Proletarios, ¡Recordad 1934!

 

(«El proletario»; N° Especial Cataluña; Octubre de 2017 )

 

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En el mundo burgués todas las grandes cuestiones sociales, todos los problemas que aparecen en el desarrollo del modo de producción capitalista, especialmente cuando este ha llegado a su etapa de desarrollo imperialista, se solventan en la piel de los proletarios. Desde las cuestiones vinculadas a la supervivencia inmediata, a la necesidad de encontrar trabajo para comer, casa para alojarse y una mínima garantía vital para las futuras generaciones proletarias, hasta las grandes cuestiones históricas, tales como el tránsito violento y desgarrador de la economía feudal-servil a una basada en el trabajo asalariado como única fuente de riqueza social, pasando por los enfrentamientos diarios que se dan entre países y entre empresas, entre la misma clase burguesa y el resto de clases no proletarias de la sociedad y, por supuesto, entre burgueses y proletarios… toda la vida en las sociedades capitalistas se sustenta tanto sobre el trabajo proletario como sobre su capacidad para soportar todas las humillaciones, miserias y privaciones de que es receptor en última instancia.

Durante las épocas de relativa paz social, cuando el crecimiento de los negocios y el beneficio capitalistas dan la falsa impresión de que un desarrollo armónico de la sociedad y un relativo equilibrio entre las clases sociales es posible, los proletarios tienen la «suerte» de poder ser explotados en paz a cambio de un salario que les permite sobrevivir más o menos holgadamente: entonces el mito de la solidaridad entre clases y todas las mentiras acerca de la convivencia pacífica tanto entre proletariado y burguesía como entre las diferentes burguesías nacionales y, dentro de estas, sus diversas facciones locales o sectoriales, cobran una fuerza inusitada y educan a los proletarios en la moral y las costumbres burguesas, les imbuyen de su ideología, entonces recubierta del manto pacifista y la hipocresía humanitaria. Da igual que en la mayor parte del mundo la guerra, la rapiña y las masacres sean una constante a cargo de las fuerzas imperialistas en lucha, de cara a sus proletarios, mientras pueden garantizarles una vida no demasiado miserable, la clase burguesa se presenta como máxima expresión de la concordia y la armonía social. Con la ayuda inestimable de los partidos falsamente llamados obreros o proletarios, con la colaboración de las organizaciones sindicales entregadas a la conciliación entre clases (es decir, a garantizar a los burgueses que siempre tendrán mano de obra dispuesta a ser explotada e incapaz de rebelarse) la burguesía educa a la clase proletaria en la subordinación a sus exigencias, le muestra el mundo capitalista como el único posible e intenta cortar de raíz cualquier brote de lucha que se encamine en el sentido contrario. La exaltación nacionalista, la continua propaganda democrática, etc. preparan al proletariado para los futuros sacrificios que deberá hacer cuando la cruda realidad de un mundo caótico y despiadado se asome.

Cuando la paz no es posible, cuando en el horizonte empiezan a verse las hogueras que llaman a la guerra, entonces la burguesía redobla sus esfuerzos por movilizar tras de sí a los proletarios. Pasa de una fase de encuadre suave y relativamente discreta, a una donde la urgencia es la ley: entonces a los proletarios se les exige que participen abiertamente en la defensa del país, que sean la carne de cañón en los enfrentamientos, que mueran gustosos por los intereses de la burguesía. Y en este esfuerzo no sólo participa la burguesía: de nuevo los agentes con que esta cuenta en el seno de la clase proletaria, el oportunismo político y sindical que trabaja incesantemente por supeditar los impulsos más elementales de la clase proletaria a las exigencias de la clase dominante, redobla también sus esfuerzos a la vez que las clases intermedias, la pequeña burguesía y sus múltiples satélites, parece cobrar un vigor inusitado hasta el momento en la medida en que ejerce de correa de transmisión social de las exigencias de la alta burguesía. Esta pequeña burguesía forma los cuadros de la movilización que exige el capital, en muchas ocasiones crea las organizaciones que van a movilizar al proletariado, les transmite la más abyecta ideología patriotera y servilona… ella pretende encarnar el concepto etéreo de pueblo que subsume al proletariado en el magma interclasista y que realmente no es otra cosa que la supeditación de toda la sociedad a las exigencias de la burguesía.

