La Corriente Revolucionaria de los Trabajadores: un aporte a la confusión entre la clase proletaria

 

(«El proletario»; N° 14; Junio-Julio-Agosto de 2017 )

 

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Durante el mes de abril el periódico digital de reciente creación La Izquierda Diario daba noticia de la formación de un nuevo reagrupamiento político: la Corriente Revolucionaria de los Trabajadores (CRT). Efectivamente, esta organización acaba de fundarse y se presenta a sí misma como una evolución del grupo trotskista Clase Contra Clase, sección española de la Fracción Trotskista-Cuarta Internacional. Por su parte, el grupo Clase Contra Clase fue una escisión de la corriente Nueva Claridad, organización política más conocida por su publicación El Militante y que ha estado históricamente vinculada a Izquierda Unida.

La formación de la CRT se presenta, por lo tanto, como el resultado de un curso comenzado con dicha escisión que, de acuerdo con los autores de la presentación de la nueva organización, habría dado lugar a una filiación internacional (la FT-CI), a la creación de numerosos grupos relacionados con la organización Clase Contra Clase, como el Sindicato de Estudiantes de Izquierdas, Pan y rosas, vinculadas al mundo estudiantil y femenino respectivamente o Armas de la crítica y No Pasarán, organizaciones de ámbito territorial en Madrid y Barcelona.

En fin, la CRT se presenta como una nueva organización de tono más radical, en tanto más «dinámica», más vinculada a los conflictos sociales que aparecen en diferentes ámbitos y, por lo tanto, más cercana a la lucha cotidiana de la clase proletaria y de algunos sectores sociales anejos a esta como la mujer y la juventud. De hecho esto es todo lo que, por ahora, encontramos tanto en la noticia que da razón de la aparición de la CRT como en la revista Contracorriente, órgano de Clase Contra Clase: un elogio de la capacidad de actuación de esta corriente y del ánimo y buena voluntad de que disponen sus militantes.

La nueva Corriente puede enmarcarse en esta evolución tan característica que han sufrido algunos grupos y corrientes políticas después de que la crisis capitalista internacional diese lugar, en España, al estallido social del 15M. De izquierda a derecha, ya fuesen organizaciones situadas abiertamente sobre el reformismo oportunista más clásico u otras que pretenden ubicarse en posiciones de extrema izquierda, anarquistas e incluso marxistas, un buen número de ellas han introducido tanto en sus análisis teóricos y políticos como en sus exigencias organizativas el intento de adecuarse a «los nuevos factores», a los «hechos imprevistos» que la convulsión social habría planteado. En el terreno teórico y político para una miríada de grupos y organizaciones ha sido imprescindible remozar sus viejos postulados para tener en cuenta las novedades, es decir, para definir una nueva teoría y una nueva impostación política en torno a estas en la que se haga valer los «nuevos sujetos» que habrían aparecido, la nueva manera de aparecer de los viejos, las nuevas exigencias, etc. En el terreno organizativo, donde se puede observar el surgimiento de una buena cantidad de nuevos reagrupamientos, se trataría de intentar echar las redes para pescar a tantos de los jóvenes elementos (proletarios los menos, pertenecientes a esa vacuidad sociológica llamada clases medias los más) que han aparecido en la escena como sea posible. Se trata de los efectos del terrible virus del activismo, que contagia a quienes coquetean con la posibilidad de un violentamiento voluntarista de la situación social, a quienes ponen la conciencia y la posibilidad de precipitar esta hacia peldaños más elevados de una supuesta escala revolucionaria en el centro de su programa político.

