Las falsas lecciones de la contrarrevolución de Rusia

(«El programa comunista» ; N° 54; Noviembre de 2020)

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Sólo el marxismo extrae las lecciones de la Historia

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El siglo XX no ha tenido más que una idea muy imperfecta del sentido y del alcance de la revolución y de la contrarrevolución en Rusia, que se han desarrollado desde 1917 hasta nuestros días, y en las que, cincuenta años después de Octubre, se resume desgraciadamente aún lo esencial de la lucha proletaria de la época imperialista. 

Con la excepción de los soviéticos (y de los más obtusos antisoviéticos) no hay partido, corriente o escuelas que no hayan sentido más o menos claramente que los resultados históricos finales de la Revolución rusa no sólo eran diferentes de los fines vislumbrados por el Partido bolchevique de 1917, sino diametralmente opuestos. Son muy raros aquellos que hayan comprendido (o que tengan interés en decirlo) que este retroceso probó que la Revolución de Octubre había sido seguida de una contrarrevolución en vez de progresar victoriosamente en su línea inicial. Pero ¿también a aquellos a los que el camuflaje de esta contrarrevolución, detrás de la aparente permanencia del mismo Partido en el poder en la URSS no les ha engañado totalmente? ¿Incluso a quienes han sabido caracterizar esta contrarrevolución correctamente, tanto en el campo político como económico? Nadie, ya que fuera del pequeño Partido proletario de hoy nadie ha dejado de oponer al «burocratismo nacionalista» del partido de Stalin un pretendido «democratismo» internacionalista del partido de Lenin, y ya que nadie ha rechazado francamente ver en la economía y en la sociedad rusa una forma de «socialismo» o al menos un «post-capitalismo».

Esta impotencia científica del mundo burgués no le ha impedido «extraer» a su manera las «lecciones» de la contrarrevolución estalinista, es decir, de un proceso histórico que ni había comprendido ni tan siquiera había constatado en muchos casos: tal es el oscurantismo del enemigo de clase del proletariado. Para las corrientes burguesas tradicionales, el contraste entre los resultados y los fines de la revolución de Octubre «probaría» el carácter natural y por lo tanto indestructible de las relaciones capitalistas de producción, de la división de la sociedad en clases, del Estado como institución; en otros términos el carácter utópico del comunismo, su radical imposibilidad. Para los socialdemócratas «probaría» que la Revolución es una locura, y más aún la revolución en un país con un débil desarrollo capitalista. Para los «libertarios» probaría que si no se destruye sobre el terreno toda forma de Estado, sea cual sea, la revolución está condenada al fracaso. Para los obreristas (anarco-sindicalistas, social-barbaristas, socialistas de empresa de todo tipo) «probaría» que la dictadura del proletariado debe ser una democracia política ilimitada para los obreros, y el socialismo una democracia económica ilimitada para los productores en general.

Para los «trotskistas» «probaría» que el comunismo puede degenerar políticamente cuando destierra la democracia, subsistiendo no obstante en la economía, llegando de esta forma a ser justificable una revolución puramente política. El simple enunciado de estas presuntas «lecciones» de la contrarrevolución rusa, con las cuales el mundo burgués no ha dejado de agobiar durante cuarenta años a la clase obrera, basta para mostrar que dicho mundo burgués no ha sacado nunca de la experiencia histórica otras conclusiones que las que había tenido anticipadamente, ya sea en función de un odio de clase muy comprensible, ya sea en función de los daños de la ideología hasta en los cerebros de los «campeones» del proletariado. En efecto, si todas estas «lecciones» no son mas que la repetición de tesis seculares, todas ellas tienen pese a sus diferencias una característica común: todas están dirigidas contra el marxismo o el comunismo revolucionario, ya sea proclamando la bancarrota o el error, ya sea (peor aún) desfigurándolo bajo el pretexto de «librarse de sus responsabilidades» con la llegada del estalinismo y de «salvar el honor», no dudando, para este fin, en metamorfosear cómo «auténticos demócratas» a título póstumo a grandes comunistas como Lenin y Trotsky.

Objetivamente la derrota proletaria de Rusia aparece cómo un nuevo revés de la lucha de emancipación del proletariado, atestiguado en el siglo XIX por las batallas de 1848 y de 1871, y a principios de nuestro siglo por 1905. Si esta derrota es la gran derrota proletaria del siglo XX, la revolución de Octubre fue la primera gran victoria. Y si es al mismo tiempo la mayor derrota en la historia del movimiento obrero es porque en toda esta historia, el Octubre ruso fue la única victoria conseguida a escala de un gran país. Lo único que ha preservado al comunismo de una acusación de «quiebra» doctrinal y práctica en las derrotas proletarias precedentes, es que, en tanto que Partido, no era lo suficientemente fuerte aún para dirigir el movimiento. Pero para que el enemigo burgués pueda intentar hoy aplastarlo bajo esta acusación a propósito del Octubre ruso es necesario primeramente que el comunismo se refuerce hasta el punto de llegar a ser el único Partido de la revolución y de la victoria. Esto no fue una casualidad, pero es precisamente lo que todos los revisionistas olvidan. Cuando la burguesía pretende enterrar así el comunismo bajo las ruinas de la revolución rusa, aplica lógicamente las leyes de guerra: ¡no hay piedad para los vencidos! Pero cuando los presuntos «campeones» de esos mismos vencidos se ponen a «revisar» no sacan más que las mismas «lecciones de la historia» que la burguesía: y únicamente bajan la cabeza ante la invectiva.

Todo el mundo burgués reacciona como si en la historia nadie más que el Partido comunista de Lenin hubiese perseguido unos fines y obtenido unos resultados diametralmente opuestos. Si esto fuera verdad, hablaría en contra nuestra. Pero hay que señalar que en el curso de toda la historia de la sociedad de clases los resultados de las luchas no han respondido a los fines perseguidos más que de forma excepcional, que la contradicción entre unos y otros siempre ha sido la regla. Es el materialismo histórico quien ha tenido el mérito de poner de relieve esta verdad para demostrar que, al igual que sucede en la evolución de la naturaleza, el curso de la historia obedece a leyes objetivas y no a la conciencia y a la voluntad de los hombres, clases y partidos. Si hay necesidad de algún ejemplo piénsese en la reacción nobiliaria anterior a 1789, que aceleró la Revolución, o en el jacobinismo virtuosos e igualitario, que condujo a la sociedad burguesa de Thermidor y del Imperio. En otros términos, es el materialismo histórico quién ha establecido que, si bien son los hombres los que hacen su historia, no la hacen libremente. Esta verdad es inaccesible no sólo a la burguesía, sino también a todo tipo de revisionismo. Efectivamente, nadie es capaz de comprender que si algo prueba nuestra derrota de Partido en Rusia es simplemente que los comunistas no escapan al determinismo, al igual que los demás hombres.

El estalinismo no ha temido pretender lo contrario, jactándose implícitamente de haber continuado el socialismo en los marcos nacionales de una Rusia que no tenía las premisas materiales para ello ni en 1917 ni tan siquiera diez años más tarde, y jactándose explícitamente, ya que Stalin en sus Problemas económicos del socialismo pretendía «sacar partido», en interés del comunismo, de leyes económicas cuya única persistencia prueba la persistencia de una economía capitalista, y que si las pseudo-tesis del Partido ruso, con ocasión del cincuentenario, afirmaban imperturbablemente que si el socialismo había podido realizarse en Rusia a pesar de las condiciones que los marxistas del período juzgaron desfavorables, esto se explicaba ¡por el «plan científico de Lenin»!

Si se quiere saber como aborda el Partido proletario las derrotas de su propia clase no hay nada mejor que escuchar el luminoso pasaje en el cual Engels definía el método específico del materialismo dialéctico («LudwigFeuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana», 1888):

«La historia del desarrollo de la sociedad se manifiesta, en un punto, esencialmente diferente del de la naturaleza. En la naturaleza (...) son únicamente los factores inconscientes y ciegos los que empujan a unos contra otros, y en su juego cambiante donde se manifiesta la ley general. De todo lo que se produce (...) nada se produce en tanto que fin consciente, o deseado. Por el contrario, en la historia de la sociedad, los que actúan son exclusivamente hombres dotados de conciencia, actuando con reflexión o con pasión y persiguiendo unos fines determinados; nada se produce entre ellos sin una intención consciente, sin un fin deseado.

«Pero esta diferencia, sea cual sea su importancia para la investigación histórica, sobre todo de épocas y acontecimientos tomados aisladamente, no puede cambiar nada el hecho de que el curso de la historia está bajo el dominio de leyes generales internas. Pues también aquí, a pesar de los fines conseguidos conscientemente por todos los individuos, es el azar quien, de una manera general, reina aparentemente en la superficie. Raramente se realizará lo deseado; en la mayoría de los casos, los numerosos fines perseguidos se entrecruzan y se contradicen o bien son irrealizables a priori, o bien los medios para realizarlos son insuficientes. De esta forma los conflictos entre innumerables voluntades y acciones individuales crean en el campo histórico una situación análoga a la que reina en la naturaleza inconsciente. Los fines de los actos son deseados, pero los resultados que siguen realmente a estos actos no lo son, y si en un principio parecen corresponderse al fin perseguido, tienen unas consecuencias muy distintas de las deseadas. Así, los acontecimientos históricos aparecen en conjunto dominados igualmente por el azar. Pero allí donde el azar parece jugar en la superficie, siempre está sometido a leyes internas ocultas, y de lo que se trata es de descubrirlas».

Así, «los hombres hacen su historia, tenga el aspecto que tenga, persiguiendo cada uno sus propios fines. Lo que importa es lo que quieren los numerosos individuos. Pero, por una parte, hemos visto que las numerosas voluntades individuales que actúan en la historia traen consigo para la mayoría resultados muy diferentes de lo que se proponía. Por otra parte, puede preguntarse cuales fueron las fuerzas motrices ocultas detrás de estos móviles y cuales son las causas históricas que se transforman en estos móviles dentro de los cerebros de los hombres. Esta cuestión nunca se la planteó el antiguo materialismo».

¡Tampoco los modernos revisionistas!

«Descubrir las leyes internas ocultas» de la contrarrevolución en Rusia; buscar las «fuerzas motrices», las «causas históricas» de los «móviles» que se dan los hombres – masas, partidos y jefes – para actuar y luchar, esto es lo único que el Partido proletario puede proponerse y que realiza aplicando esta otra magnífica definición de Engels en el «Anti-Duhring»:

«La concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la producción, y después de la producción, el intercambio de sus productos, constituye el fundamento de todo el régimen social, que en cualquier sociedad aparecida en la historia, el reparto de los productos y con ello la articulación social en clases o en órdenes se basa en lo que se produce y en la manera en que se produce, así como en la manera en que se intercambian las cosas producidas. En consecuencia, no es en la cabeza de los hombres (...) sino en las modificaciones del modo de producción y de intercambio en donde hay que buscar las últimas causas de todas las modificaciones sociales y de todos los trastornos políticos».

Esto no está al alcance de todas esas corrientes que, a bandazos entre algunas verdades marxistas y la concepción tradicional, transfieren sin duda la sede de la Conciencia y de la Voluntad de los individuos y de los jefes a las clases y a los partidos, pero los consideran siempre como la instancia soberana, a la manera idealista, sin apercibirse de que así no se resuelve el problema del determinismo, sino que simplemente lo desplaza. Y esto es porque tampoco ven que para comprender la Historia, aunque sea de la derrota momentánea de su propio campo, hay que demostrar la ineluctabilidad de lo que se ha producido, y que sacar las lecciones de esto no es revisar el programa del socialismo científico, sino definir más rigurosamente, a la luz de los hechos, las condiciones de su victoria. No les queda más que buscar en lo abstracto, pero acercándose al arsenal de los prejuicios seculares, para saber que otra Conciencia y que otra Voluntad hubieran podido dar a la historia pasada un curso más conforme a sus deseos (más o menos arbitrarios) y garantizar infaliblemente la victoria en el futuro. Llegados a este punto, el dogma de secta, la fantasía individual, substituyen a la causa secular del proletariado en función de la moda del día, siendo los militantes revolucionarios desplazados por profetas más o menos inspirados por verdades reveladas que no son más que una forma cualquiera de revisión, ¡y así triunfa la burguesía!. 

 

 

La «lección» burguesa

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La «lección» de la contrarrevolución rusa según el pensamiento burgués clásico sería sin duda difícil de describir hoy, cuando la burguesía simula ser «socialista», pero es fácil reconstruirla. Tiene dos formas – una grosera, una sabia – que siempre han coexistido más o menos, pero la primera responde mejor a la fase «estalinista» de la contrarrevolución, y la segunda a su fase «krutchevista» y «post-krutchevista».

La «lección» grosera consiste en decir que el comunismo es peor que el capitalismo. La masa de miseria, de oscurantismo, de opresión, de mentira y de lo que Trotsky llamó un día la lúgubre irracionalidad de la era estalinista han asegurado a esta tesis un éxito que no merecía su grosería, pero está claro que no es para defender el comunismo por lo que el movimiento mundial de Stalin ha realizado durante decenas de años la más extraordinaria de las falsificaciones con la esperanza de que la verdad permanecería ignorada por los obreros de Occidente.

A esta versión, el Partido proletario da dos respuestas. La primera, evidente, es que la Rusia estalinista, y con más razón krutchevista, no ha tenido nunca nada que ver con el comunismo, ni con ninguna forma que se encaminase hacia esta forma económica y social. El desarrollo de este punto excedería el marco de este capítulo y el lector lo hallará en el que dedicamos más adelántela desarrollo de la economía rusa en la fase post-revolucionaria. 

Esta conclusión no pertenece con propiedad al Partido proletario, pero la segunda es más original. Esta demuestra efectivamente que la fase de la historia rusa que no solamente el estalinismo, sino también la burguesía e incluso el «trotskismo» han hecho pasar por comunista, siendo la menos comunista del mundo, no ha sido la absurda e inútil agonía de todo un pueblo, la serie de convulsiones inútiles provocadas por la «arbitrariedad» del déspota Stalin que la estúpida propaganda occidental ha pintado, sino una enorme revolución social de naturaleza opuesta a aquella que hubieran querido los comunistas contemporáneos de Lenin, y por lo tanto, en absoluto históricamente estéril, sino que por el contrario muy rica en explosivos desarrollos para el futuro lejano: la misma revolución capitalista que también todos los países avanzados han sufrido, pero de la cual se han olvidado después de los horrores y de los inconmensurables tormentos. 

