Partido y Clase

( Suplemento Venezuela  N° 21 de «El programa comunista» N° 51 ; Julio de 2016 )

 

Volver sumarios

 

 

Este artículo de Amadeo Bordiga de 1921, tomando una fórmula lapidaria del Manifiesto del Partido Comunista, afirma y desarrolla la idea de que la clase existe verdaderamente como tal solo cuando ha dado nacimiento al Partido, es decir, cuando de simple agregado estadístico de individuos mancomunados por la identidad o por la analogía de sus posiciones en el proceso productivo, se ha vuelto una fuerza unitaria tendente hacia un objetivo final, y consciente de la vía histórica que conduce a él: «organización del proletariado en clase - dice el Manifiesto ­ y por tanto en partido político».  (La primera parte del artículo fue publicado en el número anterior del suplemento).

               

*     *     *

 

La verdadera y la única concepción revolucionaria de la acción de clase consiste en la delegación de la dirección de la misma al partido. El análisis doctrinal, y un cúmulo de experiencias históricas, nos permiten reducir fácilmente a ideologías pequeño-burguesas y antirrevolucionarias toda tendencia a negar e impugnar la necesidad y la preeminencia de la función del partido.

Si la impugnación viene dada desde un punto de vista democrático, se la debe someter a la misma crítica que el marxismo utiliza para desbaratar los teoremas favoritos del liberalismo burgués.

Bastará para ello recordar que, si la conciencia de los hombres es el resultado y no la causa de las características del medio en el cual están obligados a vivir y actuar, la regla no será jamás que el explotado, el hambriento, el desnutrido, pueda convencerse de que debe derribar y substituir al explotador bien nutrido y provisto de todos los recursos y poderes. Esto no puede ser más que la excepción. La democracia electiva burguesa corre al encuentro de la consulta de las masas, porque sabe que la mayoría responderá siempre a favor de la clase privilegiada y le delegará voluntariamente el derecho de gobernar y de perpetuar la explotación.

Lo que modificará las relaciones no es el hecho de introducir o de extraer del cómputo a la pequeña minoría de los electores burgueses. La burguesía gobierna con la mayoría, que es tal no sólo respecto a todos los ciudadanos, sino también respecto a los trabajadores.

Por lo tanto, si el partido hiciese de toda la masa proletaria el juez de las acciones e iniciativas que le incumben sólo a él, se sometería a un veredicto casi seguro favorable a la burguesía, y de todos modos siempre menos esclarecido, menos avanzado, menos revolucionario, y sobre todo menos dictado por una conciencia del interés verdaderamente colectivo de los trabajadores, del resultado final de la lucha revolucionaria, que el que sale exclusivamente de las filas del partido organizado.

El concepto del derecho del proletariado a disponer de su acción de clase no es más que una abstracción que no tiene ningún sentido marxista, que disimula el deseo de llevar el partido revolucionario a abrirse a capas menos maduras, pues a medida que esto sucede, las decisiones que surgen de ello se acercan cada vez más a las concepciones burguesas y conservadoras.

Si buscásemos las confirmaciones de esta verdad, no sólo en la investigación teórica, sino también en las experiencias que la historia nos ha dado, la cosecha seria riquísima. Recordemos que es un lugar común típicamente burgués el oponer el «buen sentido» de la masa a las «fechorías» de una «minoría de instigadores», el ostentar las mejores disposiciones hacia los trabajadores junto al odio más rabioso contra el partido, que es su único medio para golpear los intereses de los explotadores. Y las corrientes de derecha del movimiento obrero, la escuela socialdemócrata, cuyo contenido reaccionario ha sido demostrado por la historia, oponen continuamente la masa al partido, y querrían reconocer a la clase en consultas más amplias que el marco restringido del partido, y cuando no pueden dilatar a este último por encima de todo limite preciso de doctrina y de disciplina en la acción, tratan de establecer que sus órganos preeminentes no deben ser los designados por sus militantes exclusivamente, sino aquéllos cuyos miembros son elegidos por un cuerpo más vasto para ocupar cargos parlamentarios - y de hecho los grupos parlamentarios están siempre en la extrema derecha de los partidos de los cuales emanan.

