A la muerte de Santiago Carrillo (I)

(«El proletario»; N° 2; Abril de 2012)

 

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La doctrina romántica de la época del ascenso de la burguesía revolucionaria colocó en el centro de su concepción del mundo y de las relaciones sociales al individuo. Del mismo modo que el liberalismo, que es la vertiente económico-política de un pensamiento común, afirmaba a la empresa y al emprendedor como centro de las relaciones productivas, el individuo, el hombre aislado considerado en sí mismo como un todo, era elevado al rango que antes ocupara la Fe en cualquier deidad y en la omnipotencia del monarca elegido por Dios. Nunca se trató, en la época que la burguesía se enfrentaba con las armas en la mano a la clase obrera con la burguesía liberal y, en definitiva, el abandono de la lucha revolucionaria a favor de la lucha por las reformas dentro del sistema capitalista, marcaron la línea que el Partido Socialista reproduciría, llegado su momento, en España.

En 1930 la crisis capitalista había llevado a la burguesía española a una situación límite. El régimen político que conformaba la dictadura que llevaba en pie desde 1923 agotaba su capacidad de gobernar el país pese a las reformas que se habían introducido y que habían dado lugar a la llamada «dictablanda». Los gobiernos sucesivos de Berenguer y el almirante Aznar no parecían capaces de mantener la estabilidad frente a las tendencias centrífugas de los nacionalismos y el propio resurgir del movimiento obrero. El Pacto de San Sebastián, perfecta coalición de socialistas, republicanos, nacionalistas y, también, dirigentes obreros de la CNT, configuró el recambio político que parecía más capacitado para resolver los sangrantes problemas de la burguesía española. El propio ejército, columna vertebral del orden en España desde 1812, se mostraba dispuesto a refrendar un cambio democrático que lograría, al menos, dos de los objetivos inmediatos que se propuso. En primer lugar, la creación de un marco político en el que las distintas fracciones de la burguesía nacional, especialmente aquellas más modernas y ligadas al capital industrial, lograrían su cuota de poder frente al asfixiante control de un centralismo que siempre fue concebido como algo transitorio. En segundo lugar, la democracia constituiría el banderín de enganche que ligaría a un proletariado siempre dispuesto a la lucha, al carro de la burguesía, ayudando a realizar la tarea liquidadora que el proto fascismo de Primo de Rivera no había sido capaz de realizar, mediante la integración de las organizaciones sindicales del proletariado y de los partidos que pretendían colocarse a su cabeza en un régimen de colaboración cotidiana con la burguesía reformista legalmente reconocido. En efecto, una clase proletaria que carecía completamente de la vanguardia política que hubiese sintetizado orgánicamente las lecciones de la lucha del proletariado internacional y que influyese directamente sobre los estratos más avanzados del proletariado (una vanguardia que sí existió en Rusia o Italia en el periodo de auge revolucionario) se encontraba completamente desarmada frente a la ofensiva democrática con que la burguesía pretendía anular su potencial de lucha. El cambio republicano, las reformas políticas y las promesas de mejora económica que estas lanzaban a la clase obrera, se presentaron ante los obreros que habían sido capaces de resistir a la dictadura, como el objetivo al cual subordinar su independencia de clase. Todas las organizaciones obreras aceptaron las reivindicaciones democráticas como fin mismo de la lucha obrera (que sin duda eran percibidas como necesarias dada la singular configuración del desarrollo capitalista en España), excepción hecha de un Partido Comunista sumergido en el radicalismo inconsistente de la denuncia del social fascismo en todo el mundo.

Es por este motivo por lo que el Partido Socialista logra relanzar su prestigio entre los proletarios. La II República, esa república de trabajadores de todas las clases, se presentaba como el régimen idílico que acabaría con las lacerantes contradicciones que presentaba el régimen capitalista y que la crisis del ´29 volvía especialmente terribles en España. Y el PSOE aparecía como el representante de los trabajadores en el nuevo régimen, como el encargado de que estos obtuviesen su parte en las inminentes mejoras que la burguesía prometía. En un breve espacio de tiempo, el que media entre el 14 de abril de 1931 y octubre de 1934, la República y el PSOE se encargarían de demostrar al proletariado las consecuencias de tan nefasta política.

