Sólo la lucha llevada a cabo con medios y métodos de clase puede dar alguna esperanza al proletariado de que logrará vencer a la burguesía y a su sistema de explotación y miseria

(«El proletario»; N° 2; Abril de 2012)

 

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A medida que las consecuencias de la crisis que asola el mundo capitalista desde hace cuatro años se han ido mostrando con toda su crudeza y han reducido las condiciones de vida y de trabajo de la clase proletaria a niveles de miseria todos los elementos que se derivan de cualquier crisis se han ido poniendo en juego. En primer lugar la lucha obrera, el impulso natural a luchar que empuja a los proletarios a resistir a la presión que sufren por parte de todo el mundo burgués para que acepten una situación que se presenta como irreversible y que les coloca en la obligación de asumir cada vez más sacrificios a favor de la buena marcha de la fábrica aislada y de la economía nacional. Tras ella, todos los factores de contención social con que cuenta la burguesía para lograr que este impulso natural no rompa en ningún momento los cauces de la colaboración entre las clases, que no se salga nunca de los márgenes de respeto al supuesto interés común que liga a proletarios y burgueses y que, por tanto, mantenga en la práctica la absoluta sumisión de los primeros al interés principal de los segundos, que es siempre mantener la tasa de beneficio en niveles que resulten realmente rentables aumentando para ello, cuanto sea preciso, la explotación del trabajo asalariado. Finalmente los agentes activos que refuerzan este marco de contención y que guardan siempre que este no sea rebasado.

Desde hace al menos un año las huelgas, las grandes manifestaciones y los pequeños conflictos locales aparecen por todo el mapa de la geografía española de manera análoga a lo que sucede en el resto de países capitalistas que también resultan ser incapaces de escapar a los dictados del modo de producción capitalista. La profunda crisis económica obliga a la burguesía a intentar, por cualquier medio que esté a su alcance, reducir costes y suprimir gastos para mantener el beneficio que extrae de la explotación obrera. El aumento de la competencia capitalista que se deriva de la crisis exacerba esta tendencia hasta volverla insoportable para amplios estratos de la clase proletaria que, ya sea porque conviven con el desempleo y la miseria de manera cada vez más habitual o porque se ven amenazados con ser arrojados a estos en un futuro realmente inmediato, comienza a sentir en sus carnes la verdadera naturaleza del sistema capitalista, basado en el trabajo asalariado y la propiedad privada.

Las características especialmente sangrantes de esta crisis, que ha afectado no a tal o cual sector de la producción sino al conjunto del entramado capitalista y de manera muy significativa a los propios estados que sufren como cualquier otro elemento de este sistema las consecuencias de la brusca caída del beneficio, han colocado en el ojo del huracán a todo el sector público de la economía. Efectivamente, el papel del Estado en el capitalismo que ha alcanzado su fase imperialista no es ya aquel que mantuvo cuando se encontraba relativamente confinado en los márgenes de la acción política (de la acción política burguesa, claro está). Ahora se encuentra plenamente incardinado en el modo de producción no sólo como garante dictatorial del respeto a este y de la gestión de los problemas generales de funcionamiento que aparecían, sino como partícipe activo en la economía, como gran capitalista que interviene directamente en la economía ostentando un puesto de primer orden en ella. Es por esto que lo que comenzó como una fortísima crisis de sobreproducción que podría pensarse reducida al llamado sector privado de la economía no ha tardado ni un lustro en golpear en el corazón de las finanzas públicas, que no son otra cosa que las finanzas generales del capitalismo nacional.

Como gran capitalista, el Estado es un gran explotador de mano de obra proletaria. El mantenimiento de las infraestructuras, tan caras siempre a los empresarios, de la educación que arroja obreros siempre dispuestos y adoctrinados para dejares explotar o de la inversión productiva que la economía necesita para mantener un ritmo competitivo respecto a los rivales de otros países, ha llevado al Estado moderno a constituirse en la primera empresa por número de empleados en la mayoría de los países capitalistas desarrollados. Transporte, sanidad, educación, obras públicas… se han levantado sobre la explotación de los proletarios empleados en estos sectores de la misma manera que para otros ámbitos ha sucedido con los proletarios del sector privado. Es por este motivo que no resulta extraño que, cuando el Estado se ha visto golpeado por la crisis como cualquier otro agente de la economía capitalista, haya incrementado a marchas forzadas la explotación de los proletarios que tiene empleados.