La «lección» sabia de la contrarrevolución rusa no habría podido ser formulada por la burguesía sin la ayuda de los pedantes socialdemócratas de Alemania o de Austria, contemporáneos de Stalin, mientras que hoy le basta con repetir lo que los «comunistas» del Este sugieren. Se la puede reconstruir diciendo que si Rusia (y el bloque del Este) no ha conseguido escapar a las leyes capitalistas (ley del valor – ley general de la acumulación capitalista – ley de la reproducción del capital), si no ha conseguido encontrar otro mecanismo que el intercambio para reunir la producción con el consumo, y que si, al mismo tiempo que el comercio entre la ciudad y el campo ha conservado la venta y la compra de la fuerza de trabajo, es decir, el salario que el comunismo se proponía abolir, es que estas leyes y esta organización social son tan naturales y también tan inmutables como el orden de los planetas, por ejemplo. En otras palabras, la contrarrevolución en Rusia no habría sido una contrarrevolución, sino el retorno a un orden que los bolcheviques habrían intentado vana y locamente modificar, y al mismo tiempo la prueba histórica del carácter utópico e irreal de lo que nosotros llamamos socialismo científico. 

Pretendiendo así extraer de nuestra derrota de clase una confirmación de sus tesis conservadoras y antiproletarias, la burguesía usa sin escrúpulos vanos el derecho del vencedor, pero como «lección de historia», su conclusión es doblemente nula. La primera razón de ello es que el Partido bolchevique y Lenin no han pretendido nunca poder destruir, a breve plazo, la forma económica y social del capitalismo en Rusia, como habían hecho con la dominación política zaristo-burguesa (¿no ha tenido de verdad el mundo burgués ninguna referencia sobre este hecho durante medio siglo?). Ellos proclamaron, por el contrario, que comenzaban una revolución proletaria internacional cuyo triunfo permitiría, no por cierto «decretar» un buen día, el socialismo en la atrasada Rusia, sino albergar al mínimo la fase necesaria de desarrollo capitalista bajo el control político del proletariado. La «lección» burguesa prueba únicamente que las «libertades democráticas» de Occidente no le han permitido de ninguna manera hacerse de la revolución bolchevique una idea menos estúpida que la que ha sido impuesta como dogma de Estado durante decenas de años a Rusia por la desacreditada dictadura estalinista. 

Esta lección ha sido inútil por el motivo primordial de que el socialismo científico constituye toda una concepción de la historia y del mundo, que los ideólogos de la burguesía han sido incapaces (ni después ni antes de Octubre 1917) de refutar teóricamente, y por el contrario se ven obligados a plagiar algunas verdades. No habría nada mejor que oponer a la ligera acusación burguesa de «utopía» que el comunismo real. La cuestión no aspira evidentemente a «convencer» al enemigo de clase, sino a combatir el derrotismo en el proletariado, y sobre todo a establecer claramente la base teórica de la refutación de las «lecciones» revisionistas que haremos más adelante, ya que, sin haber presentado nunca la misma audacia oscurantista de las «lecciones» burguesas, traducen el mismo derecho acerca del socialismo científico, o la misma impotencia para comprenderlo. 

Para este objetivo resumiremos la exposición clásica, insuperable pero desconocida, que Engels hizo en el II Capítulo de la Tercera Parte del Anti-Duhring, Socialismo, ordenándolo de manera diferente para poner en evidencia los momentos de una forma de economía y de sociedad que, muy lejos de haber existido en cualquier momento, ha nacido de condiciones históricas muy definidas, y que, muy lejos de estar adaptada a una «razón» inmutable está, desde su aparición, afectada de la irracionalidad que implica este origen y que ella intenta vanamente sobrepasar y que a fin de cuentas, muy lejos de ser eterna, está llamada por el desarrollo de sus propias contradicciones internas a desaparecer en la mayor revolución social de la historia. 

 

La economía mercantil, cuna del capitalismo 

 

Antes de la producción capitalista se daba por todas partes la pequeña producción, que se fundaba en la propiedad privada de los trabajadores sobre los medios de producción. Los medios de trabajo (tierra, arados, talleres, los útiles del artesano) eran medios de trabajo, calculados solamente para el uso individual; eran por lo tanto, necesariamente, mezquinos, minúsculos, limitados. Pero allí en donde la división natural del trabajo en el interior de la sociedad es la forma fundamental de la producción, esta imprime a los productos la forma de mercancías, cuyo intercambio recíproco pone a los productos individuales en situación de satisfacer sus múltiples necesidades. En la producción mercantil no puede plantearse la cuestión de saber a quién debe pertenecer el producto del trabajo. En líneas generales, el productor individual lo había fabricado con materias primas que le pertenecían y que el mismo frecuentemente producía, con ayuda de sus propios medios de trabajo, y de su trabajo personal o el de su familia. El producto no tenía ninguna necesidad de ser apropiado por el, le pertenecía. La propiedad de los productos descansaba pues sobre el trabajo personal. Pero toda sociedad basada en la producción mercantil tiene de particular el que los productores han perdido en ella la dominación sobre sus propias relaciones sociales. Cada uno produce para sí con medios de producción debidos al azar y para su necesidad individual de intercambio. Nada puede saber acerca de si su producto individual encontrará a su llegada una necesidad real, si compensará sus gastos o incluso si los podrá vender. Es el reino de la anarquía de la producción social. Pero la producción mercantil, como cualquier otra forma de producción, tiene sus leyes originales, inmanentes, inseparables de ella, y estas leyes se imponen a pesar de la anarquía, en ella, por ella. Se manifiestan en la única forma que subsiste el lazo social, en el intercambio, y ellas prevalecen sobre los productores individuales, como leyes coercitivas de la concurrencia. Son por lo tanto, al principio, desconocidas para estos productores y es necesario en primer lugar que las descubran poco a poco por una larga experiencia. Se imponen por lo tanto sobre los productores y contra los productores como leyes naturales de su forma de producción, leyes de una acción ciega. El producto domina a los productos. 

 

La revolución capitalista no es más que una revolución a medias 

 

Concentrar, ensanchar estos medios de producción dispersos y reducidos, hacer de ellos las potentes palancas de la producción actual, esta fue precisamente la función histórica del modo de producción capitalista. La burguesía no podía transformar estos medios de producción limitados en poderosas fuerzas productivas sin transformar los medios de producción del individuo en medios de producción social, utilizables solamente por un conjunto de hombres. Y al igual que los medios de producción, la misma producción se transforma de una serie de actos individuales en una serie de actos sociales. Ya no hay un individuo que pueda decir «soy yo quien ha hecho esto, es mi producto». Es en la sociedad de productores individuales, de productores de mercancías, en donde se ha infiltrado el nuevo modo de producción. Se ha introducido en medio de la división natural del trabajo, en la que no existía método, y la cual reinaba en toda la sociedad, la división metódica del trabajo tal y como estaba organizada en la fábrica individual; junto a la producción individual apareció la producción social. La producción individual sucumbió en un campo tras otro, revolucionando la producción social todo el antiguo método de producción. 

Pero este carácter revolucionario que le es propio fue tan poco identificado que se le introdujo como medio de aumentar y de favorecer la producción mercantil. La producción social nació ligándose directamente a algunas palancas ya existentes de la producción mercantil y del intercambio de mercancías: capital comercial, artesanado, trabajo asalariado. Debido al hecho de que se presentaba como una nueva forma de producción mercantil, las formas de apropiación de la producción mercantil permanecieron también para ella con pleno vigor... Los medios de producción y los productos sociales fueron tratados como si todavía fuesen medios de producción y productos individuales. Si hasta ahora el poseedor de los medios de trabajo se había apropiado el producto porque, a nivel general, era su propio producto, este mismo poseedor de los medios de trabajo continuó apropiándose del producto, si bien ya no era su producto, sino el producto del trabajo de otros. Los medios de producción y la producción llegaron a ser esencialmente sociales, pero se les sujetó a una forma de apropiación que presupone la producción privada de los individuos, en la cual cada uno posee y lleva al mercado su propio producto; se fijó el modo de producción a esta forma de apropiación, si bien se suprimió la condición previa

 

La incompatibilidad de la producción social y de la apropiación capitalista, secreto del trágico curso de la dominación burguesa 

 

En esta contradicción, que confiere al nuevo modo de producción un carácter capitalista, se halla en germen la gran colisión actual. A medida que el nuevo modo de producción llegaba a dominar en todos los sectores decisivos de la producción y en todos los países económicamente decisivos, se veía forzosamente aparecer tanto más crudamente la incompatibilidad de la producción social y de la apropiación capitalista

Con la aparición del modo de producción capitalista, las leyes de la producción mercantil, que dormitaban hasta ese momento, entraron en acción de una manera más abierta y más potente. La anarquía de la producción social se puso a la orden del día y cada más cerca de su límite. Pero el principal medio con el cual el modo de producción capitalista acrecentó esta anarquía en la producción social era precisamente lo contrario de la anarquía: la creciente organización de la producción en tanto que organización social en cada factoría aislada. Allá en donde fue introducida en una rama de la industria no tuvo que soportar junto a ella ningún método de explotación más antiguo. El campo del trabajo llegó a ser un campo de batalla. La lucha no estalló solamente entre productores locales individuales; las luchas locales aumentaron de tal forma que llegaron a ser luchas nacionales, universalizando la gran industria y el establecimiento del mercado mundial esa lucha y confiriéndole una violencia inaudita. Entre capitalistas aislados, al igual que entre industrias y países enteros, el vencido es eliminado sin contemplaciones. Es la lucha darwiniana por la existencia traspasada de la naturaleza a la sociedad con una furia decuplicada. La condición del animal en la naturaleza aparece como el apogeo del desarrollo humano. La contradicción entre producción social y apropiación capitalista se reproduce como antagonismo entre la organización de la producción en la fábrica individual y la anarquía de la producción en la sociedad

La perfección llevada al máximo del maquinismo moderno se transforma, por efecto de la anarquía de la producción, en una ley imperativa para el capitalista aislado, obligándole a mejorar sin cesar la maquinaria, a acrecentar sin cesar su fuerza de producción. La simple posibilidad efectiva de aumentar el campo de su producción se transforma, para él, en otra ley igual de imperativa. La enorme fuerza de expansión de la gran industria se manifiesta como una necesidad de expansión cualitativa y cuantitativa que se ríe de toda presión en su contra. Esta presión a la contra está constituida por el consumo, las salidas, los mercados para los productos de la gran industria. Pero la posibilidad de expansión de los mercados, tanto extensiva como intensiva, está dominada en primer lugar por leyes muy distintas, en las cuales la acción es mucho menos enérgica. La expansión de los mercados no puede ir a la par con la expansión de la producción. La colisión es inevitable (y esa es la crisis). En las crisis se ve la contradicción entre producción social y apropiación capitalista llegar a la explosión violenta. La circulación de las mercancías está destruida momentáneamente: el medio de circulación, el dinero, llega a ser un obstáculo para la circulación; todas las leyes de la producción y de la circulación de mercancías son puestas patas arriba. La colisión económica alcanza su máximo nivel: el modo de producción se rebela contra el modo de intercambio, las fuerzas productivas se rebelan contra el modo de producción, para el cual han llegado a ser demasiado grandes. 

 

Las vanas tentativas burguesas de armonización 

 

Es esta reacción de las fuerzas productivas en creciente potencial contra su cualidad de capital, y la creciente necesidad de reconocer su carácter social las que obligan a la clase de los capitalistas a tratarlas cada vez más, en la medida en que esto es posible dentro de la relación capitalista, como fuerzas de producción sociales. Es esta forma de socialización la que se presenta ante nosotros en los distintos tipos de sociedad por acciones; son los trusts, uniones cuyo objetivo es reglamentar la producción (determinación de la cantidad a producir, reparto entre ellos). Pero como estos trusts se vienen abajo generalmente en el primer período de malos negocios, empujan a una socialización todavía más concentrada: toda la rama industrial se transforma en una única gran sociedad por acciones, la concurrencia deja paso al monopolio interior de esta sociedad única. La producción sin plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planificada de la sociedad socialista que se acerca. 

Si las crisis han hecho aparecer la incapacidad de la burguesía para continuar rigiendo las fuerzas productivas modernas, la transformación de grandes organismos de producción y comunicaciones, en una sociedad por acciones y en propiedades estatales muestra como se puede pasar por alto dicho fin pasando por alto a la burguesía. Todas las funciones sociales del capitalismo están ahora aseguradas por empleados remunerados. Pero ni la transformación en sociedades por acciones, ni la transformación en propiedades estatales suprimen la calidad de capital de las fuerzas productivas. 

En lo que respecta a las sociedades por acciones, es evidente. Y el Estado moderno a su vez no es más que la organización que la sociedad burguesa se da para mantener las condiciones generales exteriores del modo de producción capitalista contra las usurpaciones provenientes tanto de los obreros como de capitalistas aislados. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, es el Estado de los capitalistas, es el capitalista colectivo ideal. A medida que pasan a su propiedad más fuerzas productivas y se convierte en el capitalista colectivo de hecho, más ciudadanos explota. Los obreros siguen siendo asalariados, proletarios. La relación capitalista no se suprime, sino que por el contrario es empujada a su cúspide. 

 

La contradicción fundamental del capitalismo llama a una solución revolucionaria

 

Pero al llegar a este punto máximo, se invierte. La propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas no es la solución del conflicto , pero contiene en sí el medio formal, la manera de encontrar la solución. 

Lenin no lo olvidó nunca, él que siempre tuvo necesidad de distinguir no solamente el capitalismo de Estado bajo la dominación de la burguesía y del capitalismo de Estado bajo la dictadura del proletariado, sino también esta última forma del socialismo. En el XIV Congreso del P.C. de la URSS, en abril de 1925, la lucha entre los leningradenses por un lado y los partidarios del «socialismo en un solo país» por otro, reagrupados alrededor de Bujarin y de Stalin, gira en torno a esta distinción: mientras que Stalin-Bujarin revisan a Lenin sosteniendo que sería «derrotista» considerar que el capitalismo de Estado es la forma económica dominante en la industria rusa de 1925 y el socialismo, Zinoviev-Kamenev demuestran que la liquidación de la posición de Lenin equivalía a un embellecimiento de la NEP, a disimular el conflicto real de clase, y a una transformación del Partido proletario en Partido nacional, no teniendo otro fin que el de obtener un aumento del rendimiento en el trabajo de los obreros, por medio de una demagogia de la cual no pudieron demostrar toda su falsedad. 

