Sobre el periodo actual y las tareas de los revolucionarios

 

(«El proletario»; N° 6; Marzo de 2015)

 

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Para comprender la situación histórica actual y las tareas de los revolucionarios que se derivan de éste no se puede valorar únicamente ni los últimos diez ni los últimos treinta años. La mirada de los revolucionarios debe llegar mucho más lejos, porque para sacar las enseñanzas necesarias de las vicisitudes históricas afrontadas por los partidos revolucionarios y de sus mismas crisis, hace falta tomar en consideración un periodo bastante largo en un cuadro que no es nacional ni continental, sino mundial. Naturalmente aquí nos limitaremos a dar un cuadro muy esquemático, que consideramos pese a todo útil para atraer la atención sobre los elementos más importantes.

 

El siglo XX, desde el punto de vista proletario y comunista, ha estado caracterizado por la onda revolucionaria suscitada por la Primera Guerra Mundial de la cual las clases burguesas celebran actualmente el centenario. La victoria de la revolución proletaria en Rusia fue el elemento principal, pero no fue una victoria completamente aislada –como lo fue la Comuna de Paris en 1871. Porque el periodo que va del inicio del siglo hasta 1926, y sobre todo desde el fin de la Primera Guerra Mundial, vio a los proletarios en Alemania, en Italia, en Hungría y, en general, en Europa Central, marchar a la lucha sobre el terreno revolucionario con la perspectiva de conquistar el poder político e instaurar la dictadura de clase como en Rusia. Tales luchas no tuvieron éxito, pero de sus mismas derrotas los revolucionarios marxistas han sacado enseñanzas preciosas para las luchas sucesivas. Sobre el plano político, en el mismo periodo, tuvo lugar la formación de los partidos comunistas, provenientes de escisiones más o menos definitivas de los viejos partidos de la IIª Internacional que se habían comprometido totalmente, votando los créditos de guerra, con las burguesías nacionales lanzadas a la preparación y al desarrollo de la guerra imperialista. Sobre la onda de las batallas de clase de las corrientes de izquierda de los partidos socialistas reformistas, de la victoria bolchevique y de la formación de los nuevos partidos comunistas, en ruptura con el reformismo y el socialchovinismo de la IIª Internacional, nace la IIIª Internacional, comúnmente llamada Internacional Comunista. El movimiento proletario revolucionario, en el congreso de la IC de 1920, alcanza su cuota más elevada, aún hoy una referencia histórica indispensable para la futura reanudación del movimiento comunista.

La derrota de aquella onda revolucionaria, debida en parte a la acción reformista de los partidos socialistas, en parte a la reanudación del capitalismo internacional, se traduce en la degeneración del poder proletario en Rusia, en la victoria del fascismo en Italia y en el abandono progresivo de las posiciones correctamente marxistas por parte de la Internacional Comunista. Además de la represión en Rusia de los militantes comunistas que permanecieron fieles a las posiciones comunistas, a nivel internacional este abandono fue sancionado en 1926 por dos tremendas derrotas de las cuales la Internacional ya estalinizada tuvo la total responsabilidad: la derrota de la huelga general en Gran Bretaña y la aniquilación de la revolución china. En 1926 la contrarrevolución burguesa, a través del estalinismo, triunfa en todo el mundo; los comunistas revolucionarios son perseguidos o eliminados no sólo por las fuerzas de represión declaradamente burguesas, sino también por el estalinismo, en Rusia y fuera de ella, hasta alcanzar a Trotsky en México. Los partidos comunistas nacidos en la primera post guerra de las escisiones del reformismo, sufrieron el mismo proceso degenerativo de la Internacional transformándose en puntales del orden burgués constituido, abrazando la democracia burguesa como su propia guía. La teoría marxista, guía indispensable de la lucha revolucionaria del proletariado, manejada con maestría inigualada por Lenin, después de una serie de ataques a las definiciones de las líneas tácticas y de los criterios organizativos, y después de una serie de cesiones en las líneas políticas sancionadas por la Internacional Comunista en 1920, sufrió el hundimiento virulento más desastroso con la teoría estaliniana del «socialismo en un solo país», con su inevitable elenco de falsificaciones sobre todos los planos, en los principios, en los programas, en las líneas políticas y tácticas como en las relaciones con los otros partidos y sindicatos y, obviamente, en los criterios organizativos.

Cuando al inicio de los años treinta explota la crisis económica general del capitalismo, el proletariado de todos los países avanzados se encontró nuevamente desarmado: desde el punto de vista ideológico, político y organizativo. Obedeciendo las líneas directivas contrarrevolucionarias del estalinismo, los partidos comunistas se identificaron con la defensa del orden burgués: su política deviene de reformista en abierta colaboración de clase. Los grandes movimientos de lucha que estallaron como consecuencia de la crisis general capitalista (en 1936 en Francia y en España, grandes luchas obreras en los Estados Unidos) no encontraron respuesta política de clase, mientras en Alemania la política del estalinismo condujo al proletariado a la completa parálisis frente a la victoria del nazismo, Los partidos que pretendían representar los intereses obreros empujaron a los proletarios, seguidamente, como en 1914, a adherirse a la segunda guerra imperialista, en defensa de los intereses burgueses nacionales tanto en los ejércitos regulares como en las formaciones partisanas, una guerra aún más terrible que la primera.

 

Treinta años de expansión capitalista continua

 

A diferencia de la primera postguerra, no hubo en la segunda –y, en las condiciones en que se había dejado al proletariado no podía haberla- una oleada revolucionaria proletaria. Esto se explica, a grandes líneas, no sólo con el hecho de que los vencedores (USA y URSS), haciendo uso de la experiencia histórica precedente y sabiendo del riesgo que podían correr, decidieron la ocupación militar de los países vencidos; y no sólo con el hecho de que todos los partidos comunistas revolucionarios habían sufrido la completa degeneración estaliniana, sino con el hecho de que no hubo, antes o durante de la guerra, reacciones proletarias de clase significativas que hubieran podido servir de ejemplo y de referencia para los trabajadores de los otros países, como había sucedido con el movimiento proletario ruso y la revolución en Rusia en 1917. El difícil periodo de la inmediata postguerra para el capitalismo ha podido, de esta manera, ser gestionado con más tranquilidad por cada burguesía nacional, tanto por la contribución dada por la acción de los partidos estalinistas y socialdemócratas, utilizadores de un lenguaje aparentemente socialista pero, en realidad, integrados en cualquier país en los gobiernos de unión nacional para la «reconstrucción», como por la acción «reformadora» que los gobiernos burgueses adoptaron, heredada del fascismo, para acallar las necesidades más apremiantes de las masas proletarias: todo esto, desde los grandes países europeos, de Alemania a Francia, de Gran Bretaña a Italia, como al Japón o los países del Este europeo, bajo la ocupación militar soviética.

