Vitoria 1.976: El triunfo de la democracia en España

(«El proletario»; N° 10; Abril - mayo - junio de 2016)

 

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El pasado 3 de marzo se cumplieron cuarenta años de los «sucesos de Vitoria». Como es bien sabido estos consistieron en el ametrallamiento por parte de la Policía Armada (actual Policía Nacional) de una asamblea masiva de trabajadores vitorianos en la puerta de una iglesia de la capital alavesa. Bajo las órdenes de Fraga y Martín Villa, la policía se llevó por delante la vida de cinco trabajadores con el fin de liquidar la escalada de movilizaciones proletarias que se encontraba en esos días en su punto más álgido, movilizando a todo el componente obrero de una ciudad paralizada por la huelga de las empresas más importantes en ella instaladas. Los «sucesos de Vitoria» significaron el cénit de la movilización obrera que, en España, se venía produciendo desde hacía varios años con una intensidad creciente, agrupando a cientos de miles de obreros bajo reivindicaciones que entremezclaban contenidos laborales con otros de alcance político: salarios, jornada laboral, despidos, amnistía para los presos políticos… eran las exigencias más comunes en un contexto de extensión de las huelgas de solidaridad, aquellas en las que los trabajadores de todo un ramo industrial e incluso de toda una región marchan a la lucha por exigencias que aparentemente no les competen directamente (el despido de un trabajador en otra fábrica, un convenio colectivo que no es el suyo…) pero que sienten vivamente como propias porque de hecho sienten a flor de piel su pertenencia a la clase proletaria y cada uno de los ataques que esta sufre.

 

Vitoria empezó en Madrid

 

El 14 de noviembre de 1.975, pocos días antes de la muerte de Franco, se da curso al decreto de congelación salarial con el cual el gobierno pretende contener las presiones inflacionistas que los convenios colectivos que se iban firmando desde el verano de  ese año amenazaban con incrementar poniendo en serios aprietos a una economía que comenzaba a padecer los duros efectos de la crisis económica mundial. La burguesía española comenzaba con esta medida la que va a ser la tónica dominante de la Transición: las medidas económicas preceden a aquellas políticas, en este caso el decreto de contención salarial va a ser una medida con la que se espera controlar la vertiente salarial del creciente caos económico independientemente de quién ocupara la jefatura del Estado. Al margen de la forma política que adoptase el Estado, y sobre todo de los ritmos de adecuación de esta forma a las exigencias del control del factor mano de obra, las exigencias de la competencia con otras burguesías nacionales, las exigencias de valorización del capital que en ese momento se ponían en entredicho en todo el mundo como consecuencia de una de las convulsiones cíclicas que padece el modo de producción capitalista, debían ser la guía rectora de la Transición. En esto todas las fuerzas burguesas estaban de acuerdo: el falso dilema «reforma o ruptura» únicamente encubría el elenco de respuestas que podrían dar, cada una de ellas de acuerdo a las tareas que tenía asignadas, ante las dificultades que pudiese plantear el ajuste económico.

La respuesta de los trabajadores no se hizo esperar: en diciembre, en Madrid, las fábricas de Standard, Intelsa, Kelvinator, Casa y los obreros de la construcción comienzan una serie de paros y huelgas que van extendiéndose de una fábrica hasta otra, dando la impresión finalmente de constituir una sola huelga de 500.000 obreros a la que se añaden espontáneamente empresas esenciales como Metro y Correos. El día 5 de enero la ciudad queda completamente paralizada y a partir de ese día se registran enfrentamientos en diferentes barrios y pueblos de Madrid (Villaverde, Getafe, Atocha…) entre trabajadores y policías, dándose en muchos casos el apoyo espontáneo de los vecinos. La situación en la calle se vuelve difícilmente controlable y hubiera sido necesaria una acción de fuerza comparable con la de Vitoria para parar la escalada de movilizaciones si no hubiese aparecido la impagable ayuda del PCE, que colabora con el Estado para la detención de los elementos más destacados de las empresas en lucha, los cuales trataban de organizar una coordinadora para organizar las luchas en curso más allá de los límites de las fábricas. A partir de ahí el partido estalinista se esfuerza, empresa por empresa, en liquidar cada lucha aislándola de las que libran el resto de los obreros, así como de acabar con cualquier conato, por embrionario que fuera, de organización independiente, siendo especialmente significativa la destrucción de la caja de resistencia que comenzaba a recoger fondos de los trabajadores de varias factorías.