Trotsky (que no intervino en este Congreso, porque la ruptura entre los leningradenses y Stalin, que hasta entonces se habían unido contra él, le pilló de improviso) no hizo nunca una distinción tajante entre las formas económicas en tanto que tales, haciendo intervenir siempre el factor político, no solamente cuando éste era legítimo, como durante los primeros años de la revolución rusa, sino también más tarde, mientras que denunciaba la degeneración del poder, no hablando de capitalismo de Estado, sino de un socialismo «que utiliza» los métodos de la contabilidad capitalista, posición teóricamente insostenible. 

La propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas puede ser la solución solamente al hecho de que la naturaleza social de las fuerzas productivas modernas está reconocido efectivamente, que por lo tanto el modo de producción, de apropiación y de intercambio está en armonía con el carácter social de los medios de producción. Y esto no puede producirse más que si la sociedad toma posesión abiertamente y sin rodeos de las fuerzas productivas que han llegado a ser demasiado grandes para cualquier otra dirección que no sea la suya. Está muy claro que este no era el caso en la Rusia de Octubre, que sufría no de una plétora, sino de una insuficiencia del desarrollo capitalista, expresándose no sólo por el débil peso específico de los islotes de industria urbana en la economía nacional, sino por el predominio de la pequeña explotación en la agricultura. Por ello es por lo que la gestión estatal de toda la industria no fue querida por Lenin, pero impuesta por las expropiaciones masivas realizadas por los obreros por un lado, y la huida de los empresarios por otro. 

Mientras que nos negamos obstinadamente a comprender la naturaleza y el carácter de las enormes fuerzas productivas desarrolladas por el capitalismo (y es contra esta comprensión contra la que se resisten el modo de producción capitalista y sus defensores) estas fuerzas producen todas sus consecuencias a pesar nuestro, contra nosotros. Pero una vez que son captadas en su naturaleza, pueden convertirse, de fuerzas demoníacas en dóciles sirvientes. 

 

La misión histórica del proletariado

 

No basta con que la necesidad de una solución revolucionaria de la contradicción se haga sentir objetivamente para que se produzca realmente en la historia: es necesario que exista una fuerza social susceptible de traducirla en los actos. Esta fuerza social es el mismo capitalismo quien la produce: transformando cada vez más a la gran mayoría de la población en proletarios, el capitalismo ha creado al mismo tiempo la fuerza que, so pena de perecer, está obligada a llevar a cabo este derrocamiento. En todo el curso de la historia burguesa, la contradicción entre producción social y apropiación capitalista se manifiesta como antagonismo del proletariado y de la burguesía, es decir, de la clase de productores a los cuales la revolución capitalista ha separado de los medios de producción, y que han sido reducidos a no poseer nada más que su fuerza de trabajo por un lado, y por otro, la clase que concentra en sus manos (o en las de su Estado) estos medios de producción. 

Esta contradicción, a medida que aumenta el antagonismo de clase que resulta de ella, está destinada a profundizarse. En el punto culminante de su lucha el proletariado se apodera del poder político, destruye el aparto estatal de la burguesía y edifica su propio Estado de clase. Transforma gradualmente todos los medios de producción en propiedad de este Estado, a medida que los arranca de las clases que los detentaban hasta entonces. 

Pero, haciendo esto, las suprime en tanto que clases y, al mismo tiempo, se suprime el también en tanto que proletariado. De Estado de clase, el Estado proletario llega a ser efectivamente el representante de toda la sociedad, en la medida en que todas las diferencias y oposiciones de clase han desaparecido en su seno. Pero entonces él mismo se vuelve superfluo. Desde el momento en que no hay ninguna clase a la que oprimir, desde el momento en que, con la dominación de clase y la lucha por la existencia individual motivada por la anterior anarquía de la producción, son eliminadas igualmente las colisiones y los excesos que resultan de ella, no hay nadie a quien reprimir para que sea necesario un poder de opresión, un Estado. Su intervención en las relaciones sociales llega a ser superflua en todos los campos y entonces, naturalmente, queda adormecido. El gobierno de las personas deja su puesto a la dominación de las cosas y a la gestión de las operaciones de producción. El Estado no es «abolido», sino que se extingue. 

Con la toma de posesión de todos los medios de producción por la sociedad, la producción mercantil se elimina y, en consecuencia, se elimina la dominación del producto sobre el productor. La anarquía en el interior de la producción social queda reemplazada por la organización planificada consciente. La lucha por la existencia individual cesa. De ahí, por vez primera, el hombre se separa, en cierto sentido, definitivamente del reino animal, y pasa de condiciones animales de existencia a condiciones realmente humanas. 

Llevar a cabo este acto liberador es la misión histórica del proletariado moderno. Profundizar en las condiciones históricas y en la naturaleza, y así dar a la clase que tiene la misión de actuar (clase hoy oprimida) la conciencia de las condiciones y de la naturaleza de su propia acción, esta es la tarea histórica del socialismo científico, expresión teórica del movimiento proletario. 

Tal es la formidable construcción que el Comunismo opone a las siniestras fantasías burguesas acerca del reinado eterno del Capital, de su opresión de clase, de sus crisis y genocidios repetidos por sus reaccionarios conflictos imperialistas. Construcción que no solamente la derrota final de Octubre, sino incluso toda una serie de nuevas derrotas eventuales serían incapaces de perturbar, pues desde su origen descansa sobre una anticipación prodigiosa sobre el futuro, sobre esta última fase del capitalismo que vivimos, de la cual fodos los años transcurridos desde Octubre no son, aunque parecen interminables, más que el principio. 

 

 

La «lección» socialdemócrata 

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Al igual que la «lección» burguesa, la «lección» socialdemócrata de la contrarrevolución estalinista no se presenta bajo una forma pura, pero igualmente no es difícil reconstruirla, siendo útil en la medida en que las sedicentes «revisiones» modernas no inventan nada y se contentan con retomar, bajo una u otra forma, las conclusiones de las grandes corrientes del pasado.

Históricamente, la socialdemocracia es esta desviación del movimiento obrero que, a fuerza de luchar por las reformas en el ambiente relativamente idílico del capitalismo anterior a 1914, había renunciado a preparar a la clase obrera en su tarea revolucionaria y que, en las condiciones modificadas creadas por la primera gran guerra imperialista, cumplió la función exactamente opuesta, estrangulando la energía revolucionaria, oponiéndose al movimiento proletario (como hicieron los Noske-Scheidemann en Alemania). En la época de Lenin y de la revolución rusa, esta desviación estaba encarnada, mucho más que por la derecha pasada abiertamente al enemigo, por el centro conciliador del cual el alemán Kautsky fue el teórico «internacional».

Esta se distinguía de las corrientes burguesas tradicionales en la medida en que no llegaba a afirmar que el capitalismo es eterno y que la sociedad sin clases y sin Estado es una utopía. Pero prácticamente, es decir, en la lucha de clases real, la socialdemocracia reunió a los partidos burgueses rehusando admitir que se pudiera llegar al socialismo por una dictadura de clase y de partido que violase los derechos electoralistas y parlamentarios de la democracia.

La socialdemocracia no negaba necesariamente, al menos en abstracto, el «derecho a la revolución», incluso el revisionista anterior a 1914. Eduardo Bernstein, no había osado negar formalmente este «derecho», escribiendo en Socialismo teórico y socialdemocracia práctica (1899): «Es necesario que la socialdemocracia tenga el coraje de querer parecer lo que es actualmente en realidad: un partido de reformas democráticas y socialistas. No se trata de abjurar del llamado derecho a la revolución, ese derecho puramente especulativo, que ninguna Constitución podría parafrasear y que ningún código podría prohibir, y que existirá en tanto que la ley natural nos fuerce a morir si renunciamos al derecho a respirar. Este derecho no escrito e imprescriptible no es más ansiado, si se le lleva al terreno de la reforma, que el derecho de legítima defensa que no se suprime por el hecho de que nos hayamos dado unas leyes que reglamentan nuestras diferencias personales o de propiedades». Es exactamente con los mismos pases de prestidigitación como la socialdemocracia anterior a 1914 eludía el problema central de la revolución violenta, como el antiguo adversario de Bernstein, Kautsky, se convirtió en su heredero espiritual.

La socialdemocracia se alineó con los partidos burgueses de toda laya en la misma medida en que no se dignó jamás reconocer que las condiciones de esta revolución estaban maduras: en Rusia, porque el desarrollo económico del país no era suficiente como para permitir una socialización de los medios de producción; en Occidente, por el contrario, porque una revolución habría hecho disminuir el nivel económico alcanzado a consecuencia de la lucha armada que supone, de la pretendida falta de preparación de la clase obrera en las funciones de la clase dirigentes, etc.; para la derecha, porque la revolución no se justificaba ya en un siglo en que, a la inversa de lo que había ocurrido en el siglo precedente, la clase obrera habría tenido que defender «conquistas» en el seno de la sociedad burguesa. En resumen, si en la época todavía se podía hablar de movimiento obrero (que no es el caso de hoy) el socialdemocratismo no puede definirse mejor que como la negación de este movimiento que, como señalaba Marx, o es revolucionario o no es nada.

La «lección» socialdemócrata de la contrarrevolución rusa deriva naturalmente de las características que hemos señalado. Combatiendo a la revolución bolchevique bajo el pretexto de que Rusia no estaba aún madura para el socialismo, la socialdemocracia presentó toda la evolución económica de la URSS hacia el capitalismo a partir de la NEP como una prueba de sus motivos fundados de su oposición a la Revolución. Esto implica evidentemente que haya reconocido como evolución capitalista lo que Stalin llamaba edificación del socialismo nacional; pero esta superioridad de orden «científico» no debe ocultarnos el vacío de esta presunta «lección» y todavía menos su infamia. Nosotros también caracterizamos a la evolución económica de Rusia desde el fin de la guerra civil hasta hoy como capitalista, y consideramos que era históricamente inevitable; pero lo hemos deplorado como un efecto y una manifestación de la derrota de clase del proletariado en la primera postguerra, mientras que la socialdemocracia, que se había vuelto conservadora, ha podido regocijarse con ello. Sobre todo lo hemos considerado inevitable si el proletariado europeo no conseguía llegar a hacer su propia revolución, y nosotros hemos combatido con todas nuestras fuerzas para tal fin; mientras que la socialdemocracia, por una parte, dio por vencida a la revolución rusa en tanto que revolución socialista, por la otra combatió a la revolución en Occidente.

Los viejos socialdemócratas de la escuela anterior a 1914 se burlaban justamente de las pretensiones de Stalin de construir un capitalismo nacional. Esto prueba simplemente que hace una cuarentena de años, se era menos ignaro, incluso en el terreno de los liquidadores en materia de doctrina, sabiéndose que socialismo y economía de mercado son incompatibles; lo que no sólo los post-estalinistas, sino incluso los «trostquistas» han olvidado; pero esto no cambia nada absolutamente con respecto al derrotismo y a la función abiertamente contrarrevolucionaria de la socialdemocracia en la primera postguerra. 

Pero la falsedad sin límites de la «lección» socialdemócrata de la contrarrevolución rusa descansa en el hecho de que, a pesar de sus pretensiones científicas, hace una «abstracción» del factor capital: la influencia paralizante que la socialdemocracia ha ejercido sobre el proletariado occidental y que, impidiendo la extensión de la revolución, ha entregado Rusia al capitalismo; pero hacer «abstracción» del hecho de que, sin el mantenimiento de la dominación burguesa en Europa, una corriente nacionalista como el estalinismo no habría podido triunfar en Rusia, presentar ese estalinismo odioso como un castigo a los pecados revolucionarios del proletariado ruso mientras que ha sido el hijo legítimo de la reacción burguesa favorecida por el reformismo, es reducir las lecciones de la historia a este miserable truísmo: sin revoluciones, no hay jamás contrarrevoluciones. Esto es lo que da la medida exacta de esta «superioridad teórica» de la cual se jactaba el reformismo europeo de cara al bolchevismo, mientras este existía aún como partido «obrero».

Para ser pausible, a la vulgar «lección» socialdemócrata le falta el haber demostrado, en primer lugar, que la revolución de Octubre no respondía a ninguna necesidad histórica y que no fue más que un accidente de la historia imputable al «voluntarismo» bolchevique y, en segundo lugar, que el mantenimiento del capitalismo en el mundo, después de Octubre, ha sido históricamente beneficioso al proletariado y, en general, a la especie humana, y que ha confirmado perfectamente todas las previsiones socialdemócratas sobre una marcha pacífica ininterrumpida hacia el socialismo.

No solamente ha hecho nunca la socialdemocracia la primera demostración sino que (por lo menos en su corriente centrista, la llamada II Internacional y Media, que se hacía ver como independiente a la vez tanto del socialismo de derecha como del comunismo) no osó, en la época de la revolución de Octubre, condenar abiertamente a Octubre.

Como ilustración citaremos el artículo característico de un admirador declarado del centrista alemán Kautsky, H. Weber, publicado bajo el título de «Los bolcheviques y nosotros» en la revista de la socialdemocracia austríaca, Der Kampf, en marzo 1918 (Hojeando esta revista, se constata con estupor que hasta esa fecha la revista teórica de la orgullosa socialdemocracia austríaca publicada en Viena no dice ni una sola palabra acerca de la revolución de Octubre, apareciendo con una perfecta regularidad. Y cuando lo hizo por primera vez lo será para proclamar de buenas a primeras... la derrota de esta revolución, que debía superar por el contrario victoriosamente la prueba de la guerra civil. Lenin, que apreciaba en su justo valor a los oportunistas occidentales, no daba crédito al preguntar un día a Trotsky sobre lo que opinaba de Octubre la socialdemocracia oficial, escuchando que esta prefería no hablar del tema...): 

«La teoría y la práctica de los bolcheviques – dice el viejo artículo centrista – es la adaptación del socialismo a un país en donde el capitalismo es aún joven y está poco desarrollado, y el proletariado en minoría». ¿En que sentido? «El Soviet ruso (como la Commune en Francia en 1871) es fatalmente el ideal estatal del proletariado revolucionario en los países en los cuales es aún una minoría dentro de la población. Además, el mantenimiento del orden económico capitalista es incompatible con los intereses del proletariado. Una vez en el poder, el proletariado debe poner la producción industrial bajo su control. Desgraciadamente, la revolución destruye el antiguo aparato burocrático sin crear otro nuevo de carácter democrático. Es por esto por lo que los bolcheviques no pueden someter a la industria bajo el control de los órganos de una comunidad democrática; están obligados por lo tanto a someter cada empresa al control de los obreros que están empleados en ellas (...) Haciendo esto, ellos abandonan el principio socialista que quiere que cada rama de la industria esté sometida al conjunto de la sociedad y se aproximan al ideal social del sindicalismo. El origen de esta concepción, nacida en el proletariado francés, reside en el hecho de que siendo una minoría social, no podía desear la sumisión de la economía a un Estado democrático que habría representado fatalmente a una mayoría pequeño-burguesa y campesina; en consecuencia, desea la sumisión de las empresas ante los sindicatos correspondientes y los trabajadores rusos buscan realizar hoy este ideal del sindicalismo francés. Los decretos bolcheviques sobre el control obrero son el principio de la organización industrial, que se convierte en el fin de la clase obrera allí en donde no puede esperar a dominar democráticamente la industria. El socialismo alemán debe su superioridad teórica al hecho de que el proletariado es la mayoría, y puede por lo tanto esperar a conquistar el poder sobre la base de la democracia, y dominar la industria por medio del Estado democrático. Pero allí en donde el proletariado esté en minoría, combate fatalmente por la Commune o por el Soviet contra la democracia, por el control sindicalista de los obreros sobre la fábrica, contra la subordinación socialista de la industria a la comunidad democrática. La tentativa del proletariado ruso de destruir la dominación del capitalismo y realizar el socialismo era inevitable, pero su caída también lo era, y sus causas son las mismas que en 1848 y 1871: «El desarrollo del proletariado está condicionado por el desarrollo de la burguesía industrial. Es bajo su dominación como adquiere una existencia a escala nacional, que hace de su revolución una revolución nacional; allí donde la industria capitalista no es más que un fenómeno esporádico, la abolición de la dominación capitalista no puede llegar a ser el contenido de la revolución nacional» (Marx, «Las luchas de clase en Francia»)».

