Notas sobre el sindicalismo rojigualda

(«El proletario»; N° 2; Abril de 2012)

 

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Si existe un mito consolidado a todos los niveles sobre la realidad de la lucha de clases en España, en cualquier época y bajo todas las circunstancias, es aquel de la excepcionalidad de las condiciones político económicas tanto de la burguesía como del proletariado de esta región ibérica. A este han contribuido tanto las fuerzas históricas del oportunismo político y sindical como todas las corrientes de la llamada izquierda que han pretendido responder en el terreno de la práctica y de la teoría a aquellas. Anarquistas, trotskistas, poumistas… todos han encontrado en la especificidad española tanto un argumento que refrenda sus políticas como la base empírica sobre la cual han levantado todas sus delimitaciones teoréticas. Pareciera como si los Pirineos (por no hablar del Estrecho) fuesen un muro infranqueable a personas y fuerzas históricas que haya permitido a España permanecer aislada de ambas y conformarse en una entidad singular e incorruptible por los azotes de la historia que han arrasado el resto del mundo.

 

Sin embargo para nosotros, marxistas revolucionarios para los que el capitalismo ha destruido en primer lugar los límites tradicionales de las fronteras, por mucho que la burguesía se empeñe en mantenerlas en pie con la política nacionalista de la que todo tipo de visión excepcionalista de la historia es deudora, no existen ni reductos fuera de la historia en la sociedad dividida en clases ni soluciones particulares derivadas de estos por las que el proletariado pueda escapar de su irremediable destino de lucha revolucionaria.

En 1919, durante el llamado Congreso del Teatro de la Comedia, la Confederación Nacional del Trabajo, el potentísimo sindicato que agrupaba, sobre todo en Barcelona, a la parte más resuelta de los obreros y que había sido constituido tras las durísimas experiencias que habían extraído durante décadas estos obreros, no sólo en el terreno puramente laboral sino también en grandes manifestaciones de clase como el rechazo a la guerra imperialista que dio lugar a los disturbios de la Semana Trágica, declaraba la necesidad de constituir una única central junto con la UGT (que debía ser absorbida) y que los proletarios que no secundasen esta exigencia y permaneciesen en el sindicato de jefatura socialista, serían considerados amarillos y tratados como tales.

Ciertamente la necesidad de la unidad sindical era sentida de manera especialmente apremiante por un proletariado que, si bien había escapado a la carnicería bélica que sufrieron sus hermanos de clase franceses, rusos, italianos, alemanes o ingleses, padecía de manera especialmente acuciante las consecuencias de la crisis capitalista que se dejaban sentir, con más gravedad si cabe que en los países cercanos, en una estructura productiva como la de España, basada casi exclusivamente en la producción para la exportación durante los años que duró la I Guerra Mundial. También es cierto que la CNT se había constituido, sobre las bases de las antiguas agrupaciones y mutualidades obreras, de arraigada tradición en Barcelona prácticamente desde la primera mitad del siglo XIX, como respuesta a la UGT, dominada completamente por un Partido Socialista que se podría perfectamente haber colocado en la extrema derecha de la socialdemocracia europea si es que hubiese tenido la mínima perspectiva internacionalista que resulta necesaria para buscar siquiera la colaboración con fuerzas similares de las otras naciones. Esta UGT se sustentaba en los oficios manuales, casi artesanos, propios de un capitalismo poco desarrollado (impresores por ejemplo, a excepción del País Vasco donde la situación era sensiblemente diferente) que predominaban en la región centro de la península y, o bien no llegaba, o cuando lo hacía era con una perspectiva de conciliación política con la burguesía completamente ajena al proletariado, industrial y agrario, que se desarrollaba a pasos agigantados en las zonas de mayor concentración de capital industrial.