El paso entre ambas fases, entre aquella en la cual la vida relativamente pacífica que se desarrolla durante algunos decenios parece borrar del mapa la lucha de clases y aquella en la que la crisis capitalista obliga a la movilización bélica de absolutamente toda la sociedad y en especial del proletariado, que constituye la gran mayoría de esta, se presente, por lo general, de manera brusca. En el curso de unos pocos años el mundo que se representaba por parte de los ideólogos burgueses como pacífico y ordenado, aparece como un inmenso campo de batalla y el sueño miserable del desarrollo pacífico y democrático se viene abajo ante las nuevas exigencias bélicas. Pero, por rápido que se haga este tránsito, sólo aparece como algo novedoso e inexplicable precisamente para quienes han llegado a creer en las mentiras progresistas de la burguesía, porque la realidad, la historia y el propio desarrollo contemporáneo del curso del imperialismo a nivel mundial, dan sobradas noticias de que el enfrentamiento general entre burguesías es el punto al que se dirige el verdadero desarrollo social. Para entender esto es necesario, en primer lugar, deshacerse de las gafas ahumadas que hacen ver la voluntad, individual o colectiva, en el centro del curso de la historia. No se trata de que tal o cual líder mundial, o tal o cual país, decida marchar a la guerra ignorando las posibilidades de no hacerlo. Como no se trata de que tal o cual líder mundial, o tal o cual país, deba defenderse. En el mismo transcurrir de los periodos de relativa paz capitalista, se incuban y se desarrollan las potencias militares que en realidad anidan en las contradicciones del modo de producción capitalista, de la inevitable caída de la tasa media de beneficio a nivel local, nacional y mundial, al recurso de las inversiones militares como presunta «solución» al exceso de capital y, en fin, a la necesidad de destruir fuerzas productivas, que se han vuelto excesivas para un mercado que no logra absorberlas y transformarlas en capital ulterior; volver a un hipotético nivel cero, este es el objetivo del capitalismo cuando, logrado el más alto nivel de crisis trata de salir, porque desde esa enorme destrucción puede dar lugar a ulteriores ciclos de producción y de valorización del capital, bajo una nueva configuración del orden imperialista mundial determinada por la guerra, y recuperar así los niveles de beneficio necesarios para el capital.

Es por esto, por estas leyes grabadas a fuego en el cuerpo social del capitalismo y que no han dejado de verificarse en los últimos cien años, que el marxismo revolucionario afirma que es posible no sólo entender, sino también prever, estos grandes desgarros históricos a los que está abocada la civilización capitalista. Desde la célebre afirmación del Manifiesto del Partido Comunista

«Las condiciones de producción y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró.  Desde hace varias décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de las modernas fuerzas productivas que se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra el régimen de la propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predominio político de la burguesía.  Basta mencionar las crisis comerciales, cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la existencia de la sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte considerable de las fuerzas productivas existentes.  En esas crisis se desata una epidemia social que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué?  Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio.  Las fuerzas productivas de que dispone no sirven ya para fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su desarrollo.  Y tan pronto como logran vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan dar al traste con el régimen burgués de la propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las crisis la burguesía?  De dos maneras: destruyendo violentamente una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose nuevos mercados, a la par que procurando explotar más concienzudamente los mercados antiguos.  Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.»

Está claro que  para los marxistas ni las crisis ni las guerras subsiguientes con que la burguesía trata de salir de ellas, suponen un misterio: su misma existencia, su desarrollo y sus consecuencias, tiene carta de naturaleza en el mundo burgués como la tienen el trabajo asalariado, el capital y el beneficio. Pero tampoco tiene nada de misterioso el curso hacia la guerra ni las implicaciones políticas de este para la clase proletaria. El papel que el oportunismo político y sindical juega en él, esforzándose por movilizar a la clase proletaria detrás de las banderas burguesas, la propaganda lacerante a favor de la ideología nacionalista, la propia lucha de calle de los secuaces de la burguesía para reventar, aún antes de que nazca, cualquier oposición proletaria a la misma… son todos ellos fenómenos íntimamente vinculados al propio desarrollo del capitalismo hacia la meta que constituye el enfrentamiento militar. Saber interpretarlos correctamente, ser capaces de preverlos y de mostrar sus consecuencias aún antes de que aparezcan, son cosas que entran dentro del dominio marxista de las armas de la crítica, paso fundamental que vincula al proletariado inerte e incapaz de manifestarse como una clase social con intereses propios a la constitución de este proletariado en clase, luego en partido político según el Manifiesto, que asume a su vez el paso de esas armas de la crítica  la crítica de las armas. Es por lo tanto tarea del partido comunista mostrar, aún en las circunstancias más duras y adversas al desarrollo de su trabajo, que la única realidad histórica que el capitalismo es capaz de garantizar a los proletarios es que serán utilizados una y otra vez como carne de cañón en sus guerras mientras que no logren abatir de una vez a la burguesía, despedazar su Estado e imponer su propia dictadura de clase, única vía para aniquilar definitivamente el propio capitalismo.