¿Qué conclusión política se puede extraer de todo esto, cuando se es un pedante imbuido de la superioridad del «socialismo alemán», pero que no quiere caer no obstante en los excesos de la derecha, para la cual la revolución de Octubre no ha sido más que una loca aventura? Una conclusión que traiciona cruelmente la molestia de su autor:

«La ventaja de los mencheviques era haber visto que la revolución social no es posible más que llegando aun cierto grado de desarrollo capitalista (sic) que Rusia no había alcanzado aún. Pero convencido de que la revolución rusa debiera ser burguesa, habían renunciado al poder, abdicado a favor de la burguesía. Su miedo a la contrarrevolución que podría suscitar la intervención del proletariado les habría empujado a renunciar a toda política proletaria enérgica en el marco de la revolución burguesa, y así ellos habrían arrojado al proletariado en los brazos de los bolcheviques.

«Los bolcheviques se han puesto a la cabeza del proletariado en la lucha de clases que la revolución burguesa debía engendrar inevitablemente y han dado una expresión fiel a los sentimientos, a las voluntades y al ideal del proletariado ruso. Pero ellos han compartido sus ilusiones dejándose absorber por él, y de tal forma han dirigido experiencias que no pueden terminar más que con la derrota del proletariado».

En la engañosa realidad, el buen socialdemócrata «ilustrado» de 1918 veía un halo de esperanza, en el «medio justo» bien entendido:

«No obstante, existen en Rusia socialdemócratas libres de prejuicios tanto de derecha como de izquierda: los mencheviques internacionalistas como Martov, los internacionalistas de la Novaya Jizn y la minoría bolchevique que, bajo la dirección de Riazanov (¡sic!), combate la dictadura de Lenin y Trotsky, en resumen todos los grupos internacionalistas no bolcheviques de Rusia. Ellos han cumplido la tarea de incumbe a los marxistas: no oponerse al proletariado (¡sic!) pero no caer ante sus ilusiones (¡sic!), y por el contrario defender contra estas ilusiones la concepción superior que el marxismo nos da de la lucha y del desarrollo. En tiempos de revolución, el éxito pertenece a los extremos y el centro está condenado a la impotencia (sic), pero sólo los adoradores del éxito creen que esto le es perjudicial (sic). El futuro dará la razón al centro tanto en el mundo como en Rusia».

Pero entonces, ¿qué tareas se reconocían los homólogos austríacos e internacionales de los mencheviques a lo Martov en los países avanzados? El artículo concluye prudentemente:

«La revolución rusa es una victoria del proletariado ruso y el destino del proletariado ruso está ligado al de los bolcheviques. Nosotros les debemos nuestra simpatía y nuestra ayuda, al igual que se la debemos al proletariado en lucha de todos los países. Los ataques contra los bolcheviques son una grosera violación de los deberes de la solidaridad proletaria internacional; debemos ser solidarios con los bolcheviques en la guerra civil contra la burguesía, pero no debemos compartir sus ilusiones (...) El marxismo tiene que defender las lecciones de la experiencia histórica contra las ilusiones proletarias del momento, sean de derecha o de izquierda. Es preciso combatir a la derecha, pero igualmente al radicalismo de izquierda, según la cual el proletariado no tendría para abolir el mundo capitalista más que desearlo, sin tener en cuenta las condiciones objetivas de su lucha».

¡Que triste cuadro evoca ante nuestros ojos, cincuenta años después, este viejo artículo polvoriento! Seguros de comenzar una revolución europea que será el castigo histórico de la burguesía por la guerra imperialista que ha desencadenado, el proletariado ruso y los bolcheviques se han batido y se preparan para batirse como leones. Ellos han detenido de forma revolucionaria la guerra imperialista en su país y gritan al proletariado internacional para que imite su ejemplo. Han edificado un Estado totalmente nuevo que, superando las insuficiencias de la Commune de Paris da cuerpo y sangre a la fórmula marxista de la «dictadura del proletariado», mostrando a la clase obrera como «se puede y se debe» gobernar sin parlamentarismo un gran país, como se puede y se debe privar de todo poder político a la gran burguesía, como se puede y se debe resistir a las oscilaciones de la pequeña, y, como un proletariado decidido y disciplinado gana la guerra civil. Y, mientras tanto, los «jefes socialistas» occidentales creen haber cumplido con sus deberes revolucionarios al «excusar» al proletariado ruso por no haberse inclinado ante la mayoría pequeño-burguesa y por haber violado los principios de la democracia; ¡cuando ellos han reconocido (¿se podía hacer de otro modo?) a los bolcheviques su amplio y entusiasta apoyo proletario y popular y cuando, mediante cumplidos, han criticado a los mencheviques! ¡Esto quiere decir que ellos sólo tienen prisa por arrojar el anatema sobre la voluntad revolucionaria de abolir el mundo capitalista y, subsidiariamente, de juzgar a los bolcheviques en base a la diferencia existente entre los «principios de organización industrial» característicos del sindicalismo revolucionario y del socialismo y de enseñarles gravemente que el socialismo es centralizador! Todo lo que saben decir acerca de las tareas de un partido marxista en una época de lucha de clases agudizada, es que no debe oponerse al proletariado, y rechazan reconocerle sus funciones de dirección, de encuadramiento de la lucha, sin la cual la revolución no puede tener lugar, erigiendo la eterna oscilación, la eterna indecisión de los «internacionalistas no bolcheviques» de Rusia como modelo universal.

Pero lo peor de todo es que habiendo condenado de esa manera tan hipócrita la revolución rusa (¡después de reconocerla como inevitable!) «porque las condiciones objetivas» de la economía rusa no permitían llegar al socialismo, se guardan muy bien de explicar porqué las del Occidente industrial y avanzado impedirían también toda esperanza de extirpar el capitalismo de la economía después de haberlo vencido sobre el terreno político. Por toda respuesta a esta cuestión crucial, ellos, los campeones de la lucha contra las «ilusiones», no tienen nada más que una esperanza para proponer: que en la lejana época en la que el proletariado llegue a ser la mayoría social absoluta, pueda «conquistar el poder sobre la base de la democracia y dominar la industria (¡sic!) por medio del Estado democrático». Tal es la «concepción superior» que según ellos «nos da el marxismo acerca de la lucha y del desarrollo», la única concepción realista. No hay que buscar muy lejos el secreto de la reacción burguesa mundial que siguió a la revolución rusa y la débil oleada de agitación social de la postguerra en Occidente, y de la cual el estalinismo no fue más que la manifestación local en Rusia: ¡cuando la hora de la lucha a muerte llegó, es a este tipo de «jefes» a los que el proletariado siguió en su mayor parte!

Dicho esto, si los cincuenta años que siguieron hubiesen confirmado las previsiones socialdemócratas, según las cuales «el futuro pertenecía al centro», es decir, según las cuales el proletariado llegaría democráticamente al poder y realizaría la transformación socialista sin revolución previa, sirviéndose del aparato del Estado existente bajo la batuta de los Kautsky, los Bauer y los Martov, y sin la menor tentativa de defenderse por parte de la burguesía, el Comunismo no habría tenido más remedio que bajar la cabeza, reconociendo su error, y, al mismo tiempo, encajar la acusación socialdemócrata según la cual es él quien tiene la responsabilidad histórica de la terrible fase estalinista. Como dijimos más arriba, es con ésta única condición con la que la «lección» socialdemócrata se situaría al nivel de una lección de la historia, en lugar de ser una simple repetición del típico slogan: Para no ser vencido, el único medio seguro es no combatir.

Esta acusación ha sido formulada con toda la trivialidad que le convenía por el viejo pontífice socialdemócrata Rudolf Hilferding de la siguiente manera: «Lenin y Trotsky, con la ayuda de un grupo de partidarios de élite, un partido que nunca se había encontrado en el estado de tomar decisiones independientes, que siempre fue un instrumento en manos de los jefes, como más tarde lo fueron el «partido» fascista y el «partido» nacional-socialista (¡que el lector saboree esta comparación de Lenin-Trotsky con Mussolini-Hitler como merece! NdR) se han apoderado del poder mientras que el antiguo aparato del Estado se encontraba en plena descomposición». La nota merece ser analizada. Está destinada a disminuir el mérito de los bolcheviques (¡sugiriendo que es «fácil» hacer una revolución allí en donde el aparato del Estado está descompuesto!) y a justificar la inercia de la socialdemocracia occidental que tenía ante ella un poder de Estado burgués terriblemente vigoroso y armado. ¡Lamentable subterfugio! Es muy evidente que una de las características de la situación revolucionaria es precisamente «la descomposición del poder» del Estado, y que en ninguna parte de Europa excepto en Rusia la situación ha sido revolucionaria. ¿Quién lo ha negado? De esto se deduce: 1) Que esta situación revolucionaria habría sido abortada inmediatamente incluso en Rusia, si en el lugar de los bolcheviques del tipo de Lenin y Trotsky no hubiera habido más que... «internacionalistas no bolcheviques» como Riazanov o Martov; 2) ¡que la ausencia de una situación revolucionaria agudizada en Occidente no es de ninguna manera una excusa de la cobardía política del centrismo socialdemócrata y aún menos de su traición! «Ellos han transformado este Estado según las necesidades de su hegemonía: han abolido toda democracia y establecido su propia dictadura... De tal forma, han fundado el primer Estado totalitario antes incluso de que este término hubiese sido creado. Stalin no ha hecho nada más que proseguir la obra empezada» (Rudolf Hilferding, The Modern Review, 1947). La esencia socialdemócrata de la acusación aparece en el hecho de que ya no es la lucha de clases la que, como en el marxismo, es el principio de la explicación histórica, sino la oposición de las formas de Dictadura y Democracia. Es triste constatar que las numerosas oposiciones que, bajo diversas formas, han reprochado también al bolchevismo haber incubado en su seno al estalinismo y haber permitido su nacimiento (¡!) no se han percatado de que razonan exactamente igual que la vieja e innoble socialdemocracia.

Basta con evocar los últimos cincuenta años para demostrar que estos han arruinado totalmente las perspectivas socialdemócratas de reabsorción progresiva de todo tipo de antagonismos, de triunfo de los métodos pacíficos, del idílico progreso social. Basta con evocar los inauditos tormentos de las crisis, de la segunda guerra imperialista, de las guerras coloniales, de la brutal opresión desencadenada no solamente en la Rusia sacudida «por la revolución comunista», como insinúan los socialdemócratas, sino en Italia y en Alemania, países predilectos del socialdemocratismo, en resumen, todo el clima de tragedia y de embotamiento que caracteriza nuestro hermoso siglo y que la victoria militar de las potencias democráticas sobre las potencias fascistas no ha hecho en absoluto menos penoso, para sentir el total fiasco del socialdemocratismo.

Porque, muy lejos de poder demostrar el avance histórico de la supervivencia del capitalismo y la ausencia de la revolución europea después de 1917, ha sido obligado por la historia a liquidarse a sí mismo, no solamente como partido de una clase, sino como partido a secas, simple aparato sin ninguna consideración, simple sombra de lo que fue para desgracia del proletariado, simple fantasma del pasado condenado a una existencia lánguida que su hermano menor, el nacional-comunismo, está condenado en todo lugar a compartir con el.

Si, casualmente, la observación de la realidad contemporánea no había convencido al lector de este hecho, para convencerlo bastaría con prestar atención por un instante a la manera con la cual los socialdemócratas narran su propia historia por la pluma del señor Karl Schmid, miembro del Comité director del Partido Socialdemócrata alemán; el sugestivo cuadro está tomado del Centenario del Partido Socialdemócrata (1863-1963) de este autor, que, una vez perdido todo pudor, muestra de la manera mas cruda este proceso de liquidación debido más que nada al contraste abierto entre las previsiones socialdemócratas y la realidad histórica.

«La revolución de 1918 (NdR: se trata en realidad no de una «revolución» sino de la agitación que desembocó en noviembre 1918 en la abdicación del Kaiser, en la proclamación de la República de Alemania y en la formación del gobierno socialdemócrata de Ebert-Noske, en el cual participaron los independientes, es decir, los centristas de la época) no fue deseada por la dirección del Partido. Pero una vez declarada, Friedrich Ebert y otros la tomaron en sus manos y salvaron la democracia oponiéndose a cualquier experiencia que pudiese conducir a la dictadura del proletariado». En la época no se podía decir nada mejor que lo dicho por Lenin y los comunistas, sin hacer ninguna injusticia contra la socialdemocracia alemana denunciando su función contrarrevolucionaria. Veamos ahora los frutos que el proletariado extrajo de esta renuncia a la revolución que, en teoría, debía permitirle alcanzar el socialismo, ahorrándose la violencia y la guerra civil, es decir «de forma mas segura»: «Durante el período de catorce años que duró la República de Weimar, los socialistas fueron miembros del gobierno del Reich durante dos años y medio solamente, con intervalos. No se les dio el poder mas que en situaciones precarias». Y prevé nuestro austro-marxista que «el futuro es de aquellos que no caen ni en las ilusiones de derecha, ni en las de izquierda», sobre todo hace hincapié en la esperanza de conquista del poder sobre la base de la democracia y el control de la economía por medio del Estado existente para el numeroso proletariado de los países avanzados. En lo que respecta a las razones por la cuales «se» (es decir, la burguesía) «da» el poder a los socialistas nada más que en «situaciones precarias», estas son claras: es en estas situaciones en las que, presentándose amenazas de experiencias que puedan conducir a la dictadura del proletariado», la burguesía siente la necesidad de solicitar la ayuda del partido «obrero» que «rechace esas experiencias». No se sabría confesar mas claramente que es la clase dominante, y no el cuerpo electoral propuesto, quien decide.

