El populismo, ideología pequeño burguesa y reaccionaria, es tan antiproletaria como lo es la democracia burguesa

 

(«El proletario»; N° 14; Junio-Julio-Agosto de 2017 )

 

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Desde hace algunos años está de moda etiquetar determinados movimientos o ciertas posiciones políticas con el término de populista. Que tiene relación directa con el pueblo es evidente, pero, en general, al término «populista», comentaristas y medias le asimilan la característica de demagogia, en cuanto el populismo –a través de apelaciones moralistas dirigidas a una indistinta masa popular para defender las «tradiciones», la «cultura», el «bienestar», los hábitos y la identidad nacional o de raza- tiende a prometer cosas que no se podrán mantener nunca. No se podrán mantener, en realidad, no tanto porque los populistas no quieran, sino porque la presión económica capitalista y los intereses de las clases dominantes y de sus diversas fracciones, junto a las inevitables contradicciones que los enfrentamientos sociales de clase generan, son talmente incontrolables que ninguno de esos llamamientos podrá jamás transformarse en resultado concreto si no es excepcionalmente, en periodos de tiempo limitados y ciertamente no a través de las formas de la democracia, sino a través de las formas del totalitarismo capitalista abierto (como el fascismo y el nazismo demostraron).

Generalmente, el populismo es considerado, precisamente por estos motivos, de derecha y, por ello, tendencialmente antidemocrático. La democracia es considerada, en general, «de izquierdas» por el hecho de ser contrapuesta al fascismo, al totalitarismo, a la dictadura.

En realidad, con el sucederse de las sociedades en la historia, los mismos términos originales han asumido significados ideológicos y políticos diversos y, alcanzada la sociedad burguesa, la democracia ha devenido una concepción en condiciones de contener aspectos del todo diversos y contradictorios; es declinada de las maneras más disparatadas, mayoritaria, verdadera, nueva, directa, de base, de altura, participativa, presidencial, parlamentaria, blindada, popular, proletaria. En la democracia burguesa –basta referirse a los Estados Unidos, a Gran Bretaña, Francia o Italia- las formas más abiertas de implicación del pueblo, de los ciudadanos, a la vida política, se condensan en las elecciones, es decir en la representación de los diversos intereses particulares existentes en la sociedad que son las reagrupaciones políticas, más o menos organizadas estructuralmente en partidos, en asociaciones o en movimientos. Pero lo que determina la verdadera obra de la representación política en las instituciones democráticas son los intereses económicos específicos que manifiestan (y que les financian y les apoyan). Desde este punto de vista es un error pensar que la clase dominante burguesa sea una asociación del todo homogénea de capitalistas y de sus representantes que se mueve unitariamente y siempre al unísono. En una sociedad basada sobre la propiedad privada y sobre la apropiación privada de la producción social, la norma es la competencia, el enfrentamiento, la lucha por acaparar cuotas de beneficio y de mercado cada vez mayores, quitándoselas a los competidores con todos los medios, lícitos o ilícitos; más que de «unión» ente burgueses se debe hablar de «alianza» entre grupos o fracciones que pueden cambiar y transformarse en contrastes y enfrentamientos, según las modificaciones de las relaciones económicas, financieras y políticas entre aquellos grupos o fracciones.

Lo que realmente une a los burgueses no es el «bien común», el «bien de la nación», el interés de todo el pueblo, sino la defensa de un sistema de explotación –del trabajo asalariado- del cual todos los burgueses extraen su beneficio. Por otro lado, los trabajadores asalariados, constituyendo en todos los países desarrollados en términos capitalistas la mayoría de la población y teniendo concretamente intereses económicos y sociales completamente opuestos a los de los capitalistas, han demostrado en la historia no sólo el rebelarse contra la explotación capitalista sino también el luchar con métodos revolucionarios para barrerla de la faz de la tierra; por estas razones representan un peligro para el poder de la clase burguesa dominante y la defensa contra este peligro une a todos los burgueses, todos los capitalistas, grandes o pequeños, que tienen en sus manos las riendas de la dirección de las empresas, del Estado central o de las instituciones periféricas. Por ello, lo que une a los burgueses son fundamentalmente dos factores: los negocios de los cuales extraer mayor beneficio, en el propio país o en mercados exteriores según la fuerza de sus propias empresas; el mantenimiento del sistema de explotación del trabajo asalariado y su defensa de los ataques del proletariado en lucha por sus propios intereses de clase y, sobre todo, si este ataque lo realiza con medios y métodos revolucionarios.

