A lucha por los tribunales

(«El proletario»; N° 28; Enero de 2023 )

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La frágil situación política y social que se instaló en España como consecuencia de la crisis capitalista de 2007-2013 no tiene visos de repararse en un futuro inmediato. La vida parlamentaria se ha vuelto algo tormentoso, las instituciones que se decían inagotables, especialmente la monarquía, revelan estar podridas en su interior y el «equilibrio institucional» que caracterizó los primeros treinta años de este periodo constitucional ahora parece que ha quedado en un sueño inalcanzable.

La última sacudida de esta convulsión continua en que se desarrolla la vida nacional ha tenido lugar en forma de enfrentamiento entre el Tribunal Constitucional y el Parlamento que, con el gobierno al frente, intentó modificar la ley que regula la renovación de los jueces que integran el órgano de garantías. Durante el lapso de una semana, la prensa de izquierdas tanto como la de derechas, cada una tratando de imponer la lectura del derecho constitucional que le interesaba y demostrando con ello el escaso valor del mismo (tan «interpretable» como moldeable a gusto de la facción burguesa que ostente el poder en cada momento) llegó a hablar de un golpe de Estado en curso. Desde el sector derechista del Parlamento como desde sus voceros mediáticos, este golpe de Estado se dirigía contra el ordenamiento constitucional mediante la liquidación de la independencia del Tribunal Constitucional. Una vez este órgano hubo intervenido para impedir la tramitación de la ley de renovación, el sector de la izquierda parlamentaria aludió a otro golpe de Estado, el que estaría dando la derecha mediante su mayoría en el Tribunal Constitucional y la intervención de este para limitar la función legislativa del Parlamento.

Finalmente, ha sido la intervención del Consejo General del Poder Judicial, el llamado «gobierno de los jueces», la que ha calmado las aguas y logrado restablecer un equilibrio, al menos transitorio. Pero sin duda este ha sido únicamente otro episodio en una serie que no va a terminar en un plazo breve de tiempo.

En el orden burgués, el Estado, ese «consejo de administración de la clase burguesa» que tiene como función defender los intereses de esta clase a cualquier precio y por cualquier vía, sea esta democrática o dictatorial, necesita no sólo imponer las exigencias que el dominio de clase burgués requiere sino también hacerlo de manera que se logre, al menos habitualmente, un orden basado en la colaboración entre clases, incluyendo en este al proletariado y a la pequeña burguesía mediante una política interclasista de gran alcance.

En lo que respecta al proletariado, se trata de la combinación de una estructura de amortiguadores sociales financiados mediante el reparto de una parte de la plusvalía que se le extorsiona, a nivel general, en el trabajo, y de la actuación de las fuerzas oportunistas políticas y sindicales que gestionan estos amortiguadores y a la vez logran involucrar a la clase proletaria en la defensa de la economía nacional e incluso de los intereses imperialistas de su propia burguesía. En lo que respecta a los diferentes estratos de la pequeña burguesía, su propia naturaleza de clase poseedora (aún si sus propiedades no alcanzan una escala siquiera comparable a la de la clase burguesa dominante) le involucra directamente en la defensa del orden burgués y su malestar únicamente puede provenir de la competencia que necesariamente libra con otros estratos burgueses tanto en el terreno económico como en el político. Pero las clases medias, dentro del mundo capitalista, son también las que proveen en buena medida de los cuadros políticos, jurídicos, sindicales, etc. a la estructura estatal. Con ello, con la participación de aquellos de sus miembros que se dedican a este tipo de funciones intelectuales, burocráticas, etc. en la estructura del Estado se refuerza esa política de colaboración entre clases para la cual hacen de intermediarios indispensables.