Finalmente la oleada de huelgas en Madrid, que entronca por sus características similares con la huelga de Granada de 1.970, con las de Astilleros de Vigo de 1.972 o con las de Alcoy de 1.974, remitió. De manera natural, como reacción ante un ataque abierto por parte del patronal y su Estado, el proletariado madrileño, tradicionalmente mucho más atrasado que el de Catalunya, País Vasco e incluso Andalucía, se lanzó por primera vez a la lucha en defensa de sus condiciones de existencia más inmediatas. Pero la red que a lo largo de la última década había tejido el oportunismo político y sindical mostró ser lo suficientemente tupida como para llegar a evitar, cosa que en Vitoria dos meses después no lograría, el enfrentamiento general con la burguesía. Las CC.OO. de Madrid, el PCE que controlaba a la masa obrera que comenzaba a luchar y la extrema izquierda (PTE y ORT esencialmente) que se mostró capaz de neutralizar las aspiraciones radicales de los elementos más dispuestos al combate, cumplieron con el papel para el que venían preparándose desde años antes a  la muerte de Franco: encauzar la lucha obrera por el estrecho camino del respeto al orden burgués y al correcto funcionamiento de los negocios, desilusionando a los obreros que encontraban en la lucha la única salida a su situación. En Madrid estos agentes de la burguesía que se colocan entre las filas del proletariado para hacer cumplir sus exigencias, tuvieron un primer encuentro con la que iba a ser su tarea durante los años siguientes. Pero esta tarea no les iba a resultar sencilla: las durísimas luchas de Vitoria, en las que la clase obrera alavesa rompió con la política anti obrera de contención que se le exigía, mostraron que el proletariado, en España, contaba con una fuerza que sólo se podría neutralizar con el empleo sistemático de todas las armas posibles y que no bastaba únicamente las maniobras de los auto proclamados representantes obreros.

 

El proletariado y la democracia

 

Durante la década de los años ´70 y la primera parte de los ´80 se dio un repunte de la lucha obrera no sólo en España sino también en el resto de los países europeos y en buena parte de los llamados «atrasados» de la periferia capitalista. Consecuencia de la crisis capitalista de 1.975, que rompió el ciclo alcista de la economía internacional que se reproducía casi sin alteraciones desde el final de la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar una oleada de agitación obrera espoleada por el brusco descenso de las condiciones de existencia del proletariado. La huelga de los estibadores polacos de 1.980, la huelga de FIAT en Italia durante el mismo año o los propios «sucesos de Vitoria» en 1.976, fueron hitos en esta agitación que marcaron, de la misma manera, un cambio de tendencia en las relaciones entre burgueses y proletarios en los principales países capitalistas.

Tras la Segunda Guerra Mundial, en estos países se había impuesto un modelo de colaboración entre clases basado en dos hechos fundamentales. Por una parte, el incremento del beneficio capitalista derivado de la reconstrucción post bélica permitió crear el famoso Estado del Bienestar. En este los proletarios recibían una mínima parte de la ganancia nacional de la burguesía a través de la cual se financió la mejora de su situación atenuando al máximo la tensión social. Por otra parte el prestigio entre los proletarios del estalinismo y de la socialdemocracia, bañados en el oro de la resistencia antifascista, permitían mantener controlada a la mano de obra tanto sobre el terreno de las reivindicaciones inmediatas, donde los nuevos sindicatos tricolores (que habían sustituido a los sindicatos rojos del periodo precedente una vez destruidos estos por el fascismo) mantenían dentro de los límites del respeto a las necesidades de la producción nacional las exigencias obreras, como en el de la lucha política general, donde los partidos estalinistas planteaban la vía democrática para el logro progresivo de mayores cuotas de poder y la defensa de los intereses nacionales como única vía posible de lucha. Estos dos factores estaban íntimamente relacionados: la favorable evolución económica generaba las mejoras sociales para la clase obrera que constituían la base sobre la cual el oportunismo levantaba su política de conciliación nacional y renuncia a la lucha de clase. Las mejoras salariales, la disminución del paro, etc. daban a los proletarios la certeza de que la lucha democrática y etapista era la vía correcta, mientras que la burguesía se encontraba feliz de contar con un aliado tan firme y de tanto prestigio entre los obreros como era el estalinismo.

