Hace cuarenta años moría Amadeo Bordiga

(«El programa comunista»; N° 49; Septiembre de 2011)

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Los marxistas revolucionarios no necesitan ni celebraciones ni oraciones fúnebres. El individuo nace y muere, es transitorio; sólo la especie continua. La persona no posee historia; la especie sí. Es una historia humana, es la historia de clases, de luchas y de formas de clases. El individuo puede identificarse a la clase, pero mientras la humanidad viva en su prehistoria, serán los instintos irracionales e irresistibles los que lo determinarán y empujarán al proscenio de la historia. El individuo es tele-guiado. Y para que pueda funcionar lo mejor posible, sólo se le pide tener conciencia de ello.

Las revoluciones que han visto la luz, desde el siglo XIX  hasta hoy, han sido revoluciones burguesas o revoluciones dobles, es decir, burguesas en economía y proletarias en política, a excepción de la Comuna de París de 1871. La Comuna estallo sin dejar nombres ilustres: fue masacrada con sus soldados desconocidos. Se recordarán sí, a sus sepultureros sanguinarios, los despreciables demócratas como Thiers y los pretorianos como Mac-Mahon. El proletariado no tuvo necesidad de mitos personales. ¡Luchó y murió por la Comuna, y punto!

La revolución de mañana sera así, unívoca, anónima; no tendrá más que un sólo jefe, invencible: el partido revolucionario. Dejemos a los enemigos, si acaso les queda el tiempo y la posibilidad, que celebren a sus «grandes hombres» caídos en el campo de batalla.

Fue la contrarrevolución la que creó un culto repugnante alrededor del cadáver de Lenin, la que cubrió a Rusia de monumentos obscenos a la gloria del difunto revolucionario, con el fin de convertirlo en icono inofensivo. La novela revolucionaria ha muerto con la victoria del contrarrevolucionario Stalin. El comunismo ya no necesita del lenguaje romántico. Lo que necesita más bien es del lenguaje de los logaritmos y de las consignas de combate.

Amadeo, y, con él, las generaciones pasadas de comunistas revolucionarios, no han desaparecido. Sus cuerpos han vuelto a la tierra de donde salieron. Su trabajo, la batalla de sus días, viven fundidos en la continuidad del comunismo, finalidad a la cual tiende inconscientemente la humanidad laboriosa, desheredada y oprimida. 

Nuestra conmemoración no tiene nada que ver con una misericordiosa «Vida de hombres ilustres»; ella no tiene sentido, si no se inscribe en el esfuerzo de mantener o reconstituir la continuidad del programa y la organización comunistas a los cuales nuestro camarada consagró su vida. Es en la acción cotidiana y permanente que esta se realiza, y no luego de ceremonias rituales, por tanto, vacías y sin mañana. Un aniversario no es fecundo si no sirve para recordar e ilustrar un combate que las generaciones actuales y futuras tendrán que llevar a su fin. Es en este espíritu que publicamos en español por primera vez un vibrante artículo a la memoria de Amadeo Bordiga bajo el titulo «Forjador de militantes» (1)

 

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«Así como el geólogo hunde su sonda en las entrañas de la tierra para traer a la superficie muestras de diversas capas con el fin de estudiar su naturaleza y formación, así el partido se sirve de mí y de mi memoria como sonda que se sumerge en la historia de más de medio siglo del movimiento obrero, para profundizar el estudio de sus errores y derrotas, sus avances y victorias».

Pronunciadas por Amadeo en 1967, luego de una de nuestras reuniones, estas palabras sonaban en aquel entonces como una exhortación a no desperdiciar el tiempo, un llamado a luchar contra él. El combatiente sentía que el tiempo lo tenía contado. Desde 1945, efectivamente, el incansable Bordiga había «funcionado» como una sonda; con un periodicidad cronométrica, con una impasible tenacidad había hurgado sin parar en los meandros de un período que va de los primeros años del siglo veinte hasta nuestros días, período en que había sido testigo y actor. De ciudad en ciudad, delante de auditorios de un centenar de camaradas – cabezas calvas o canosas de viejos militantes obstinados, o de cabellos negros o rubios de jóvenes entusiastas recién incorporados – en reductos improvisados, en locales exiguos donde el oxígeno faltaba a veces; durante más de veinte años había recalcado los puntos resaltantes de la doctrina, explicado cómo y por qué – luego de la derrota de la revolución en Europa – la Internacional había comenzado a desviarse, señalando el lodazal en el que se había ahogado el movimiento proletario mundial, poniendo a la luz las conclusiones de la experiencia histórica de la Izquierda y, por último, proclamando la certeza exaltante de la victoria final del Comunismo.