Es importante subrayar como la potente recuperación económica de la segunda postguerra permitió a las burguesías imperialistas beneficiar a los propios proletarios de toda una serie de medidas económicas –los famosos amortiguadores sociales- que mejoraron sus condiciones de existencia, lo que impidió, a un proletariado ya derrotado sobre el terreno revolucionario y en ausencia de organizaciones de defensa económica clasista y de la guía política de un partido de clase, reanudar la lucha de clase revolucionaria, facilitando así la obra de influencia y regimentación de los proletarios en la colaboración de clase. En los treinta años de expansión económica que siguieron al fin de la segunda guerra imperialista, no faltaron en los grandes países capitalistas las luchas obreras, incluso algunas muy duras; pero los aparatos reformistas y colaboracionistas, muy atentos a eliminar y aislar a los raros militantes revolucionarios presentes en las fábricas, lograron impedir que su acción, en tanto limitada y parcial, pudiese ganar prosélitos en las filas proletarias y devenir mínimamente peligrosa para el orden burgués.

A nivel internacional, estos decenios constituyeron un periodo tumultuoso de luchas nacionales en los países coloniales, asumiendo en ocasiones la forma de verdaderas revoluciones burguesas, en ocasiones la forma de acuerdos más o menos negociados con las potencias imperialistas, que buscaban poner fin al viejo sistema de dominio colonial. Estos movimientos, cuyo objetivo no superó nunca el horizonte burgués de la independencia nacional y de la construcción de un nuevo Estado burgués, dieron lugar a la transformación, más o menos profunda, de las estructuras socio-económicas vigentes en aquellas regiones y, como consecuencia, a un progreso, variable según los países, del modo de producción capitalista y la formación de la clase obrera. Un progreso que no impidió que estallasen una serie de enfrentamientos entre las varias potencias imperialistas, en primer lugar entre los EE.UU. y la URSS, junto con su acuerdo de gestión conjunta del orden imperialista mundial, en algunas zonas del mundo más sensibles para los intereses imperialistas como el Medio Oriente, el Extremo Oriente y África.

El joven y poco numeroso proletariado autóctono había participado en todas estas luchas; pero en ausencia de una fuerza proletaria clasista en las metrópolis que hubiese podido guiarlo sobre posiciones revolucionarias, este joven proletariado no pudo sino seguir las orientaciones burguesas dominantes en esos movimientos; el proletariado fue movilizado y utilizado por las organizaciones nacionalistas que dirigían las luchas, organizaciones tanto más anti proletarias cuanto más socialistas se proclamaban. Los nuevos estados independientes utilizaron la demagogia pseudo socialista a manos llenas para cimentar la unión nacional, pero no eran otra cosa que Estados integralmente burgueses, consagrados al desarrollo del capitalismo nacional: China, Vietnam o Cuba no son excepciones a la regla.

La colaboración de clase en la lucha de emancipación nacional y la ausencia de un apoyo clasista por parte del proletariado de la metrópolis, prisionero del socialimperialismo de marca estalinista o socialdemocrática, es un hecho histórico que inevitablemente ha pesado, pesa y pesará negativamente sobre la adopción de posiciones clasistas e internacionalistas por parte del proletariado de estos países. Pero las décadas siguientes a la IIª Guerra Mundial han visto al capitalismo instalarse y desarrollarse en todo el planeta; condenando ineluctablemente a la ruina y a la proletarización a centenares de miles de pequeños productores, este desarrollo capitalista ha acumulado al mismo tiempo la materia social explosiva en el mundo entero. En los mismos países capitalistas desarrollados la expansión capitalista ha eliminado una gran parte de estratos intermedios clásicos (como los campesinos) cuyo papel conservador y reaccionario ha sido un sólido apoyo del orden burgués: en Francia o en Italia casi la mitad de la población vivía, en 1945, en el campo.

Por primera vez en la historia, el área de la lucha entre las clases modernas y sobre todo la arena de la futura revolución comunista internacional deviene potencialmente mundial, a diferencia de 1848 cuando esta no concernía sino a una parte de la Europa occidental, apenas alargada a Rusia y a la Europa central en 1917; y las bases materiales de la revolución devienen objetivamente más firmes, dado que estos países no eran aun plenamente capitalistas. Este es un resultado histórico eminentemente positivo para el futuro.

 

Otros treinta años con ciclos de recesiones y reanudaciones económicas

 