La crisis de 1.975 marcó el fin de este periodo idílico: la caída brusca del beneficio capitalista limitó las concesiones que, tanto sobre el terreno económico como sobre el político, la burguesía  estaba dispuesta a otorgar al proletariado. Por su parte el oportunismo, ante la reacción obrera que tendía a romper los cauces habituales de la negociación con los patrones, no podía en buena parte de los casos presentarse aún como el garante de una evolución progresiva hacia el «socialismo», ni tan siquiera como el defensor en la fábrica de los intereses más inmediatos de los obreros. Es por ello que  se ocupó de la tarea de hacer penetrar en la cabeza del proletariado la necesidad de defender, en primer lugar y por encima de todo, los intereses de la economía nacional a la espera de remontar el periodo de crisis mediante los sacrificios que se les exigían para volver a la ensoñación del crecimiento armónico e ininterrumpido que haría progresar, unidos de nuevo, a burgueses y proletarios.

Este periodo no presenció el retorno de la lucha clasista del proletariado. Los amortiguadores sociales que garantizaban materialmente la política oportunista de paz social, sufrieron pero no se desgastaron del todo. En este mismo sentido jugaron la división de la clase proletaria en estratos diferenciados (edad, sexo, origen, etc.) algunos de los cuales seguían disfrutando de una versión reducida de estos y la política de contemporización de la burguesía, que combinó duros golpes represivos contra los sectores obreros que despuntaban con una política de pacificación más suave para el resto. Y, sobre todo, el peso de la inercia adquirida durante décadas por la clase proletaria, confiada en la democracia y en los medios de lucha ajenos al enfrentamiento con la burguesía, permitieron al oportunismo político y sindical controlar, aislar y liquidar uno por uno los múltiples conflictos que estallaron, impidiendo por lo tanto que, al menos, los elementos más avanzados del proletariado conectaran con la tradición histórica de la lucha de su clase y subieran los primeros peldaños hacia la recuperación del terreno de la lucha revolucionaria.

En España la situación fue sensiblemente diferente. En este país los «Gloriosos Treinta» no existieron sino en una proporción muy escasa respecto al resto de países desarrollados. El periodo del «desarrollismo» consistió en un acelerado desarrollo de la industria pesada que si bien llevó al PIB a un crecimiento nunca visto antes, no tuvo ni la duración ni la consistencia de los países vecinos. Por supuesto, este desarrollo económico no dio lugar a una política similar a la del Estado del Bienestar e, incluso, durante los primeros años ´60 tuvo el efecto contrario, con una caída brusca del nivel de vida de las masas obreras y campesinas del país. Sólo a partir de la mitad de los años ´60 el aumento de la industria en zonas donde ante-riormente apenas estaba desarrollado o no existía (si bien, contra la explicación estalinista de la historia, el capitalismo llevaba al menos 150 años siendo el modo de producción reinante) y el despunte económico del país permitió algunas tímidas mejoras de las condiciones de existencia del proletariado (aparición de los rudimentos de la Seguridad Social, aumento de los salarios por el aumento de las horas trabajadas, mejora de la salubridad en las nuevas ciudades, etc.) no sin que se produjesen importantes luchas para lograrlo, como la de los mineros asturianos  en 1.962 o la huelga de Bandas de Etxebarri de Vizcaya  en 1.966/67, por otra parte duramente reprimidas.