Las primeras elecciones republicanas dieron lugar, en diciembre de 1932 al gobierno de la coalición republicano-socialista, que encarnaba el triunfo de la política que el PSOE llevaba décadas promoviendo. Los principales puntos programáticos que alzaron a esta coalición al poder fueron, como es sabido, la Reforma Agraria, la defensa del Estado laico y el reconocimiento de la autonomía, sobre todo, de Cataluña. En particular el PSOE enarboló un programa de obras públicas que debería subsanar el problema del desempleo y que le granjeó el apoyo de amplios sectores de la clase proletaria todavía embriagada por la borrachera democrática.

¿Cuáles fueron los principales logros de esta coalición de la que Santiago Carrillo 70 años después aún decía sentirse orgulloso? La Reforma Agraria se presentaba como la solución al problema crónico del campo español. Este problema no consistía, ni más ni menos, que en la concentración en pocas manos de la mayor parte de la superficie cultivable del país, especialmente en las zonas Sur y Centro. Esto no era consecuencia de ningún tipo de subdesarrollo español, no era debido a la pervivencia de una propiedad de la tierra de tipo feudal. Esta había sido desterrada del país ya en el siglo XVI y si la clase poseedora resultaba ser un estrato híbrido, mezcla de nobleza y capitalista agrario, esto se debía únicamente al imperfecto desarrollo del capitalismo agrario, frenado a partir de la crisis del oro del XVII con la pérdida de los mercados de Flandes. El problema de la tierra era, por tanto, el problema clásico del capitalismo, la expropiación de la clase media campesina propietaria de pequeñas parcelas de tierras y la generación de un proletariado agrícola sometido al horror de la producción capitalista. No cabe engañarse a este respecto con que la Casa de Alba (1) fuese entonces (como es hoy) la principal poseedora de tierras cultivables en la Península, el capitalismo existía en el campo español y el problema residía en el problema clásico (señalado por Marx y por Lenin) de la renta de la tierra. El programa de reformas agrarias que enarboló el PSOE más que los partidos republicanos, estaba basado en la ilusión de ser capaces de evitar las consecuencias del régimen de la propiedad privada y el salario, es decir, el desempleo, el hambre y la miseria que aparecían en un campo poco avanzado en lo que a técnicas productivas se refiere y, eso sí, subempleado. El reparto de la tierra entre los campesinos, de los cuales había auténticos proletarios agrícolas en gran cantidad, sobre todo en la zona Occidental de Andalucía, respondía a la reivindicación «la tierra para quien la trabaja», que había sido lanzada históricamente por el campesinado pobre de la región por los partidos que pedían para los campesinos la propiedad privada al menos de una parcela de tierra para cultivar por la familia a causa de la violenta expropiación burguesa por la cual habían sido golpeados. La Reforma Agraria quiso parcelar la tierra y entregarla a los agricultores en pequeños lotes a un ritmo que implicaba… ¡cien años! hasta la total realización del proyecto. Obviamente, fracasó. Las leyes de la producción capitalista no son alterables por un programa pequeño burgués de contención de sus efectos catastróficos. Para evitar los efectos catastróficos del modo de producción capitalista sólo hay una solución: la revolución proletaria socialista que, con la toma del poder por parte del proletariado y con la dictadura proletaria ejercida por el partido de clase, abre la vía a la transformación de la estructura económico de la sociedad destruyendo el mercado, la propiedad privada, el trabajo asalariado, el beneficio capitalista e injerta el modo de producción socialista que, esencialmente, dirige la producción social a la satisfacción de las necesidades de la especie humana y no del mercado y del beneficio capitalista.

Al margen de la resistencia, normal por otro lado, de una clase latifundista a la que nunca se quiso importunar con las medidas expeditivas que hubieran resultado necesarias, el programa agrario del PSOE y de los republicanos, jamás hubiera llegado a buen puerto porque no era compatible de ninguna manera con las necesidades del capitalismo hispano al que ambos grupos habían jurado defender.