En el caso de la CRT este contagio es especialmente deletéreo. No decimos esto porque se pudiese esperar nada de una de las muchas corrientes del trotskismo, que han probado todas ellas el haber abandonado definitivamente el terreno del marxismo revolucionario y haber cedido, por la vía de las concesiones a la presión «tacticista» y del trabajo coyuntural, a la presión del medio burgués. Lo decimos porque este tipo de nuevas organizaciones aparecen como portadoras del renombre que da el propio marxismo, como una ruptura inmediata con el medio social oportunista que es predominante en cualquiera de los ámbitos donde la lucha de la clase proletaria puede aparecer. Y por ello son susceptibles de atraer a nuevos elementos que se politizan a través de un rechazo instintivo de ese oportunismo que sólo ofrece la vía de la colaboración entre clases y que llegan a organizaciones como CRT en busca de una fuerza teórica y política que consolide esa ruptura, fuerza que no encontrarán y en cuyo lugar sólo verán el manto gris del confusionismo.

Para encontrar un mínimo fundamento teórico y político en que se base la nueva CRT, una explicación tanto de los motivos que animan su formación como de los objetivos que esta se plantea, es necesario recurrir a un texto previo a la formación de CRT pero que marcha en la misma senda de renovación que plantea esta organización. Se trata del artículo editorial de la revista Contracorriente nº 43 de abril-mayo de 2015: Una revista para fortalecer las armas de la crítica. En este editorial se plantea «el desafío de actualizar las «armas de la crítica» y poner a la ofensiva las ideas del marxismo revolucionario» y se da respuesta a esta exigencia con una exposición de los puntos de referencia de la organización que la anima sobre algunos temas  políticos y teóricos que se han puesto sobre el tablero con los acontecimientos de los últimos años en España. Veamos cuáles son estos puntos.

 

La lucha contra el régimen del ´78

 

Hoy por hoy es un lugar común hablar de un «régimen del ´78», de una «cultura de la Transición», etc. para referirse al sistema político e institucional que comenzó a fraguarse en la década previa a la muerte de Franco y que tiene su máxima expresión en la Constitución de 1978 como norma suprema que rige la nación española. Este régimen está caracterizado, según los que, como CRT, se adhieren al término de moda, por la pervivencia de buena parte de las instituciones franquistas, por un insuficiente desarrollo de las posibilidades democráticas que se abrieron con la muerte de Franco, por el inmovilismo de la clase social dominante y por la estructuración bipartidista del juego parlamentario.

Es indudable que el régimen político español comienza en 1978 con su forma actual. Pero esto es simplemente una cuestión de términos que no explica nada. Al régimen monárquico y constitucional se llega en España a través de un largo camino que comenzó con el fin de la etapa más autoritaria del franquismo (es decir, la etapa caracterizada por el relativo aislamiento, político y económico, internacional y por el ejercicio de una represión cotidiana contra la clase proletaria), con el crecimiento económico del país (comienzo de las inversiones extranjeras en capital constante, formación y regulación de un nuevo mercado de trabajo, etc.) y, como consecuencia, con la gestión del aparato estatal por una nueva camada de técnicos mucho más preparados para asumir las exigencias que el gobierno de la burguesía planteaba.

El «régimen del ´78», en lo que tiene de renovación mediante la asunción de las formas democráticas características de los países del entorno europeo y americano, es un paso más en el proceso de reformas y cambios que llevó a cabo la burguesía española desde el momento en el cual España abandonó su relativo aislamiento internacional y pudo abrazar un desarrollo económico sin precedentes que le sacó del atraso característico del país. Esta evolución, que en lo que se refiere a las personas encargadas de llevarla a cabo, comenzó con la aparición de los primeros síntomas de ruptura de los hijos de la burguesía victoriosa en la Guerra Civil respecto a sus padres, tuvo lugar, en el terreno político, con la conformación de las corrientes políticas que van a determinar la vida nacional en forma de gobierno y oposición con intensos vínculos entre ambos bandos. De esta manera, a partir de los años ´60 se definieron las dos grandes corrientes que la burguesía puso en juego para garantizar las exigencias del capital y favorecer su gestión con la menor cantidad de sobresaltos posibles. A estas alturas resulta evidente que, llegada la muerte de Franco, la famosa alternativa entre reforma o ruptura no existía: era todo un andamiaje social el que la burguesía debía mantener simplemente apuntalándolo y todas las corrientes existentes dentro de ella partían de un plan común básico consistente en mantener la integridad del Estado y asegurar toda su fuerza de acción. El programa único para toda la burguesía, los planes de ajuste económico abanderados por los famosos Pactos de la Moncloa, precedieron a todos los retoques en el ámbito político-jurídico, como expresión clara de cuáles eran las necesidades reales de la clase dominante a partir de los cuales se iba a fraguar la configuración definitiva de la vida nacional. Por lo tanto, el régimen del ´78 es el régimen del ´39 y, a mayores, el régimen de 1874, pero también el régimen de 1931: es el régimen de la clase burguesa dominante, que ejerce su dictadura a través de formas democráticas, dictatoriales, monárquicas o republicanas.

