 el apoyo se había agotado y la Oposición rusa se encontraba sola. 

En el V Congreso de la Internacional Comunista, la Izquierda Comunista había llamado valientemente al movimiento comunista internacional para restituir al Partido y al poder bolchevique un poco de la formidable contribución teórica y práctica que ellos le habían aportado algunos años antes, pero el llamamiento cayó en el vacío. En el VI Ejecutivo Ampliado, a principios de 1926, la Izquierda Comunista demostró que era necesario invertir urgentemente la «pirámide» de la Internacional que se encontraba en un equilibrio inestable sobre su cúspide, ya que reposaba sobre un Partido bolchevique que había perdido su homogeneidad, y sentar esta pirámide sobre una base más estable, es decir, sobre un movimiento comunista mundial consciente de sus deberes. Desgraciadamente, esta base también estaba resquebrajada. La Izquierda pidió igualmente al movimiento mundial que se ocupase de la «cuestión rusa» y de discutirla como una cuestión vital para él, puesto que su esencia era internacional. 

Pero la Internacional abdicó, ya que ninguna fuerza capaz de llevar a cabo este deber tuvo el coraje de responder al llamamiento. La Internacional no albergaba ya en Moscú más que socialdemócratas, mencheviques y centristas, es decir, toda esa hez política que había anidado en los diversos partidos «nacionales» y que sabían muy bien que llegaba de nuevo su hora. Los Cachin, Sémard, Smeral, Thäelmann, los Martinov (tras los cuales se ocultaban fuerzas sociales y tradiciones políticas muy precisas) no pedían más que llegar a ser los ayudantes de Stalin después de haber sido los verdugos obtusos de los comunistas de la Oposición. La heroica lucha de los proletarios chinos y de los mineros ingleses en esos mismos años no podía más que ser vencida, sin vanguardia que la guiase, pues su Partido había sido hundido por toda esta hez socialdemócrata. Este terrible «vacío histórico» está por explicar, pero es él quien explica la derrota y el drama humano de la vieja guardia (del cual sólo Trotsky pudo escapar) que se postraba ante Stalin y su camarilla victoriosa, pisoteando los cadáveres de militantes que lo habían dado todo a la causa, e incluso a los muertos vivientes políticos que habían renegado por completo. 

Sería pueril y sobre todo antimarxista invocar un único factor para explicar la horrorosa decadencia del movimiento comunista internacional. Pero sería tan pueril y peor aún, derrotista, achacárselo todo a los «hechos objetivos», como si constituyeran una fatalidad ante la cual, como sucedía entre los Antiguos, sería necesario resignarse, y no poner en evidencia el factor «subjetivo» que es el Partido y, en ese caso, el Partido mundial, la Internacional Comunista, que es la fuente de enseñanzas decisivas. Colocamos los dos adjetivos entre comillas pues ya se sabe que para nosotros, para el marxismo, no hay un factor subjetivo que actúe en la historia, en tanto que factor no individual, como factor objetivo, como factor material. 

Sobre este plan, nosotros, la Izquierda comunista, tenemos el derecho a decir que la enseñanza que sacamos de la derrota de 1926, punto de salida de la contrarrevolución más terrible de la cual haya sido víctima la clase obrera, no es una lección a posteriori, sino la confirmación de nuestras previsiones de 1920, una confirmación válida para todos los países y todas las situaciones, de la cual la futura revolución proletaria sacará provecho. 

Si los comunistas de Occidente vieron en el bolchevismo un maestro prestigioso, al que reconocieron el derecho de «dar lecciones» fue debido al hecho de que había predicado tenazmente la intransigencia teórica y se había mostrado capaz de traducirla en la acción. No dudó nunca en cortar de manera irrevocable los lazos no sólo con el revisionismo de derecha, sino también con el revisionismo centrista, más sutil y por tanto más pernicioso: habiendo individualizado los orígenes sociales y políticos de uno y otro, sabía de antemano que se encontrarían al otro lado de la barricada de clase. Esto es lo que había probado la delimitación de la izquierda leninista de la izquierda pacifista en Zimmerwald, las Tesis de Abril y el «golpe de timón» que dieron al Partido. Es de esto de lo que Octubre sacará la fuerza para liquidar las últimas alianzas con otros grupos o partidos, para ejercer la dictadura y el terror rojo, y para dirigir la guerra civil. Esta es la principal enseñanza que los comunistas y los proletarios revolucionarios del mundo entero hubieran debido extraer de la Revolución rusa, demostrando la catástrofe húngara, primera lección negativa de la post-guerra, qué precio hay que pagar cuando se la olvida, y que la Internacional Comunista considera su observación, en las «21 condiciones de admisión», como un deber de los comunistas. 

