A la muerte de Santiago Carrillo (3)

 

(«El proletario»; N° 5; Octubre de 2014)

 

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A lo largo de los dos anteriores artículos dedicados a la muerte de Santiago Carrillo, hemos expuesto, intentando ratificarlo mediante el balance de la experiencia histórica de la que este personaje fue figura clave,  la verdadera relevancia de quien tuvo el dudoso honor de ser representante de la Juventud Socialista en época de la II República, puente entre el PSOE y el PCE en el momento en que el segundo absorbe a una parte sustancial (se ha dicho falsamente que la parte más radicalizada) del primero, líder comunista indiscutible a las órdenes de la contra revolución estalinista y, finalmente, prohombre de la restauración democrática tras 1975. En pocas palabras, hemos intentado seguir el hilo blanco de la contra revolución organizada por la burguesía española y europea junto a sus aliados del oportunismo estalinista y socialdemócrata fijándonos en uno de sus caras más conocidas. Y esto no lo hacemos porque consideremos que el papel jugado por Carrillo en cada uno de los respectivos puestos que ocupó hubiera tenido un sentido diferente al que tuvo en el caso de que otra persona se hubiese hecho cargo de él sino porque su existencia física, supeditada siempre a la fuerza histórica de la lucha entre la clase proletaria y la clase burguesa de la que fue fiel servidor, representa la continuidad histórica en la disposición material del oportunismo a desempeñar siempre el papel de escuadra de choque contra el proletariado revolucionario. Tampoco se trata de que en Santiago Carrillo encarnemos la esencia la reacción anti comunista como si de un endemoniado se tratase, porque para nosotros esta suerte de personalismo romántico no deja de ser un resabio de la superstición que la burguesía creyó liquidar en su época revolucionaria y a la que se ha agarrado de nuevo una vez concluyó su papel progresivo en la historia para blindar su dominio de clase. Para nosotros, comunistas revolucionarios que vemos la historia como la historia de la lucha de clases y a los hombres como meros engranajes de la fuerza material de la especie humana que se expresa en ella, se trata de colocarnos siempre sobre el hilo del tiempo y constatar que la función histórica que han jugado los enemigos del proletariado se revela en el hecho de que incluso personajes cuya vida útil podía darse por amortizada (los términos contables siempre son caros a la burguesía) reaparecen para rematar la faena que empezaron en sus años jóvenes.

En el anterior número de El Proletario habíamos dejado a Santiago Carrillo a las puertas de la Guerra Civil española, una vez la insurrección del octubre asturiano había sido liquidada y con ella el proletariado arrojado violentamente a la colaboración con la burguesía y la pequeña burguesía republicanas en el Frente Popular. En el periodo que prosigue la historia ha sido escamoteada por el mito y las leyendas, que como este juegan una función de primer orden en la ideología de la burguesía, han ocupado el lugar del balance que el proletariado debería haber extraído de los hechos. En este sentido, poco importa si Santiago Carrillo ordenó fusilar a los miles de presos de la cárcel Modelo de Madrid en Paracuellos del Jarama, como, para una época posterior, poco importará si se mantuvo de pie o se tiró al suelo durante el golpe del 23 de febrero de 1981. Ni uno ni otro episodio, inclinado hacia uno u otro lado, puede cambiar el hecho de que la historia de la Guerra Civil, en la que Carrillo jugó un papel importantísimo, es la historia de la guerra que la burguesía de ambos bandos realizó contra el proletariado que quedó en uno u otro lado de las trincheras. Todos los acontecimientos que tuvieron lugar, leídos desde esta óptica, cobran un significado que destruye la absurda mitología de «izquierdas contra derechas» o la aún peor de las «dos Españas».

La reconstrucción minuciosa de los hechos que tuvieron lugar durante la Guerra Civil escapa a las posibilidades de este artículo, de manera que trataremos, simplemente, de evidenciar con algunos episodios la gran falacia que hace de Carrillo un defensor de la clase proletaria frente a la reacción fascista. De hecho, Carrillo apostó siempre y en todo lugar por las medidas más directamente anti proletarias, contribuyendo a la organización de las fuerzas burguesas en un partido único en la zona republicana y, en última instancia, exigiendo al proletariado que sacrificase su vida para defender los intereses imperialistas de la Unión Soviética de Stalin. Desde el primer momento, no puede encontrarse en su biografía absolutamente nada de aquello que sus posteriores panegíricos han dicho.