El desarrollo del capitalismo, en realidad no sólo ha alargado el mercado a todo el planeta, constituyendo cada vez más el campo decisivo para la competencia intercapitalista e interimperialista, sino que ha vuelto indispensable para todo capitalista, para todo grupo o trust capitalista, si quiere mantener y desarrollar sus propios beneficios, el método de las alianzas, de los acuerdos tanto sobre el plano económico y financiero como sobre el plano político y diplomático. De esta manera, lo que aparece como base característica del desarrollo capitalista es la red de intereses tejida entre empresas –no necesariamente del mismo sector económico-, entre holdings, entre Estados; y es sobre esta red de intereses que la burguesía construye su fuerza económica, social, política, sobre diversos mercados y teatros de la competencia. La burguesía, desde su nacimiento, lucha contra las viejas clases dominantes, contra las burguesías extranjeras, contra el proletariado y contra las fracciones de su misma clase que se oponen al desarrollo de las fracciones más potentes; y continuará luchando contra todos hasta que no sea definitivamente eliminada como clase dominante y anulada como simple clase social, cosa que sólo podrá realizarse a través de la lucha revolucionaria de la clase  proletaria que, a nivel internacional, cancelando el poder de clase de la burguesía cancela también su poder de clase y, con ello, cualquier división en clases de la sociedad.

 

 Democracia: de reivindicación revolucionaria a máscara del poder burgués

 

Democracia, etimológicamente, proveniente del griego, significa «poder del pueblo», poder de todos, contrapuesta por lo tanto a Oligarquía, poder de pocos, poder de una élite.

En la antigua Grecia el «pueblo» que debía poseer el poder político (el poder deliberativo) estaba constituido por los ciudadanos pleno iure, es decir, los ciudadanos poseedores (por lo tanto ni los esclavos ni los extranjeros, etc.) que tenían el pleno derecho de votar, y desde este punto de vista estos ciudadanos eran todos iguales y participaban en la asamblea que decidía. Hablamos de una sociedad antigua, esclavista, dividida en clases con intereses enfrentados, donde el concepto de igualdad estaba muy limitado desde un punto de vista materialista y se refería en particular a los ciudadanos varones que eran los únicos que tenían y ejercían los derechos políticos mientras las ciudadanas, además de no tener derechos políticos, tenían derechos jurídicos muy limitados. El concepto de igualdad a nivel económico, social, político y cultural estará en realidad muy limitado durante muchísimo tiempo al género masculino y a los poseedores. Hace falta llegar al desarrollo económico capitalista para que el pueblo tome parte en la vida política de la sociedad, poco a poco naturalmente, hasta presionar sobre las desgastadas barreras de contención de la sociedad feudal, haciéndola saltar, para liberar el desarrollo económico del nuevo modo de producción y, sobre su estela, liberar de los vínculos personales, sociales y jurídicos, a todos aquellos que estaban ocupados, quisiesen o no, en actividades laborales, de los artesanos a los obreros y a los campesinos: todos se volvieron ciudadanos, todos anhelantes de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, como rezan las grandes palabras que la revolución francesa ha transmitido.

Pero el modo de producción capitalista, desarrollando en la sociedad una estructura económica basada en la propiedad privada (heredera de las sociedades de clase precedentes) y sobre la apropiación privada de la producción social (verdadera característica exclusiva de la sociedad burguesa), ha transformado la liberación de las masas de trabajadores de los vínculos y de las opresiones características del feudalismo, en una nueva forma de esclavitud, de opresión, la esclavitud salarial. El proletariado moderno es aquel que no posee nada si no es su fuerza de trabajo, que es obligado a venderla al capitalista si quiere sobrevivir en una sociedad en la cual cualquier producto, resultado del trabajo industrial, agrícola o de simple cosecha natural, es mercancía a vender o a comprar, y cualquier actividad laboral, incluso las de diversión, ocio y esparcimiento está regulada por el mercantilismo, así como cualquier actividad de tipo cultural, deportivo, religioso, de caridad y de ayuda social.