Veamos ahora la verificación de la «teoría superior del socialismo alemán» acerca del carácter pacífico del desarrollo histórico en la época contemporánea: «Durante toda la época de Weimar el Partido permanece, oficialmente y en teoría, como marxista, pero su política se hace cada vez mas reformista. Finalmente, el programa de 1931 declaró sin ambages que el partido socialdemócrata alemán era un partido reformista y democrático para el cual la democracia es desde ahora y ya un valor en sí misma». Confesión tardía, que significa la renuncia expresa a la posición tradicional bien y mal conservada en palabras, según la cual la democracia era un simple medio (¡Lenin demostró que esto era inadecuado en la época imperialista!) para realizar el socialismo y se convierte teóricamente en el fin supremo del partido. «Llega 1933. Desde el primer momento, el régimen nazi llena los campos de concentración de socialistas y comunistas. Miles de ellos fueron asesinados desde las primeras semanas. El grupo parlamentario socialista fue el único que votó contra la ley de plenos poderes que otorgaba carta blanca a Hitler. El discurso pronunciado en tales circunstancias (...) salvó el honor de la democracia en Alemania». Sin comentarios...

«Después de la guerra había que replantear todo a nivel ideológico». ¡Está claro que «el honor» salvado por un... discurso no constituía una base suficiente para el mantenimiento puro y simple de la antigua ideología! «El partido retomó esta tarea inmensa con una energía y una audacia notables. El resultado de sus trabajos está recogido en el programa de Godesberg de 1959. El partido ya no es marxista (...) Considera que la historia es obra de hombres con voluntad, y no del automatismo de la dialéctica marxista». Audacia nada desdeñable, en efecto: pero ¿Quiénes, después de la primera guerra, combatían a los «hombres que querían» abolir el capitalismo mediante la revolución, sino aquellos que proclamaban el automatismo de la marcha hacia el socialismo, es decir, los antecesores, los padres espirituales de la gente de Godesberg?

«La democracia es el valor primordial en política». Primordial en el sentido de que si no se la puede salvar, es necesario siempre salvar su honor. «Pero el partido la quiere real y no solamente formal: el trabajador no debe ser elevado a la dignidad de ciudadano únicamente en el orden político; debe convertirse en ciudadano en el orden económico y social, de ahí la reivindicación de la co-gestión. La propiedad privada no es un mal, es un bien indispensable en una sociedad libre. Es necesario crear tantas fortunas individuales como sea posible. Es preciso que el hombre pueda decir «no» sin arriesgar a cada momento su existencia social, pero hay que impedir que los trusts y los cartels se conviertan en instrumentos de dominación en manos de una minoría incontrolada». Llegado a este punto, la socialdemocracia, que no era más que una negación del marxismo proletario, llega a negarse a sí misma: «el partido socialdemócrata alemán quiere ser un partido nacional, europeo y popular; ya no es el partido de una clase determinada. Nosotros no queremos socializar al hombre, sino humanizar la sociedad».

En resumen, en el momento de la revolución rusa, el socialdemocratismo alemán proclamaba abiertamente su «superioridad teórica» y por lo tanto práctica sobre el comunismo. De la contrarrevolución estalinista ha pretendido extraer la prueba de que no se llega al socialismo mediante la revolución violenta y la dictadura, la prueba de que violando los principios intangibles de la democracia se le vuelve infaliblemente la espalda al socialismo. Con el propio testimonio de uno de sus representantes actuales, la socialdemocracia ha anunciado públicamente por lo menos en dos ocasiones, 1931 y 1959, su propia liquidación, reconociendo lo que la realidad le había infligido, pues de lo contrario, no habría tenido ninguna razón para modificar mínimamente sin perspectivas y sus principios. ¿Sería necesario creer que la «lección» socialdemócrata de la contrarrevolución rusa era la lección de la misma Historia? ¿Podría considerarse como posible y lícito hacerle el menor préstamo, incluso parcial? ¿Tolerar en las filas comunistas la menor crítica democrática del bolchevismo? Esto es lo que nosotros negamos siendo los únicos en hacerlo.

 

 

La «lección» anarquista

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En la época de la II Internacional, y después de la victoria del estalinismo en la III Internacional, el anarquismo (también llamado comunismo libertario) ha podido pasar por un movimiento radical, más revolucionario que el socialismo científico. La razón es simple: el anarquismo nunca ha repudiado el uso de la violencia y la insurrección; por el contrario, la desviación socialdemócrata y mas tarde estalinista del marxismo no se han contentado con poner el acento sobre la acción parlamentaria y legal a favor de reformas sociales, o, peor aún, en defensa de la democracia parlamentaria contra la derecha burguesa: han estigmatizado toda acción violenta del proletariado como una manifestación de aventurerismo. Es por estas razones históricas por lo que, en nuestros días, el prejuicio según el cual el anarquismo sería mucho más extremista que el marxismo está sólidamente enraizado. En realidad, la relación entre anarquismo y marxismo es exactamente inversa. En sus orígenes, es decir, en la época de la polémica de Marx contra Proudhon (1847) es el socialismo científico quien denuncia al anarquismo como un «socialismo burgués» y estigmatiza la oposición de su dirigente a la lucha de clases y a la revolución. Más tarde, ya en la Primera Internacional (1864-72), cuando Marx y Engels y sus discípulos combaten al discípulo de Proudhon, Bakunin, no lo hacen porque éste sea «demasiado» revolucionario, sino porque su revolucionarismo (que él definía como «un proudhonismo más desarrollado y llevado hasta sus últimas consecuencias») no es consecuente. Lo mismo cabe decir de Lenin con respecto a los anarquistas y anarcosindicalistas de su época. En estos períodos en los cuales no se puede especular sobre vergonzosas desviaciones del marxismo, todo lo que el anarquismo puede encontrar para reprochárselo al socialismo científico es ser un socialismo «autoritario».

Resultó fatal que la involución de la República proletaria y bolchevique de 1917 en Estado nacional policíaco practicante del culto al gran Stalin le haya servido al anarquismo como una formidable confirmación histórica de su crítica secular del marxismo y de la justeza de su propia concepción del socialismo. Hay pocas «lecciones» de la revolución rusa que tengan un poder de sugestión tan fuerte. Incluso sobre quienes no quieren renunciar a la revolución. La principal desgracia para esta versión es que no ha esperado a la contrarrevolución para expresarse, puesto que, en plena guerra civil del proletariado ruso contra la burguesía internacional coaligada contra él, los anarquistas rusos no han dudado en aprovecharse de las terribles dificultades en las cuales se debatía el poder rojo, el poder bolchevique, para que triunfase lo que ellos llamaban la «tercera revolución».

Es un hecho histórico que no hay que olvidar, incluso sí (dígase en su favor), todos los anarquistas rusos y europeos (en particular italianos) no se comprometieron en este apoyo insensato e inconsciente al esfuerzo de todos los enemigos del Comunismo para restaurar el orden burgués (1). De las dos cosas sólo una: o bien la «lección» según la cual el estalinismo habría venido a «probar» que las fatalidades reaccionarias implicadas desde siempre en el socialismo «autoritario» de Marx y Lenin no significa absolutamente nada; o bien significa que si las masas rusas hubiesen escuchado las advertencias de los libertarios, habrían evitado la contrarrevolución estalinista e instaurado el socialismo. Para que esto fuera plausible hubiese sido necesario que los libertarios enfrentados contra el poder proletario y comunista, contra el poder no parlamentario de la Rusia de los años 1917-21 hubiese, en la acción, abierto realmente una tercera vía distinta a la vez de la de los partidarios de la Constituyente burguesa y de la de los partidarios de la dictadura del proletariado, pero al menos tan capaz como esta última de impedir la restauración. Esto es lo que no hicieron ni pudieron hacer, contentándose con desorganizar las defensas de uno de los adversarios en lucha – ¡el proletariado comunista! – y probando al mismo tiempo que después del Octubre Rojo no habría lugar para una tercera revolución.

Dirigida en apariencia contra un principio del socialismo científico – el principio político de la dictadura del proletariado – la crítica anarquista se dirige en realidad contra toda la nueva concepción defendida desde su nacimiento por ese socialismo, que es la concepción materialista de la historia. Cien años después, los discípulos más o menos declarados, más o menos fieles a Bakunin no han asimilado aún esta «novedad», arrojándose de nuevo sobre sus antiguallas libertarias como consecuencia de la derrota de la revolución proletaria en Rusia.

Marx dio un día una definición lapidaria del socialismo científico que nos servirá para mostrar que, caracterizándole como socialismo «autoritario», los anarquistas no han hecho más que desplazar el verdadero problema, que no es de ninguna forma saber si se debe, en lo absoluto y en lo abstracto, proclamarse partidario de la Autoridad o por el contrario de la Libertad, sino si el socialismo es un ideal, o si es una necesidad y una ineluctabilidad histórica. «Lo que yo hecho nuevo es haber demostrado 1. que la existencia de las clases no se relaciona más que con ciertas fases históricas de desarrollo de la producción, 2. que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado, 3. que esta dictadura no es más que la transición para la supresión de todas las clases y para la sociedad sin clases». (Carta a Weydemeyer, 5 marzo 1852). Cada uno tiene, claro está, el «derecho» a estar en desacuerdo con estas tres tesis fundamentales, pero nadie tiene el derecho de ignorar que para Marx y todos los marxistas dignos de ese nombre son el resultado del descubrimiento científico de un proceso objetivo, y que si estos las han adaptado como programa del Partido no es porque respondieran a no se sabe bien que presencia subjetiva por la Autoridad, sino porque parecen resumir todo el sentido de la Historia. Reprochar a esta concepción el ser «autoritaria» es algo sin sentido: lo único lícito sería demostrar que la misma Historia no es «autoritaria», sino que se conforma según el ideal de Libertad nacido con la Gran Revolución francesa, tesis particularmente insostenible en nuestro siglo imperialista y totalitario.

O una cosa o la otra: o bien no tiene ningún sentido decir que la contrarrevolución rusa ha confirmado la crítica anarquista del marxismo, o esto significa que ha probado que el materialismo histórico era científicamente falso, no conforme a las leyes reales del desarrollo humano. No solamente el anarquismo no ha hecho nunca una demostración semejante, sino que ni siquiera lo ha intentado, precisamente porque siempre está situado sobre el terreno abstracto del Ideal, y nunca sobre el terreno de la realidad de la sociedad de clases. Basta con plantear la cuestión en sus términos correctos para percibir que la contrarrevolución rusa no podía probar nada de eso: ¿cuándo ha dicho el socialismo científico que con la condición de tomar el poder e instaurar su dictadura el proletariado se dirigiría infaliblemente al socialismo, fuesen las que fuesen las condiciones económicas y políticas, nacionales e internacionales en las cuales se hubiese producido el acontecimiento?

Que la oposición entre marxismo y anarquismo sea algo muy distinto a una oposición entre amantes de la Autoridad por una parte y de la Libertad por otra, es algo que se comprueba citando a los propios anarquistas y confrontando sus tesis con la cita anterior de Marx. Comencemos por Proudhon, padre del anarquismo, aunque desde Bakunin y después con el anarcosindicalismo su autoridad ha disminuido mucho, incluso entre los libertarios. ¿Por qué combate él al «sistema comunista, gubernamental, dictatorial, autoritario, doctrinario»? Porque su actitud sería la eterna actitud del «esclavo que siempre ha remedado al amo», porque «como un ejército que se ha apoderado de los cañones del enemigo» entiende que «al volver contra el ejército de los propietarios su propia artillería» – es decir, el poder del Estado – la dictadura del proletariado «tomaría prestadas sus fórmulas del antiguo absolutismo: indivisión del poder – centralización absorbente – destrucción sistemática de todo pensamiento individual, corporativa y local, escisionista, policía inquisitorial» y no sería más que una «democracia compacta, fundada en apariencia sobre la dictadura de masas, pero en la cual las masas no tienen poder, lo cual es necesario para asegurar la esclavitud universal». Claro está, nuestros adversarios anarquistas siempre podrían sacrificar a Proudhon, cien años después de que Marx demostrase que su socialismo era un socialismo burgués (2), pero ¿podrían hacer lo mismo con el insurreccionalista Bakunin, el héroe incontestable de todo libertario? El tono de las campanadas de Bakunin es exactamente el mismo que el del desgraciado Proudhon, que nunca intentó refutar la crítica de su «Filosofía de la Miseria» hecha por Marx, y con motivo, pero así se lamentaba un día Bakunin sin ningún tipo de ambigüedad: «Yo detesto el comunismo, porque es la negación de la libertad y yo no puedo concebir nada humano sin libertad. Yo no soy comunista en absoluto porque el comunismo concentra y hace absorber todas las energías de la sociedad por el Estado, mientras que yo quiero la abolición del Estado, la extirpación radical de este principio de la autoridad y de la tutela del Estado que, con el pretexto de moralizar y civilizar a los hombres, los ha sometido hasta hoy a servidumbre, oprimido, explotado y depravado. Yo quiero la organización de la sociedad y de la propiedad colectiva o social de abajo a arriba, mediante la libre asociación, y no de arriba abajo, mediante cualquier tipo de autoridad. En este sentido soy colectivista y no comunista» (Las negritas son nuestras).

Para Proudhon pues, el poder estatal es el arma específica de los «propietarios», es decir de la burguesía, y por lo tanto no serviría los oprimidos; para Bakunin es un «principio» depravador. Pero el Estado no es ni una cosa ni la otra: todas las sociedades divididas en clases han conocido el Estado, y como la sociedad que nace de la caída de la dominación burguesa no puede, de la noche al día, ignorar toda división de clase, no puede prescindir del Estado. Si esta institución es común a todas las sociedades de clase esto no es debido a que hasta la aparición de los doctrinarios Proudhon y Bakunin la humanidad haya sufrido la aberración de unos principios de los cuales ellos, nuevos redentores, vendrían a librarla; desde hace mucho tiempo las clases existen, y ante la lucha velada o abierta que están obligadas a librar, el Estado es necesario para la supervivencia de la sociedad. Basta con leer a este respecto las luminosas líneas escritas por Engels en el «Anti-Duhring» y en «El origen de la familia»... para darse cuenta de la superioridad de la explicación materialista de la historia sobre los vaticinios de los profetas libertarios:

«La sociedad que se movía en los antagonismos de clase tenía necesidad del Estado, es decir, de una organización de la clase explotadora de cada época, a fin de mantener las condiciones exteriores de la producción; a fin, en particular, de mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de explotación exigida por la forma de producción existente (esclavitud, servidumbre, asalariado). El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo visible, pero sólo en la medida en que era el Estado de la clase que representaba en su tiempo toda la sociedad: Estado de los ciudadanos propietarios de esclavos en la antigüedad; Estado de la nobleza feudal en la Edad Media y Estado de la burguesía en nuestros días».