1975, fecha de la primera gran crisis internacional del capitalismo después de la guerra, marcó el fin de la expansión de este, en apariencia ilimitada, y de la mejora de las condiciones de existencia, en apariencia continua, del proletariado en los grandes países capitalistas. Las crisis cíclicas, casi imperceptibles previamente, gracias también a la acción «anticíclica» de los gastos estatales (sociales y otros) comenzaron a resurgir con fuerza creciente. Sobre todo con la crisis de 1981-82, los gobiernos burgueses de los grandes países capitalistas rompieron con la política social en vigor hasta el momento, volviendo a poner en discusión la modalidad  precedente de la colaboración de clases. Iniciado en Gran Bretaña con el gobierno de Tatcher, continuado en los Estados Unidos en tiempos de Regan, esta curva descendente se generalizó, inexorablemente, en los otros países, aún con ritmos diferentes. Las grandes luchas consiguientes a las crisis económicas desembocaron en derrotas sucesivas frente a la determinación de los poderes burgueses: las grandes huelgas en Polonia, por razones económicas sobre todo pero ensalzando también la democracia, fueron despedazadas por la dictadura militar; la prolongada huelga de los mineros británicos finalmente fracasó frente a la dureza del gobierno Tatcher y a la renuncia  de los sindicatos a generalizar el conflicto; las luchas de los siderúrgicos franceses fueron sofocadas por el nuevo gobierno socialista; la larga huelga de los obreros de la FIAT marchó al desastre a causa del mortífero aislamiento en el cual fue blindada por parte de los sindicatos y de los partidos colaboracionistas; la valiente huelga de los mineros rusos, pese a obtener formalmente los resultados fue triturada al cabo de unos meses por las ilusiones de democratizar la economía y la sociedad. En Irán, la caída del Shá abocó a la constitución del régimen islamista antiobrero de Jomeini: el orden capitalista mundial volvía a controlar la situación, dando una importante vuelta de tuerca a las condiciones proletarias de existencia.

Caracterizado por un retorno de las tensiones interimperialistas (seguidamente de la intervención militar rusa en Afganistán), de dificultades económicas persistentes en América Latina (la llamada «década perdida») donde la burguesía recurrió  a la «democratización» para mantener el orden, los años ´80 dieron lugar a una nueva crisis capitalista internacional. El efecto, sin duda más importante, fue la implosión de la URSS y del bloque del Este, minados por un decenio de dificultades económicas crecientes (caída de la tasa media de ganancia en la economía, conjugada con la caída brutal de los ingresos en moneda apreciada después de la caída de los precios del petróleo y de otras materias primas). La implosión de la URSS y de su pretendido «campo socialista» se acompañó, como no podía ser de otra manera, con manifestaciones de masas y con luchas obreras de gran amplitud (como la huelga de los mineros de Donbass, recordada arriba). Pero el milagro democrático del Occidente burgués, opulento y liberal, era muy potente y sólo pequeñas minorías proletarias se encaminaron sobre la vía de la reorganización de clase, sin éxitos duraderos. Por otra parte, el imperialismo occidental, ávido de nuevos mercados y siempre preocupado por evitar desórdenes sociales de gran relevancia, ha podido invertir  firmemente en el Este europeo para asegurar una «transición» con el mínimo de problemas.  Esto es cierto no sólo para la Alemania del Este, anexionada por la Alemania del Oeste, sino también para otros países. Bien entendida, esta «transición» hacia el nacimiento de nuevos Estados no habría podido realizarse de manera completamente pacífica, como atestiguan las sanguinarias guerras que desgarraron Yugoslavia y provocaron la intervención militar de los países occidentales.

En general, en Europa, esta vasta reorganización del mapa geográfico capitalista se realizó sin que el orden burgués fuese puesto en discusión por las luchas proletarias, y sin que estos conflictos –que en otras situaciones y en otra época hubieran podido dar paso a una guerra mundial- tuviesen consecuencias más allá de las «locales»: lo demuestra, ulteriormente, en todo este periodo, la potencia intacta del dominio capitalista.

Para  los  ideólogos burgueses, el estallido de la URSS fue el «fin del comunismo»; es decir, la victoria definitiva del capitalismo, el inicio de un «nuevo orden mundial» de paz (después de haber hecho entrar en razón al Irak de Saddam Husseín) y de un nuevo periodo de crecimiento económico drogado por las «nuevas tecnologías», en el cual las crisis habrían desaparecido gracias a una gestión inteligente de la economía. Según los eufóricos objetivos de la ONU y del Banco Mundial, la miseria habría debido desaparecer de la faz de la tierra en el año 2.000…

Es cierto que, gracias a la bocanada de oxígeno de la apertura de los mercados del Este, el capitalismo, a escala mundial, pero sobre todo en los Estados Unidos y en Europa Occidental, conoció un periodo de expansión durante una decena de años; pero este expansión terminó con una nueva crisis, completamente inesperada por los economistas, llamada de la «burbuja informática» sobre los mercados financieros (crisis debida en realidad a los primeros efectos de la recesión económica) y simbólicamente señalada por los atentados del 11 de septiembre de 2011 a las Torres Gemelas de Nueva York: el crecimiento capitalista desemboca siempre en crisis y en sanguinarios conflictos.

La reanudación económica que siguió fue debida sobre todo a los Estados Unidos, centro relativamente debilitado pero siempre dominante del capitalismo mundial, conduciéndose sobre dos vías: la reanudación económica del «complejo militar-industrial» (sector de primera importancia en los EE.UU.) generada por la guerra en Afganistán y después en Irak, y el recurso en gran escala a la economía del crédito. El crecimiento partió de los Estados Unidos y llegó, después, a los otros países.

Pero este crecimiento, del todo drogado, y por lo tanto anémico, terminó brutalmente con el estallido, en 2007-2008, de una nueva crisis económica, de intensidad sin precedentes después de aquella de los años Treinta del siglo pasado y cuyas consecuencias serán de primer orden.

Como confirmación de cuanto es sostenido en el Manifiesto de 1848 por Marx y Engels:

 

En las crisis estalla una epidemia social que en todas las épocas anteriores habría parecido un absurdo: la epidemia de la sobreproducción. La sociedad se encuentra de improvisto reconducida a un estado de barbarie momentánea; parece que una carestía, una guerra general de exterminio le hubiese cortado todos los medios de subsistencia; la industria, el comercio parecen destruidos.

¿Y por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, mucha industria, mucho comercio.

Las fuerzas productivas que están a su disposición no sirven ya para promover la civilización burguesa y las relaciones burguesas de propiedad; se han vuelto demasiado potentes por estas relaciones y se ven obstaculizadas, y apenas superan estos obstáculos desordenan toda la sociedad burguesa, ponen en peligro la existencia de la propiedad burguesa. Las relaciones burguesas han devenido demasiado estrechas para poder contener la riqueza que ellas mismas producen.

¿Con qué medios supera la burguesía las crisis? Por un lado, con la destrucción forzada de una masa de fuerzas productivas; por el otro, con la conquista de nuevos mercados y con la explotación más intensa de los viejos.