En este sentido, la aparición torrencial del sindicalismo revolucionario –aquí matizado como anarcosindicalista- cumple exactamente el papel que en el resto de países había interpretado. A este respecto un artículo de nuestro partido en 1949 (Las escisiones sindicales en Italia) resume la cuestión de la siguiente manera:

«Los sindicalistas sorelianos o revolucionarios flanqueados por los anarquistas abanderaron el disgusto de las masas por los excesos del método quietista que prevalecía en las ligas obreras y en el partido, demasiado dedicado a la cuestión electoral, y pusieron en primera línea sus eslóganes preferidos de acción directa, o sea imposición al patronato sin intermediarios parlamentarios o funcionarios sindicales, y de la huelga general como medio de apoyo entre categorías».

La fuerza proletaria, cada vez más concentrada y, por tanto, más poderosa a condición de ser capaz de organizarse para la lucha abierta contra el capital, encontró en la nueva corriente del sindicalismo revolucionario la alternativa perfecta a la total y absoluta falta de dirección revolucionaria por parte del PSOE y a la política claudicante que caracterizaba a la dirección de la UGT. En este sentido, teniendo además en cuenta que ya desde la segunda década del siglo XX el PSOE comenzará una estrategia de posibilismo en lo que se refiere a las alianzas electorales con los partidos republicanos para llegar a colaborar abiertamente con la dictadura de Primo de Rivera y a transmitir a la UGT la misma dirección completamente opuesta a la lucha revolucionaria que los proletarios rusos llevaban a cabo en aquellos años (¿Largo Caballero el Lenin español? Venga ya…), el proletariado organizado bajo las siglas de CNT llevó a cabo un esfuerzo increíble por reafirmar su fuerza de clase en cada una de las batallas que debió librar y de las que sacó sus conclusiones también en el terreno organizativo, constituyendo por ejemplo los sindicatos únicos, tendentes a agrupar bajo una misma federación a todos los proletarios que, de hecho, tenían las mismas condiciones de trabajo.

Pero este formidable potencial clasista que mostraron los proletarios no dejó de adolecer de graves carencias que le impidieron conformar un verdadero órgano de combate sobre el terreno de la lucha inmediata contra la burguesía y sus agentes oportunistas en el seno de la clase trabajadora. Únicamente con la fuerza del asociacionismo sobre el terreno de la lucha económica por la defensa de las condiciones de vida y trabajo de los proletarios, no resulta posible librar una lucha victoriosa contra el enemigo de clase y, finalmente, el virus oportunista, la gangrena de la colaboración entre proletarios y burgueses con toda la serie de preámbulos y consecuencias que trae consigo, logró infectar también al sindicato más combativo de la clase obrera.

En el mismo artículo de nuestro partido que citábamos más arriba, se realiza una distinción fundamental entre los productos que la lucha de clases genera y que aparentemente podrían resultar idénticos. Sindicatos rojos fueron aquellos sindicatos que, como la CNT, e incluso la UGT, durante décadas, pese a estar dirigidos en sus vértices por sectores fundamentalmente reformistas y ajenos a la perspectiva de la revolución, tuvieron en sus bases un continuo fermento de actividad proletaria, de obreros que luchaban con medios y métodos de clase (esos que reivindicaron las escisiones sorelianas en Francia y en Italia o la CNT en España) Estos sindicatos eran susceptibles de ser reconquistados, a palos si acaso, para la política revolucionaria de clase porque, pese a su dirección, subsistía en ellos una fuerza clasista que podía, con la maduración de la crisis social, ser el soporte de una tendencia netamente anti burguesa que realizase a todos los niveles la política de no colaboración entre clases. Hay que señalar que, de la misma manera que sucedió en el conjunto de los países capitalistas desarrollados, la destrucción de estas organizaciones realizada por el fascismo no se solventó con la vuelta de la democracia. En España, como en Italia o Francia, la democracia asumió la política del fascismo consistente en someter orgánicamente a las organizaciones obreras al Estado de clase burgués y subordinarles directamente a los intereses de la economía nacional. Concretamente en España, la llegada de la Transición trajo consigo la reconstitución ex novo de una UGT y una CNT completamente ajenas ya al empuje clasista que habían tenido décadas antes.