Los bolcheviques fueron los primeros en olvidar esta lección, ya que perdieron de vista que era todavía más válida en Occidente que en Rusia. Allí, la estructura económica era de un capitalismo desarrollado, pero un siglo de experiencia gubernamental había permitido a la burguesía implantar sólidamente su democracia parlamentaria. Como repitió cien veces Lenin, esas condiciones políticas hacían más difícil el desencadenamiento de la revolución, mientras que las condiciones económicas y sociales habrían permitido, por el contrario, conducirlo fácilmente a término. La intransigencia teórica y organizativa, el arrojo «sectario» de separarse orgánicamente de los elementos dudosos, aunque teñidos de «maximalismo», la conciencia del carácter irrevocable de las fronteras trazadas por la historia entre el comunismo y todas las variantes del oportunismo, comenzando por el centrismo, habrían debido jugar con el máximo de fuerza en la organización política mundial del proletariado revolucionario. Pero no fue así. 

Las Condiciones de Admisión fueron adoptadas por el II Congreso de la Internacional en julio 1920. Nuestra corriente propuso, entre otras cosas, que, en lugar de exigir simplemente a los viejos partidos adheridos a la nueva Internacional que modificasen su antiguo programa socialdemócrata, que elaborasen, «en conexión con las condiciones particulares de su país, un nuevo programa comunista acorde con las deliberaciones de la I.C.»., imponiendo la elaboración de «un nuevo programa en el cual los principios de la I.C. estén fijados de manera no equívoca, y enteramente conforme a las resoluciones de los congresos internacionales (...siendo) excluida por este solo hecho la minoría que se declare contra este programa» (Discurso del representante de la Izquierda comunista, sesión del 29 julio 1920). 

El Congreso rechazó esta medida radical, dejando la puerta abierta a todas las especulaciones sobre las «condiciones particulares» de tal o cual país, mientras la Izquierda comunista demostró que la falta de severidad en las condiciones de admisión entrañaba el riesgo de permitir al oportunismo «salir por la puerta y volver a entrar por la ventana». La Izquierda lamentó en que no se hubieran definido de manera clara y precisa, desde su origen, las bases teóricas y programáticas del movimiento internacional, para deducir de ellas reglas tácticas definidas, precisas y «obligatorias». Su larga experiencia le permitía poner en evidencia los efectos disolventes de las prácticas electorales y parlamentarias sobre los partidos occidentales y propuso por lo tanto una táctica de abstención electoral, que no tenían nada en común con las posiciones anarquistas, sindicalistas y otras, en lugar de la táctica del «parlamentarismo revolucionario», que quería aplicar la mayoría de la III Internacional. 

Propuso que las escisiones se hicieran lo más a la izquierda posible, no por lujo teórico, o por «odio de partido», sino por razones eminentemente prácticas o, si se quiere, por odio de clase. La Izquierda pidió, en definitiva, que la adhesión al Partido comunista de cada país (habría preferido la existencia de un Partido mundial, único por su programa, su doctrina y la definición anticipada de la táctica y su organización) fuera individual, nunca colectiva. A partir de este momento no dudó en insistir sobre el peligro de una degeneración de derecha. 

Los bolcheviques prefirieron adoptar un método «elástico», más «fácil» (pero, ¿cual fue, fuera de la Izquierda comunista, la aportación del movimiento internacional a la defensa tan necesaria de la tradición bolchevique contra el centro de Moscú?), colocando sus esperanzas, con Lenin y Trotsky, en las llamas purificadoras de una revolución europea que se creía próxima y en la firmeza de una dirección internacional que tenía una larga tradición de intransigencia teórica y práctica, cayendo finalmente, con Lenin muerto y con Trotsky reducido al silencio, en la autoinmunización del «Partido guía», con respecto al veneno oportunista. 

Se creyó (de buena fe, pero eso es otra historia) que se alcanzarían más rápido, por el camino más corto, resultados sustanciales difuminando las fronteras políticas que para los militantes, pero sobre todo para la gran masa de proletarios, debían de permanecer netas y definitivas. Esta fue la táctica del «frente único político», lanzado en el III, en el IV y en el V Congreso, y en los correspondiente Ejecutivos Ampliados, siendo nuestra corriente la única que les contestó. Fueron también las fusiones y la mezcolanza con fracciones de partidos centristas, o casi con partidos enteros. Fue necesario entonces dulcificar la consigna de la dictadura del proletariado diluyéndola en la equívoca reivindicación del «gobierno obrero», y del «gobierno obrero y campesino» después. Fue la consigna de «conquista de la mayoría de la clase obrera», que para Lenin significaba «conquista de la mayor influencia posible», pero que llegará a ser para los epígonos el ideal de la mayoría numérica y en todas las circunstancias, el criterio de la eficacia revolucionaria de los partidos. 