La democracia moderna, la democracia de la época burguesa, y sobre todo la de la época imperialista, no sólo no está fundada sobre la igualdad, ni mucho menos sobre la fraternidad, sino que está a mucha distancia de la libertad, palabra mágica que en las sociedades divididas en clases quiere decir todo y no quiere decir nada. Indiscutiblemente durante un largo periodo la reivindicación de la democracia política y económica, ha condensado el empuje revolucionario de la nueva clase burguesa que luchaba contra las clases dominantes de las viejas sociedades feudales y asiáticas; y durante un periodo aún largo, durante el desarrollo del capitalismo en el exterior de Europa, gracias a la colonización de todo el planeta, la reivindicación de democracia, con su consecuente independencia política y de autodeterminación de los pueblos, ha constituido, para una buena parte de países, sobre todo en África, Asia y América Latina, el objetivo nacional-revolucionario que hacía dar un paso adelante a la historia colocando, al mismo tiempo, en dificultades al dominio de las potencias imperialistas sobre el mundo.

Libertad, igualdad, fraternidad son grandes palabras en torno a las cuales la burguesía revolucionaria desde el siglo XVII y los comienzos del XVIII ha logrado movilizar a las grandes masas proletarias y campesinas para acabar con el poder de la aristocracia y del clero, liberando a la economía capitalista ya existente de los límites demasiado estrechos e intolerables en los cuales la constreñían los poderes feudales.

Pero aquella «liberación» abría, desde el punto de vista político y social, la era de la libre iniciativa económica, de la libre competencia, del libre mercado, todas «libertades» que podían ser ejercidas con una condición fundamental: tener la libertad de explotar sin límites la fuerza de trabajo puesta a disposición por la ruina de la economía feudal y de sus instituciones, y de hacer circular sin límites los capitales en dinero acumulados. En suma, la mistificación de la igualdad, formalmente sólo jurídica, entre capitalistas, proletarios, curas, campesinos, abogados, burócratas, artistas, etc. para los cuales el propio voto vale como el voto de cualquier otro elector, hace de base de la mistificación de la libertad, gracias a la cual cualquier individuo tiene la misma posibilidad de decisión que cualquier otro individuo, sin distinción de censo, posición social, patrimonio personal, etc. Es como decir que «la ley» de la clase dominante «es igual para todos», lo que, traducido a la realidad, significa que la ley de la clase dominante burguesa defiende los intereses de la clase dominante burguesa, como demuestran los hechos, contra los intereses de las otras clases sociales. Defensa del todo válida incluso en el caso en el cual algún representante de la clase dominante es sorprendido en actividades «ilegales» y reprimido por este motivo.

Pero no obstante la enorme cantidad de hechos que demuestran que la democracia burguesa y sus leyes no logran impedir la corrupción, la criminalidad, la pobreza, la impotencia para prevenir desastres y catástrofes, el mito de la democracia aún resiste. Pero el contenido de aquello que fue la democracia liberal del siglo XVIII, después de dos guerras imperialistas mundiales y la secuencia de las terribles guerras de rapiña locales desde 1945 en adelante y que continúa siendo una trágica realidad, se ha pulverizado completamente, desvelando en realidad el verdadero sentido del régimen burgués, el sentido del totalitarismo capitalista. Un totalitarismo de tipo económico y financiero que en los países más desarrollados se puede permitir invertir consistentes capitales para mantener en pie la máquina propagandística de la democracia y la superestructura religiosa y social que justifica su existencia, mientras en los países menos desarrollados en términos capitalistas se muestra más claramente –aun si estos países son repúblicas democráticas- el sentido del autoritarismo y de la represión incluso de la más simple libertad individual.

¿Qué es la tan aclamada democracia? Es una palabra vacía y su uso rebela el objetivo oportunista y, en sustancia, reaccionario de continuar la obra de intoxicación del proletariado hasta el punto de impedirle reconocer no sólo a sus verdaderos enemigos de clase, sino incluso a sí mismo.

 

El populismo, de ideología veleidosa y parasocialista a instrumento de la reacción burguesa

 

El populismo, según el marxismo, es la ideología política que niega las divisiones en clase de la sociedad y, por lo tanto, la lucha entre las clases antagonistas. El populismo concibe sólo una particular forma de antagonismo social: por un lado la mayoría de los ciudadanos –el famoso pueblo- y, por el otro, una pequeña minoría de «privilegiados», aquella que los periodistas gustan de llamar «casta». Esta ideología sostiene, en síntesis, que el «pueblo» (en cuanto mayoría absoluta respecto a la élite) es portador de valores positivos mientras que las minorías elitistas son fácilmente corruptas y corrompibles, por lo que representan valores negativos.