En los primeros meses de la contienda, una vez vuelto a Madrid (la Guerra Civil estalló mientras se encontraba en Francia), Carrillo ocupó el puesto de Consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de la capital. Este organismo, es necesario decirlo, se había creado por la participación conjunta de los partidos del Frente Popular y de la CNT en un organismo supeditado, exclusivamente, a la defensa militar de la ciudad dado que el gobierno de la República, ante el avance del ejército Nacional hasta los suburbios de Madrid, había optado por huir a Valencia porque estaba prácticamente convencido de que la capital caería en manos de los sublevados en poco tiempo. La situación de la Junta era por tanto delicada. Por un lado, la ciudad se encontraba sitiada por el enemigo mientras que  los máximos dirigentes del gobierno y de los partidos del Frente Popular habían abandonado la ciudad. A su vez, esta ciudad no había caído desde el primer día en manos de los nacionales porque su proletariado (un proletariado rejuvenecido por las recientes migraciones que habían conformado los barrios del Norte y entre el cual se rompía la hegemonía socialista debido a la acción de una vigorosa CNT que, a día 18 de julio, tenía sus locales clausurados por orden gubernativa) se había lanzado contra los cuarteles sospechosos de sumarse al alzamiento y los había tomado por la fuerza de las armas. Sin buscar analogías que sólo podrían ser anecdóticas, se evidencia que, para un marxista como decía ser Santiago Carrillo en aquella época, la situación era evidentemente similar a aquella que vivió Paris en 1871 y que dio lugar a la Comuna, primer Estado proletario de la historia. Entonces, en La guerra civil en Francia, Marx  escribió al respecto:

En la alborada del 18 de marzo de 1871, París despertó entre gritos de Vive la Commune! ¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta los espíritus burgueses?

«Los proletarios de Paris –decía el Comité Central [de la Internacional ndr] en su manifiesto del 18 de marzo-, en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos… Han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el Poder» Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines.

Es decir, la única alternativa que el proletariado tiene para no ser carne de cañón en las guerras imperialistas, tal y como lo demostraría en 1917 el proletariado ruso, es la toma del poder, la destrucción de la maquinaria estatal burguesa y la imposición de su dictadura de clase. De esta manera, en el periodo histórico en el que todos los ejércitos están coaligados contra el proletariado, que es el periodo que abre precisamente la Comuna de París y que sólo se cerrará con la victoria revolucionaria del proletariado, la lucha de la clase proletaria ya no se encamina a apoyar a una u otra facción burguesa, ya sea esta francesa o alemana, republicana o fascista, sino a combatir a ambas. En 1936 la situación no era diferente para los proletarios de la Madrid sitiada y abandonada por el gobierno (como tampoco lo era para los de la Barcelona del Comité Central de Milicias Antifascistas). Santiago Carrillo, aunque no fue nunca un lector entusiasta de Marx, no lo ignoraba. Sin embargo sus actos fueron completamente diferentes de aquellos que se esperarían de un marxista de la izquierda socialista, como pretendía serlo él.

Como encargado de la seguridad pública, un cargo de la máxima responsabilidad en una situación como la de Madrid en aquellos días su tarea consistió, esencialmente, en atacar a las patrullas obreras que tenían una fuerte presencia en la ciudad a resueltas del hecho de que estaban constituidas por los mismos proletarios que habían liquidado el golpe en la capital. Así lo reconoce él mismo en sus memorias, donde, a lo largo de las páginas que dedica a estos meses de la guerra, se afana en tachar de aventureros a los proletarios encuadrados en la CNT. De hecho, llegó a exigir a la Junta la condena a muerte para un obrero de una patrulla de control que había disparado contra el automóvil de Yagüe (militar representante de la UGT en la Junta de Defensa) con el fin de «no sólo sancionar el crimen, sino ver si de una vez acabábamos con esas patrullas de incontrolados» Incontrolados estos que, tras haber frenado a los militares golpistas en la ciudad, disparaban contra los representantes de quienes la habían abandonado para verla caer desde Valencia y en los que Carrillo veía la fuerza del proletariado, aún no completamente domesticado, que se debía exterminar para asegurar el buen gobierno de la burguesía.