Toda la degeneración de los partidos socialdemócratas de la II Internacional, y el hecho de que se volvieran aparentemente menos revolucionarios que la masa no organizada, derivaba del hecho de que perdían cada día más sus caracteres precisos de partido, justamente porque hacían obrerismo, laborismo, o sea, funcionaban no ya como vanguardias precursoras de la clase, sino como su expresión mecánica en un sistema electoral y corporativo donde se daba el mismo peso y la misma influencia a las capas de la propia clase proletaria menos conscientes y más dominadas por egoísmos. La reacción contra esta tendencia, aun antes de la guerra, y particularmente en Italia, se desarrolló en el sentido de defender la disciplina interna del partido, de impedir el ingreso a él de elementos que no se situaban integralmente sobre el terreno revolucionario de nuestra doctrina, de combatir la autonomía de los grupos parlamentarios y de los órganos locales, de depurar las filas del partido de elementos espurios. Este método es el que se ha revelado como el verdadero antídoto del reformismo, y forma el fundamento de la doctrina y de la práctica de la IIIª Internacional, la cual pone en primerísima línea la función del partido, centralizado, disciplinado, claramente orientado en los problemas de principio y de táctica, y para la cual «la bancarrota de los partidos socialdemócratas de la II Internacional no fue la bancarrota de los partidos proletarios en general», sino que fue, permítaseme la expresión, la bancarrota de organismos que se habían olvidado de ser partidos, porque habían cesado de serlo.

Existe además otro tipo de objeciones contra el concepto comunista de la función del partido, ligado a otra forma de reacción crítica y táctica contra las degeneraciones del reformismo. Son las objeciones de la escuela sindicalista, la cual, en cambio, reconoce a la clase en los sindicatos económicos, y afirma que éstos son los órganos aptos para guiarla en la revolución.

También estas objeciones, en apariencia de izquierda, y que han tenido, después del periodo clásico del sindicalismo francés, italiano y norteamericano, nuevas formulaciones por parte de tendencias que se encuentran en las márgenes de la IIIª Internacional, son reducidas fácilmente a ideologías semiburguesas, tanto por la crítica de principio como por la constatación de los resultados a los que han llevado.

Se quisiera reconocer a la clase en una organización que le es propia, que por cierto es característica e importantísima, y que está constituida por los sindicatos profesionales, de categoría, que surgen antes que el partido político, que agrupan masas mucho más vastas, y por lo tanto corresponden mejor a la totalidad de la clase trabajadora. Desde el punto de vista abstracto, un criterio semejante demuestra solamente un inconsciente respeto del mismo embuste democrático con el que cuenta la burguesía para asegurar su dominación invitando a la mayoría del pueblo a elegirse un gobierno. Desde otros puntos de vista teóricos, este método va al encuentro de las opiniones burguesas, cuando confía a los sindicatos la organización de la nueva sociedad, reivindicando los conceptos de autonomía y de descentralización de las funciones productivas que son los mismos que los de los economistas reaccionarios. Pero nuestra intención no es aquí la de desarrollar un examen crítico completo de las doctrinas sindicalistas. Bastará constatar - pasando al mismo tiempo a compulsar los resultados de la experiencia - que los elementos de extrema derecha del movimiento proletario siempre han hecho suyo el mismo punto de vista de poner en primer lugar la representación sindical de la clase obrera, sabiendo muy bien que así apagaban y atenuaban los caracteres del movimiento por las simples razones que hemos señalado. La propia burguesía tiene hoy en día una tendencia a la simpatía, en absoluto ilógica, por las manifestaciones sindicales de la clase obrera, en el sentido de que, su fracción más inteligente iría con gusto al encuentro de reformas de su aparato estatal y representativo que diesen un gran lugar a los sindicatos «apolíticos», y aun a sus mismas solicitudes de ejercer un control sobre el sistema productivo. La burguesía siente que, mientras se pueda mantener al proletariado sobre el terreno de las exigencias inmediatas y económicas que lo conciernen categoría por categoría, se hace obra de conservación, al evitar la formación de aquella peligrosa conciencia «política» que es la única revolucionaria, porque pone la mira en el punto vulnerable del adversario: la posesión del poder.