Por lo tanto, ¿con qué medios? Mediante la preparación de crisis más generales y más violentas y la disminución de los medios para prevenir las crisis mismas.

 

Estos treinta años han visto

 

Sobre el plano económico:

­ una unificación sin igual del mercado mundial con la desaparición del «campo socialista» y la apertura de China, así como medidas menos espectaculares pero todavía importantes como la unificación de los mercados financieros, los esfuerzos constantes para reducir las barreras comerciales entre los países y la «deslocalización» de partes significativas de los aparatos productivos de los grandes países capitalistas en otros países llamados «emergentes» o de la periferia del imperialismo; llamado «globalización» o «mundialización», este fenómeno ha suscitado en los diversos países la oposición de los sectores económicos más frágiles, oposición que ha alimentado, sobre el plano político, tanto a los movimientos llamados «altermundialistas» como a las corrientes nacionalistas y en particular a aquellas de extrema derecha;

- una tendencia opuesta, hoy más débil, para mantener y para reconstituir las zonas económicas protegidas: Europa es el mejor ejemplo, pero tendencias a la formación de bloques económicos se encuentran en todos los continentes;

- el debilitamiento, comenzado hace tiempo, de la potencia económica americana, a favor tanto de los países llamados «emergentes» (pero sobre todo China, que aparece como el nuevo rival potencial de los Estados Unidos sobre este plano, como ayer Japón). Debilitamiento que no acaba con su predominio político, el cual parecía casi absoluto después de la derrota de la URSS;

- un agravamiento constante, en general, de la competencia sobre el mercado mundial y sobre los mercados nacionales, cada vez más saturados a causa de una sobreproducción crónica.

 

Sobre el plano de las relaciones inter-imperialistas e inter-capitalistas:

- la derrota de la URSS y de su «campo» significó el fin del condominio ruso-americano sobre el mundo que, durante el periodo llamado de «guerra fría» impidió, de hecho, que las incesantes guerras locales degenerasen en un conflicto mundial;

- después de un primer momento de euforia por el estallido de la URSS, los Estados Unidos, la única superpotencia que permaneció, parecían estar convencidos de que, pese a su superioridad militar, no tenían la fuerza para asumir solos el papel de gendarme del mundo. Esto quiere decir que, no sólo las potencias locales o regionales tenían la posibilidad de conquistar zonas de influencia según sus ambiciones (sin hurtar las fuentes de intereses vitales para los Estados Unidos) y que los conflictos «locales» tenían más posibilidades de estallar (incluida Europa), sino que estos conflictos, más difíciles de controlar por una única central imperialista, tenían más posibilidades de  degenerar en una guerra más amplia;

- una de estas zonas de conflictos potenciales está constituida por los países del Este de Europa que formaban parte del falso «campo socialista», precisamente por la debilidad de los nuevos Estados y de los fuertes apetitos de las diversas potencias imperialistas. El interés particular de Rusia, disminuida al rango humillante de «nación emergente» después de la implosión de la URSS, se ha demostrado en la continua búsqueda de reconquistar un puesto de primer orden correspondiente a sus ambiciones imperialistas (no sólo regionales) mientras Alemania, después de la ingesta de la Alemania del Este, no podrá sino reivindicar también ella un puesto correspondiente a una fuerza económica que no cesa de afirmarse en relación a sus rivales tradicionales (Francia y Gran Bretaña) pero también respecto a los Estados Unidos o Rusia. La Comunidad Europea y la zona del Euro, bajo la influencia alemana, se han consolidado durante este periodo hasta el punto de ser víctimas de su éxito, mientras los candidatos a la «integración europea» no paran de multiplicarse. Así, la crisis de 2007-2008 ha revelado las contradicciones internas y la precariedad de esta «unión» de Estados burgueses.

- otra «zona de tempestades» es –de nuevo- Asia. La potencia emergente que es China se enfrenta con los Estados más débiles (Filipinas, Vietnam, etc.) pero también con Japón y los Estados Unidos; y en el subcontinente indio la rivalidad entre India y Pakistán no cesa de agravarse después de la retirada de Afganistán de las tropas americanas y de sus aliados. En esta inmensa región se están creando, en realidad, los focos de infección de una eventual tercera guerra mundial.

- finalmente, en el curso de estos últimos decenios, el Medio Oriente ha permanecido como una región de guerra permanente y conflictos con repercusión internacional (aunque Rusia, heredera de la URSS, prácticamente ha estado ausente), a causa de la puesta en juego del punto de vista económico y estratégico que la zona representa para las potencias imperialistas: quien controla el petróleo del Medio Oriente controla la vida de una buena parte del capitalismo mundial. Por ello, el apoyo sin fisuras por parte de Estados Unidos y de los imperialismos occidentales a la política colonial israelí ha impedido la solución de la cuestión nacional palestina, sin que por otro lado se logre destruir la tenaz resistencia de las masas palestinas (a diferencia de la burguesía palestina): este es un factor político que siempre deben tener en cuenta las burguesías de la región y de fuera de ella.

 

Sobre el plano de la política proletaria y de la lucha de clase:

- la lucha proletaria, a veces de gran amplitud, no ha faltado en este periodo, pero, salvo algunas excepciones, no ha logrado colocarse al nivel de una lucha auténticamente de clase y, menos aún, de una lucha revolucionaria. El «encuadramiento» político y sindical colaboracionista, si bien es más débil que en el periodo precedente, ha logrado controlar estas luchas sin que los Estados burgueses, en los grandes países capitalistas, hayan tenido necesidad de recurrir sistemáticamente a la represión abierta. Estas luchas no han logrado, por otra parte, ni siquiera permitir la reconstitución de organizaciones de clase duraderas, y mucho menos, el renacimiento, aún a pequeña escala, del partido de clase, internacionalista e internacional;

- el fin de las luchas anticoloniales (o antiapartheid, etc.) a excepción de Palestina, ha significado la desaparición de un objetivo de lucha nacional-revolucionaria común a más clases (la lucha contra la opresión nacional o racial, etc.) y por tanto la desaparición de un fundamento objetivo del interclasismo en estos países. Las fuerzas burguesas (comprendidas las fuerzas de «oposición») continúan y continuarán alimentando este interclasismo (por ejemplo pretendiendo que la lucha por la independencia nacional o lo igualdad racial no está completamente terminada o recurriendo a la ideología religiosa, etc.) con el fin de oponerse a la independencia de clase del proletariado. Pero son y serán los hechos los que muestran y mostrarán cada vez más el carácter embustero de la colaboración entre clases, abriendo objetivamente la vía a la posibilidad de organización clasista del proletariado. El ejemplo más claro lo da hoy Sudáfrica.