Por otro lado el fenómeno del dominio del oportunismo político y sindical sobre la clase obrera tenía una intensidad muchísimo menor que la que se daba en Italia, Francia o Alemania. A la liquidación de las organizaciones sindicales y políticas durante la guerra civil a manos del gobierno republicano y, posteriormente y de manera sostenida en el tiempo, por el régimen franquista, no le siguió ni la creación de nuevos sindicatos que pretendían, de manera capciosa, enlazar con la tradición clasista previa ni la influencia entre los proletarios de los partidos de la resistencia antifascista, tal y como había sucedido en aquellos países. En este sentido la historiografía burguesa y estalinista ha glorificado el periodo de la lucha clandestina del PCE, que trató de infiltrarse en el Sindicato Vertical mediante la presentación de candidaturas a las elecciones sindicales a través de CC.OO. y de crearse una base social entre los elementos progresistas de la juventud proveniente del Régimen, presentando como lucha anti franquista lo que realmente era lucha por la modernización del Estado dentro de los límites permitidos por este Régimen. Pero, en cualquier caso, si el estalinismo y sus diversas filiales maoístas tuvieron alguna influencia entre los proletarios fue a partir de que las huelgas y luchas obreras comenzasen a tomar una trayectoria ascendente y como respuesta, tolerada en muchos casos por el Estado, a esta.

La confluencia de estos dos factores, ausencia de una política de integración de la clase obrera a través del reparto de una pequeña proporción de los beneficios de la burguesía y ausencia de una influencia determinante del oportunismo en las filas de la clase proletaria, determinaron la especial virulencia que cobraron las luchas obreras en España a lo largo de los años ´70 y especialmente en 1.976 inmediatamente después de que tuviese lugar la muerte de Franco y cuando los primeros efectos de la crisis capitalista mundial comenzaron a hacerse sentir. A este momento el proletariado español llegó con una breve pero intensa experiencia de lucha que no encontraba los cauces de negociación que aparecían en el resto de países desarrollados  como vía para lograr la conciliación entre las clases (y por lo tanto la subordinación del proletariado a la burguesía) ni las fórmulas ideadas en la segunda posguerra europea para inocular en él la creencia de que era posible la unidad de intereses entre burgueses y proletarios sobre el terreno económico tanto como sobre el terreno político. Las comisiones obreras originales, las cajas de resistencia generalizadas a varios sectores industriales a partir de un único conflicto, las huelgas de solidaridad, la aparición de grupos obreros que se lanzaban al combate ilegal (incluso armado en algunas ocasiones) en defensa de las luchas obreras… fueron fenómenos que la burguesía ha pretendido explicar como una especie de «pulsión democrática» de los obreros españoles (siempre silenciando sus aspectos más estridentes) pero que eran realmente el reflejo de esa situación peculiar que vivía la clase proletaria.