En España la particular ordenación territorial impuesta con la Constitución de 1978 y el elenco de leyes que la han desarrollado posteriormente, ha dado lugar a una forma de organización estatal en la que el poder local se identifica no tanto con las instituciones locales como con el partido político que gobierna una determinada región habitualmente. Sucede así en País Vasco, donde PNV y Comunidad autónoma están plenamente identificados; en Cataluña, donde el tránsito del gobierno omnímodo de CiU al de ERC resume el desequilibrio vivido en la última década; y en prácticamente el resto del país, con un vínculo directo entre estructura regional del Estado y partido en el poder. En esta peculiar forma de organización territorial del Estado, la pequeña burguesía nutre de personal a la estructura del poder local a través de las corrientes políticas de las que forma parte. De esta manera, se ha formado un sistema basado tradicionalmente en dos grandes partidos que sintetizan las múltiples tendencias regionales y que dan voz a los principales intereses de la pequeña burguesía local. Así organizada, la pequeña burguesía, a la vez que ve reconocidos sus intereses en el juego parlamentario mediante el que tiene acceso, limitado pero suficiente, al Estado, conforma la red que permite a las instituciones burguesas extenderse por todo el territorio de una manera que las formas institucionales tradicionales no permiten.

La famosa «crispación política» que parece partir del sistema de partidos, ser su consecuencia y resultar inevitable mientras este exista, se explica sólo desde esta perspectiva: las grandes organizaciones partidistas tradicionales transmiten la crisis económica, política y social que padece no sólo la burguesía, sino también la pequeña burguesía. Pero mientras que los intereses de clase de la gran burguesía nunca están puestos en cuestión, la pequeña burguesía acusa de manera mucho más dura esta crisis, sobre todo si se tiene en cuenta que su posición social sí que peligra debido a una competencia entre diferentes sectores de esta clase que vuelve completamente insegura su existencia.

Situaciones como la vivida en las últimas semanas, en las que en el propio Parlamento se ha llegado a hablar de golpe de Estado y que, más allá de la retórica, son propias de una crisis social de hondo contenido, expresan la lucha entre diferentes sectores no sólo políticos sino sociales, unos sectores que todavía sufren con intensidad las durísimas condiciones económicas en las que se produjo la salida de la crisis de 2007 y que con su lucha dan esta caracterización tan inestable a las instituciones políticas y judiciales.

Para el marxismo, que es la ciencia que estudia las condiciones de emancipación de la clase proletaria, el Estado no esconde otro secreto en su seno que el de constituir la maquinaria de guerra, aún cuando la mayor parte del tiempo parezca existir en paz, con que la burguesía defiende los intereses generales de su clase. Desde un punto de vista amplio, esta afirmación sólo puede ser negada por quienes pretenden que entre la clase burguesa y el proletariado puede existir una convivencia sin fisuras, una colaboración entre clases perenne, gracias a la intermediación del Estado democrático que ejercería como instrumento apartidista capaz de obrar el milagro de suprimir la lucha de clases dentro del capitalismo.

Pero, de la misma manera que para el marxismo la clase burguesa ostenta el control del Estado porque previamente alcanzó una situación de poder económico dentro de la sociedad feudal en la que estaba relegada a un papel secundario, es correcto afirmar que esta clase burguesa no es monolítica y por tanto no lo es su poder estatal. La anarquía de la producción capitalista, que supone la competencia no sólo entre proletarios por un puesto de trabajo y un salario, sino también entre burgueses por conquistar una determinada parcela del mercado nacional o internacional, se refleja también en las formas políticas que adopta la sociedad burguesa. El sistema democrático permite incluir en mayor o menor medida a todas las facciones en liza, dejando también un determinado espacio a las clases subalternas que conforman la pequeña burguesía, pero no logra evitar que esta lucha exista.

La guerra larvada entre diferentes facciones burguesas, que en tiempos de bonanza económica permanece más o menos oculta, sin dar lugar a grandes enfrentamientos, se recrudece cuando la crisis arrecia. Pero lo hace, como es propio de la burguesía y de la pequeña burguesía (que son la última expresión de la mistificación de la realidad que genera la sociedad dividida en clases) movilizando a los bandos bajo consignas que ocultan los verdaderos objetivos de estos. De esta manera podemos ver cómo la terminología jurídica se utiliza como arma arrojadiza mientras que con ella se pretende dar la razón última a una de las bandas rivales enfrentadas más allá del crudo hecho de que únicamente se lucha por controlar un determinado ámbito de poder. En esto se resumen, básicamente, las argumentaciones y contra argumentaciones vertidas en la lucha por el control del poder judicial durante los últimos meses.