- la caída del falso «campo socialista» del Este y la práctica desaparición de  los restos del movimiento estaliniano, pilar de la contrarrevolución, ha acabado objetivamente con un obstáculo de primer orden para la reconstitución del movimiento de clase proletario y del partido de clase internacional; es más difícil hoy que ayer asimilar el comunismo a la obscena realidad de la opresión capitalista que existía bajo el régimen del falso socialismo. Pero en los países en cuestión el proletariado no ha superado el shock del brutal agravamiento de sus condiciones en el periodo tormentoso del «paso a la democracia», ni ha logrado liberarse del juego democrático (véase el caso de Polonia, donde no ha quedado nada del empuje proletario de los años ´70 y ´80).

 

Conclusión: ¿aún treinta años de espera?

 

Fijar con anticipación fechas precisas para la realización de los grandes giros históricos, es poco más que un juego de azar. En los años ´50, nuestro partido estimó con Bordiga que la apertura de un periodo revolucionario proletario era imposible antes de que estallase una gran crisis económica internacional al acabar el periodo de fuerte expansión capitalista, y la fecha aproximada para esta crisis se indicó en 1975. La crisis económica capitalista internacional tuvo efectivamente lugar aquel año, pero no desembocó en un periodo revolucionario: lo que existió fue un refuerzo del dominio capitalista sobre el mundo. A finales de los años ´90, nosotros citamos el análisis de economistas americanos que, sobre la base de un cálculo de los ciclos económicos, daban el año 2020 como la fecha posible para un nuevo conflicto mundial (el imperialismo estadounidense financia permanentemente este género de estudios para prepararse para cualquier eventualidad)

Las previsiones de los economistas burgueses poseen un carácter científico muy dudoso; pero el análisis y la previsión marxista permiten afirmar que el capitalismo no podrá esperar ya treinta años antes de que sus contradicciones internas tomen un camino explosivo. Todas las crisis económicas que se han sucedido no han podido ser superadas sino preparando una crisis posterior aún más profunda. La misma cosa sucede, en un grado aún más agudo, con la crisis actual: esta ha visto una auténtica explosión de los déficits de Estado y una simultánea avalancha de «liquidez» para poder reanudar –jadeando- la máquina económica, sin que los dirigentes capitalistas sepan cómo reabsorberla antes de que provoque una nueva crisis.

El modo de producción capitalista, como por otra parte los modos de producción precedentes, no se acabará por sí mismo, sin insurrecciones de los oprimidos, sin revoluciones; es el mismo capitalismo el que crea las bases materiales e internacionales de la revolución. Pero, si esta revolución internacional no ha tenido lugar aún o si encalla, el capitalismo podrá prolongar su existencia por medio de una nueva guerra mundial causando destrucciones aún más gigantescas para permitir el inicio de un nuevo ciclo de reconstrucción y de expansión de varias décadas. La sucesión no es inmediata; el capitalismo  ha tenido la posibilidad de impedir que la crisis de 2007-2008 se convirtiese en una nueva crisis como la de los años ´30 con un final, a los pocos años, en una nueva guerra mundial. Este «alejamiento» en el tiempo, por otra parte, preserva la posibilidad histórica de la reaparición sobre la escena del proletariado antes del estallido de una nueva guerra generalizada.

Sea como sea, la generación actual de militantes revolucionarios comunistas tiene en los próximos años que realizar la tarea irrenunciable de luchar por la organización de clase del proletariado, tanto sobre el plano de la lucha de defensa inmediata como sobre el plano de la lucha política revolucionaria, es decir, por el partido de clase, a nivel nacional e internacional; condición esta indispensable para afrontar, con probabilidades de victoria sobre el capitalismo, la era de tempestades que se avecina.

 

Algunos puntos relevantes sobre el periodo actual.

 

Las consideraciones desarrolladas hasta ahora, pese a la forma un poco esquemática que han tomado, ayudan a trazar los puntos esenciales del periodo actual, abierto con la crisis internacional del 2007-2008.

Esta crisis, como hemos subrayado en diversos artículos en estos años, ha provocado y continúa provocando un agravamiento de las contradicciones capitalistas y de los enfrentamientos de intereses entre los Estados burgueses, mientras, al mismo tiempo, tiende a poner en discusión los equilibrios políticos y sociales internos, sobre todo de los estados más frágiles.

Por lo que respecta al primer aspecto, es decir, a los equilibrios entre los Estados, se asiste a la multiplicación de los focos de tensión, también en el interior de bloques como la Unión Europea y regularmente a guerras llamadas «locales» pero que, en realidad, suponen la implicación de los diferentes imperialismos internacionales (los viejos imperialismos, como el francés o el inglés, confirman su agresividad tradicional, ya estén en el gobierno partidos de izquierda o de derecha). Este nuevo desorden mundial está destinado a durar y a exasperarse hasta que una nueva guerra mundial dé lugar a una «repartición más estable del mundo»,  o bien la revolución comunista internacional acabe con el capitalismo.