Sobre esta situación el estalinismo, sus variantes izquierdistas y la prácticamente inexistente socialdemocracia, tuvieron que maniobrar para lograr conducir al redil a los proletarios y sus numerosas luchas. Si en los países vecinos la crisis económica encontró a estos grupos, sobre todo a los partidos comunistas, con una influencia considerable entre los proletarios, en España tan sólo tenían una especie de «prestigio antifranquista» que consistía más en su leyenda de luchadores que en una fuerza efectiva y operante. Contaban también, eso sí, con la aquiescencia del Estado, que veía la posibilidad de que jugasen un papel análogo al que tenían en el resto de países y que por ello potenció su influencia en la medida de lo posible con un adecuado equilibrio entre represión y tolerancia que les debía hacer más atractivos ante los trabajadores. Pero contaban, sobre todo, con la experiencia de la contra revolución internacional, que les proporcionó las armas y bagajes necesarios para hacer frente a la situación. Y entre estas armas y bagajes tuvo una fuerza determinante la ilusión democrática, la promesa a los trabajadores de que la democracia, conducida por vías rupturistas o reformistas según el caso y la intensidad de la lucha obrera a la que se enfrentaban, significaría el fin del conflicto entre capital y trabajo, un marco adecuado para la prosperidad de la clase obrera librada por fin de sus (únicos) enemigos franquistas. La defensa del proceso democrático, de la Transición hacia una sociedad moderna de tipo europeo, el miedo a la reacción de los sectores más reaccionarios del franquismo si se precipitaban los acontecimientos (léase si la clase obrera exigía más de la cuenta), constituyeron el mantra con el cual los partidos llamados comunistas y toda la vertiente izquierdista de estos se dirigió a la clase obrera para paralizar su empuje. Y tuvieron éxito. Jugando estas posiciones en paralelo a las reformas aperturistas del Régimen, reforzaron el engaño democrático entre los trabajadores, que significaba ni más ni menos la defensa de los intereses primero del conjunto de la burguesía representada por su Estado de clase y después de cada patrón individual cuyos intereses particulares fueron presentados como coincidentes con los intereses de «sus» obreros. Junto con la reivindicación democrática apareció la defensa de la economía nacional (que en el colmo de la desfachatez se llegó a afirmar que no era defendida por el franquismo, más interesado en repartirse los beneficios de un supuesto expolio del país), de los sectores productivos críticos para esta economía, de los intereses regionales, etc. que implicaban, sobre el terreno práctico, la destrucción de todos los embriones organizativos de los que podía dotarse la clase obrera según su grado de desarrollo en las diferentes zonas del país y, sobre el terreno general, la aceptación de las exigencias que imponía la burguesía.

Si la diferencia entre el proletariado de España y el del resto de países vecinos consistía en la falta de una tradición de colaboración entre clases y de los vehículos para que esta se produjese (es decir, un oportunismo de corte socialdemócrata y estalinista fuertemente arraigado) y por esta diferencia el proletariado español pudo alcanzar cotas de enfrentamiento más altas en las cuales defendía sin ambages sus intereses inmediatos contra el enemigo de clase, la puesta al día del Estado español en lo que a régimen democrático se refería (con las consiguientes promesas de mejora de la situación obrera, por falsas que finalmente resultasen) y la presentación de los partidos comunista, socialista y otros de la extrema izquierda como garantes de este proceso (a cambio del cual exigían al proletariado renunciar incluso a la más pequeña de sus luchas parciales) liquidó la «diferencia» española y logró normalizar al país convalidando su situación con la que se vivía en el resto. Este fue el verdadero triunfo de la democracia en España, la cimentación de la colaboración entre clases que, en este caso, ni siquiera permitió al proletariado, dada la situación creada por la crisis capitalista, disfrutar de sus mieles como lo habían hecho los proletariados italianos, franceses o alemanes.

 

La derrota de Vitoria

 