Las recientes huelgas en la educación, la sanidad y el transporte público, especialmente en la ciudad de Madrid, donde han tenido más repercusión y fuerza, resultan un buen ejemplo de que los proletarios del sector público se comportan de manera idéntica a como lo hacen aquellos del sector privado, por mucho que la doctrina del estado providencia pretenda colocarles como «servidores públicos» de una ciudadanía donde no existirían diferencias de clase. De la misma manera ha mostrado que los enemigos, reconocidos y ocultos, del proletariado son los mismos en el sector público que en el privado y que los medios para luchar contra ellos no podían resultar muy diferentes de uno a otro.

Si el Estado burgués no puede ser considerado, sobre todo en la fase imperialista del capitalismo, como por encima de las clasesy ajeno al desarrollo económico como pretendían las ensoñaciones liberales de la burguesía naciente, no es menos cierto que en ningún momento ha dejado de profundizar en su papel de garante del orden social que le viene dado por representar la fuerza concentrada de la burguesía nacional y por defender en todo momento los intereses generales de esta. El Estado burgués en el ciclo de desarrollo capitalista y, en particular, en su estadio imperialista, se ha convertido necesariamente en intervencionista en materia económica y esto constituye la piedra angular del sistema capitalista actual en todos los países. Al mismo tiempo desarrolló una fuerza incomparable para mantener la cohesión social, que tiene sus raíces tanto en este intervencionismo (que ha sido el instrumento utilizado para otorgar al proletariado ciertas garantías de supervivencia cuando la bonanza de los negocios lo ha permitido) como en su aparente posición por encima de las clases sociales, como salvaguarda de los «derechos sociales e individuales» que mantendría mediante el sistema democrático de gobierno. De esta forma, el Estado se presenta, sobre todo ante los proletarios que son precisamente quienes más padecen las inclemencias reales del sistema capitalista, como un órgano social llamado a mantener el equilibrio entre las clases por la vía de otorgar y mantener unas condiciones algo más benignas de existencia que realmente eran permitidas únicamente por el excedente de la plusvalía que la burguesía se permitía gastar para mantener la paz social.

Es esta perspectiva democrática, en la que las clases sociales realmente enfrentadas por fuerzas materiales bien consistentes deben convivir en armonía, la que pretende garantizar la buena marcha de la economía nacional mediante el sacrifico del proletariado. Cuando las dificultades económicas reaparecen y el entramado de colaboración entre las clases se parece venirse abajo por la fuerza de unos hechos irrefutables, esta doctrina de la paz social cobra una fuerza especialmente relevante.

El proletariado se encuentra, hoy, prisionero de esta doctrina que emana de su enemigo de clase. Durante décadas ha sobrevivido en la sociedad capitalista aceptando, con bruscos sobresaltos, sin duda, el dominio en ciertas ocasiones abiertamente totalitario y más habitualmente democrático de la burguesía. Ha asumido todos los parámetros en que éste se desarrolla y los ha hecho suyos. Privado durante generaciones de la experiencia de la lucha de clase, hoy, cuando se ve enfrentado a la disyuntiva de luchar o ser arrojado a la miseria, comienza a luchar encuadrado aún en las coordenadas de esta ilusoria perspectiva del equilibrio social. Los proletarios que en los últimos meses se han lanzado a la lucha en el sector público, que han hecho huelgas sectoriales, que se han manifestado y han organizado piquetes espontáneos, lo han hecho en todo momento bajo la consigna de la «defensa del sector público». Defensa de la sanidad, de la educación, del transporte… para toda la sociedad. Lo han hecho por tanto bajo la consigna de la defensa de la empresa, de la defensa de sus explotadores, de la viabilidad de su negocio que les tiene como única base de su rentabilidad económica, de la defensa, en fin, del sistema de explotación capitalista que se recubre bajo el manto de la participación democrática para legitimarse ante sus primeras víctimas: los propios proletarios.