La burguesía española padece hoy la llamada «crisis catalana», una crisis política que pone en duda todo el ordenamiento jurídico e institucional del país, como consecuencia de una mucho más profunda crisis económica que, pese a haber superado su punto crítico, se deja sentir aún en sus consecuencias devastadoras. Y como toda crisis, económica, social o política, sus efectos pesan especialmente sobre la clase proletaria. Es evidente para cualquier observador un poco atenta que, en lo esencial, los proletarios se han mantenido relativamente al margen de las tensiones sociales que se han producido en esta «crisis catalana»: las manifestaciones, tanto del bloque independentista-republicano como del bloque constitucionalista, han estado protagonizadas por los elementos de la «sociedad civil» más involucrados en el conflicto, es decir, por la pequeña burguesía para la que esta lucha apela directamente a sus intereses de clase más inmediatos. Pero la posición de los marxistas revolucionarios, que se colocan siempre en la perspectiva de la reanudación de la lucha de clase proletaria a gran escala, es diametralmente opuesta a cualquier tipo de indiferentismo respecto a ninguna de las cuestiones sociales que se plantean, sobre todo cuando se trata de una tan relevante como la que pone en juego el regurgitar de un supuesto conflicto «nacional».

En última instancia, el llamado «problema catalán» tiene sus causas determinantes fuera del estrecho marco nacional… español. Se inscribe en un contexto de polarización de las posiciones de los diferentes imperialismos mundiales, consecuencia a su vez de la gran crisis capitalista que comenzó en los años 2007-2008: se trata de un episodio, si bien localizado dentro de unos márgenes muy concretos como son los del enfrentamiento entre una parte de la burguesía y de la pequeña burguesía catalanas contra la burguesía española por el reparto del cada vez menor beneficio de la explotación del trabajo asalariado, de un proceso general que discurre hacia un nuevo conflicto imperialista a escala general. Es en este sentido que afirmamos que el «problema nacional» catalán afecta a la clase proletaria. No porque esta tenga interés en colocarse en defensa de uno u otro de los bandos contendientes, sino porque la misma existencia de este «problema» evidencia que el capitalismo tiende inevitablemente hacia un nuevo enfrentamiento en el que será usado como carne de cañón. Por eso mismo el «problema catalán» no tiene únicamente la dimensión de un enfrentamiento entre bandos rivales de una misma clase burguesa, sino que implica un fortísimo esfuerzo por ambas partes para poner en juego las consignas patrióticas de unidad nacional, defensa de la economía patria, del Estado y de la democracia como solución última a los conflictos sociales que se viven en el mundo capitalista. Todo el esfuerzo por crear un nacionalismo de aspecto «popular», por vincular a diferentes grupos de la pequeña burguesía catalana, como aquellos vinculados a ERC y a las CUP, tiene como objetivo mostrar al proletariado, que constituye no sólo la mayor parte de la sociedad en Cataluña, España, Europa y, en general, todo el mundo, sino también la fuerza productiva esencial, que la única vía para solucionar los conflictos sociales que cada vez se vuelven más intensos y que a cada momento afectan más y más a las condiciones de supervivencia de la población, es la alianza entre clases detrás del programa nacionalista y democrático. Un trabajo de desmovilización preventiva, de inoculación lenta pero implacable del virus del oportunismo en el cuerpo proletario que tiene como objetivo preparar el terreno para los enfrentamientos, mucho más duros sin duda, de mañana.

Para la clase proletaria esto no es ninguna novedad. Colocada siempre en el centro de todos los conflictos sociales, ha tenido un papel esencial a lo largo de todas las etapas del desarrollo del «problema nacional» catalán en la época capitalista. El punto culminante, hasta el momento claro están, de este conflicto tuvo lugar en 1934, precisamente coincidiendo con la gran huelga insurreccional que el proletariado español desencadenó en el periodo republicano.