Lo hacía y continuaba haciéndolo en la prensa, en las columnas de nuestro periódico, en aquellos «Hilos del tiempo», tan vibrantes de pasión de polemista. Pero en realidad su trabajo de geólogo lo lograba mejor ante la presencia de camaradas. Era un trabajo formidable: la sonda seguía cavando, y cavando traía a la superficie fósiles, cuya utilidad se limitaba ahora a la demostración de su carácter de fósiles, lo mismo con los colosales eventos o los episodios poco conocidos, de ecos de memorables huelgas, de extractos de resoluciones importantes, de episodios en Congresos mundiales, de puntos cardinales de la teoría revolucionaria. Las cabezas canas corroboraban la exactitud, las cabezas juveniles asimilaban la lección. Se trataba de una elaboración colectiva y no el producto de un cerebro individual, por más brillante que este fuera. No era Amadeo quien hablaba, sino la consciencia del partido, la experiencia histórica de la Izquierda que se expresaba en sus labios y que indicaban a cuáles catástrofes habían llevado las desviaciones, denunciadas en su momento, y por qué y cómo estas desviaciones no debían repetirse más, a menos que se quisiera repetir la degeneración irreversible del partido y la pérdida definitiva de su programa.

Durante más de veinte años la sonda había excavado sin jamás hacer una sola alusión a su función. ¿Por qué entonces ese patético llamado de 1967? El combatiente, siempre lleno de juvenil optimismo, tuvo sin duda la percepción de los límites de sus fuerzas físicas. Siempre quiso dar más y lo más rápido posible. Y hasta el final. Era su característica típica, el carácter auténtico del revolucionario marxista. Quien no agarre esto al vuelo no podrá jamás comprender al hombre Bordiga: ¡nada que ver con un alejamiento o un desdeñoso retiro! Estuvo visceralmente ligado al partido: sin vínculos con el partido su pensamiento político no hubiese encontrado oxígeno para vivir, ni el terreno para germinar y desarrollarse. Un auditorio de camaradas estimulaba mucho más a un espíritu tan fértil como el suyo; le daba pasión a su fe y a su elocuencia. Sus mejores obras nacerán así, ante la presencia benéfica de camaradas. El discurso para la conmemoración de Lenin, que se tuvo en 1924, en la Bolsa del Trabajo de Roma, surgió como un bloque incandescente frente a la multitud de trabajadores, y no fue sino más tarde, aprovechando un breve período de reposo en Nápoles, que se puso a dactilografiarlo para la prensa.

La verificación, a la luz de la historia, de la precisión de la línea de la Izquierda en oposición a la táctica de la Internacional (gobierno obrero, frente único, frentes populares, et c.), no la hubiese jamás podido hacer en frío, como un teórico sentado frente a su mesa de trabajo. La misma fue hecha con fuego y pasión, durante decenas de reuniones, para que sirviera de punto de partida al futuro partido de clase, organizado sobre bases mundiales con la perspectiva histórica más avanzada. El partido era para él una pasión tan fuerte que le hacía sentir que su personalidad no poseía ningún valor, de empujarlo hasta los límites de sus posibilidades físicas, con una abnegación tan absoluta que se volvía casi sobre-humana, sobre todo en el último período de su vejentud.

Desde su más temprana edad, nadie mejor que él había comprendido el rol y la función del partido en el camino de la revolución. Sus primeras experiencias las realizó, a comienzos de siglo, dentro del ambiente político napolitano, equívoco y corrompido, gangrenado por el clientelismo y el populismo, donde la atracción que el Socialismo ejercía sobre las masas trabajadoras era explotada por hábiles demagogos con fines carreristas. Abogados y profesores entraban al partido, ganaban la medalla de diputado, y luego se salían para deshacerse de su disciplina, arrastrando tras ellos a grupos de proletarios engañados por su labia revolucionaria. Dicho ambiente contribuyó a solidificar en el joven marxista su natural intransigencia – que luego será calificada por críticos superficiales como esquemática y obsesional – y contribuyó también a reforzar en él la exigencia de un partido homogéneo y coherente con el programa, rechazando los cálculos electoralistas, las contorsiones maniobreras y las tácticas oportunistas, rechazando sacrificar la calidad a la cantidad de militantes. Es así como se logra explicar su obra incansable y constante para formar a los nuevos militantes, obra a la que queremos limitar aquí nuestro testimonio.

El historiador no encontrará trazas de esta obra interrumpida en 1924 por los eventos de Moscú (2), que luego es reiniciada pacientemente en 1945, momento en que frente a la euforia de la «liberación», aparecía como temerario reivindicarse de la Izquierda Comunista. Sí, Amadeo fue un formidable forjador de militantes. Los había formado con la punta de su pluma y la potencia de su verbo en 1919-20, organizando la Fracción Abstencionista, primero, y luego al Partido Comunista de Italia; y continuó haciéndolo con un rigor más firme durante los candentes años en que estuvo a la cabeza del partido; más tarde lo volvió a hacer luego de la segunda preguerra, mucho más nociva para el movimiento comunista que la primera.