Juega en ello el mismo vector que lo hace con las movilizaciones patrióticas en defensa del país, la defensa de un supuesto interés común entre proletarios y burgueses que sería necesario para salvar la mala situación económica. No se trata de que los proletarios no deban luchar, sino de que la lucha en estos términos jamás podrá conducir a ninguna mejora, ni siquiera inmediata y transitoria, de su situación. Porque, más allá de consignas u objetivos más o menos inalcanzables, lo cierto es que esta lucha por el bien común de obreros y patrones se desarrolla, como es normal, dentro de los márgenes del respeto escrupuloso de los intereses económicos de la burguesía. Esto es, se lleva a cabo sin alterar lo más mínimo la producción, sin dañar de ninguna manera la rentabilidad que la burguesía espera extraer de sus empresas, por públicas que sean. Las luchas son reducidas a meros actos simbólicos que pretenden expresar el democrático rechazo a las medidas de ajuste o recorte, dentro siempre del límite del mero desacuerdo respecto a una política determinada por la voluntad de un mal patrón. De la defensa del transporte público se llega inmediatamente a las huelgas limitadas en el tiempo y con preaviso de semanas que no afectan realmente a las ganancias de la empresa porque se respetan los servicios mínimos que inutilizan cualquier tipo de paro. Y estas huelgas, como resulta evidente en cuanto se observan los resultados reales que han dado, son completamente ineficaces para lograr siquiera mínimas mejoras en las condiciones de trabajo.

A lo largo de la historia, la lucha de la clase proletaria ha pasado por diversas fases en lo que se refiere a la actitud que la burguesía ha mantenido respecto a ella. El paso de una a otra se ha visto determinado siempre por la experiencia que la propia burguesía ha ido adquiriendo a lo largo de las décadas que se ha extendido su dominio de clase. En un primer momento tanto la lucha obrera como el asociacionismo proletario que se derivaba de ella a medida en que algunas capas de la clase iban entendiendo la necesidad de mantener y extender la fuerza de la que se disponía mediante la organización, la burguesía reprimió salvajemente cualquier conato de insubordinación. Entonces las agrupaciones obreras eran ilegales y los obreros más combativos daban con sus huesos en la cárcel o frente al pelotón de fusilamiento. De esta manera la naturaleza violenta y despótica del dominio de clase de la burguesía se mostraba como algo evidente ante los ojos de cualquiera y forzaba un rápido progreso de la determinación proletaria de luchar a todos los niveles, no ya sólo en el terreno económico sino también en el político. No hace muchos años, la dictadura franquista contaba entre sus hábitos el reducir cualquier lucha mediante la intervención de la policía y los jueces. Con ello lograba, de manera cada vez más recurrente en sus últimos años, extender la solidaridad de clase entre los trabajadores y la generalización de muchos conflictos inicialmente muy localizados.

Tras esta fase basada en la represión de la lucha de los proletarios se pasó a la tolerancia moderada respecto a ella, siempre y cuando no sobrepasase ciertos límites, y posteriormente a la movilización de todas las fuerzas políticas disponibles para lograr su completa subordinación al respeto a las necesidades de la burguesía. En el ámbito de la organización para la lucha inmediata, estas fases se correspondieron con la aceptación de su existencia y, después, con su integración en el aparato estatal como manera de lograr una correa de transmisión entre las exigencias capitalistas y las luchas obreras que jamás debían entrar en contradicción con estas. Fueron por tanto estas organizaciones obreras de tipo sindical, en paralelo a las organizaciones políticas oportunistas, cobijadas bajo el ala de la burguesía las que se convirtieron en garantes de las necesidades de esta entre los proletarios y son estas mismas las que, hoy en día, se encargan de canalizar la respuesta obrera ante la puesta en cuestión de su mera supervivencia hacia objetivos compatibles con la implantación de las reformas que el capital necesita.