No hubo, en 1978, un cambio esencial en este régimen. Lo único que entró en escena fueron nuevos actores políticos (nacionalistas periféricos, PCE y PSOE) que podían moverse libremente como legitimación ante el proletariado del nuevo sistema democrático, como la verdadera realización de este. No hubo, tampoco, una tentativa fallida de «ruptura democrática» (mucho menos revolucionaria) que amenazase el dominio de la burguesía y que se quedase a medio camino como resultado de la traición de las «burocracias dirigentes». La democracia, en 1978, sólo podía significar, en todas sus formas, de la más radical a la más timorata, la continuidad en el poder de la burguesía y la puesta en funcionamiento de los mecanismos de colaboración entre clases que tan buenos resultados habían dado en el resto de países del entorno. Criticar, oponerse, luchar contra el «régimen del ´78» debería significar tanto como criticar, oponerse y luchar contra el régimen burgués, contra la dictadura de la clase que vive de la explotación del trabajo asalariado. Entonces, ¿por qué la CRT se opone sólo a ese «régimen» que no es nada singular? Simplemente porque explota la confusión a la que los propios mecanismos de colaboración entre clases han llevado al proletariado. Si la democracia significó en los años ´70 y ´80 la desactivación de cualquier conato o brote de lucha independiente del proletariado, si constituyó la gran mixtificación sobre la que se recuperaron las fuerzas de la opresión de clase, la reivindicación de una democracia «más pura», «más popular», en el año 2017, sólo puede contribuir a reforzar aquella ilusión, a llevar de nuevo cualquier atisbo de ruptura del control social que ejerce la burguesía sobre el proletariado a los cauces de la conciliación con su enemigo en nombre de un nuevo régimen que, perteneciendo exclusivamente a este, debiera solucionar los problemas que acucian a la clase trabajadora. Décadas de una política similar han sumido a la clase proletaria en un letargo, en una atonía, que le llevan a arrojar las armas casi antes de haber comenzado a luchar en cualquier conflicto, por limitado que este sea. La confianza en los resortes parlamentarios, en la descentralización del poder, en los ayuntamientos al alcance del «pueblo», saca a los trabajadores de su verdadero terreno de lucha, del enfrentamiento directo con su enemigo de clase, tome este la forma de un patrón aislado en una empresa determinada o de toda la burguesía en los conflictos políticos generales. En nombre de la democracia el proletariado no lucha y cuando, en nombre de esta democracia, es aplastado una vez más, su propio hábito conciliador le lleva a reivindicar ¡más democracia! La partida es redonda para la clase burguesa. Pero, además, tienen que llegar todavía las CRT de todo tipo para, en lugar de combatir, alentar esta estupidez democrática, pretendiendo inventar una nueva «democracia» a caballo entre la actual y una «popular» en la que la burguesía reinaría pero ¿no gobernaría?

Pretendiendo interpretar «las ilusiones de las masas», la CRT añade kilos de confusión sobre ellas precisamente en un momento en el cual estas ilusiones son el principal enemigo de cualquier posibilidad de reanudación de la lucha clasista del proletariado.

 

La crítica del reformismo para la CRT

 

La CRT se declara enemiga abierta de todas las tendencias que bajo el paraguas del «cambio» han aparecido en España. Desde luego lo hace de manera más consecuente que tantas otras corrientes que reniegan de Podemos pero aceptan las confluencias municipalistas o que ven la posibilidad de reorientar a unas u otras: la CRT dice situarse contra todas estas manifestaciones y las coloca bajo la denominación del reformismo.