«El Estado no es de ningún modo un poder exteriormente impuesto a la sociedad; tampoco es la realización de la «la imagen y la realidad de la razón» como pretendía Hegel. Es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se pone en una irremediable contradicción consigo misma, y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que las clases antagónicas, de intereses económicos opuestos, no se consuman a sí mismas y a la sociedad en luchas estériles, hácese necesario un poder que domine ostensiblemente a la sociedad y se encargue de dirimir el conflicto o mantenerlo dentro de los límites del orden» («El origen de la familia»).

Esta necesidad impuesta a las clases explotadas del pasado se impone de igual forma al proletariado, por lo menos durante una cierta fase de la Historia: ser revolucionario no es ni mas ni menos que reconocerlo, aceptarlo, ponerlo en práctica, como hicieron Lenin y los bolcheviques en Rusia. Es necesario, como Proudhon, rechazar expresamente «la acción revolucionaria como medio de reformas sociales» para negar al proletariado el derecho de volver contra el enemigo de clase la «artillería» que constituye el aparato del Estado y para no ver en la reivindicación poderosamente original de la dictadura del proletariado nada más que una simple imitación del pasado, un retroceso en relación a la democracia parlamentaria ¡un retorno al antiguo absolutismo! Para el proletariado, instaurar su propio Estado es usar la violencia organizada para romper la resistencia de la burguesía, antes que deponer las armas y dejar que el antiguo orden se reconstituya, proclamando la «abolición del Estado». Esto no es una aberración debida a la influencia de ideas prescritas: es una cuestión de vida o muerte en la lucha real.

Pero la ceguera doctrinaria de los anarquistas es tal que Volin, combatiente de la pretendida «tercera revolución» contra los bolcheviques rusos y autor de una «Revolución desconocida» que presenta la versión libertaria de los grandes acontecimientos acaecidos en Rusia desde 1917 a 1920 ha creído poder sacar precisamente de estos acontecimientos «la prueba formal» de que «si la revolución social no destruye (de manera que el capital, el suelo, el subsuelo, las fábricas, los medios de comunicación, el dinero pasen al pueblo y el ejército haga causa común con éste último) no hay porque preocuparse del «poder político»». ¿Si las clases derrocadas intentan, por tradición, formar uno, que importancia puede tener esto?». ¿No hay porque «preocuparse» de arrancar a la burguesía el control de la administración, de la policía, del ejército? No, responde en sustancia, en medio del fuego de los acontecimientos, el anarquista ruso Volin. ¿No tiene importancia la tentativa de contrarrevolución política zaristo-burguesa, apoyada por el imperialismo extranjero en los años 1918-1921? ¿Era un simple asunto de viejas clases caducadas y trasnochadas? Sí, responde él. Y añade: «el poder político no es una fuerza en sí; es fuerte en tanto que puede apoyarse sobre el Capital, sobre el armazón del Estado, sobre el ejército, sobre la policía. Sin estos apoyos queda «suspendido en el vacío», impotente e inoperante. La revolución rusa nos suministra la prueba formal de esto». ¡No es un loco o un partidario de la burguesía quien habla así: es un anarquista ruso convencido de ser «revolucionario»!

De lo que la revolución rusa ha dado la «prueba formal» es de que, incluso en el transcurso de una poderosa revolución social, la burguesía y sus partidos no quedan ni pueden quedar de modo alguno sin apoyos, y de manera definitiva entre la masa de la población; también se debe señalar que, incluso una vez conseguida la victoria militar sobre el enemigo principal, la necesidad de un poder que «impida a la sociedad consumirse en una lucha estéril», «manteniéndola dentro de los límites del orden» se siga haciendo sentir: es todo el secreto de la NEP, es decir de la política destinada a mantener la alianza del proletariado con los campesinos dentro de los límites de una industrialización de Rusia bajo el control del partido proletario. Por desastrosa que haya sido la evolución ulterior, por razones que no tienen nada que ver con la «centralización de la propiedad en manos del Estado» ya que precisamente todo el enorme sector de la agricultura rusa escapaba prácticamente al Estado obrero, lo que la revolución rusa ha probado al mismo tiempo de manera formal y definitiva, es la impotencia del anarquismo para comprender la realidad y para ponerse al nivel de las exigencias de la lucha proletaria radical, y es sobre todo su función contrarrevolucionaria en cuanto intenta manifestarse de forma independiente al comunismo, y hacer triunfar las extravagancias de sus doctrinarios entre las masas y de forzar su realización en la historia.

 

 

La «lección» del socialismo de empresa 

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Hemos visto anteriormente como el anarquista Bakunin definía su «socialismo» como «la organización de la sociedad y de la propiedad colectiva de abajo a arriba mediante la asociación», y cómo rechazaba la «centralización de la propiedad en manos del Estado». De la misma forma, apareció dentro del Partido bolchevique en los años 1920-1921 una Oposición obrera (Kolontai, Miasnikov y Chliapnikov, de los cuales se reclaman grupos más recientes) para negar que el Partido y el Estado tengan que ejercer su autoridad en el campo económico y asumir la gestión de la industria, y para afirmar que, en esta materia, la decisión debía pertenecer a «los mismos productores», al «Congreso de los productores», campesinos por un lado y por otro a los consejos de fábrica de las diferentes empresas. Lo que Bakunin reivindicaba en nombre de la Libertad, la Oposición obrera lo reivindicaba bajo el nombre de los intereses proletarios y como la única garantía para que la dictadura del proletariado no se transformase en dictadura sobre el proletariado, pero la visión económica es la misma, y se encuentra de nuevo en el ordinovismo italiano. Es evidente que lo mismo sirve para la concepción soreliana de gestión sindical de la economía futura. Esto es lo que decíamos en «Los Fundamentos del Comunismo revolucionario marxista en la doctrina y en la historia de la lucha proletaria internacional» (1957).

Lo malo es que el fracaso de la revolución de 1917, en tanto que revolución socialista al menos, es decir, el hecho de que la gestión estatal de la industria (no de toda la economía) instaurada por los bolcheviques no haya conducido al socialismo, sino al capitalismo nacional ruso moderno, le ha servido a un montón de gente como prueba histórica de la «justedad profética» de los planteamientos de Bakunin, un montón de gente que, en política, no se reclamaban del anarquismo. Por ello, en lo que se refiere al socialismo, nuestra época ha recaído bestialmente en el proudhonismo (Proudhon es el gran maestro reconocido de Bakunin y no reconocido por otros muchos). Su gran fórmula es «socialismo si, pero en libertad», acompañado – en el mejor de los casos – de otra fórmula: la «dictadura del proletariado si, pero no sobre el proletariado». La gran «lección» que este socialismo liberal, asociativo, que nosotros llamamos «socialismo de empresa» ha «extraído» de la contrarrevolución estalinista es que el «estatalismo» marxista no puede conducir a la liquidación del capitalismo, sino solamente al reino feroz de una burocracia omnipotente Que el partido de clase no tiene ninguna función que jugar en la transformación económica, que debe de ser realizada «por la propia clase obrera» y por los productores en general. Ninguna «lección» es sin duda tan difícil de destruir, dada la fuerza de sugestión de la contrarrevolución y de la caricatura voluntarista que el estalinismo ha hecho de la doctrina marxista de la función del Partido, otorgándole el poder de realizar el socialismo a voluntad con tal de que se le obedezca; por lo tanto esta «lección» es tan lamentable teóricamente y prácticamente tan desastrosa como todas las «lecciones» que estamos examinando.

De hecho, la oposición suspirada por los libertarios y sus discípulos conscientes o no entre su «economía de libre asociación» y «la economía de Estado» del comunismo marxista es puramente imaginaria. No se puede hablar de «asociación» (libre o no libre) más que si se parte de un postulado acerca de la existencia de unidades productivas gestionadas de forma autónoma. No es difícil imaginar en lo que se convertirían tras el derrocamiento de la clase patronal: serían simplemente las empresas heredadas de la época capitalista, pero liberadas, debido a la revolución, de una dirección tradicional y puestas en las manos de los obreros por una parte, y por otra, las múltiples pequeñas explotaciones agrícolas o industriales que el desarrollo capitalista hubiese dejado sobrevivir en contra de la concentración de las fuerzas productivas que realiza. Decir que tales unidades productivas no deben de convertirse en «propiedad del Estado» significa simplemente que deben conservar su autonomía de gestión, es decir que no deben de estar sometidas a ninguna reglamentación general, a ninguna autoridad central, sino únicamente a la voluntad de su personal, democráticamente expresada por la mayoría, probablemente, y, en el mejor de los casos, a la autoridad local de un comité de gestión o de un gestor debidamente «elegido», lo cual hace suponer que algún tipo de autoridad sea reconocida como necesaria para el funcionamiento de un organismo tan complejo como es una gran fábrica moderna, cosa aún dudosa por parte de los «libertarios».

Admitamos que, en la euforia de la revolución, una organización semejante tenga por efecto dar a los obreros el sentimiento de ser «libres», ya que se verán liberados de los perros de la patronal, de los esbirros, no obedeciendo nada más que a las exigencias técnicas, y no a las de la producción del beneficio. Admitámoslo provisionalmente. Quedará en pie el principal problema: ¿cómo se pondrán en contacto todas estas empresas autónomas? ¿cómo podrá el conjunto de la producción, que escapa a toda decisión y control centralizados bajo el pretexto de evitar la «burocratización», adaptarse al conjunto de las necesidades? En el capitalismo esto se hacía por mediación del mercado, sin ninguna reglamentación formal. En una economía post-revolucionaria que, por absurda hipótesis, se conformaría según los caprichos de los doctrinarios del comunismo «liberal» o «libertario» no podría ocurrir de otra forma. Es necesaria una dosis considerable de ignorancia para imaginarse que las relaciones de mercado que subsistan entre las empresas y entre los dos grandes sectores de la economía (agricultura e industria) puedan ser abolidas dentro de las empresas y de cada uno de estos sectores; que el montante del salario, la duración y la intensidad del trabajo y hasta el peso de la autoridad en vigor en el seno de la unidad de producción puedan determinarse «libremente», es decir, exclusivamente en función de la voluntad de los trabajadores de «no ser explotados» en tales condiciones.

La explotación capitalista que se realiza bajo la forma de una extracción de plusvalía sobre el proletariado está ligada indisolublemente a la naturaleza mercantil de esta economía. Los productos son mercancías siéndolo igualmente el trabajo, y por lo tanto el proletario es un asalariado. Es un absurdo creer que podría abolir el salariado (es decir, el régimen que hace corresponder el trato material del proletario al valor de su mercancía fuerza de trabajo y a las exigencias de la puesta en valor del capital) sin abolir la producción mercantil, y un absurdo no menos es creer que se podría abolir esta producción conservando las condiciones de las cuales se deriva, y que son particularmente la existencia de empresas autónomas.

La sustitución del patrón y de la patronal burguesa por un «consejo de fábrica» cualquiera, elegido tan democráticamente como se quiera, o, en otros términos, reemplazar la empresa capitalista por una empresa de tipo cooperativo no haría avanzar ni un solo paso hacia la necesaria transformación de la economía social. Ya se sabe que las tentativas de cooperativas obreras de producción del siglo XIX tuvieron el mérito de mostrar que se podía prescindir del personaje social del capitalista, pero obtuvieron sonoros fracasos, debido al hecho de que no pudieron resistir a la competencia burguesa. Lo mismo ocurriría si la concurrencia se ejerciese no ya entre empresas patronales y cooperativas obreras, sino entre cooperativas obreras que actuarían como empresas. Una de dos: o bien pretender funcionar de manera distinta a las empresas capitalistas, y todas las condiciones restantes siguen siendo burguesas (unión con el mercado como intermediario), por lo cual serían barridas; o bien, si quieren sobrevivir, no podrían funcionar más que como empresas capitalistas con un capital monetario, salarios, beneficios, un fondo de amortización e inversiones de capital, crédito e interés, etc... La concurrencia entre ellas no sería abolida de la misma forma que no lo sería el sistema de contratos, el derecho civil, y la institución estatal necesaria para defenderlos.

Cabe pues preguntarse en que serían mas «libres» tales «asociaciones» que las empresas burguesas y cómo el proceso de concentración en unidades productivas cada vez mayores, que se ha manifestado en el curso de la fase capitalista y que no ha tenido nada de «libre y voluntario», ya que estuvo precisamente determinado por las exigencias de la concurrencia, podría ceder el puesto – subsistiendo esta concurrencia – a un «proceso voluntario de libre asociación desde abajo hasta arriba», inspirado por no se sabe bien que ética social superior. Toda la socialización de la economía (en el sentido del empleo del trabajo asociado y de la producción en masa) que podría realizarse «por la vía de la libre asociación» ya se ha hecho bajo el capitalismo, con las debidas reservas en torno al ambiguo término «libertad», aplicado a un proceso sometido a un rígido determinismo.

Una «revolución social» que se propusiera simplemente continuar sobre la misma vía y con los mismos medios para alcanzar finalmente la vagamente soñada economía, contentándose con cambiar los actores del drama social y con reemplazar a los empresarios o a los trusts burgueses por los comités de fábrica o las asociaciones cooperativas obreras tendría tan poco de revolución social que desembocaría en poco tiempo en la restauración de todas las antiguas relaciones de producción, acompañada de convulsiones acerca de las cuales la «revolución» española puede darnos una idea. No solamente una tal «revolución» no aboliría el Estado, sino que crearía todas las condiciones que hacen indispensable precisamente la defensa de la libertad y de la autonomía de las asociaciones, es decir, otra fuente de conflictos y de choques internos, y para reglamentarlos surgiría la necesidad de una autoridad general y central que acabaría imponiéndose, algo que incluso un anarquista individualista como Stirner fue capaz de comprender.