Históricamente el populismo, como ideología y organización política, nace en Rusia, después de la abolición de la servidumbre de la gleba, como respuesta a la permanente represión del poder zarista. Fue una ideología que representaba el malestar social de la pequeña burguesía urbana y rural, con la cual se intentaba empujar al vasto campesinado ruso a la rebelión y a la revolución contra el zarismo; de hecho, junto a las diferentes corrientes del populismo ruso, todos concebían la comunidad rural rusa como base para la emancipación del poder de la autocracia y, junto a la comunidad rural rusa, concebían a la pequeña tienda artesana, la pequeña producción ,como la base sana de la sociedad porque esta, según dicha concepción, portaba el vínculo directo entre productor y producto que el capitalismo estaba destruyendo para siempre. Se mezclaban, además, conceptos anarquistas y parasocialistas y, como era típico de la época, el populismo se hizo conocer sobre todo por las acciones terroristas (como el atentado contra el zar Alejandro) a través de los cuales «el pueblo» debía defenderse del dominio del capital y de los burgueses a los cuales la autocracia, quisiese o no, había abierto la puerta; pero, en seguida de la fortísima represión por parte del poder zarista, se desarrolló un populismo legalista que pedía al mismo zar (y por lo tanto al Estado por él representado), al que anteriormente quería asesinar, que desarrollase una forma económica no basándose en la gran industria sino en las comunidades rurales.

El populismo, frente al avance majestuoso del modo de producción capitalista, a su progreso técnico y al de su aumento de la productividad, intentaba veleidosamente cerrarle el paso basándose en el presupuesto de que «el pueblo» en cuanto tal, gracias a su laboriosidad y a sus tradiciones históricas, era de por sí una fuerza; con el presupuesto de que la «voluntad» del pueblo –que constituye la mayoría- es la «justa voluntad» y de que en él no existen diferencias de clase y de lucha entre las clases, sino que existen individuos ligados los unos a los otros por el trabajo colectivo y por el actuar unánime, como si fuesen unidos por destinos históricos especiales. Es inútil decir que el populismo se abstrae completamente de las causas profundas del desarrollo de la economía social, por lo tanto de las relaciones de producción, y que por ello, aun cuando avanzaba críticas justísimas al capitalismo y a la burguesía, no estaba en condiciones de formular un programa histórico de emancipación social real como sí hacía el marxismo que, con el materialismo histórico y dialéctico y con el determinismo histórico, introdujo en la concepción de la historia la explicación del desarrollo de las sociedades humanas que han hecho de la teoría marxista la ciencia social por definición.

Que la ideología populista es de naturaleza típicamente pequeñoburguesa es evidente. La pequeña burguesía se encuentra entre las clases fundamentales de la sociedad capitalista –los propietarios de tierras y los capitalistas (que forman parte de la clase burguesa dominante) y el proletariado- y sufre inevitablemente la influencia de las relaciones de fuerza entre ellas, oscilando continuamente hacia la gran burguesía o hacia el proletariado. Es en cualquier caso valida y firme la observación que hace Marx en su escrito El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de que no hace falta creer «que la pequeña burguesía tenga por principio el poner en primera línea un interés egoísta de clase. Ella cree que las condiciones particulares de su emancipación son las condiciones generales con las cuales la sociedad moderna puede obtener su propia liberación y puede evitar la lucha de clase» (1) Las ilusiones de la pequeña burguesía son las de sustraerse a las consecuencias de la lucha de clase entre el proletariado y la burguesía; pero cuando esta lucha irrumpe sobre la escena, ella, por intereses materiales y económicos inmediatos, está de parte de la defensa de la propiedad privada y del intercambio mercantil, por lo tanto de la burguesía.