El impulso proletario que aupó al PSOE al poder se encontró aquí con su primer revés. Las expectativas de mejora de las condiciones de vida no eran satisfechas ante lo cual el proletariado, poco habituado a los medios democráticos y completamente ajeno a la paciencia que en nombre de los intereses generales de la República se le exigía, se levantó en varias ocasiones para tomar con sus propias manos lo que la legalidad le negaba. Los levantamientos de Castilblanco y Casas Viejas fueron los primeros episodios de la durísima agitación obrera que marcó el periodo republicano. Con Largo Caballero en el Ministerio de Trabajo, es decir, con el programa socialista de lucha gubernamental prácticamente realizado, ni los obreros de la Federación de la Tierra de la UGT ni los de la CNT podían entender qué impedimentos había para realizar el verdadero programa revolucionario que aparecía inscrito en la primera línea de los estatutos de sus organizaciones. Así, en 1933, estalla la sublevación en la zona oriental del campo andaluz. Los campesinos de Casas Viejas pretenden participar en una insurrección de carácter nacional que en los centros urbanos debía tomar la forma de huelga general y en el campo la de la toma de ayuntamientos. Había sido organizada por los líderes anarquistas de la CNT, fieles a la doctrina de la «gimnasia revolucionaria» que teorizara el futuro ministro García Oliver. Utilizaban estos pronunciamientos como manera de «entrenar» a las masas en la acción insurreccional (a costa, eso sí, de un altísimo precio en muertos) para la futura revolución libertaria. A última hora, carente de una dirección política capaz de dirigir al proletariado del campo y de la ciudad en la lucha revolucionaria y, de hecho, incapaz de realizar en la práctica lo que proponía en sus consignas, el movimiento insurreccional fue abortado. Las exigencias políticas del momento no podían ser satisfechas ni por los jefes particulares que lo dirigían ni por la misma doctrina anarcosindicalista, opuesta siempre a cualquier tentativa de lucha que superase el ámbito exclusivamente económico (2). Trágicamente la noticia de la suspensión del movimiento no llega al comité local de Casas Viejas que se lanza a proclamar el comunismo libertario en el pueblo. La Guardia Civil intervino, Azaña, con el beneplácito de ese Largo Caballero al que luego Santiago Carrillo unió su suerte, ordenó que no se hicieran rehenes («tiros a la barriga»… incluso a los niños de doce años) y el movimiento fue aplastado y sus principales líderes fusilados en nombre de la Pax Republicana.

De hecho, poco antes de que esta insurrección fallida diese oportunidad al PSOE de mostrar su verdadera naturaleza como partido aliado de la burguesía cualesquiera que fuesen las necesidades de esta, el partido ya había colaborado en la puesta en marcha de la famosa «Ley de Defensa de la República» que otorgaba al gobierno provisional (después la utilizarían todos los gobiernos, incluido el del Frente Popular) la potestad de tomar medidas represivas excepcionales para defender el orden público. Casas Viejas primero y tantos otros ejemplos de lucha proletaria después, iban a demostrar que los proletarios eran las víctimas escogidas por el instrumento de la reacción burguesa y el PSOE su principal ejecutor. En 1932, Sanjurjo, tras su intento de golpe de Estado, lejos de sufrir las «medidas excepcionales» que permitía la ley, fue amnistiado con el beneplácito del PSOE. Esta diferencia de trato (que décadas después el difunto Carrillo pondría como ejemplo de la «buena voluntad» de los progresistas, siempre tan deseosos de evitar excesos proletarios como condescendientes con los que cometía la burguesía que les permitía gobernar), resume la política del oportunismo socialista en España como los pactos de no agresión con las bandas negras fascistas la resumen en el caso italiano: el proletariado debe convivir y desarrollarse políticamente sólo en el régimen burgués y en el sistema democrático, fuera de él ni siquiera debe responder a las agresiones directas que sufra y si lo hace, encontrará a estos lacayos socialistas de la burguesía en primera fila para hacerle volver a ritmo de fusilamiento al redil de la sumisión demócrata y parlamentaria. La carrera política de Santiago Carrillo, en este año de 1933, sólo acababa de empezar pero lo hacía justo cuando la fuerza del oportunismo se desplegaba y mostraba su verdadera función como garante de la supervivencia del régimen capitalista. Él no haría otra cosa que encarnarla en su persona durante las décadas siguientes.

( Continuará )

 


 

(1) La Casa de Alba es la principal familia de la nobleza española. Durante siglos ha ostentado un notable poder económico basado en la propiedad de extensas cantidades de tierras y en la participación en todos los asuntos de gobierno de la monarquía española. Hoy, completamente adaptada al desarrollo del capitalismo en España, continúa siendo uno de los ejes centrales de la política agraria española.

(2) El oportunismo, en este caso el oportunismo libertario, como demostrará unos años después durante la guerra civil, únicamente supo ver en esta consecuencia lógica de la debilidad teórico política que emana de su doctrina un «problema técnico». En este caso unas decenas de trabajadores del campo pagaron con su vida las cuestiones técnicas. En 1936-´37, fueron millones los que lo hicieron.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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