Por lo que concierne al segundo aspecto, es decir, al lado social de la crisis, a causa del agravamiento de los ataques a las condiciones de existencia proletarias, pero también contra las masas trabajadoras en general, para salvar los beneficios capitalistas y restaurar las finanzas públicas, la crisis actual, más que las precedentes, ha generado y genera movimientos sociales en numerosos países:

 

1. Al inicio, en el 2007-2008 hubo una profunda onda de agitación y disturbios en los países del África occidental (pero sólo en Guinea esta agitación tomó un carácter netamente obrero con la huelga general que provocó la caída del régimen dictatorial de Conté, pese a la acción conciliadora de los burócratas sindicales); en 2009 la revuelta en Irán; en 2011 la onda revolucionaria en los países árabes, llamada «primavera árabe». En los grandes países capitalistas, en 2011 se inicia el movimiento llamado «de los indignados» en España, que se sigue en los Estados Unidos con el «Occupy», y en otros países. Tuvo lugar después el movimiento de la plaza Taksim en Turquía y recientemente los movimientos en Brasil con ocasión de los mundiales de fútbol, el movimiento de la plaza Maïdan en Ucrania, etc. Han tenido lugar, a ráfagas, luchas obreras en Asia (Bangladesh, Camboya y China), en África (particularmente en Sudáfrica), etc.

2. Estos movimientos, evidentemente tienen características e importancia diversas. Las revueltas en los países árabes no han dado lugar a verdaderas revoluciones, en el sentido marxista del término, es decir, a la expulsión de la clase dominante, la instauración de la dictadura proletaria para realizar la transformación económica del capitalismo en socialismo; ha tenido lugar, eso sí, el fin de los regímenes, o de los clanes, pero no ciertamente del capitalismo ni del dominio burgués; por otra parte no podía ser de otra manera dado el estado de atraso del movimiento proletario internacional y de la ausencia de asociaciones económicas clasistas y de un influyente partido de clase. Pero se puede observar la diferencia entre los países donde existía una tradición de lucha y de organización obrera (Túnez, Egipto) y los países donde esta tradición estaba y está completamente ausente. En estos últimos casos no sólo las revueltas cayeron rápidamente bajo la dirección de fuerzas burguesas rivales entre ellas (dependientes a su vez de este o de aquel imperialismo) sino que en general han acabado por ser dirigidas por el islamismo, forma reaccionaria de la ideología burguesa en particular en el Medio Oriente actual: son los casos, sobre todo, de Siria y Libia. Al contrario, en los primeros casos, las luchas obreras han jugado un papel central en la evolución de la situación, disipando en parte la influencia islamista y dejando abierta, pese a la victoria actual de las fuerzas de conservación burguesas, la posibilidad de un desarrollo futuro de la lucha de clase.

3. Por otra parte, los movimientos no han asumido este aspecto insurreccional, sobre todo en presencia de mecanismos de «amortiguación social» propios de las democracias burguesas (ejemplo: Ucrania en el Maïdan) porque las tensiones sociales y políticas eran menos fuertes. Además, estos movimientos han tenido una naturaleza más netamente «pequeñoburguesa». Los proletarios que han participado en ellos lo han hecho a título individual, inmersos en la orientación típica pequeño burguesa que reinaba y cuyos trazos esenciales eran: rechazo de la lucha entre clases, interclasismo «popular» y democrático, pacifismo, rechazo de todo lo que pueda evocar la revolución proletaria –de la bandera roja a las siglas de partidos revolucionarios o simplemente «de izquierdas» como en España o Brasil- nacionalismo, tolerancia hacia las fuerzas abiertamente burguesas o de derechas (Turquía, Ucrania), etc.

El hecho de que los estratos pequeño burgueses se movilizan en periodos de crisis, antes que los proletarios, no debe sorprender; no es un fenómeno nuevo. La inestabilidad de su status social les impulsa ante las sacudidas provocadas por las crisis y la amenaza de proletarización que les acecha les vuelve mucho más susceptibles, empujándoles a movilizarse de manera a veces imponente o violenta. Imaginándose defender «el interés general» del «pueblo» y de la «nación», es decir, los intereses y objetivos que deberían ser comunes a «todos los ciudadanos», excepción hecho de un puñado de privilegiados (el uno por ciento), estos movimientos están, de hecho, condenados a ser siempre recuperados por la clase dominante burguesa, porque es esta la que encarna y defiende el interés nacional y general del capital. Sólo una fuerza proletaria independiente de clase, podrá estar en condiciones de atraerse al menos una parte en el cuadro de la lucha resueltamente anticapitalista.

4. En los países capitalistas desarrollados, el debilitamiento de las organizaciones políticas y de los aparatos sindicales protagonistas de la colaboración de clase, no podrá sino acentuarse, en la media en que los capitalistas exigirán de sus lacayos reformistas tradicionales la más estrecha colaboración para imponer a los proletarios condiciones de vida y de trabajo cada vez peores. El debilitamiento de los aparatos sindicales, en particular, consiste en no darles, como en tiempos de expansión económica, las «contrapartidas» en términos de «garantías» económicas y sociales que repartir entre las diversas categorías del proletariado, transformándoles, de esta manera, cada vez más en «policías con mono» para la defensa de la economía nacional y empresarial más que en «negociadores» que obtengan resultados para sus afiliados. Pero los capitalistas tienen, al mismo tiempo, la exigencia de impedir a los proletarios escapar del control de los aparatos de la colaboración entre las clases para organizarse de manera independiente, y por ello están interesados en reforzar la inclusión, existente en Europa desde la segunda postguerra y en España desde la Transición, de las organizaciones obreras en las instituciones estatales como parte de su propia burocracia.

La degradación de las condiciones de vida y de trabajo del proletariado vuelve, sin embargo, antes o después más fácil el emerger de luchas duras (aún en forma de motines o auténticas «explosiones sociales») así como las tentativas de organización proletaria independiente, abriendo de esta manera un espacio a la intervención de los militantes revolucionarios. Hace falta ser conscientes de que las fuerzas de conservación burguesa disponen siempre de múltiples vías para esterilizar los impulsos de lucha proletaria (recurso a la ideología pacifista, legalista y democrática, al papel cedido a los «nuevos reformistas» de «extrema izquierda», a las organizaciones sociales de las iglesias, pasando a través de las innumerables asociaciones e instituciones puestas en pie y financiadas para crear «tejido social» es decir, para ligar al proletariado al orden constituido) sin olvidar el recurso a la represión patronal y policial.