Los sindicatos amarillos fueron aquellos conformados directamente por la burguesía para sustraer a los obreros de la lucha abierta colocándolos en organizaciones que reconocían explícitamente su adhesión al régimen capitalista, al que no pretendían combatir sino en sus aspectos más estridentes y únicamente como forma de evitar la progresiva radicalización de la clase proletaria. El Sindicato Libre, de influencia eclesiástica, fue el ejemplo español de aquellos años y llevó a cabo, a tiros por las calles de Barcelona, su política de sometimiento al dominio económico y social de la burguesía.

Ciertamente la UGT de 1919 no era un sindicato amarillo y sólo pudo ser considerada así por las tendencias sectarias del anarquismo dominante que ya comenzaban a hacer mella en la organización obrera. La UGT se encontraba sometida a la influencia de un partido oportunista como el que más, el PSOE, y a su dirección conciliadora y reformista. Esta fue, de hecho, la tragedia del proletariado español, la ausencia de un partido de clase que guiase a aquellos obreros que dieron pruebas de la mayor abnegación posible, por las vías de la lucha intransigente hacia la revolución comunista. Si en la UGT esta carencia se muestra más evidente en 1919 no por ello los proletarios organizados bajo sus siglas dejaron de dar buenísimos ejemplos de lucha. Y, si se quiere ver desde otro ángulo, el que en ese año dicha carencia de dirección revolucionaria no se manifestase tan claramente en la CNT no impidió que en 1936 los jefes –siempre informales pero no por ello menos jefes- del sindicato cediesen limpiamente el poder a los burgueses de la Generalitat y de toda España, entregando al proletariado en armas al dominio de su enemigo de clase con la participación ministerial de Oliver y compañía y la represión de Mayo del ´37.

Sobre las ruinas de esta sangrienta derrota del proletariado español que, insistimos, no fue debida a la falta de empuje de los obreros que en el campo y la ciudad dieron todo lo que podían por la lucha de clase sino a la total ausencia de un partido comunista revolucionario, como el que sí existió en Rusia e Italia durante el tiempo que la corriente de Izquierda estuvo al frente del partido, se levantó el cuarto tipo de sindicato al que nuestro artículo de 1949 hace referencia: el sindicato negro o fascista, después del sindicato rojo, amarillo y blanco. Si bien Falange llevaba luchando desde que nació para imponer un sindicato de este tipo entre el proletariado español (llegó de hecho a proponerle la dirección del partido a Ángel Pestaña para lograr influenciar a la CNT, de la que había copiado los colores de la bandera) fue el triunfo de las tropas de la reacción burguesa franquista lo que determinó la victoria nacional de este sindicato negro (debe señalarse que ya la sindicación obligatoria a unas centrales que participaban directamente en el gobierno en la zona republicana era un preludio de lo que estaba por venir).

«Los sindicatos fascistas aparecían como una de tantas etiquetas sindicales, tricolores contra aquellas rojas, amarillas y blancas, pero el mundo capitalista era ya el mundo del monopolio, y se desarrollaron como sindicato de estado, el sindicato forzado, que encuadra a los trabajadores en la estructura del régimen dominante y destruye de hecho y de derecho cualquier otra organización.

Este gran hecho nuevo de la época contemporánea no era reversible, esa es la clave del desarrollo sindical en todos los grandes países capitalistas. Las parlamentarias Inglaterra y América son monosindicales y los sindicatos en sus jerarquías sirven a los gobiernos como en Rusia».