En octubre de 1934 tuvo lugar, como decimos, el gran movimiento insurreccional del proletariado español que, con Asturias como punto neurálgico de su acción, fue lanzado al combate por las direcciones del Partido Socialista, el Bloque Obrero y Campesino, la Izquierda Comunista de Andrés Nin y determinados sectores de la CNT. El objetivo del movimiento, lejos de corresponderse con la fuerza que desarrolló en Asturias (y en menor medida en otras regiones de España como la propia Cataluña o Castilla), era simplemente evitar el acceso del partido derechista, la CEDA, al gobierno del republicano Lerroux y reinstaurar la situación previa a 1933, año en que las elecciones expulsaron del poder a la coalición republicano-socialista. Se entiende, por lo tanto, que si hablamos de movimiento insurreccional lo hacemos para resaltar la inmensa fuerza que el proletariado desarrolló en esas semanas, a que lo hizo de hecho con las armas en la mano y a que la propia burguesía española, que tuvo que recurrir al ejército republicano para reprimirlo, lo consideró así: no se trató, en ningún momento, de un movimiento genuinamente proletario, es decir, dirigido hacia unos objetivos clasistas que, dado que el enfrentamiento llegó al punto de convertirse en combate militar, sólo podían ser los de la toma del poder y la instauración de la dictadura de clase del proletariado. La clase obrera fue vencida antes de comenzar la lucha: la bandera que se enarboló, la defensa del Estado republicano contra la «ofensiva fascista» que encarnaba, supuestamente, la CEDA, sólo podía conducir a la derrota en la medida en que era incapaz de proporcionar una dirección correcta a las fuerzas proletarias, contentándose con lanzarlas contra un espantajo que, por otro lado, jugaba precisamente el papel de precipitar un movimiento en el momento más inoportuno posible. La lucha titánica de los proletarios asturianos, guiados por un comité revolucionario de alcance únicamente local y que era en realidad una versión reducida del mismo organismo interclasista que existía a nivel nacional, se desperdició no tanto por la falta de respuesta del resto de la clase proletaria española como por la total y absoluta falta de perspectiva y organización políticas. La represión posterior únicamente certificó el derroche de energías para fines triviales en que se había incurrido. De hecho, la clase proletaria ya no volvió a levantar cabeza, agotada en regiones como Asturias, Castilla o Andalucía y completamente desorganizada en todas partes por el apoyo de todas las organizaciones obreras al Frente Popular, en 1936 fue completamente incapaz, en una situación mucho más favorable que la de 1934, de tomar la iniciativa y cedió todas sus conquistas a la clase enemiga.

Dentro de este terrible panorama general, la insurrección proletaria de 1934 tuvo un desarrollo especialmente tormentoso en Cataluña. Es necesario recordar que fue precisamente en Cataluña donde, de manos del Bloque Obrero y Campesino y de la Izquierda Comunista, se había fraguado la política de frente único político que dirigió el movimiento: las Alianzas Obreras, que incluían a sindicatos –todos excepto CNT- y partidos políticos, contando también con los de la pequeña burguesía nacionalista, fueron las propulsoras del gran pacto nacional entre el PSOE y el resto de partidos que se invocó a la hora de dar inicio al movimiento.

Si en el resto de España, especialmente en Asturias, la insurrección de octubre tuvo un carácter netamente proletario y fueron las organizaciones políticas y sindicales las que le privaron de unos fines y unos métodos coherentes con las necesidades de la lucha de clase, en Cataluña el movimiento estuvo directamente capitaneado por los partidos de la pequeña burguesía, con Esquerra Republicana a la cabeza. Contrariamente a lo que afirma el mito anarquista, basado en una lectura épica de los sucesos de julio de 1936, el movimiento obrero catalán, contando con una gran potencia en el terreno sindical, era un movimiento mucho más inmaduro que el de otras regiones del país en lo que se refiere a su actuación política. En Cataluña, desde finales del siglo XIX, el anarquismo insurreccionalista de pequeños grupos bien asentados en los sindicatos, nunca fue una reacción al débil movimiento socialista, sino al gran peso  que tenía el republicanismo –lerrouxista primero, nacionalista después- en la clase proletaria. La crisis de 1929, causa tanto de la caída de la monarquía de Alfonso XIII como de la ascensión al gobierno del PSOE, dio lugar a una progresiva diferenciación, sobre el terreno obrero, de las diferentes influencias políticas. Por un lado, la presión de la crisis sobre las clases medias, especialmente la pequeña burguesía agraria, los rabasaires, y las profesiones liberales urbanas, redobló las fuerzas del movimiento republicano nacionalista una vez que la gran burguesía industrial catalana selló su pacto de colaboración definitiva con el gobierno de Madrid y la oligarquía terrateniente. Este movimiento republicano-nacionalista, cuyo partido era ERC (fusión de una serie de partidos pequeño burgueses de corte nacionalista), contó con fuerzas entre el movimiento obrero a partir de su influencia entre multitud de proletarios pertenecientes a CNT y de sus vínculos directos con corrientes como el BOC o el treintismo, escisión de CNT contraria a los métodos insurreccionales propugnados por la Federación Anarquista Ibérica. Frente a ellos, la propia FAI, cuya influencia sobre la gran masa de proletarios empobrecidos por la crisis capitalista crecía sin parar enfrentándose directamente, en la calle y con las armas en la mano en multitud de ocasiones, con el Gobierno de la Generalitat controlado por Esquerra.