5. Una de las armas tradicionales más eficaces de la burguesía para controlar «el frente social» y paralizar a la clase obrera, es la división entre los trabajadores asalariados, aumentando la competencia entre ellos –división que es la consecuencia «natural» del modo de producción capitalista en el cual la competencia generalizada, la lucha de todos contra todos, es la norma. Esta división es alimentada continuamente por la fragmentación del proletariado en miles de estratos y categorías (comprendidos los estratos «privilegiados» que constituyen una «aristocracia obrera» que forma la base social del reformismo y del colaboracionismo entre las clases) siguiendo criterios de edad, sexo, nacionalidad, etc. Esta se vuelve particularmente aguda al oponer a los trabajadores autóctonos contra los inmigrantes y al relegar a una parte considerable de estos últimos a una situación excepcional: «sin papeles», «clandestinos», trabajadores colocados en un estado de completa sujeción, sometidos sin límites a sufrir cualquier tipo de injuria y amenazados continuamente con la expulsión. En periodo de crisis y de guerra económica esta división se ve exasperada por la propaganda chovinista y racista que alaba el «patriotismo económico» a través de campañas de movilización, también de los trabajadores,  para la defensa de la economía nacional, regional o local, llevadas adelante por las fuerzas políticas de derecha pero también, quizá mimetizadas por palabras generales, como «derechos» o «deberes», por fuerzas políticas de izquierda. Estas campañas sirven en tiempos de paz para hacer aceptar por los trabajadores sacrificios sobre los salarios, sobre las condiciones de trabajo, sobre los riesgos y sobre el mantenimiento o no del puesto de trabajo, preparándoles para el tiempo de guerra cuando los sacrificios exigidos, e impuestos, necesiten de su vida, ofrecida a una «patria» que no ha sido ni será nunca suya.

 

La tarea fundamental de los revolucionarios

 

De cuanto se ha dicho hasta ahora se derivan las orientaciones para los militantes y los proletarios de la vanguardia revolucionaria, determinados a luchar contra el capitalismo, que podemos resumir de esta manera: la tarea fundamental es la de trabajar en cualquier circunstancia por la independencia de clase del proletariado. Esto vale tanto en los países capitalistas desarrollados e imperialistas, como en aquellos de la periferia del imperialismo.

Esto significa que en los movimientos de huelga, en los movimientos más amplios o en las revueltas en las cuales los militantes y los proletarios de vanguardia revolucionaria participan, deben esforzarse todo lo posible para poner siempre el acento sobre los intereses de clase proletarios, dirigiendo a los proletarios a reagruparse sobre esta base. Esto implica una lucha política contra las tendencias pequeñoburguesas que son hoy mayoritarias y las corrientes dirigentes que están a la cabeza de estos movimientos y que hacen de todo para impedir la afirmación y la constitución de asociaciones de clase. De la misma manera que, por ejemplo, hace falta denunciar los llamamientos corporativos a la «defensa» de la empresa en el «propio país» contra su «deslocalización» o a la defensa de la «marca España», el «made in Italy», etc. contra el «made» de cualquier otro país -y oponerse a la participación en la guerra de competencia burguesa- de la misma manera hace falta denunciar los llamamientos a la «unión del pueblo», a la defensa de la economía o la «soberanía» nacionales y criticar sin excitación las organizaciones que de manera oportunista sostienen los partidos burgueses o pequeñoburgueses de oposición, que reanudan las orientaciones  interclasistas nacionalistas y fijan sólo objetivos estrictamente burgueses. Hace falta orientar y sostener las luchas obreras que en la práctica rompen con la unión interclasista, en las huelgas limitadas y parciales como en los movimientos de huelga, de protesta o de revuelta más amplios. En pocas palabras, los militantes y los proletarios de la vanguardia revolucionaria deben contribuir a la lucha y a la organización por la defensa exclusiva de los intereses proletarios en todos los países.

La independencia de clase del proletariado es combatida ferozmente por las corrientes burguesas y pequeñoburguesas «democráticas» con el argumento de que la independencia rompería la unión necesaria entre las diversas clases para obtener resultados concretos en materia de «democratización» del Estado, de conquista y defensa de las libertades públicas y de los derechos sociales. Estos mitos esconden la realidad de la dictadura burguesa y capitalista sobre la sociedad. En realidad, los burgueses y los pequeñoburgueses quieren simplemente que los proletarios no luchen sino por los intereses burgueses y pequeño burgueses y se abstengan de la lucha por sus propios intereses.

Los intereses burgueses y pequeñoburgueses pueden perfec-tamente prever perfectamente la «reforma» del capitalismo y su Estado; la política social de la Iglesia de Roma llama, en la práctica, a ello. Pero los intereses de clase del proletariado no se acaban con tal o cual reforma que históricamente ha podido y puede contribuir, en ciertos países y en determinadas situaciones, a desarrollar la lucha proletaria de clase y por  lo tanto apuntar a la destrucción del capitalismo. La lucha de clase del proletariado se inscribe en la perspectiva histórica de la destrucción del capitalismo, por lo tanto en la lucha por la conquista del poder político y la instauración de la dictadura proletaria en el lugar que ocupa la dictadura burguesa, una perspectiva histórica que no puede ser sino internacional.

El interés máximo de la clase proletaria de cualquier país es acabar de una vez por todas con la explotación del trabajo asalariado por parte del capital, por lo tanto con la explotación por parte de la burguesía de la fuerza de trabajo asalariada, esto es de la clase del proletariado; mientras sobreviva el capitalismo sobrevivirá la clase burguesa y, por lo tanto, la explotación del trabajo asalariado. La clase proletaria para emanciparse de la explotación por parte de la burguesía debe proceder de manera diversa: luchar contra la clase burguesa para destruir los medios con los cuales domina la sociedad, sobre todo el Estado que defiende sus intereses generales y particulares con las leyes y con la fuerza militar; pero la clase proletaria no podrá lograr este resultado hasta que no se vuelva completamente independiente de los intereses burgueses que se mimetizan bajo la forma de la «patria», del «pueblo», de la «nación», del «Estado» y de sus «leyes»: nada de esto está por encima de las clases, nada es neutro, no han ningún interés común entre burgueses y proletarios.