Finalmente, como es sabido, Madrid no cayó en manos del ejército de Franco. La población obrera de la ciudad salió a la calle nuevamente para frenar el avance del ejército nacional, primeramente en los barrios proletarios del Sur y en la Casa de Campo. El mismo Durruti acudió como símbolo de la necesidad de que los obreros se sacrificasen una vez más en la lucha y murió como consecuencia de ello para que su cadáver fuese ejemplo de tal sacrificio. Pero lo que resultó determinante en esta batalla fue la aparición de las fuerzas de las Brigadas Internacionales, ejército organizado por la Unión Soviética con el concurso de los partidos comunistas de Europa y con el cual  pretendía hacer valer su poder como potencia imperialista en una guerra que contaba con el concurso, directo o indirecto, del resto de potencias y que, en virtud de esto, sólo puede ser considerada como una guerra imperialista.

Las Brigadas Internacionales llegaron con unos medios muy superiores a los que el proletariado pobremente armado podría haber aspirado. Pero lo hicieron sólo cuando este proletariado ya no representaba una amenaza, cuando la Junta de Defensa había dominado sus fuerzas imbuyéndole de nuevo el espíritu antifascista de sacrificio por la burguesía republicana. De esta manera, el mito de la defensa de la democracia, de la lucha por la República, ató a los proletarios al carro de sus enemigos de clase. A partir de ahí las fuerzas imperialistas intervinieron militarmente asegurando la sumisión definitiva de la clase obrera a los intereses de las facciones burguesas en liza. Seis meses después, en mayo de 1937, esta victoria política y militar de la burguesía culminaría con el exterminio, comenzado en Madrid, de las fuerzas vivas del proletariado revolucionario. En algo menos de tres años, el ejército de Franco acabaría la obra comenzada por la República (con Carrillo y sus colegas a la cabeza) exterminando la simiente revolucionaria incluso en el vientre de las madres, tal y como había sido planeado ya en 1934.

El PCE, en el cual comenzó a militar Santiago Carrillo durante su época en la Junta de Defensa de Madrid, fue el principal instrumento que utilizó la burguesía para domeñar a los proletarios. Estos proletarios eran los verdaderos causantes de la Guerra Civil, en la medida en que fue su reacción ante el golpe la que impidió que los gobiernos republicanos de Casares Quiroga y de Giral claudicasen ante unos militares que no se hicieron, como esperaban, con el control inmediato de todo el país. Sin duda, el proletariado español se encontraba preso de una contradicción difícilmente resoluble: si su determinación le había llevado a dominar la calle temporalmente ante la situación de vacío de poder que se dio en los primeros días de la guerra, esta determinación se hallaba dirigida hacia el objetivo antifascista, por tanto democrático y defensor del Estado burgués republicano al que no sólo permitió vivir sino que insufló nuevas fuerzas apuntalándole por medio del apoyo abierto de los sindicatos de clase. Pero esta contradicción que determinaba la debilidad política del proletariado español no era una garantía definitiva para la burguesía. Constituía una barrera, ciertamente real, al objetivo revolucionario que se defendía desde la dirección confederal sólo de palabra, pero  quizá no lo suficientemente fuerte como para resistir las embestidas que la experiencia de la guerra podría proporcionar. Además, la barrera se erigía sobre la base de una serie de concesiones realizadas a los obreros que, en sí mismas, constituían un problema para la burguesía española colectivizaciones, expropiaciones forzosas, fuerza obrera armada en las ciudades y pueblos, milicias… Pasado el momento de impasse de las primeras semanas, la burguesía pasó a la ofensiva para liquidar definitivamente al proletariado más combativo y para ello utilizó la fuerza política del PCE que, si bien no contaba con un fuerte arraigo en los centros proletarios más importantes, constituía la cabeza de playa de la Unión Soviética. Este PCE, que se configuró como un partido completamente nuevo, con nuevos líderes como Carrillo, nueva estructura orgánica (el caso del PSUC en Catalunya), etc. actuó como el representante de los intereses de la burguesía republicana en el medio proletario, luchando por influir en los gobiernos y comités locales, en las milicias, etc. de forma que pudiese reorganizar estos de manera favorable para consolidar el poder de aquella.