Hoy, por tanto, junto a los partidos obreros burgueses son los sindicatos colaboracionistas los que se encargan, con mucho esfuerzo, de mantener embridados a los proletarios. Se ocupan de orientar cualquier embrión de descontento hacia fórmulas de lucha completamente inútiles que únicamente logran reforzar la creencia en la bondad del Estado-empresario que debería garantizar el bienestar público. En el caso de sectores como la sanidad o la educación, vinculando directamente la movilización de los trabajadores a supuestos que pasan por una mejor gestión de los recursos disponibles, es decir, por una mejor gestión de la empresa y canalizando la tensión a través de estúpidos actos simbólicos como las llamadas mareas verdes o blancas que únicamente revelan la impotencia de los proletarios para luchar abiertamente en defensa de sus intereses de clase. En el caso de otras empresas como los servicios de atención a la tercera edad o el transporte público, cediendo desde el principio de la huelga a las imposiciones de servicios mínimos que prácticamente abarcan al total de la plantilla con la excusa de que se trata de servicios al ciudadano de los que no se puede prescindir.

Los sindicatos colaboracionistas, completamente subordinados a las exigencias de la patronal y que únicamente se dedican a transmitir estos a los proletarios de tal manera que pasen sin respuesta considerable por su parte, constituyen la fuerza de choque de la burguesía para crear un clima de derrota generalizada para la clase trabajadora en la medida en que esta se encuentra completamente desprovista de cualquiera de las armas elementales de combate que le son imprescindibles. Porque, lo quiera o no, para el proletariado sólo existe una vía para comenzar a luchar de manera eficaz, es decir, para lograr frenar no sólo los mayores aspectos de la presión de la burguesía sino, también, el conjunto de agravios localizados en empresas o sectores específicos y sin relumbrón mediático que sufren cotidianamente. ¿Cuál ha sido el resultado de las grandes movilizaciones de los trabajadores de la enseñanza o la sanidad? Al cabo de meses de pseudo luchas (entendiendo por esto luchas que desde un primer momento, por la manera en que fueron planeadas y ejecutadas por las direcciones sindicales, estaban abocadas al fracaso) el aumento de los horarios en los centros de educación, el despido de personal de hospitales y ambulatorios, etc. ni se ha evitado ni tan siquiera se ha mitigado. Esta dolorosa lección tiene que ser entendida y asumida por los proletarios en todo su alcance: la clase trabajadora no puede enfrentarse a su enemigo de clase sin dotarse de los medios y los métodos propios de su lucha. Necesariamente debe reanudar el camino del enfrentamiento directo y abierto, organizándose en asociaciones clasistas de defensa económica despreciando de manera absoluta cualquier prerrogativa sustentada en la defensa de la empresa o la conciliación en torno a un supuesto interés común.

La huelga sin preaviso y sin límites de tiempo es el arma más preciada de que se dispone en este combate. Con ella no sólo se daña el interés económico directo del patrón, presionando sobre su beneficio hasta que le resulte más rentable ceder, sino que se tiende a abolir la competencia entre proletarios, que a su vez es el principal arma de que dispone la burguesía. Esto se logra mediante la unificación en un bloque común de la miríada de intereses particulares que tienen los trabajadores, de la inmensa cantidad de situaciones cotidianas a las que se enfrentan para lograr sobrevivir en el mundo capitalista bajo la amenaza continua de una explotación más vestial, de una bajada del salario, de despidos y de ser lanzados a la miseria y al hambre cuando no a la masacre de la guerra imperialista La huelga es el ejercicio de la fuerza proletaria y por lo tanto, es un arte. Debe ser organizada, planificada, debe buscar siempre ser capaz de mantenerse el tiempo suficiente como para hacer retroceder a la patronal y de extenderse para aumentar la potencia con que sirve a la lucha. Todo lo contrario a los paros simbólicos (parciales, generales, de veinticuatro horas o de unos días) a los que el proletariado está hoy habituado.