Más allá de un caso u otro en particular, es importante entender que la competencia entre diferentes facciones burguesas y pequeño burguesas es la que da lugar a este tipo de enfrentamientos que, en lo esencial, no modifican en absoluto la posición que los comunistas revolucionarios mantienen frente al Estado. De hecho, una de las principales corrientes ideológicas típicamente pequeño burguesas que proliferan como vía para explicar en términos democráticos la crisis social que se extiende por todo el mundo, pretende que la naturaleza de clase del Estado puede ser impugnada precisamente porque este tipo de luchas entre facciones burguesas y pequeño burguesas existen en su seno. Tanto en sectores derechistas como en sectores izquierdistas, durante los últimos años se ha puesto en circulación dos ideas que pretenderían explicar de esta manera la realidad. Se trata del Deep State y del Lawfare.

El primero de ellos pretende que, más allá de las formas parlamentarias visibles para el conjunto de la población y a las cuales se puede acceder mediante las elecciones, existe un estado «oculto» formado por los burócratas, funcionarios, jueces, etc. instalados en instituciones no elegibles y mediante los cuales las «élites» controlan realmente el poder. Resulta obvio, el marxismo lo ha afirmado siempre, que el Estado expresa el interés de la clase dominante más allá de las situaciones específicas que puedan traer los cambios de tipo electoral. Las tesis clásicas de Marx, Lenin y la Izquierda Comunista de Italia, sobre la naturaleza de la democracia lo muestran negro sobre blanco. Pero pretender que existe un determinado terreno, concretamente el parlamentario, que representa la verdadera democracia y desde el cual se debe combatir a este deep state, es un burdo intento de conciliar la constatación de una evidencia -que el Estado es un arma de clase y que esta naturaleza suya resulta inmutable- con una nueva quimera oportunista que lleva a la enésima llamada a la confianza en el juego democrático y el respeto a las instituciones.

El caso de Syriza en Grecia, donde después de traicionar incluso sus tibias propuestas económicas, alguno de los principales líderes de la formación ha afirmado que fue el deep state (representado en este caso por las fuerzas exteriores de la Troika) quien impidió realizar el programa  «popular» que enarbolaban, es un ejemplo de este tipo de afirmaciones mediante las cuales se busca reverdecer la confianza ya no en partidos que tienen necesariamente una vida corta, sino en el propio Estado, cuya defensa es en última instancia el interés de cualquier corriente burguesa o pequeño burguesa. Vale decir que el mismo Donald Trump, confrontado al hecho de no ser capaz de mejorar la situación de esa inmensa clase media empobrecida del interior de EE.UU., ha clamado contra este deep state que resulta ser querido a izquierda y derecha.

El segundo término, más actual ahora que el primero empieza a resultar demasiado manido, supone que, una vez que las élites han sido derrotadas en el terreno parlamentario, se apoyan en la acción judicial que, amparada en la división de poderes les permite conservar cierta capacidad de acción, para atacar a los gobiernos democráticamente elegidos. Como se ve, únicamente se trata de una variante específica de la idea anterior, con la que se señala concretamente a la judicatura como vector de este «estado profundo» que se quiere impugnar. En este caso, el término tiene un eco muy español  y es que Unidas Podemos, que gobierna en coalición con el PSOE, lo ha utilizado en reiteradas ocasiones para afirmar que su acción «progresista» se ve saboteada por la acción de los «jueces fascistas». De nuevo, el objetivo de este tipo de afirmaciones es no tanto reafirmar la propia posición como titular de uno de los tres poderes reconocidos en el ordenamiento constitucional, el Ejecutivo, frente a otro de ellos, el Judicial, como mostrar al Estado como un instrumento de cohesión social que ha sido usurpado por las «élites» pero que podría ser recuperable a condición de limpiarlo de esos agentes encubiertos.

Este tipo de afirmaciones, que utiliza cualquier corriente política que tiene interés en apelar directamente al «pueblo» contra una parte del Estado, se vuelven cada vez más frecuentes. A medida que uno y otro partido se lanza a la tan cacareada «toma de las instituciones» como resultado de un incremento de la tensión social que logra canalizar hacia su flanco, el consiguiente fiasco debe expresarse en estos términos para al menos lograr reforzar la creencia en que otra vez se podrá hacer mejor.