En conclusión, la marcha hacia una economía colectivista por la vía de la libre asociación es una visión de doctrinario envenenado por las teorías que la burguesía dirigió contra el antiguo dirigismo absolutista en la época de su revolución, e incapaz de darse cuenta de que si, como Marx señaló a Proudhon, la concurrencia burguesa había surgido del monopolio feudal, aquella había conducido al monopolio burgués moderno, y que era un absurdo creer que se podría salir del ciclo capitalista y entrar en el reino de la libertad volviendo hacia atrás, como si el retorno a la concurrencia, modificando las condiciones, pudiese conducir a otra cosa que a ese mismo monopolio, y en absoluto al socialismo. Tal visión está fuera de toda realidad histórica, y no constituye en absoluto la feliz posibilidad histórica que, según los socialistas de empresa, habría faltado en Rusia «por culpa de Lenin» y de los bolcheviques y, además... por culpa del marxismo y de sus «concepciones estatales y autoritarias». Una de dos: o bien existía realmente una alternativa y no se entiende entonces como un Stalin y un partido tan «totalitario» hayan podido imponer la peor solución – la solución capitalista – a menos que el materialismo histórico no sea más que un amasijo de tonterías; o bien el materialismo histórico acertó afirmando que las formas sociales dependen del grado de desarrollo de las fuerzas productivas, y si la contrarrevolución lo ha demostrado, es que la alternativa es puramente imaginaria, y no había otra salida histórica posible. No es este el lugar para reconstruir toda la historia de Octubre: baste con recordar para hacer comprender la afirmación anterior los desastrosos resultados que tuvieron las ingenuas tentativas de gestión autónoma de los obreros rusos, que el partido bolchevique debió combatir no solamente para detener la catástrofe económica, sino también para impedir que ésta no trajese consigo la derrota en la guerra civil contra los Blancos, zaristas o partidarios de la Constituyente.

Si el primer término de la oposición establecida por Bakunin es pues del todo imaginario, el segundo – que pretende definir el comunismo como una «economía de Estado» – no es menos falso. El movimiento comunista da, es verdad, al Estado obrero y al partido revolucionario que lo anima un papel de primer orden en la transformación socialista de la economía. Asigna, es cierto, a la dictadura del proletariado la misión de llevar a cabo esta transformación que juzga imposible sin ella. Pero no por esto se puede definir al comunismo como «una economía de Estado», una economía en la cual el Estado «absorbería todas las energías de la sociedad», retomando la expresión de Bakunin y en la cual el Estado se opondría ad aeternum a la sociedad como propietario de los medios de producción. Esta es una concepción filistea incapaz de entender el lazo real entre relaciones de producción, forma de sociedad y de Estado, y aquellos que creen en ella llevan cuarenta años repitiéndonos machaconamente que «la experiencia rusa» no ha hecho más que confirmar el fundamento de los temores de Bakunin ante las tesis comunistas y mostrar el carácter profético de su crítica.

El comunismo no puede ser una «economía de Estado» por una simple razón: si la necesidad de instaurar su propio poder y su propio Estado se impone al proletariado como a todas las clases que le han precedido, se distingue esencialmente de ellas por una característica primordial: el proletariado no es ni puede ser una clase explotadora, sino todo lo contrario, es la primera clase llamada a abolir toda división de la sociedad en clases, y al mismo tiempo, toda opresión de clase. En la cuestión de Estado, esta característica tiene una consecuencia capital: el Estado del proletariado no puede ser más que un Estado transitorio, ya que en la medida que realice sus tareas, es decir, que haga desaparecer progresivamente las clases y su oposición, hará desaparecer al mismo tiempo las condiciones que sirven de base a la existencia del Estado político y que son una necesidad para que la clase dominante pueda tener a las otras clases sometidas. En el comunismo por lo tanto, el Estado y con el la autoridad política desaparecerán, es decir, las funciones públicas perderán su carácter político y se transformarán en simples funciones administrativas que velarán por los intereses de la sociedad (Engels, «Polémica contra los anarquistas», citada por Lenin en «El Estado y la Revolución»).

De este Estado que «languidece», Lenin señala justamente que en un cierto grado de su languidez puede ser llamado un Estado no político. Esto significa que la sociedad comunista no será desprovista de toda administración, sino que la administración no tendrá ya un carácter opresivo, el carácter de clase que siempre ha revestido durante el pasado, siendo por el contrario una administración social en dos sentidos, pues por una parte ya no será el monopolio de un grupo social particular en el marco de una división entre trabajo manual y trabajo intelectual, pues esta división será superada, y por otra porque, sobre todo, se establecerá en función de las necesidades del conjunto de la sociedad, y no de una fracción de la misma. En estas condiciones, caracterizar al comunismo por la «propiedad del Estado» es algo sin sentido, porque la misma noción de «propiedad social» también lo es: en el momento en que toda la sociedad es dueña de sus condiciones de existencia y deja de estar desgarrada por antagonismos internos, de ningún modo aparece la «propiedad social», sino la abolición de la propiedad como hecho y por lo tanto como noción. ¿Cómo se define pues la propiedad, sino no es por la exclusión de otros del uso y del disfrute del objeto que se posee? En el momento en que nadie es excluido, ya no hay más propiedad ni propietario posible, y la «sociedad» menos que cualquier otro.

Todo esto trae consigo una consecuencia capital: allí donde el Estado es o por lo menos dice ser el propietario de lo que sea, se puede estar seguro de que no hay comunismo. Puede haber dos razones para esto: si dentro del camino que conduce al comunismo, todavía se está muy lejos del objetivo final, es decir que existe todavía un proletariado en lucha contra otras clases para franquear el paso a la economía social integral, que es su finalidad, y en este caso existe un Estado proletario animado por un partido revolucionario fácilmente reconocible por las medidas económicas que es susceptible de tomar, gracias a su doctrina y a la dirección de su acción tanto nacional como internacional. Tal es el caso del partido de Lenin nada más tomar el poder en Octubre, durante la guerra civil, e incluso en los primeros años de la NEP. La segunda razón, completamente opuesta, es que el Estado nacido proletario puede cambiar de función bajo la presión de clases enemigas y volver la espalda al objetivo comunista final: en este caso la propiedad estatal puede perpetuarse todavía durante mucho tiempo en tanto que propiedad capitalista, es decir, en tanto que potencia hostil no solamente al proletariado sino, en cierta medida, a la mayor parte de la sociedad. Tal es el caso del Estado estalinista y parcialmente post-estalinista, pero entonces aparece toda la estupidez de la «lección» socialista de empresa de la contrarrevolución rusa, que define al comunismo por lo que no es – el Estado propietario – y que, contemplando al Estado propietario tal como ha existido y existe aún parcialmente en Rusia, exclama: ¡mirad a que monstruosidad ha conducido el comunismo! ¡pensad en lo que nos podríamos haber evitado si se hubiese seguido la vía de la libre asociación!

Todo lo que evoca de siniestro la palabra «estalinismo» en el espíritu de la mayoría de nuestros contemporáneos, la espantosa miseria de Rusia después de 1920, la draconiana legislación del trabajo que le fue impuesta, el reino de la policía y la práctica del asesinato político erigidos en principios, la revolución agraria «desde arriba» de los años 1927 y 1928 y sus terribles consecuencias, el «hambre de Stalin» en 1932, las represiones en masa, la siniestra farsa de los procesos y de las autoacusaciones delirantes de las víctimas, y, sobre todo, la odiosa e inmutable letanía acerca de la marcha victoriosa de la URSS hacia el comunismo liberador bajo la dirección de un gran partido y de su bien amado jefe... Todo esto, absolutamente todo, tendría una explicación de una simplicidad, de una comodidad verdaderamente mágica: la gestión estatal, o lo que viene a ser lo mismo: el reino incontrolado de la burocracia. Pero entonces ¿la revolución que surge de la guerra, el peso del campesinado ruso, la debilidad numérica del proletariado agravada por la sangría de la guerra civil y de su incultura técnica, el bajo nivel de cultura general, el peso de las tradiciones feudales de inercia y de grosera brutalidad, el aislamiento del partido marxista proletario, las condiciones internacionales, la tradición estatal bárbara del despotismo asiático, las exigencias de la contrarrevolución política? Todo esto no es más que hojarasca ante los ojos de los socialistas de empresa, hojarasca que no les explica en lo más mínimo el significado de las dos palabras mágicas, «gestión estatal» o «burocracia incontrolada», debido a la influencia insidiosa que ejercen sobre ellos las pamplinadas seculares de Proudhon-Bakunin. ¿Dónde han creído percibir que allí en donde el monstruo de la «gestión estatal» no reina como patrón los oprimidos puedan controlar la marcha del terrible rodillo compresor de la acumulación capitalista y de la dominación burguesa?

 

 

La «lección» trotskista

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Contrariamente a todas las corrientes estudiadas con anterioridad, la que lleva el nombre de «trotskismo» tiene un origen comunista lejano en la Oposición de Izquierda que a partir de 1923 conduce contra el oportunismo surgido en el partido bolchevique, una lucha desigual que terminaría en su derrota política y su destrucción física en los años 1927 a 1938. Hoy, es decir, treinta o mas bien cuarenta años después de esta terrible derrota, este origen se ha hecho irreconocible en el movimiento que continuaría llevando el nombre del dirigente de la Oposición, Leon Trotsky, teórico de la Revolución permanente, fundador del Ejército Rojo, combatiente vencido tras luchas por el «enderezamiento» de la Internacional Comunista, del poder soviético y del partido bolchevique y, finalmente, fundador equivocado de lo que el creyó la IV Internacional. Sin doctrina y sin lazos con la clase obrera, el «trotskismo» de hoy se reduce a un amasijo de pequeñas sectas en las que sus posiciones se contradicen entre sí en mil puntos (y además algunas se preocupan muy poco de cuestiones teóricas), pero que poco o mucho comparten esta curiosa posición, que se engloba dentro de los mas extraños productos de la ausencia de principios y del empirismo, según la cual la URSS y su bloque serían socialistas, pero necesitarían una revolución política destinada a restablecer la democracia obrera.

La «lección» que surgiría de esta incómoda plataforma, si al menos el «trotskismo» se atreviese a formular generalizaciones teóricas, podría formularse así: la nacionalización de los medios de producción por el Partido del proletariado al poder definitivo conduce a un régimen socialista en tanto que dicha nacionalización queda en vigor. Pero este socialismo no es completo en tanto no viene acompañado de la democracia política y de la «participación obrera» en los «asuntos económicos» del poder. Todo lo que subsiste del comunismo aquí es la idea la necesidad de la Revolución violenta, pero por lo demás es un retorno a las dos desviaciones estudiadas con anterioridad: el socialdemocratismo y el «socialismo de empresa». Esta idea permanece tan nebulosa que, con sus cuarenta años de existencia, el «trotskismo» no ha sabido trazar la más mínima línea de conducta no sólo firme, sino simplemente sensata para reorganizar a las fuerzas revolucionarias.

No puede negarse que existe dentro de este monstruo doctrinal por una parte esta curiosidad de la historia que causará asombro a las futuras generaciones si llegan a conocerlo, y por otra parte que existe cierto lazo entre aquella y las posiciones adoptadas sucesivamente por Trotsky y la Oposición, lazo constituido por la adhesión de los «trotskistas» actuales no a sus auténticas enseñanzas revolucionarias, sino a sus errores o a sus posiciones más débiles. Esto significa que, si bien Trotsky no está exento de responsabilidad en la formación de la «doctrina» desigual que lleva su nombre, estuvo, en tanto que comunista auténtico, muy lejos y muy por encima de ella.

Es un hecho que, al igual que se hacía todavía en su generación, Trotsky y Lenin no consideraron evitar el antiguo término de «democracia obrera». No es este el lugar para examinar las razones históricas de este hecho. Nos contentaremos con recordar que los marxistas de la izquierda italiana, más jóvenes que los bolcheviques y los espartaquistas, pusieron en guardia a la Internacional Comunista contra esta terminología equívoca, en particular en un artículo clásico de Amadeo Bordiga (Rassegna Comunista, febrero 1922): «El uso de ciertos términos en la exposición de los principios del comunismo engendra muy frecuentemente equívocos como consecuencia de los diferentes sentidos que se les puede dar. Tal es el caso de la palabras Democracia y Democrático. En sus afirmaciones de principio el comunismo marxista se presenta como una crítica y una negación de la democracia. No obstante, los comunistas defienden frecuentemente el carácter democrático de las organizaciones proletarias y la aplicación de la democracia en su seno. Evidentemente no hay ninguna contradicción: no se puede objetar nada al dilema democracia burguesa o democracia proletaria en tanto que equivalente de democracia burguesa o dictadura del proletariado (...pero) sería deseable el uso de un término distinto con el fin de evitar los equívocos y de no revalorizar el concepto de democracia. Incluso si se renuncia a él será útil profundizar el contenido mismo del principio democrático, no solamente en su acepción general, sino en su aplicación particular en organizaciones homogéneas según el punto de vista de clase. Esto nos evitará erigir la democracia obrera en principio absoluto de verdad y justicia, y por lo tanto caer en un apriorismo a toda nuestra doctrina en el preciso momento en que nos esforzamos con nuestra crítica en despejar el terreno de la mentira y del arbitrio de las teorías liberales». Esta era la introducción de este artículo verdaderamente profético en lo que respecta a todo lo que el trotskismo ha hecho de las enseñanzas de Trotsky. La conclusión no lo era menos, pues decía: «Los comunistas no tienen constituciones codificadas que proponer. Tienen un mundo de mentiras y de constituciones cristalizadas en el derecho y en la fuerza de la clase dominante a abatir. Saben que sólo un aparato revolucionario y totalitario de fuerza y de poder, sin exclusión de ningún medio, podrá impedir que los infames residuos de una época de barbarie resurjan y que, ávido de venganza y de servidumbre, el monstruo del privilegio social levante la cabeza, lanzando por milésima vez el mentiroso grito de ¡Libertad!».

De la misma forma que es un hecho que el partido bolchevique ha hecho un cierto uso del mecanismo democrático formal en su vida interna, y las dramáticas sesiones del Comité Central, en las cuales las grandes decisiones de la Revolución (cuestión de la insurrección, de las negociaciones de Brest-Litovsk y de la prosecución o final de la guerra, de la NEP) fueron tomadas «por mayoría de voces», están en la memoria de todos. Deducir de esto como hacen los «trotskistas» que Trotsky y Lenin eran «demócratas», contrariamente a Stalin que no fue más que un «tirano», es hacer un contrasentido grosero sobre su obra, y en cualquier caso hacen gala de un celo más que sospechoso a la hora de defenderles contra la acusación de los peores burgueses y oportunistas, según la cual ellos habrían abierto el paso al estalinismo usando la dictadura. Los verdaderos comunistas desdeñan estas afirmaciones del enemigo de clase, y no se prestan a edulcorar la figura de los grandes revolucionarios del pasado para hacerla más simpática o más tolerable al diletantismo «progresista».