Los años previos a 1934 dieron lugar, en la zona de Cataluña, a una serie de pronunciamientos insurreccionales dirigidos por los anarquistas (de los cuales el del Alto Llobregat de 1932 fue el más importante) que tenían como causa la profunda insatisfacción que la República recién proclamada generaba entre los proletarios. Esta situación llevó a la pequeña burguesía catalana, golpeada por dos flancos, el de la lucha de clase del proletariado y el de la burguesía que reducía sus posibilidades de subsistencia como consecuencia de la competencia económica, a intentar llevar a una parte de la clase proletaria al terreno de la lucha nacionalista, es decir, a intentar usarlo como fuerza de choque en sus enfrentamientos tanto con el gobierno central como con la burguesía industrial catalana. Fue así como se colocó al frente del movimiento de 1934 cuando, a la vez que estallaba la lucha en el resto del país, se lanzó a declarar la república catalana. Ayudada el BOC y otros partidos menores e intentando controlar a la parte de la clase proletaria que se negó a participar en el movimiento mediante sus grupos de choque, la pequeña burguesía catalana intentó hacerse con una posición de fuerza que obligase al gobierno de Madrid a negociar y a revocar las leyes que, sobre todo en el terreno agrario, le habían sido impuestas. La experiencia de una Cataluña independiente duró pocos días y los partidos sublevados fueron derrotados por la vía militar sin demasiado esfuerzo por parte de las fuerzas gubernamentales.

Por su parte, la corriente «apolítica» del movimiento obrero, capitaneada por la FAI, permaneció indiferente ante la lucha insurreccional, adoptando más bien una posición defensiva contra las medidas represivas del nuevo gobierno independentista pero también una absoluta apatía frente a los sucesos que conmocionaban a la clase proletaria del resto del país, llegando a quedarse cruzada de brazos ante la salvaje represión militar en Asturias.

1934 supuso un máximo en el proceso de acumulación de fuerzas de la clase proletaria y la dirección oportunista del movimiento, que lanzó al proletariado asturiano a un enfrentamiento imposible de ganar y permitió que la pequeña burguesía catalana encabezase la lucha en Cataluña, liquidó estas fuerzas desarmando definitivamente a la clase obrera. En Cataluña más que en ningún sitio la clase proletaria sufrió una derrota política de primer orden. Por un lado, la capacidad y la tradición de lucha era mayor entre los proletarios de Cataluña que en cualquier otra parte del país, pero por otro lado la influencia que en este proletariado tenían las corrientes políticas pequeño burguesas también eran infinitamente mayores que en cualquier otra parte. Así, fue esta pequeña burguesía la que logró controlar el sano impulso a la lucha de buena parte de los proletarios colocando a su cabeza un objetivo, la independencia de Cataluña, abiertamente anti obrero logrando con ello no sólo la derrota temporal de un movimiento que había nacido ya liquidado, sino la derrota política de un proletariado que quedó atrapado bajo la dirección de la clase enemiga.

Esto no debe llevar a pensar que, de alguna manera, la corriente anarquista que frenó la lucha de los proletarios encuadrados en los sindicatos más fuertes de la CNT mantuviese una posición correcta. Su indiferentismo, su localismo, su incapacidad para desarrollar una posición que fuese más allá de los impulsos de tipo romántico contra el nacionalismo, paralizó a la clase proletaria colocándola en un punto simétrico respecto de aquella parte que estuvo dirigida por la pequeña burguesía nacionalista. Convirtió la sana repugnancia que entre tantos proletarios había cundido hacia las fuerzas pequeño burguesas en una pasividad absoluta que, a efectos prácticos, significó su movilización en defensa de las fuerzas del Estado central.