Según la CRT estas organizaciones constituyen fuerzas que no pretenden oponerse al capitalismo sino reformarlo logrando ciertas ventajas para la clase trabajadora a cambio de que «los gobernantes», «las élites» (nótese que la CRT utiliza siempre estos giros del vocabulario para sortear los términos burguesía y proletariado) sigan en sus puestos. De esta manera, que podría parecer acertada si no se profundizase en su significado real, la CRT coloca a Podemos y sus diferentes versiones locales y autonómicos en posición de jugar un papel realmente significativo como «corriente reformista» que conduciría a las clases afectadas por la crisis (de nuevo el concepto es de la CRT) a una solución alejada del anticapitalismo. Afirma que estas corrientes «del cambio» suponen una fuerza autónoma con carta de naturaleza propia que ocupa el lugar del viejo reformismo socialdemócrata ilusionando a los proletarios con la posibilidad de una liquidación gradual y progresiva del capitalismo.

Pero las diferencias entre Podemos y el reformismo clásico son demasiadas como para poder hacer este símil sin que se desprenda de él un alto grado de confusionismo. El reformismo de viejo cuño, al que nos referimos al hablar de los partidos socialdemócratas de la II Internacional, se caracterizaba por afirmar que la conquista del poder por parte de los proletarios podría realizarse gradualmente, utilizando los medios democráticos que la propia burguesía permitía para implicar a la clase trabajadora en la colaboración entre clases. Estos partidos reformistas no habían renunciado de palabra a la lucha revolucionaria pero, como consecuencia de su orientación al pacto con una burguesía a la que pretendían desalojar pacífica y gradualmente de su papel como clase dominante, lo hicieron de hecho. La clave de esta renuncia es que seguían manteniendo formalmente los principios y las finalidades, es decir, el reconocimiento de la lucha de clase del proletariado como consustancial a una sociedad basada en la explotación del trabajo asalariado y de la apropiación privada de los frutos de este, de la necesidad de transformar esa sociedad en una donde cualquier tipo de explotación y opresión hubiesen desaparecido por la vía de la toma del poder por parte de la clase trabajadora. Estos son, claro, los principios y las finalidades del marxismo revolucionario y, diciendo defenderlos, los partidos reformistas de comienzos del siglo XIX lograron mantener a buena parte del proletariado bajo su influencia en el momento clave en el cual, en los principales países de Europa, sonó la hora de la mayor conflagración entre clases que ha conocido el mundo moderno, es decir, el periodo abierto por la Revolución Rusa y por las sacudidas revolucionarias en Hungría, Alemania e Italia principalmente.

En aquel momento, cuando la toma del poder para la clase proletaria ya había sido realizada en Rusia y cuando otros países veían llegar la hora en que esta cuestión se ponía sobre la mesa, el principal combate de los marxistas revolucionarios que durante décadas habían permanecido en las filas de la socialdemocracia consistió en la lucha despiadada contra esta, en la ruptura con ellos para conformar los partidos comunistas de la III Internacional bajo la guía de la experiencia bolchevique en Rusia y en la crítica de la traición del oportunismo reformista que, llegado el momento de la lucha abierta contra la burguesía, permanecía fiel a esta defendiendo tanto la lucha por medios exclusivamente democráticos como la defensa, en última instancia, de la solidaridad entre clases dentro del marco nacional. Entonces el reformismo fue identificado ya no como una corriente gradualista (enfrentada a una comunista revolucionaria) dentro del movimiento de clase del proletariado sino como una traición oportunista que borraba incluso de su lenguaje las palabras revolucionarias tradicionales para dejar únicamente la consigna, realizada ahora sí abiertamente, de defensa de los intereses de la burguesía. Los partidos oportunistas (Noske y Ebert así lo muestran) fueron la última ratio en la defensa de la fortaleza burguesa asediada por las convulsiones revolucionarias y, llegado el momento, la punta de lanza de la contraofensiva burguesa. No cumplían ya, entre el proletariado, otra función que la de desmovilizarlo, atarlo a prejuicios pequeño burgueses de defensa de la legalidad y la acción institucional, de vincularlo al superior interés nacional.