Pero tanto a los viejos como a los nuevos sindicalistas no se les escapó el hecho de que el grueso de los sindicatos estaba dominado por elementos de derecha, que la dictadura de los dirigentes pequeño-burgueses sobre las masas estaba fundada, aún más que sobre el mecanismo electoral de los seudopartidos socialdemócratas, en la burocracia que encuadraba a los sindicatos. Y entonces los sindicalistas, y con ellos muchísimos elementos movidos solamente por un espíritu de reacción a los hábitos reformistas, se dieron al estudio de nuevos tipos de organización sindical, y constituyeron nuevos sindicatos independientes de las organizaciones tradicionales. Así como tal expediente era teóricamente falso, porque no superaba el criterio fundamental de la organización económica (es decir, el admitir necesariamente a todos aquellos que se encuentran en condiciones dadas debido a su participación en la producción, sin pedirles convicciones políticas específicas ni compromisos particulares para llevar a cabo acciones que podrían exigir incluso el propio sacrificio), y porque yendo tras el «productor», no lograba superar los límites de categoría, mientras que sólo el partido de clase, que considera al «proletario» en la vasta gama de sus condiciones y de sus actividades, logra despertar el espíritu revolucionario de la clase - del mismo modo ese expediente sindicalista se reveló en los hechos insuficiente para alcanzar su objetivo.

Sin embargo, aun hoy en día no se cesa de buscar una receta similar. Una interpretación completamente errónea del determinismo marxista, un concepto limitado de la parte que tienen los hechos de conciencia y de voluntad, bajo la influencia originaria de los factores económicos, en la formación de las fuerzas revolucionarias, conduce a mucha gente a perseguir un sistema «mecánico» de organización, que al encuadrar la masa - diría casi automáticamente - según ciertas relaciones dadas por la situación de los individuos que la componen respecto a la producción, se ilusiona con encontrarla sin más pronta a ponerse en marcha para la revolución, y con la máxima eficacia revolucionaria. Reaparece así la solución ilusoria que consiste en contar con una fórmula organizativa para ligar la satisfacción cotidiana de los estímulos económicos al resultado final del derrocamiento del sistema social, para resolver el viejo problema de la antítesis entre las conquistas limitadas y graduales y la realización suprema del programa revolucionario. Pero - como lo dijo con razón en una de sus resoluciones la mayoría del partido comunista alemán, cuando estas cuestiones eran particularmente candentes en Alemania (y determinaron la secesión del Partido Comunista del Trabajo) - la revolución no es una cuestión de forma de organización.

La revolución exige una organización de fuerzas activas y positivas, ligadas por una doctrina y por una finalidad. Importantes estratos e innumerables individuos que pertenecen materialmente a la clase en cuyo interés triunfará la revolución, están fuera de esta organización. Pero la clase vive, lucha, avanza y vence, merced a la obra de aquellas fuerzas que ella ha enucleado de su seno en las vicisitudes de la historia. La clase parte de una homogeneidad inmediata de condiciones económicas que constituye el primer motor de la tendencia a superar, a quebrantar el sistema actual de producción; pero para asumir esta tarea grandiosa ella debe tener un pensamiento propio, un método crítico propio, y una voluntad propia que apunte a realizar los objetivos que la investigación y la crítica han señalado, una organización de combate propia que canalice y utilice con el mejor rendimiento sus esfuerzos y sus sacrificios. Todo esto es el partido.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

Volver sumarios

Volver catálogo de las publicaciones

Top