En la primera fase, brillante joven fuerza de potente cabeza, aunada al gesto vigoroso, Bordiga fascinaba por su elocuencia donde la pasión daba a los conceptos y a las ideas un ardor y una seguridad invencibles. Daba la impresión de que no era él quien exponía y clarificaba la idea, sino que era la idea la que lo empujaba e incitaba a la acción. Sentíamos que poseía no la letra, sino la esencia del marxismo, toda entera en su fuerza penetrante y expansiva en el tiempo: fe en su imprescindible realización, certeza en la venidera sociedad sin clases.

En la segunda fase de su madurez, siempre tan vigoroso y polémico, aparecía como el veterano que conocía al enemigo a fondo, con todos sus secretos y todas las trampas de su táctica. Ya no le hablaba a multitudes, sino a auditorios pequeños que ya conocían su discurso. En plena moda del culto a la personalidad, Amadeo prodigaba su enseñanza de manera anónima, transmitiendo pacientemente a los nuevos camaradas no su experiencia personal, sino la experiencia de la corriente de la que él se hacía el intérprete más convencido y más autorizado, el más admirado y detestado a la vez. El oportunismo: este es el enemigo a combatir, el terrible enemigo que nos ha infectado y destruido, bajo la presión de acontecimientos históricos desfavorables, los originales fermentos de la Internacional.

«La vía más fácil y más atractiva es la del oportunismo. ¡No la tomen, camaradas! La vía correcta es siempre la más difícil y la más larga». El sonido de su voz resuena todavía en nuestras orejas, y vemos todavía su gesto. En los últimos años sus dificultades para desplazarse de ciudad en ciudad se habían acentuado, pero siempre las afrontaba con la serena simplicidad de siempre. A partir de ese momento sus intervenciones, aun si duraban mucho tiempo, eran interrumpidas sólo para dejarle la palabra a un camarada que leía los documentos que se reportaban al tema tratado. Prefería siempre recordar encuentros, reuniones con los protagonistas de los eventos que nos cautivaban: Liebknecht, Rosa, Lenin, Trotsky, Zinoviev. Detrás de sus cabellos grises, detrás de sus espaldas sólidas aún, se hallaba un pasado que sobre los camaradas ejercía una extraordinaria fascinación. Si, era su actividad militante ejemplar, su tenor de vida espartano, la identidad absoluta entre sus posiciones y su forma ser, su desdén por los compromisos, su intransigencia absoluta con todo acomodamiento al enemigo. El hombre que jamás se dejó llevar por consideraciones de amor propio, que jamás se defendió de las bajas calumnias con las que trataban de tocarlo – no era hombre de apurar el paso apenas oír a los perritos ladrar – y que hasta el último respiro de sus pulmones pudo tampoco haber despertado sospechas de tener algún interés personal, continuaba su batalla, no le hacía mucho caso a su salud que se degradaba con el paso de los años, satisfecho de ganar a otros combatientes para la causa y de afianzarla en los cuadros.

Los jóvenes camaradas, educados en sus métodos de trabajo, templados al calor de su voz y a la luz de su ejemplo, no olvidarán su enseñanza. En un país donde la improvisación y el empirismo, el exhibicionismo y el quijotismo se han extendido enormemente, Amadeo Bordiga trabajó en profundidad. Trabajó a largo plazo, rechazando el éxito efímero, con la atención puesta en la meta suprema. Y si bien su muerte física detuvo el dinamismo de su espléndida máquina, él vive entre nosotros, sus camaradas de lucha, vivirá en cada uno de nosotros, en nuestro pensamiento y nuestra acción militantes, vivirá gracias a sus enseñanzas y a su ejemplo, siempre y donde quiera que halla un oprimido que levantar, un explotado que emancipar, un esclavo a quien insuflar consciencia y valor, y a quien darle las armas de combatiente.

 


 

(1) C.f. «Il Programma Comunista» n° 17 (1-10-1970). El lector puede consultar igualmente el artículo «Amadeo Bordiga, una vida ejemplar al servicio de la revolución» de nuestra revista «Programme Communiste» n° 48-49 (abril-septiembre de 1970), así como la serie: «A la memoria de Amadeo Bordiga: la Izquierda Comunista en el camino de la revolución» («P.C.» n° 50, 51-52, 53-54, 55, 56) de la cual hemos tomado las primeras frases de esta presentación.

(2) Aprovechando la detención de Bordiga y de otros dirigentes del Partido Comunista de Italia por parte de los fascistas, la dirección de la Internacional nombró a la cabeza del partido a dirigentes a su conveniencia (Gramsci, Togliatti) quienes tenían como misión terminar con la predominancia de la Izquierda en su seno. Habrá que esperar el Congreso de Lyon (1926) para que, al fin, estos «bolchevizadores» lograran controlar decisivamente al partido, NdR.

 

 

Partido comunista internacional

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