1934 debe dar una lección a los proletarios de hoy. Las convulsiones sociales que sin duda alguna tendrán lugar en un futuro no demasiado lejano y de las que el conflicto generado por el «problema catalán» de hoy es un anticipo movilizarán a las fuerzas de la clase enemiga en un esfuerzo inmenso por lograr controlar a la clase proletaria bien poniéndola al servicio activo de alguno de los bandos en lucha, bien neutralizándola, algo que significará exactamente lo mismo. Lo vemos hoy cuando, padeciendo los efectos de la mayor crisis económica en décadas y con una tensión social latente, la clase proletaria está completamente ausente, ha abandonado su terreno de lucha a las clases enemigas que, por su parte, no pierden el tiempo y tratan de encuadrarla en sus filas. La burguesía y la pequeña burguesía catalanistas han tenido tradicionalmente un peso mayor en las filas de los proletarios, haciéndose valer entre ellos como los defensores de una democracia «social» y «progresiva» que garantizará la coexistencia pacífica entre las clases sociales. La burguesía española, el bando constitucionalista de la burguesía y la pequeña burguesía catalanas, tiene un peso menor, pero no desiste de aumentarlo a medida en que la situación se vuelva peor y el mito de una «Cataluña oprimida» pierda fuerza.

La clase proletaria debe encontrar su propio terreno de lucha, el mismo que faltó en 1934, y que pasa por reconocer como enemigo irreconciliable a las facciones políticas de la burguesía que luchan entre sí y por encuadrarla en sus filas. En 1934 el gran ausente no fue el movimiento de clase del proletariado, que se nutría entonces de una clase obrera sumamente generosa y entregada en sus esfuerzos y en su lucha; faltó, trágicamente, el partido de clase, órgano indispensable para la lucha revolucionaria del proletariado tanto como para la lucha por sus objetivos más inmediatos. Este partido, aún hoy ausente después de décadas de contrarrevolución prolongada, no nace ni por la voluntad de pequeños grupos de conspiradores ni directamente de la lucha proletaria; el partido comunista revolucionario se puede reconstruir sólo sobre las bases teóricas y programáticas del marxismo revolucionario, vinculado con el balance histórico y político de las contrarrevoluciones que asesinaron a la revolución de octubre y a la Internacional Comunista y sobre la línea de la defensa intransigente de la única corriente comunista que no plegó jamás al estalinismo ni a sus variantes sucesivas ni al oportunismo en sus múltiples versiones: la corriente de la izquierda comunista de Italia. El partido de clase al cual dedicamos nuestras energías y nuestra batalla cotidiana en contacto con la clase obrera y con sus problemas de clase, podrá volver a desarrollar su tarea de guía internacional del proletariado a condición de que el proletariado mismo reconquista su terreno de lucha clasista, partiendo inevitablemente de la lucha en defensa exclusiva de sus intereses de clase que, con la maduración del enfrentamiento con las clases enemigas –burguesía y pequeña burguesía- que, empujadas por las crisis de la misma sociedad capitalista no podrán sino empeorar cada vez más las condiciones de existencia de las grandes masas proletarias de los países imperialistas, más ricos, más civilizados; condiciones de existencia cada vez más insoportables, más parecidas y cercanas a las que mueven desde hace treinta años a las masas de migrantes de África, del Medio Oriente y de Asia.

Sin la reanudación de la lucha de clase proletaria, el partido comunista revolucionario no podrá tener ninguna posibilidad de influenciar determinantemente a los estratos proletarios más avanzados; sin el encuentro con el partido comunista revolucionario por parte de estos no habrá posibilidad alguna para el proletariado de luchar eficazmente por su propia emancipación del capitalismo. En 1934, el proletariado asturiano y español puso en marcha su fuerza, pero faltó este encuentro, porque faltaba el partido comunista revolucionario que el estalinismo había destruido y que no podía renacer de sus cenizas como el ave fénix.

Los acontecimientos históricos son extremadamente contradictorios y largos, pero proceden por grandes rupturas sociales: el partido de clase, a su vez tiene un desarrollo histório extremadamente contradictorio y puede reconstituirse, si bien en un proceso de formación largo y tormentoso, sólo sobre la línea intransigente del marxismo que dirigie la lucha del prolerariado a rompero con todos los mitos naconalistas, democráticos y reformistas, con cuaqluier política basada en la colaboración de clases y en la conciliación con los intereses de la burguesía y el proletariado de los cuales, siempre, la pequeña burguesía es el paladín.

 

 

Partido comunista internacional

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