Incluso las mismas reformas o concesiones, del todo parciales, cierto, pero útiles para mejorar las condiciones de existencia inmediatas del proletariado, que el poder pueda conceder, son en efecto sólo conquistables con la lucha de clase del proletariado, como la historia ha demostrado ampliamente; ellas, por otra parte, no se dan de una vez para siempre nunca, porque son objeto  constante de una lucha que la burguesía realiza contra el proletariado para limitarle, reducirle, controlarle, cancelarle, según la relación de fuerzas existente entre las dos clases y las exigencias de supervivencia del régimen burgués. Pero es cierto que los movimientos interclasistas, aun si se movilizan sobre el terreno de la protesta violenta, precisamente por su característica de ser parte integrante de la conservación social, no tendrán nunca la fuerza de «constreñir» a la clase dominante burguesa a renunciar a su tarea de gestionar el poder según los criterios dictatoriales que la fase imperialista del desarrollo capitalista impone. La única fuerza social en condiciones de afrontar y dar fin a la dictadura burguesa (escondida bajo las ropas de la democracia o abiertamente declarada) es la clase proletaria, pero a condición de ser del todo independiente de los intereses y de los aparatos de la burguesía.

La independencia, la organización y la lucha de clase del proletariado son objetivos del todo comprensibles por parte de todo proletario que se preocupa de defender sus intereses vitales contra los patrones y su Estado, más allá de las ideas políticas, filosóficas o religiosas que tenga en la cabeza. Pero la lucha por estos objetivos necesita la presencia de claras y definidas posiciones políticas y programáticas si se quiere rechazar todas las falsas orientaciones presentadas por las más diversas corrientes políticas y evitar las trampas puestas por cada adversario, abierto u oculto, de la lucha proletaria de clase.

En otras palabras, organizaciones y lucha de clase necesitan que los militantes revolucionarios, decididos a trabajar por estos objetivos y dispuestos a asumir la tarea de organizar y orientar a sus compañeros de clase, estén ellos mismos organizados sobre bases políticas y programáticas de clase bien precisas y definidas, es decir, que estén organizados en partido político, incluso si este se encuentra aún en un estado embrionario como históricamente no puede ser de otra manera en el periodo actual. El partido de clase es necesario no sólo para centralizar y dirigir la lucha proletaria en el periodo del asalto revolucionario, sino también en el periodo precedente en el cual se trata de reorganizar al proletariado con medios y métodos clasistas en la lucha sobre el terreno inmediato y en el terreno político más general. Si se debiese esperar a la apertura del periodo revolucionario para constituir el partido de clase, sería demasiado tarde: este no tendría ni el tiempo ni la fuerza para conquistar una influencia decisiva en la masa del proletariado con la cual hacerse reconocer como la única guía para su lucha revolucionaria y para la conquista del poder político. El partido debe prepararse y constituirse antes, de manera no voluntarista, sino en relación con el desarrollo real del movimiento proletario, a través de luchas políticas, teóricas, programáticas pero  también prácticas, para restaurar, asimilar, defender, explicar y difundir el «marxismo no adulterado» (según la expresión de Lenin); por lo tanto, prepararse y constituirse no sólo sobre el terreno de las ideas, de la «lucha ideológica», sino también sobre el terreno «práctico», en el fuego de las luchas sociales. Es sólo en la medida en el cual el partido se ha dispuesto, preventivamente, a clarificar todas las cuestiones políticas importantes y que no se desorienta frente a las cuestiones ardientes que el periodo revolucionario exige inevitablemente y, por lo tanto, que no desoriente a aquellos que lo siguen (porque entonces, desorientarse, perderse es traicionar, como decía Blanqui) y en la medida en la cual este ha podido conquistar preventivamente una influencia (inevitablemente limitada) sobre al menos algún sector decisivo del proletariado, que el partido afronta el periodo revolucionario con las mejores posibilidades de llegar a dirigir la lucha proletaria en su complejidad y orientarla hacia la victoria.

En definitiva, la tarea esencial para los militantes revolucionarios de todos los países, la tarea que sintetiza de la manera más clara la lucha por la independencia de clase del proletariado, es la de contribuir al trabajo de constitución y reconstitución del órgano supremo de la lucha revolucionaria, el partido de clase internacional, sobre bases no «revisadas», no «enriquecidas» del marxismo integral. Sobre esta vía, la corriente de la Izquierda Comunista de Italia ha heredado históricamente la tarea que asumió el partido bolchevique de Lenin, es decir, la tarea de constituir el partido comunista a nivel internacional sobre bases del marxismo no adulterado.

Después de la devastadora degeneración de la Internacional Comunista y del partido bolchevique en los años en los cuales venció la contrarrevolución estaliniana, y después de la participación en la IIª Guerra Mundial de los proletarios de todos los países junto a su propia burguesía nacional, en defensa de los intereses exclusivamente burgueses y capitalistas, el movimiento comunista internacional se redujo a pocas decenas de militantes revolucionarios tenazmente unidos a la tradición auténticamente marxista y, entre estos, se distinguieron los compañeros de la Izquierda Comunista de Italia, representada de la manera más coherente con el marxismo por Amadeo Bordiga; estos tuvieron la fuerza de trabajar en el necesario balance de la Revolución Rusa y del movimiento comunista internacional de los cuales extraer las indispensables lecciones (de las revoluciones y, aún más, de las contrarrevoluciones) con el fin de restaurar las bases marxistas sobre las cuales reconstituir, como hizo Lenin en su tiempo el partido de clase, el partido comunista internacional. Hoy, cierto que embrionariamente, nosotros representamos este trabajo y estamos firmemente convencidos de que sobre la vía señalada por la corriente de la Izquierda Comunista de Italia –que no difiere esencialmente de aquella seguida por Lenin y el partido bolchevique hasta el segundo congreso de la Internacional Comunista ni de su obra de restauración de la teoría marxista y de las líneas políticas y tácticas fundamentales, sólo sobre esta guía, es posible reconstituir el partido potente y compacto de mañana.

 

 

Partido comunista internacional

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