Europa: orden capitalista, presión incontenible de poblaciones inmigrantes

(«El proletario»; N° 10; Abril - mayo - junio de 2016)

 

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Europa: un fortín en el cual las burguesías capitalistas más sanguinarias del mundo tratan de defenderse de la presión incontenible de poblaciones que, durante mucho tiempo, han sido aplastadas, oprimidas, explotadas, masacradas y constreñidas a huir hacia un continente que siempre se ha vanagloriado de ser la cuna de la civilización moderna y del bienestar.

El continente que fue llamado Europa (el mito dice que el nombre es el de una semidiosa fenicia, por lo tanto asiática, raptada por Zeus y traída a esta tierra) debe su desarrollo histórico, durante los milenios pasados, al asentamiento de poblaciones de origen asiático. Las culturas más evolucionadas eran la egipcia, iraníes y medio-orientales, que favorecían las migraciones hacia tierras que presentaban cualidades climáticas y ambientales útiles para el desarrollo de la agricultura y, al mismo tiempo, a la urbanización. Antes de los bárbaros vinieron de Oriente poblaciones cultas, que se establecieron y se desarrollaron sobre el plano económico a través del artesanado, la agricultura y las artes guerreras. Con los griegos, Europa alcanzó un alto nivel cultural en las ciencias y en las artes, que los romanos asimilaron y difundieron en el continente.

Europa, por lo tanto, nace de las migraciones provenientes de Oriente, que se fusionaron con los celtas y los latinos y otras poblaciones preexistentes; en seguida el desarrollo histórico tendrá lugar a través de poblaciones germánicas, vikingo-normandas, eslavas y otomanas. Un mito más moderno pretende que Europa, que representa la cuna de la civilización «occidental», ha sido siempre un modelo histórico, de ciencia y de organización social que los otros pueblos del mundo deben envidiar; tierra desde la cual se ha difundido por el mundo la economía moderna que ha universalizado el más moderno e innovador modo de producción que la historia humana haya conocido. En muchos aspectos este mito tiene bases materiales e históricas.

La Europa moderna, civil y democrática, la Europa que ha salido de dos guerras mundiales, a cual más devastadora,  la Europa que ha difundido en el mundo el capitalismo con su bagaje de innovaciones técnicas, de desarrollo económico y de feroz explotación de masas cada vez mayores de trabajadores vueltos esclavos de un salario que se concede sólo a cambio de trabajo humano, esta Europa que, a través de sus Estados más fuertes y más preparados industrialmente, a partir de Inglaterra, ha colonizado todos los continentes del mundo y ha abierto inevitablemente, con acuerdos o por la fuerza, también sus puertas a los pueblos del mundo, es una Europa que, hoy más que antes, muestra su talón de Aquiles.

Cuna del capitalismo, cuna del imperialismo, es decir del capitalismo desarrollado en su fase monopolística y totalitaria, ha colonizado el mundo, lo ha sometido, devastado, explotado y masacrado; y este mundo se revuelve contra ella. El mismo loco desarrollo del capitalismo no ha hecho sino producir factores de crisis cada vez más graves y cada vez menos controlables por los poderes políticos: ninguna de las medidas económicas financieras, cambiarias, políticas, diplomáticas y militares que los poderes burgueses pueden escoger para volver menos inhumano y menos destructivo el mundo de la producción, servirán para superar las crisis que lanzan continuamente al mundo burgués a un estado de barbarie (como sostiene el Manifiesto de Marx-Engels), crisis que en épocas anteriores a la capitalista no eran conocidas: ¡crisis de sobreproducción! Se producen enormes cantidades de mercancías que los mercados no logran absorber, que no se venden y por lo tanto deben ser destruidas para dejar su puesto a las nuevas mercancías producidas en ulteriores ciclos de producción. Y con las mercancías, los medios de subsistencia, las instalaciones y las infraestructuras es destruida regularmente también la fuerza productiva viva, los trabajadores asalariados, que también sobran. La civilización capitalista que ha hecho fuerte a la sociedad burguesa es al mismo tiempo su talón de Aquiles: «la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas que están a su disposición no sirven para promover la civilización burguesa y las relaciones burguesas de propiedad; por lo tanto devienen demasiado potentes para estas relaciones y son obstaculizadas, y apenas superan este obstáculo desordenan toda la sociedad burguesa, hacen peligrar la existencia de la propia sociedad burguesa» (siempre el Manifiesto de Marx-Engels).

Los incontenibles flujos migratorios que llegan a las fronteras del fortín-Europa ¿no son quizá la demostración de que las masas proletarias a disposición del capitalismo son demasiadas respecto a la cantidad necesaria para extraer, de la producción capitalista, los beneficios deseados? Y su presión sobre los Estados europeos ¿no es quizá la demostración de que su fuerza, unida a las fuerzas productivas locales, vuelve caótica toda la sociedad burguesa y que, potencialmente, puede poner en peligro la existencia de la propiedad burguesa y, por lo tanto, a la misma sociedad burguesa?