Este no es el lugar para entrar en todas las cuestiones relativas al balance de aquellos sangrientos años, que acabaron con la Rusia revolucionaria aplastada bajo la férula del estalinismo y con el resto de los destacamentos de vanguardia revolucionarios en Europa, América y Asia derrotados. Pero sí que se debe repetir una lección que la Izquierda Comunista de Italia había extraído de los años inmediatos al auge revolucionario, de los años de lucha dentro del propio partido reformista italiano, el Partido Socialista de Italia, y que defendió contra la corriente dentro de la III Internacional: la fuerza de los partidos comunistas recién creados y agrupados en la nueva Internacional residió en su capacidad para romper abiertamente con el oportunismo y colocarse frente a él como se colocaban frente a los defensores de la sociedad burguesa. Esta ruptura no se hizo sobre la base de un cálculo de posibilidades (hoy nos separamos porque somos fuertes, mañana podremos volver atrás) sino sobre una límpida delimitación de los terrenos teórico, político, táctico y organizativo entre las fuerzas marxistas y aquellas pasadas con armas y bagajes al enemigo. Y sobre esta lección se puede añadir un corolario: la debilidad de los propios partidos comunistas apareció cuando se quebró esta línea intransigente y comenzaron las cesiones ante el enemigo. Entonces dichos terrenos se contaminaron por la inclusión de la «elasticidad táctica» con sus consecuentes alianzas, agrupaciones electorales comunes… que minaron la fuerza política de la joven Internacional y acabaron por liquidar su propio encuadre organizativo.

Es por esto que hablar hoy, como lo hace la CRT, de un reformismo que conservaría su carácter original, que conformaría un partido obrero con posibilidades de defender los intereses de las masas proletarias ante las instituciones burguesas aunque con una perspectiva no revolucionaria, supone no sólo la negación de todo un decurso histórico en el que estas organizaciones han dejado de representar una política errónea para la clase proletaria y han pasado a ser agentes de la burguesía que ni tan siquiera esconden su naturaleza, sino que es, además, la antesala de una política de apoyos, concesiones y pactos con estas organizaciones o, cuanto menos, dadas sus fuerzas actuales, de una llamada a la defensa de estas organizaciones como un «mal menor», un «paso en el sentido correcto», etc.

La CRT quiere ver en Podemos o en las candidaturas municipalistas locales el revivir de un reformismo «sano», que respondería a un determinado nivel de lucha, conciencia y organización de los proletarios. Y en función de esta perspectiva y no de una posición de principios, que necesariamente contempla el balance de la contrarrevolución anti proletaria que tuvo en ese reformismo su punta de lanza, llamará a tomar una u otra posición al respecto de él. Por lo tanto la CRT prepara ya desde su nacimiento la posibilidad de futuros giros que le vinculen a un programa al que ellos consideran reformista (y al que el marxismo llama desde hace décadas oportunista y filo burgués) pero que considerarán oportuno en función del estado de ánimo de los proletarios. Con ello preparan el hecho de que, llegado el momento, llamarán a esos mismos proletarios, que inevitablemente se hartarán de un estado de ánimo que les garantiza la derrota, a no salirse de la línea trazada por las corrientes oportunistas.