Esta política burguesa del PCE no venía dada simplemente por la posición adoptada por sus dirigentes. El mismo PCE pasó a ser un partido pequeño burgués por su composición orgánica. Fue el refugio de todos los tenderos, comerciantes, empleados… que asustados por la fuerza del proletariado (y muchos seguramente en una situación complicada en la que su seguridad física se vería amenazada) necesitaban protección de un partido que, además, les permitiese defender sus intereses más inmediatos. Esto fue el PCE que, por ejemplo en Catalunya, donde funcionaba a través de su sucursal, el PSUC, pasó de tener 5.000 afiliados en 1936 unos 50.000 en marzo de 1937. ¿A qué se debió este aumento espectacular en la afiliación de un partido que, al inicio de la guerra contaba con pocos meses de existencia y ninguna presencia entre la clase proletaria? Sin duda a la política que Carrillo y sus secuaces habían demostrado estar resueltos a llevar a cabo desde el primer día: desarme de los proletarios, asesinato de los líderes obreros, destrucción de las conquistas de tipo laboral y social logradas. Ese era el programa que el PCE de Carrillo, Pasionaria y José Díaz tenía que ofrecer. Y fue secundado ampliamente, permitiéndole ejercer de organizador de las clases medias a través de la estructura del partido o de organismos creados ex profeso a tal efecto. Fue el caso del GEPI, la federación de Gremios y Entidades de Pequeños Comerciantes e Industriales, un organismo patronal que creó el propio PSUC para aglutinar a la pequeña burguesía que veía amenazada su seguridad, sus propiedades y la libertad para ejercer el comercio debido a las fuertes restricciones que existían. Esta organización, que rápidamente fue replicada con una similar por parte de la CNT (ejemplo del triunfo del PSUC sobre esta), constituía una fuerza patronal organizada directamente por un partido comunista contra los proletarios. La retórica habitual del PCE, que Carrillo ha seguido utilizando hasta el final de sus días, hablaba de una oposición entre aquellos que querían ganar la guerra y después hacer la revolución y aquellos que preferían invertir el orden. En ese sentido, la divergencia entre el PCE y las organizaciones proletarias, sobre todo la CNT y el POUM, hubiera sido simplemente una cuestión táctica, una diferencia habida entre compañeros. Pero ejemplos como el del GEPI muestran que el PCE, siguiendo la línea evidenciada por Carrillo en los episodios anteriormente mencionados, luchó abiertamente por organizar a los enemigos de clase del proletariado; por tanto el PCE defendía, indudablemente, ganar primero la guerra contra el proletariado y, después, enfrentarse (o no) al ejército de Franco.

No se trató de un problema relativo a la lucha de ideas, el PCE fue el brazo ejecutor de la contra revolución porque era la organización política de la pequeña burguesía. Este fue el gran servicio, mucho más que la entrega de armas, que Stalin prestó a la República. Fue el PCE en el que Carrillo militaba ya abiertamente, el que dirigió la lucha contra los proletarios de Barcelona, asaltando sus plazas fuertes, ilegalizando a sus organizaciones y fusilando a sus líderes más destacados. Carrillo tuvo siempre como un honor el haber participado de estos episodios. Constituyeron su experiencia más útil para ejercer de hombre fuerte de la izquierda a la caída del régimen de Franco. Sobre ellos construyó el mito de una lucha revolucionaria que nunca llevó a cabo, pero también su capital político, que le sería requerido por la misma burguesía criada por el franquismo cuando el régimen dictatorial de España se agotaba.

Carrillo, agente de esa contrarrevolución caníbal que Marx atacó tras la Comuna de París, ha muerto. Pero la fuerza de su obra continúa presionando sobre la cerviz del proletariado y las futuras generaciones de este, para liberarse, deberán hacerle justicia arrojando su memoria al basurero de la historia.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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