España no fue una excepción. El hecho irreversible de la creación de sindicatos paraestatales, aquellos a los que nuestro partido llamó sindicatos tricolores (por las banderas nacionales de Italia y Francia que defendían y defienden) para señalar la diferencia en la IIª Post Guerra con aquellos rojos de otros momentos históricos, también tuvo lugar aquí. Y no sólo, como los democráticos detractores de la dictadura franquista afirman, durante los casi cuarenta años de gobierno del Movimiento Nacional, sino también después, con la llegada de la Transición y la democracia, cuando, precisamente en un momento de durísima crisis económica en el que los proletarios comenzaban de nuevo a luchar, fábrica a fábrica y barrio por barrio, las burguesías de todos los países organizaron en tiempo récord una estructura sindical que encuadrase a estos obreros que daban claros signos de rebeldía, en un sistema que tuviese por único objetivo el sacrificio en aras del progreso y la estabilidad democrática. Las Comisiones Obreras (CC.OO.), originalmente un movimiento surgido de la base obrera en las minas asturianas fue, una vez controlado por el Partido Comunista de España (PCE), reconvertido en una federación nacional comprometida con la defensa del país. UGT, aupada junto con el PSOE a un nivel correspondiente al que disfrutaban los partidos socialdemócratas y sus sindicatos en el resto de Europa como garantes del buen gobierno de la burguesía sobre el proletariado, cobró una importancia desmesurada si tenemos en cuenta las fuerzas reales de las que disfrutaba antes de la muerte de Franco. CNT, en fin, fue despedazada por la acción combinada de las fuerzas de la OIT y todos los sectores del oportunismo pseudo izquierdista dando lugar a una minúscula confederación dominada por principios completamente ajenos a los del sindicalismo revolucionario y a una respetable CGT que debe ser capaz, a ojos de la burguesía, de canalizar el descontento que surge en los sindicatos mayoritarios. Todos ellos, al margen de banderas particulares, si no tricolores -como serían en ‘la República’- pueden ser llamados rojigualdas, término con el que se muestra su respeto a la patria y a la economía nacional más allá de sus pretendidas diferencias de forma.

El resurgir de la lucha proletaria, desechadas de una vez por todas las apariencias de excepcionalidad con las que se recubre a la clase obrera española, no pasará jamás por la acción de unas centrales sindicales ganadas para siempre por la burguesía a través del aparato estatal (y en esta dialéctica las ahora famosas subvenciones no son otra cosa que el aceite que permite funcionar sin fricciones a la maquinaria de la subyugación). Esto no significa que aquí o allí, en una u otra sección sindical, no pueda manifestarse la fuerza de un sector de la clase obrera que tienda a romper el corsé de la colaboración entre clases. Porque el trasunto de la existencia sindical es, siempre, la lucha obrera y esta, como explicaron mil veces Marx y Lenin contra todas las escuelas del oportunismo, resulta inevitable en la sociedad capitalista tome la forma que tome. Pero lo esencial para estos proletarios será siempre romper con toda actitud, medio y método de la colaboración interclasista, será siempre retomar la lucha a través de medios y métodos clasistas, verdadera esencia de los sindicatos rojos que hacían temblar a los patrones, reanudar la lucha a través de la huelga que provoca daños reales a los intereses burgueses, de la lucha contra la competencia entre proletarios por el salario, de la solidaridad de clase.

Exactamente lo mismo sucede si se entiende la cuestión desde su otro cabo. Ninguna fórmula innovadora en lo formal, ningún sindicato creado ex novo con la pretensión de representar los más puros principios del asociacionismo obrero significará nada sin la clase proletaria no adquiere la experiencia directa de la lucha abierta contra los intereses del capital, dirigida hacia la emancipación del proletariado de la esclavitud salarial y que puede obtener con su fuerza del número organizado en un bloque compacto la capacidad de imponer sus necesidades frente a las de la burguesía y su sistema económico sólo si se encuentra influenciada y bajo la guía de su partido de clase.

Sólo la lucha proletaria sobre el terreno inmediato que deberá llegar, tampoco garantizará la victoria del proletariado, como la historia ha demostrado en más ocasiones. Porque sin el organismo de lucha política por excelencia, sin el partido comunista revolucionario, internacional e internacionalista –el único que conoce el curso entero y accidentado de la lucha de emancipación del proletariado hacia la destrucción del modo de producción capitalista que tiene su centro en la producción para el mercado, para sustituirlo por el modo de producción comunista que tiene en su centro la producción para satisfacer las necesidades de la especie- y sin que éste extienda una influencia real sobre los proletarios organizados en el terreno inmediato, la fuerza del asociacionismo obrero quedará en nada y acabará cobijándose de nuevo bajo el ala de la burguesía.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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