Los cinco muertos de Vitoria no fueron algo excepcional. En Granada, en 1.970, fueron 3 los obreros muertos durante la huelga de la construcción.  Otros se sumaron a la lista durante los años inmediatamente anteriores a la muerte de Franco y otros, muchos, se sumarían hasta la finalización de la Transición (e incluso después gracias al terrorismo para policial del gobierno socialista dirigido contra militantes vascos). Pero los muertos de Vitoria significaron algo especial, tanto para la lucha de la clase proletaria como para la propia burguesía y su Estado. Fijando el objetivo sobre las consecuencias inmediatas, los muertos de Vitoria propiciaron la cesión de la patronal ante casi todas las exigencias que el movimiento huelguístico había planteado (5.000 pesetas de aumento salarial lineal, 40 horas semanales con un mes de vacaciones pagadas y media hora diaria para el bocadillo, jubilación a los 60 años, 100% del sueldo en caso de accidente laboral). De hecho, después de haber dado la orden de disparar contra 5.000 obreros, los cargos del gobierno se acercaron a los hospitales a interesarse por los heridos, tuvieron gestos de conciliación con los obreros, etc. Aparentemente, la burguesía cedió. Pero ampliando el alcance de los acontecimientos se ve claramente que, mientras que en otras ocasiones los muertos obreros llevaban a una ampliación de la lucha a mayor escala, en el caso de los de Vitoria no fue así. A excepción de acontecimientos inmediatamente posteriores como los de Pamplona o Basauri, donde murió un joven trabajador de nuevo a manos de la policía, los sucesos de Vitoria no tuvieron la repercusión que era de esperar. Trabajadores de la huelga del metal en Madrid narran cómo, pese a haber librado una lucha a la que se encadenó directamente la de los obreros alaveses, llegada la noticia de la brutal represión policial, tan sólo realizaron un paro simbólico para después continuar trabajando con normalidad. Vitoria fue, por lo tanto, un punto de inflexión, un máximo en la conflictividad obrera. Y no lo fue por los muertos, que como se ha dicho los seguiría habiendo a lo largo de la Transición y hasta los sucesos de Euskalduna o de Reinosa ya en los años ´80, sino porque la excepcional movilización del proletariado alavés, consecuencia de una tensión social acumulada a lo largo de los últimos años a escala nacional y que había dado experiencias de lucha considerables que comenzaban a ser sistematizadas por pqueños pero significativos destacamentos de vanguardia del proletariado, forzó a la burguesía a reaccionar de manera tajante. En primer lugar con la represión directa: si es cierto que muertos había habido ya, también lo es que la policía nunca había utilizado técnicas de enfrentamiento armado contra el conjunto de la clase obrera de una ciudad, porque eso es lo que había el 3 de marzo en la parroquia de San Francisco y sus alrededores. En segundo lugar movilizando a sus agentes del oportunismo para una lucha abierta: a partir de Vitoria comienzan a cesar las huelgas de solidaridad y otros tipos de conflicto y organización obrera o, al menos, el PCE y sus satélites dejan de ser tan condescendientes con ellos y comienzan a combatirlos hasta vencer, es decir, se colocan abiertamente contra la lucha obrera en nombre del bien superior que sería la democracia. En tercer lugar, acelerando la creación del frente único político de la democracia: unidad de todas las organizaciones anti franquistas como única vía para intensificar su más que débil dominio sobre la clase obrera presentando ante ella una única e inexorable alternativa (que fue el significado real de la Platajunta y demás combinaciones políticas) Finalmente, acelerando las reformas democráticas que debían reforzar el aspecto anterior haciendo factible, a ojos de los trabajadores, un cambio que pudiese suponer mejoras generalizadas para ellos. En pocas palabras, después de matar a los cinco obreros de Vitoria, la burguesía reaccionó con energía tomando la iniciativa no en un sentido involucionista sino desarrollando al máximo las posibilidades de cambio democrático y utilizando todas las armas a su alcance para presentar este como la solución natural a la agudización del problema social. Forjando el frente único de la oposición democrática, esculpió a fuego las leyes del frente único de la burguesía: democracia, defensa de la economía nacional, defensa del Estado como ente colocado por encima de las clases sociales. Sobre los muertos de Vitoria se levanta el triunfo de la democracia en España.