No se comprendió, o no se quiso comprender, a pesar de la mejor tradición bolchevique, que si el Partido es un factor de la historia también es un producto de ella, y que la táctica que emplea no es indiferente, que, por el contrario, es una fuerza que reacciona sobre quien la emplea y pone en movimiento fuerzas objetivas que, según la dirección que se la imprima, pueden obstruir el camino hacia la revolución en lugar de allanarlo. Se olvidó que una consigna, por el mero hecho de lanzarla, llega a ser un hecho objetivo que determina al mismo Partido, sean las que sean sus intenciones y que, por hábil que sea el aprendiz de brujo no podrá dominar los demonios que él mismo ha desencadenado. 

La historia de la Internacional Comunista es la de una usura destructiva, que el «instrumento-táctico» y el «instrumento-organización», separados arbitrariamente de los principios, ejercen sobre aquellos que los emplean en tales condiciones. Los errores de organización, y después de táctica, trajeron finalmente consigo (¡e inexorablemente, y esto es lo que es necesario entender!) una revisión de los principios teóricos y programáticos: el oportunismo expulsado por la puerta pudo entrar por la ventana... en nombre de la «bolchevización» por decreto. 

Cuando luchábamos con esos pasos en falso sucesivos no pretendimos jamás ofrecer a la Internacional la receta de una victoria infalible: se trataba solamente de prevenir la infección socialdemócrata, de proteger de ella al Partido, grande o pequeño, en los límites permitidos por la Historia, de ayudarle a conservar su propia fisonomía intacta a través de las vicisitudes de la lucha de clases, es decir, su capacidad de orientar a las masas proletarias en una dirección determinada, y solamente en esta dirección; de cerrar la puerta automáticamente a los tránsfugas del revisionismo, tanto a su ideología como a su práctica; de hacer de la Internacional, realmente y no sólo formalmente, el Partido mundial único de la revolución; y de permitirle salvaguardar en la derrota, de la cual nada ni nadie puede preservar, las condiciones de la reanudación, en lugar de perderlo todo. 

Por el contrario, todo se perdió. En los años 1926 y 1927, la Oposición se encontró sola ante el enemigo que ella misma había contribuido a instalar inconscientemente en el seno del movimiento; se quedó prisionera de las fuerzas contra las cuales no había considerado útil levantar un muro efectivo; debió luchar, en el Partido, contra los peores agentes del conformismo reformista que no habrían debido poder entrar en el. La oposición no fue respaldada por un movimiento internacional capaz de dirigirse como un solo hombre contra el hecho de renegar de todos los principios, pues ya no se trataba de un solo hombre, que además ya no estaba. 

Esto no disminuye en nada la grandeza de un Trotsky reivindicando enérgicamente el internacionalismo contra lo que el llamó «la doctrina Monroe» de la Internacional de Stalin y Bujarin, ni la grandeza de un Zinoviev que, en el VII Ejecutivo Ampliado cavó su tumba demostrando que el «socialismo en un solo país» era la negación de todo el marxismo y por lo tanto también del «leninismo». Pero esto no bastaba; era necesario renunciar a las tácticas y a los métodos de organización «elásticos», era ya muy tarde para hacerlo y no eran ellos quienes podrían hacerlo. 

 

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Para nosotros que, en el lúgubre túnel de una contrarrevolución de la cual no se puede hacer más que entrever el final, volvemos nuestras miradas hacia el pasado, con el único fin de volver a encontrar el camino del futuro, todo esto forma parte de las enseñanzas de Octubre. Los acontecimientos no pudieron desarrollarse de otra forma, pero el pasado ha forjado, bajo la forma de lecciones históricas, las únicas armas susceptibles, en los límites en que el factor «subjetivo», la acción del Partido, es determinante, de evitar a la clase que detenta las llaves del futuro el «repetir sus propios errores, sus propias oscilaciones, sus propias incertidumbres», abriéndole de nuevo la vía única de la revolución que los reveses y las derrotas pueden barrer temporalmente, pero que el proletariado debería limpiar de forma ineludible incluso si, como es el caso de hoy, es necesario partir de cero. 

La contrarrevolución ha podido aplastar a Octubre, pero no ha podido ni podrá nunca impedir al capitalismo acumular las cargas explosivas de un resurgir revolucionario más poderoso que nunca. El desarrollo histórico reduce las «particularidades nacionales» con las cuales el estalinismo construyó un andamiaje de cartón-piedra que no puede disimular la profunda unidad del mundo. En este mundo, la revolución proletaria, la única posible en la época contemporánea, está objetivamente a la orden del día de todos los países claves del sistema capitalista mundial. Es sobre esta base material, esta base de granito, sobre la que (armada tanto con las enseñanzas de la derrota como de la victoria de Octubre, fortalecido por la confirmación del marxismo por los acontecimientos de 1926 y las tesis tácticas y organizativas de la Izquierda comunista de una trágica derrota) el Partido revolucionario de clase podrá renacer a escala mundial.

 

(Publicado por primera vez en francés sobre Programme Communiste n° 40-41-42, Octubre de 1967-Junio de 1968)

 

Partido comunista internacional

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