En Hungría, en Macedonia, en Austria, en Eslovenia, en Croacia, en Serbia, en Turquía, tanto como entre los Estados Unidos y México, las respectivas clases burguesas dominantes han levantado muros protectores para su país, para un orden que no debe ser perturbado; tienen, de la misma manera, barreras de alambre de espino para rechazar  a las masas desesperadas que se presentan en sus fronteras huyendo de la miseria, del hambre y de la guerra que padecen en sus países de origen y que son el resultado de la difusión en el mundo capitalista, de sus relaciones de producción y sociales y de sus contradicciones cada vez más agudas y lacerantes. También en los países que pasaban por ser los más tolerantes y acogedores, Dinamarca y los países escandinavos, Gran Bretaña, Francia y España, se ponen drásticas medidas para «ordenar», «reglamentar según sus exigencias» el flujo migratorio que llama a sus puertas.  Alemania, después de haber alimentado las ilusiones de querer acoger a centenares de miles de inmigrantes –precisamente porque le viene bien tener a su disposición a una masa de trabajadores a precios competitivos respecto a la fuerza de trabajo estable- los ha devuelto a sus países, mientras que Italia, que por razones geográficas está en el medio de las rutas de paso desde el Medio Oriente y el Norte de África hasta Europa Central y del Norte, se dirime entre la voluntad de parar a los inmigrantes y cerrar las vías de acceso a su propio territorio y la imposibilidad objetiva de hacerlo porque es muy caro y, por ello, requiere ayuda a una entidad «Europa» que en realidad no existe como unidad homogénea. Europa ha sido y sigue siendo un conjunto de Estados nacionales que, como consecuencia de dos guerras mundiales, por razones de mercado y de competencia internacional, se han visto empujados a ponerse de acuerdo para formar un gran mercado común en el cual hacer valer una serie de reglas para todos los adherentes. Inexorablemente empujada a la concentración de capitales y a la centralización, la economía capitalista tiende a romper cualquier frontera para  encontrar vías más veloces y rentables al beneficio y a la valorización del capital. Pero esta tendencia material objetiva contrasta al mismo tiempo con las contradicciones propias de las relaciones burguesas de propiedad por las cuales los intereses nacionales de una burguesía se enfrentan inevitablemente con los intereses nacionales de la burguesía de otros países. La burguesía en cuanto clase social, está históricamente siempre en lucha: «en un primer momento contra la aristocracia, después contra las partes de la misma burguesía cuyos intereses se enfrentan con el progreso de la industria y siempre contra la burguesía de todos los países extranjeros», así lo dice el Manifiesto de 1.848; y, naturalmente, en lucha constante contra la clase del proletariado de cuya explotación extrae su riqueza. ¿Qué ha cambiado? Esencialmente nada: las guerras continuas de competencia y de rapiña que han caracterizado los setenta años transcurridos desde el fin del segundo enfrentamiento imperialista han demostrado que la clase dominante burguesa se ha vuelto más feroz y totalitaria de lo que era en los periodos precedentes. La clase burguesa no tiene nada que dar a la sociedad: su civilización  sofoca a la gran mayoría de la población en cualquier parte del mundo. Pero si Europa ha sido la cuna del progreso capitalista y de la victoria sobre el feudalismo, sobre el absolutismo de la aristocracia nobiliaria y del clero, gracias al proletariado podrá ser la cuna de la revolución que abrirá no sólo al proletariado, sino a todo el género humano, la vía de la emancipación definitiva de cualquier opresión.

Las masas proletarias y desheredadas que, a costa de la vida, se han puesto y se continúan poniendo en camino hacia los países de Europa, son en realidad portadores inconscientes de un desorden social que podría anticipar la reanudación de la lucha clasista del proletariado en Europa. Con su dramática situación y su desastrosa realidad, están demostrando a los proletarios europeos que el futuro del capitalismo superdemocrático de Europa está preparando también para ellas un futuro de miseria, de guerra y que para huir de él no tendrán otra Europa donde refugiarse: deberán retomar su suerte en sus manos y finalmente volver a conectar con las luchas que las generaciones proletarias pasadas condujeron para revolucionar la sociedad. Sí, porque la vía de salida no es la «reanudación económica» y un nuevo «crecimiento» gracias al cual las masas desocupadas sean reabsorbidas parcialmente, ni tampoco el cierre de las fronteras para impedir a los otros proletarios ir hacia un mercado de trabajo que en sus países de origen se ha vuelto asfixiante. El capital saltará cualquier frontera, cualquier muro, cualquier impe-dimento, para circular y valorizarse; los límites y los muros los levantan las clases burguesas nacionales que se hacen la guerra en defensa de sus privilegios e intereses privados.

Los proletarios europeos son bombardeados no sólo por la propaganda oportunista según la cual la vía para obtener una mejora, o para no empeorar la situación, es la de colaborar con los capitalistas y los gobernantes, sino también de la propaganda nacionalista que culpa a los proletarios inmigrantes del empeoramiento de sus condiciones de vida y de trabajo.  Además las burguesías utilizan el tema del «terrorismo islámico» como justificación de cualquier acción militar, contra aquellos que hoy tratan como los «enemigos» pero que ayer eran «amigos», y viceversa, se trate de Irak, Siria, Libia, Somalia o Afganistán. Un tema, el del terrorismo, que sirve a la burguesía de todos los países para inducir a su propio proletariado a la solidaridad nacional, a plegarse a las exigencias políticas y económicas de la propia clase dominante, a sacrificarse en nombre de una democracia, de una civilización, de una patria que son cualquier cosa menos fuentes de bienestar, de paz o de armonía social.

Bienvenidos proletarios sirios, iraquíes, afganos, eritreos, somalíes, tunecinos, kosovares, kurdos, ucranianos, nigerianos, argelinos o senegaleses: hermanos de clase, hoy parias y rechazados, marginados y súper explotados, pero mañana unidos en la misma lucha de clase que los proletarios europeos sabrán reconocer como la única vía para romper definitivamente con el sistema de explotación capitalista que una a todos los proletarios del mundo.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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