La CRT se coloca en la línea de ese trotskismo depurado de reminiscencias marxistas que tiene cierta fuerza entre algunos elementos que rechazan la vía abierta y descaradamente anti proletaria de las corrientes y organizaciones del tipo Podemos o Siryza. Blande una doctrina que tiene tintes radicales en la medida en que combate las partes más estridentes del oportunismo, como aquellas que llaman no sólo a confiar en los mecanismos democráticos de lucha sino, sobre todo, a hacerlo sin ninguna expectativa de que estos tengan éxito más allá de proporcionarle una muleta a los partidos burgueses tradicionales. Hoy resulta obvio que Podemos es poco más que una comparsa del PSOE que ha garantizado, con la ayuda de Ciudadanos, incluso la pervivencia del bipartidismo. Y que los ayuntamientos del Cambio no han logrado, en dos años de existencia, ni tan siquiera mantener las condiciones de vida de los proletarios que viven en sus términos municipales. Después de que estos partidos y agrupaciones electorales se presentasen como la verdadera solución a una tensión social que se acumulaba desde hacía años en el país y que no parecía tener vía de escape, se puede ver claramente que su única función ha sido disipar dicha tensión en beneficio de la burguesía. Parar las movilizaciones, en llamar a la paz social, a la lucha exclusivamente parlamentaria o consistorial, etc. Ante esto es completamente razonable que el descontento entre algunos sectores de trabajadores que han sabido extraer las lecciones de su experiencia inmediata lleve a buscar una vía de ruptura con toda la corriente democratista y conciliadora que domina desde el Parlamento hasta los ayuntamientos. Pero esta vía no puede consistir en otra cosa que en la ruptura no ya con las organizaciones, con los nombres o con las políticas concretas que conforman el oportunismo organizado como corriente única (al margen precisamente de organizaciones, nombres y políticas coyunturales) sino con la misma política de conciliación entre clases que está tanto en la base de este oportunismo como en el horizonte inmediato de organizaciones como la CRT que, tanto por la valoración de los problemas acuciantes que se plantean a la reanudación de la lucha de clase del proletariado como por la solución que dan a estos, se convierten en un apéndice de extrema izquierda de este oportunismo.

Para los proletarios que padecen diariamente no sólo la presión que la clase burguesa ejerce sobre ellos en los puestos de trabajo, en el desempleo, en los barrios obreros… sino también la que los aliados de esta clase se encargan de llevar a cabo en el terreno de la lucha política, la única alternativa es el combate contra todas las ilusiones democráticas que pretenden que existe un terreno de concertación posible entre las clases sociales enfrentadas. Por lo tanto un combate contra la política de colaboración entre clases a través de los medios institucionales, jurídicos, legales, etc. que vinculan directamente la lucha de clase a la posibilidad de que sea permitida por la burguesía. Este combate los proletarios lo librarán, sobre todo, desembarazándose de la inercia que han creado décadas de atonía social. Y para ello deberán superar no sólo a las fuerzas abiertamente oportunistas sino también a aquellas que, como la CRT, marchan tras ellas intentando empujarlas, «radicalizarlas» o vivir, simplemente, de la expectativa de heredar su puesto y realizar mejor sus funciones.

Movimientos políticos como la CRT constituyen, en realidad, una especie de «sistema de compensación» al disgusto que una parte del proletariado manifiesta, y manifestará, en los enfrentamientos con el régimen burgués. Disgusto sobre el plano del parlamentarismo –que no ofrece mejoras ni tan siquiera mínimas a las condiciones sociales generales- y sobre el plano político social más general hacia una democracia que, en lugar de concretarse en una vida política abierta a un mayor peso de las instancias proletarias o, si se quiere, «populares», se concreta –como es natural para la democracia burguesa- en un mayor control social y en un Estado que, de hecho, se blinda cada vez más. Movimientos políticos del tipo CRT tienen objetivamente la tarea de recuperar a aquellos estratos proletarios que tienden a sustraerse de la influencia de las fuerzas oportunistas declaradamente pro-burguesas, para volver a llevarlas al cauce de la democracia burguesa ilusionándolas con poseer una fuerza en condiciones de imprimir a los medios y a los métodos democráticos una desviación decisiva a favor de los intereses proletarios. En realidad, los movimientos políticos de este tipo tienden a someter a estos estratos proletarios, con medios del todo impotentes y veleidosos, al servicio de este mismo régimen burgués que dicen querer reformar y mejorar, volviéndose de esta manera enemigos de la causa proletaria y tan insidiosos como los viejos oportunistas socialdemócratas y estalinistas.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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