La ideología pequeño burguesa es hija, contemporáneamente, de los prejuicios de las viejas clases sociales vencidas por la burguesía, del modo económico de la pequeña producción y de la pequeña propiedad privada, y del mercantilismo a través del cual mantener relaciones entre pequeños productores y pequeños tenderos. Es una ideología reaccionaria porque el camino de la historia no puede darse la vuelta y porque, para defender el mundo de la pequeña producción y de la pequeña propiedad privada la pequeña burguesía es empujada a combatir contra todo lo que representa un peligro para su pequeño mundo, en particular la lucha de clase del proletariado, porque en esta lucha ella ve -¡justamente!- su fin definitivo.

En el curso del desarrollo del capitalismo, y de sus crisis, la pequeña burguesía ha gozado de una serie de ventajas económicas y de privilegios sociales en los periodos de expansión económica, pero ha sufrido la ruina en los periodos de crisis. Es la oscilación entre periodos de expansión y periodos de crisis económica la que la hace oscilar hacia posiciones de extrema reacción y posiciones radicales incluso de carácter terrorista; en realidad ella no está en condiciones de defender sus propios objetivos históricos por la simple razón de que no los tiene sino que es empujada por las mutables relaciones de fuerza entre las dos clases principales de la sociedad a apoyar o a hacerse instrumento de una o de otra de las clases en el intento de salvar su posición social, su mundo de la pequeña producción y de la pequeña propiedad privada. Por ello está destinada –cuanto más resiste en el tiempo el régimen burgués y, por lo tanto, más despótico y autoritario se hace su poder social y político- a convertirse en la fuerza reaccionaria por excelencia en defensa de la conservación social.

El populismo de hoy tiene poco que ver con el populismo de la mitad del siglo XVIII o con el de los primeros decenios del siglo XIX. En la época en la cual los grandes países capitalistas eran gobernados con los métodos de la democracia liberal, el populismo no era sino una tendencia política del reformismo y, por ello, podía teñirse con los colores del «socialismo» o del «cristianismo» visto su ideal de «pueblo» (el «pueblo trabajador» antes que el «pueblo de Dios»). Hoy, a la vez que el reformismo, el populismo sufre todos los efectos de un largo debilitamiento tanto sobre el plano ideológico como sobre el político y social. Todos los partidos declaradamente burgueses, de derecha o de centro, y todos los partidos de la llamada izquierda –burgueses hasta el tuétano- contienen conceptos y formas de propaganda que son definidas como «populistas» pero que probablemente fuese más justo definir como «populares», en el sentido más negativo del término, porque su contenido está compuesto de frases hechas, de eslóganes, de prejuicios, de lugares comunes; y, en cuanto «populares», seguramente referibles al concepto de democracia vuelto también  vacío, confuso, nebuloso, usado en cualquier salsa, tanto da haber perdido su característica histórica, pero no, para la clase obrera, la capacidad de embaucar aún en sus engaños a los proletarios de medio mundo. Pero sobre el concepto de «popular» volveremos en un próximo artículo.

Ya se trate de la Lega Nord, del Movimiento 5 Estrellas, del Partido Democrático o de Forza Italia, de Macron y su «En marche» o de Podemos, el populismo es lo mismo; cada uno utiliza sus elementos según sus conveniencias inmediatas. Pero, como los partidos tradicionales y de la «vieja política» también los nuevos Movimientos, los nuevos Partidos se colocan sobre la misma línea de continuidad de la conservación social: en tanto se combaten entre ellos para llegar al gobierno del país y colocar las manos en las cajas del Estado, están mancomunados en la misión histórica burguesa por excelencia: controlar e influenciar a las masas proletarias con el fin de que su rabia y su reacción violenta ante las condiciones de vida cada vez más insoportables no superen los límites entre los cuales el poder burgués puede aún controlarlos, con la represión más dura si es necesario; con el fin de que sean siempre reconducibles sobre el terreno en el cual el renacimiento de la lucha de clase –porque la lucha de clase renacerá inevitablemente- sea sofocada y rechazada. Para esto sirven sobre todo los partidos, las instituciones, los métodos y los mecanismos democráticos: para debilitar al proletariado de manera que no pueda reconocerse como la única fuerza de clase en condiciones de dar la vuelta por completo a la situación, colocando en primer lugar entre sus objetivos de lucha el de la emancipación de la esclavitud del trabajo asalariado y, por lo tanto, el camino necesario para lograrla.

 


 

(1) Cfr. K. Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Ediciones en lenguas extranjeras, Moscú.

 

 

Partido comunista internacional

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