Por su parte la clase proletaria no pudo reaccionar ante esta ofensiva. Es cierto que a lo largo de los años inmediatamente anteriores a Vitoria había ido acumulando fuerzas y que sus derrotas lo eran parciales (ya que conseguía levantarse siempre de nuevo) y sus victorias extendían la conciencia de la fuerza que tenía entre todos los sectores obreros. Pero después de años de contra revolución permanente, que liquidó a los elementos más activos de la clase, precisamente a aquellos que a lo largo de la historia de la lucha proletaria habían garantizado la continuidad generacional y la pervivencia de la tradición de lucha, la oleada de luchas que se desarrolla en los albores de la Transición, difícilmente estaba en condiciones de superar el estadio inmediato del enfrentamiento. Aunque se entremezclasen exigencias políticas entre las reivindicaciones que se planteaban en las huelgas de aquellos años, el contenido era esencialmente sindical (y por sindical se entiende no la forma de manifestarse este contenido sino su naturaleza concerniente a reivindicaciones económicas) y los medios y métodos de lucha nunca se elevaron de este nivel al político general. En ningún momento las luchas trascendieron el ámbito más inmediato, incluso en términos geográficos, desarrollándose importantes conflictos locales que no tenían repercusión, ni mucho menos organización, en términos nacionales. Aunque hubiese llamadas a luchar por el socialismo, por el derrocamiento de la sociedad burguesa, etc. estas provenían de pequeños grupos obreros que, por significativos que resultasen en términos históricos ya que luchaban por conectarse con la tradición revolucionaria del proletariado, nunca tuvieron una gran influencia, siendo ellos mismos confusos tanto en sus planteamientos como en su desarrollo y no pudiendo contener, ni siquiera a pequeña escala, en términos locales o sectoriales, la ofensiva burguesa posterior a Vitoria. En definitiva, la clase proletaria reaccionó ante la crisis económica, ante el agravamiento de sus condiciones de existencia, y aprovechó la crisis de fluidez en las relaciones sociales burguesas que apareció con la muerte de Franco como caja de resonancia de su lucha… pero no fue más allá de la reacción, en ningún momento pasó a la ofensiva retomando el terreno de la lucha de clase abierta y explícita, ni siquiera sobre el terreno inmediato. Ante esta situación todos los partidos y sindicatos que se presentaban como garantes de los intereses del proletariado pero que trabajaban realmente al servicio de la burguesía, pudieron vencer a los diferentes impulsos combativos encauzando a la mayor parte de los trabajadores por el camino de la defensa de la democracia, logrando a la vez que permitían la aplicación del programa burgués (Pactos de la Moncloa, ordenamiento parlamentario, Constitución, siguiendo un orden que demuestra las prioridades de la burguesía) la absoluta desafección respecto a la lucha que ha sido la tónica generalizada desde pocos años después de la derrota de Vitoria.

Esta derrota se presenta como un jalón en la lucha por la democracia. Así lo dicen ahora, con motivo de su aniversario, incluso las instituciones estatales que entonces masacraron a los proletarios. Así lo dice el nuevo oportunismo morado y su «izquierda»… Y tienen razón. Vitoria fue un jalón en la lucha de la burguesía por consolidar la democracia, sistema que encubre las contradicciones que el capitalismo genera entre las clases sociales y que pretende resolverlas fuera del terreno de la lucha entre estas clases, colocando al Estado de clase de la burguesía como garante del desarrollo armónico de la sociedad al cual es necesario someter todos los impulsos «particulares» del proletariado. Pero para la clase proletaria, sumida en una derrota de la cual Vitoria, de nuevo, fue un jalón - ni su principio ni su fin- los sucesos de  Vitoria representan el límite que inevitablemente deberá superar para ser capaz de abatir definitivamente al sistema capitalista, que demuestra día tras día que sólo le depara una vida cada vez más miserable, sometida a la esclavitud salarial y al despotismo de la burguesía en todos los aspectos de su existencia. Para superar este límite, y esto es algo que no está hoy a la vuelta de la esquina pero que indudablemente se planteará antes o después (cuando el mundo capitalista acabe por mostrar a las claras que para él el proletariado es únicamente carne de cañón para explotar en el proceso de extracción de plusvalía o en las guerras imperialista por el mercado internacional que cada vez se muestran más cercanas) el proletariado deberá afrontar como una condición esencial la lucha contra la democracia, contra la mitología democrática que le encadena a su enemigo de clase, al respeto a sus instituciones de gobierno y a los intereses superiores de la economía nacional.

El proletariado deberá luchar abiertamente contra quienes buscan conducir la tensión social dentro de los límites funestos de la conciliación entre las clases, especialmente contra aquellos que pretenden hacerlo desde dentro de sus propias filas enar-bolando banderas ajenas a la lucha de clase con las que prometen mejoras sin lucha y victorias sin enfrentamiento.

El proletariado, en definitiva, deberá recuperar sus armas de clase, las de la lucha abierta tanto en el terreno inmediato de las reivindicaciones económicas como en el general de la lucha política contra el Estado burgués y su democracia.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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