La huelga classista es, por su naturaleza misma, una respuesta de clase a las consecuencias del sistema económico de la propiedad privada y un potente freno a la presión ejercida por los capitalistas a través del trabajo asalariado porque se enfrenta directamente al papel que los proletarios deben jugar en este como sujetos pasivos de le explotación. La huelga conducida mediante medios y métodos de clase genera y refuerza la solidaridad de clase entre proletarios de cualquier categoría, sector, nacionalidad, edad, sexo... y esta solidaridad de clase es el resultado más importante y decisivo de la lucha proletaria de clase porque sobre ella se funda el paso de la lucha de defensa sobre el terreno económico a la lucha política y ofensiva al terreno de la revolución proletaria. Es por ello que la burguesía, como consecuencia de todo lo que ha aprendido a lo largo de más de siglo y medio de guerra contra el proletariado, intenta anularla por todos los medios posibles. La represión, la denigración, el ataque directo mediante el esquirolaje… pero sobre todo a través de su regulación y limitación según unas normas que la hacen completamente inofensiva, esas mismas normas que los agentes del oportunismo político y sindical defienden a capa y espada como una conquista obrera. Los servicios mínimos, el preaviso obligatorio, los objetivos reformistas y de colaboración interclasista... desvirtúan la huelga y la convierten en un acto por lo general inútil. Se trata de una represión preventiva que la burguesía estipula legalmente y que fuerza a los proletarios a asumir su derrota desde el principio en tantas ocasiones que, finalmente, la misma huelga es vista como algo ajeno por los proletarios.

No se trata de que las luchas que se desarrollan dentro del respeto a las necesidades de la empresa y del interés nacional, como lo son todas aquellas que se han vivido últimamente, pasen en balde para los proletarios. Inevitablemente, dada la situación en que viven estos, sometidos durante décadas al asfixiante dominio del oportunismo en el terreno político y en el económico, influenciados únicamente por la sacrosanta democracia y el respeto a la legalidad, la reanudación de la lucha de clase, tiene que pasar por tramos tortuosos y desesperantes. De ellos deberán comenzar a extraer, los obreros de toda nacionalidad, raza o sexo, la experiencia de un combate incipiente que se libra, en primer lugar, para librarse del peso muerto de la colaboración entre clases. Y en este combate encontrarán, como primeros enemigos a todos aquellos que lucha denodadamente por insuflar ilusiones que llaman a confiar en posibles mejoras que se pueden obtener dentro de esta colaboración, en nuevas vías alejadas de la lucha directa y que se basan en expresar un descontento que deberá ser oído por un Estado colocado por encima de los conflictos de clase. Los trabajadores del sector público, que en los últimos meses han dado buenísimos ejemplos de perseverancia en su lucha, que han mostrado una gran resistencia a dejarse vencer sin luchar tan siquiera, representan el caso típico al que los proletarios de cualquier sector de la producción y de los servicios deberán enfrentarse. Ellos han resumido, trágicamente, todas las debilidades de la clase obrera hoy por hoy, todas las trampas y todos los enemigos que le acechan no más comience a moverse para luchar.

Para vencer, los proletarios deben tomar la lucha en sus propias manos. Inevitablemente deberán romper las constricciones a las que le somete la burguesía a través de sus agentes en el seno de la clase obrera y asumir su situación real en la sociedad, la de clase explotada y arrojada cuando conviene a los márgenes de la vida. Y esta ruptura no se producirá por un efecto mágico de concientización espontánea, sino por una tendencia continuada al combate generada por la situación material cada vez más miserable que padecen y por un continuo proceso de balance de sus fuerzas y de los resultados de sus sacrificios. A través de grupos más dispuestos de proletarios, que constituirán una auténtica avanzadilla de la lucha general y abierta, la clase obrera deberá ir sentando las bases prácticas y organizativas de la generalización de su enfrentamiento contra la burguesía. El camino, sin duda, estará hecho de baches y altibajos, pero mucho más fuerte que cualquier caída que se pueda sufrir en él, son las fuerzas históricas que llevan a la sociedad capitalista a crisis económicas cada vez más intensas y que acabarán por colocar definitivamente al proletariado de luchar o morir.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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