Pero el propio surgir y resurgir de estas corrientes, que se han denominado con el término populista para referirse tanto a su versión izquierdista como derechista, muestra que la crisis que puso en cuestión la necesidad, para la propia clase burguesa, de abrir el abanico parlamentario a la participación de otros partidos, coaliciones, etc., dicha crisis no ha terminado. El hecho de que se cuestione la existencia de un deep state, de un lawfare, como herramientas en manos de unas etéreas «élites», evidencia que para determinados sectores de la pequeña burguesía es necesario subir el tono del enfrentamiento, romper en parte con el papel pacífico que se venía desempeñando y elevar el nivel de tensión existente.  A lo largo de los últimos años, en el caso español, hemos visto cómo se repetían elecciones una vez tras otra, cómo se votaba por primera vez una moción de censura, cómo los nacionalismos periféricos, habitualmente enemigos del Estado central, se colocaban detrás del gobierno incluso para imponer los estados de alarma durante la pandemia… Todo ello en un sistema político diseñado para garantizar la mayor estabilidad posible al país. El enfrentamiento que se ha vivido en el Tribunal Constitucional en las últimas semanas es simplemente otro episodio más en esta lista que muestra la verdadera inestabilidad reinante.

La clase burguesa española diseñó hace más de cuarenta años un sistema político-institucional que garantizase la transición de una dictadura que hacía aguas y que probablemente no fuese capaz de contener la lucha de clase proletaria durante mucho más tiempo a una forma de régimen democrático, donde las grandes fuerzas oportunistas tuviesen un papel principal y en la que se permitiese a las fuerzas pequeño burguesas periféricas ocupar un puesto en las instituciones. La crisis de este régimen es por lo tanto un síntoma de la crisis política por la que atraviesa la burguesía. Los acontecimientos económicos que tuvieron lugar de 2007 a 2013 han dado lugar a un incremento de la competencia (económica y política) entre las diferentes partes de esta clase que el equilibrio institucional ya no está garantizado. La derecha de PP y Vox tiene razón al afirmar lo excepcional que resulta que los presupuestos del Estado se aprueben en el Parlamento gracias a ERC y a Bildu, pero la alternativa que proponen, que pasa por hacer como si estas fuerzas, que representan a la pequeña burguesía local vasca y catalana, no tuviesen hoy una gran fuerza, es inviable. De esta crisis, que parece que aguarda a la próxima situación de máxima tensión para resolverse de una u otra manera, la clase burguesa sólo saldrá con grandes dificultades. Probablemente sacrificando parte de su entramado institucional o haciendo grandes concesiones en términos de soberanía a las fuerzas burguesas periféricas. Incluso una salida de tipo autoritario será incapaz de hacerse cargo de la situación.

Para la clase proletaria, que se encuentra sumida en una crisis política y organizativa mucho más profunda, privada incluso de su capacidad para organizarse sobre el terreno de la lucha inmediata en defensa de sus condiciones de existencia, esta crisis burguesa le supondrá padecer una presión redoblada. Una y otra vez la facción «izquierdista» recurrirá a ella para que le proporcione la masa social con la que maniobrar, le prometerá mejoras en sus condiciones de existencia cambio de su apoyo, etc. Lamentablemente, mientras el proletariado no encuentre en su seno la capacidad para luchar por sus propios medios y en defensa de sus intereses de clase, es decir, mientras no se vea violentamente arrojado al terreno de la lucha de clase por un drástico empeoramiento de la situación, por la llegada de una nueva crisis económica o por la extensión, de una manera u otra, de la guerra que hoy se ve en el horizonte, seguirá siendo carne de cañón para las luchas internas de la burguesía.  Pero, como comunistas revolucionarios, tenemos la certeza de que todo esta nauseabunda lucha entre burgueses por repartirse el pastel de la explotación de la clase proletaria acabará algún día, dejando lugar a la lucha de clase abierta y sin tregua con la que el proletariado logrará aniquilar finalmente a todas las clases parasitarias que hoy viven de él.

 

 

Partido Comunista Internacional

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