Igualmente, es dejar realmente de lado lo esencial, o peor, callarlo por consideración oportunista, pretender caracterizar el cruel contraste que opone al partido de Lenin y al de Stalin (los dos nombres vienen a designar dos fases históricas) diciendo que el primero funcionaba «democráticamente», y el segundo no. La oposición es una oposición de sustancia, en la cual el famoso «modo de funcionamiento» que tanto preocupa a los filisteos no es más que su expresión. Según esto, esta oposición es tal que, si hay funcionamiento democrático en el sentido propio del término en algún sitio, lo es claramente en el partido de la degeneración estalinista, y no en el partido bolchevique en tiempos de Lenin. Este último es efectivamente un partido de clase, un partido revolucionario que obedece a un cuerpo de doctrina definido – el marxismo – que su núcleo dirigente ha restaurado y defendido contra el oportunismo. Naturalmente un partido así resiste a las fluctuaciones de opinión, a las cuales, al menos teóricamente, deben obedecer los partidos democráticos; naturalmente lo que dirige la acción de un partido así es su programa y nunca la «opinión» de sus miembros. La función capital del núcleo dirigente le viene de la historia real del partido y de las selecciones sucesivas que se llevan cabo en él (eliminación progresiva de los dirigentes impropios para las tareas del partido o simplemente inciertos, o por el contrario reunión de elementos en un tiempo descarriados, como por ejemplo el caso de Trotsky).

Esta función no viene delegada por «libre elección» individual, como quiere la mitología democrática, ni por los medios que esta última usa invariablemente, y que son la propaganda a favor o contra los individuos, llegando hasta la apología embustera por una parte y la difamación por otra. Lo que un partido así busca es una continuidad de acción que no se da sin una cierta estabilidad de la dirección, que no viene dada en absoluto por la libertad individual de sus miembros, como sucede en los partidos democráticos con una conducta fluctuante ya que no se obedece a ningún principio, y con una dirección cambiante, porque la función dirigente está sometida al favor electoral. No sólo no puede ser llamado «democrático», sino que además todas sus características positivas prueban la mentira de los postulados democráticos y su inadecuación para cumplir las tareas revolucionarias. En estas condiciones la práctica del voto y del recuento de voces no es más que un simple uso de un mecanismo cómodo, nada más.

Muy lejos de ser una «garantía», el recurso a tales formas no se explica más que por una relativa inmadurez. Un partido dotado con un máximo de experiencia histórica y con una máxima cohesión no es tan susceptible de presentar – incluso en las cuestiones prácticas – esas violentas oposiciones que el partido bolchevique conoció y que no podía dejar de conocer, a caballo como estaba de la última revolución democrática y la primera revolución socialista de Europa. Es cierto que nunca una decisión importante (la firma de la paz en 1919, por ejemplo, o el cese de la guerra contra Polonia) ha dependido en realidad del plácido recuento de las opiniones de los miembros del C.C.: una vez concedido a las exigencias de unidad y armonía internas del partido lo que le debía ser concedido por medio de lo que Lenin llamaba «la legalidad del partido», nunca se vio a ningún jefe bolchevique – en especial Lenin – renunciar a la luchas más enérgica contra sus propios camaradas cuando la suerte de la revolución estaba en juego. Que esta lucha haya sido leal y abierta, que haya dado el visto bueno a las soluciones y posiciones propuestas, y no a las personas, que su puesto en el partido haya sido asegurado a todos los militantes que querían continuar militando en sus filas incluso después de las crisis más graves (por ejemplo Zinoviev y Kamenev, que habían roto la disciplina de partido sobre la cuestión crucial de la insurrección), que no se haya tenido ninguna duda en aceptar en el partido a revolucionarios probados como Trotsky y a algunos de sus camaradas cuando renunciaron a errores pasados y que, durante el período que la Revolución mantuvo su impulso inicial, no pensó nunca en utilizar contra los miembros del Partido la sanción de Estado, o peor, la fuerza policial, es cierto, y son otros tantos aspectos que distinguen al partido de Lenin y al de Stalin. Ver en esto una característica democrática es abusar de los términos, conceder a la democracia unas virtudes que no posee en lo más mínimo, haciendo gala de una buena dosis de estupidez.

Toda esta práctica de partido es muy superior a la página corriente de los partidos electoralistas precisamente porque para ser lo que es, no ha tenido más que ser comunista, y no conformarse nunca con el respeto al individuo que el democratismo burgués pregona como uno de sus principios más queridos y por el cual los «trotskistas» alaban al partido bolchevique en tiempos de Lenin, de igual forma que denuncian el régimen de maniobras, de terror y de violencia en tiempos de Stalin. La práctica bolchevique por una parte y la práctica estalinista por otra prueban todo lo contrario de lo que pretende el trotskismo degenerado y de lo que ve el democratismo vulgar. La primera muestra de manera clara que la proclamación de fines colectivos y de clase y la negación de principio de la ideología burguesa de libertad no traen consigo ese famoso «aplastamiento del individuo» que los burgueses han reprochado siempre al marxismo con su estupidez habitual. La razón de esto es simple: como todas las relaciones dignas de consideración, la relación entre el individuo y la colectividad de la cual forma parte no depende de las ficciones del derecho, sino de la naturaleza misma de esta colectividad.

Por lo que concierne al partido revolucionario, éste no se opone ni puede oponerse como un todo a cada uno de sus miembros considerado individualmente: por el contrario, el partido no existe más que si existen militantes que han conseguido coordinar sus esfuerzos con el máximo de eficacia para alcanzar un fin común; inversamente, cada uno de esos militantes no existe como tal más que en tanto es un elemento del todo. Muy lejos de oprimir, o peor, de aplastar al individuo, el partido no es finalmente más que el uso racional de una serie de esfuerzos individuales que fuera de él no solamente se perderían, sino que incluso no habrían nacido; si por lo tanto (para responder a los demócratas y no porque esto nos importe a nosotros) hay que definir la relación entre el individuo y la colectividad en un partido que niega por principio el individualismo burgués y las garantías democráticas, es necesario decir que es precisamente en él y por él como el individuo se desembaraza de la soberanía puramente ficticia a la cual le condena el democratismo para convertirse en una fuerza real, en los límites del determinismo, claro está.

¿Qué sucede por el contrario en el partido estalinista? El trotskismo degenerado, a remolque del democratismo vulgar, deplora que se hayan suprimido para los militantes las famosas «garantías» del habeas corpus y que en lugar de asegurarles la libertad de expresión se les haya sometido a una dictadura. ¡Claro que se trata de esto! El partido llamado «estalinista» es el partido bolchevique en un cierto momento de su existencia histórica que puede caracterizarse así: tiene tras de sí una gran victoria revolucionaria, pero ha perdido su élite obrera en la guerra civil y se encuentra situado ante tareas para las cuales no solamente no está preparado, sino que a decir verdad, tampoco está hecho para ellas, ya que se trataba de administrar según sanos principios burgueses una economía desorganizada por el sabotaje y la fuga de los burgueses, ya que en este caso los principios diferentes y opuestos de la gestión socialista eran inaplicables. En el marco de Rusia lo que está en juego, aparte de la continuidad política revolucionaria, es el levantamiento económico o la muerte, la reconstrucción o la caída en las peores convulsiones sociales con la amenaza del peor terror blanco.

De todo esto resulta un cambio completo de la composición del partido al mismo tiempo que de su mentalidad, el practicismo inmediatista tiende fatalmente a llevarlo por encima de la preocupación por el rigor teórico y la fidelidad a los principios en el momento en que semejantes condiciones ejercen su presión. Entiéndase bien, fue el practicismo inmediatista quien debía llevarle finalmente, puesto que no le vino ninguna ayuda desde fuera (es decir, de la Internacional) al partido ruso. Pero el no podía hacerlo simplemente arrojando por la borda todas las tradiciones y los recuerdos del pasado; pero, como era por naturaleza su viva negación, sólo le quedaba una salida: por una parte, hacer alarde de una continuidad política y teórica que no habría resistido el menor examen por poco serio que fuese, si hubiese sido posible, y por otra parte librarse de la resistencia de los revolucionarios a este «nuevo curso», haciendo precisamente un llamamiento a la opinión, a la conciencia, a los sentimientos de este partido en una cierta medida nuevo en que se había convertido el partido bolchevique. Resumiendo, oponiendo la autoridad soberana de la mayoría democrática a la única autoridad que tanto Lenin y los bolcheviques reconocían hacía poco: la de los principios comunistas, de la doctrina comunista, del programa comunista.

Lo que, en esta fase, aparecía ante los ojos de los verdaderos marxistas como mil veces mas innoble que las sanciones (destitución, exclusión, prisión, deportación y mas tarde masacre a secas), es precisamente esta explotación hecha por el estalinismo de la legalidad democrática, de la regla puramente formal, mentirosa, mixtificadora de la soberanía de la mayoría, es decir de esta odiosa ficción que, a escala de toda la sociedad, sirve desde hace más de cien años a la burguesía no para «asegurar la libertad del individuo», como ella pretende, sino para aplastar al proletariado y a la revolución. El hecho de que la alteración del partido no haya con frecuencia bastado para procurarle esa mayoría a la fracción de Stalin, que esta haya debido «prepararla» mediante manipulaciones, campañas, maniobras adecuadas, no prueba en lo más mínimo que el partido estalinista no haya sido «verdaderamente democrático», sino que el abandono de la práctica comunista que se basa enteramente en el esfuerzo colectivo para conformar la acción colectiva con los fines revolucionarios y por lo tanto con la doctrina común, y el paso a la práctica democrática, que no aspira más que a obtener mayorías, trae consigo necesariamente el retorno de todas las taras de la vida política burguesa. El partido estalinista fue realmente democrático, no solamente por su recurso a la ficción democrática desenmascarada desde hace más de un siglo por el marxismo, sino por la infamia de toda su vida interior.

En 1923 Trotsky escribía su «Nuevo Curso», haciendo un llamamiento a sanear el régimen interior, no ignorando nada de esto, y lo que el exigía, como veremos mas adelante, no eran «garantías democráticas», sino el retorno a la vida normal de un partido revolucionario. Independientemente de las posiciones que en la época de su declive personal y del lenguaje que tanto él, como el Partido, como la Internacional emplearon – hemos visto anteriormente que nuestra corriente intenta depurar este lenguaje de sus términos equívocos – Trotsky estaba absolutamente limpio de ilusiones y de formalismos democráticos, no menos que Lenin. Evidentemente no se puede citar todo, y bastarán tres referencias.

En «Las enseñanzas de la Comuna de París» muestra, haciendo un paralelo entre la Comuna y la Revolución rusa, toda la superioridad de la organización de Partido, y la insuficiencia del principio electivo para dotar al proletariado de una dirección política y militar capaz de alcanzar la victoria. Citemos: «El Comité Central de la Guardia Nacional – ya sabemos que papel jugó en la Comuna – era de hecho un consejo de los delegados de los obreros armados y de los pequeños burgueses (...) Dicho consejo, elegido inmediatamente por las masas revolucionarias, puede ser un brillante aparato de acción. Pero al mismo tiempo refleja tanto los lados débiles como los lados fuertes de las masas, y mucho más refleja los lados débiles que los fuertes». Después de haber mostrado «que en el mismo momento en que su responsabilidad era inmensa» – el Gobierno había huido a Versalles – la Guardia Nacional, democráticamente constituida «se declaró desligada de toda responsabilidad», y en lugar de actuar revolucionariamente «inventó elecciones legales a la Comuna», mostrando Trotsky que «esta pasividad y esta falta de decisión se apoyaron sobre el principio sagrado de la federación y de la autonomía», que reflejaban bien «el lado incontestablemente débil de una fracción del proletariado francés de entonces, la actitud hostil respecto a la organización central, herencia del ideal pequeño-burgués de autonomía». Es pues partiendo de los hechos como Trotsky demuestra la superioridad de una organización «que se apoya en un pasado histórico y prevé teóricamente la vía del desarrollo», una organización que no sea «un aparato para uso de las prácticas parlamentarias, sino el proletariado organizado y templado por la experiencia», es decir, la superioridad del partido obrero sobre toda forma electiva de organización obrera que, precisamente a causa de su ligazón directa con las masas, no puede dejar de reflejar todos los lados débiles.

Pasando de la cuestión política a la cuestión militar, la crítica de Trotsky a la concepción democrática de la lucha proletaria se endurece aún más: para librar, decía, «a la Guardia nacional del mando contrarrevolucionario, la elegibilidad era el mejor medio, pues la mayor parte de la Guardia nacional se componía de obreros y de pequeños burgueses revolucionarios». Y, añadía, esta «reivindicación de la elegibilidad no estaba destinada a dotar de un buen mando al ejército, sino (solamente) a librarlo de oficiales al servicio de la burguesía», y explicaba sobre la base de su propia experiencia revolucionaria como fundador del Ejército Rojo: «La elegibilidad del mando es bastante débil la mayoría de las veces a nivel técnico. Una vez que el ejército se ha librado del antiguo mando es necesario darle un mando revolucionario capaz de cumplir con su deber. Por lo tanto, esta tarea no puede ser llevada a cabo con el simple mecanismo de la elegibilidad. La elegibilidad es un fetiche, no es una panacea universal, una poderosa dirección por parte del partido es indispensable». He aquí una lección de la experiencia revolucionaria, un principio comunista que, para un «trotskista» actual se ha convertido en letra muerta.

En «Terrorismo y Comunismo» encontramos igualmente esta brillante refutación de las críticas que los defensores trasnochados de la «democracia obrera» dirigían ya a la «dictadura del partido bolchevique»:

«Se nos ha acusado muchas veces de haber sustituido la dictadura de los Soviets por la del Partido. Y sin embargo se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que la dictadura de los Soviets no ha sido posible más que gracias a la dictadura del Partido. Gracias a la claridad de sus ideas técnicas, gracias a su fuerte organización revolucionaria, el Partido ha asegurado a los Soviets la posibilidad de transformarse de informes parlamentos obreros en un aparato de dominio en manos de los trabajadores. En esta sustitución del poder de la clase obrera por el poder del partido no hay nada de fortuito y, en el fondo, en realidad no hay ninguna sustitución. Los comunistas expresan los intereses fundamentales de la clase obrera. Es del todo natural que en una época que pone esos intereses en el orden del día en toda su extensión, los comunistas lleguen a ser los representantes declarados de la clase obrera en su totalidad ¿Pero quien os garantiza, nos preguntan algunos con malicia, que sea precisamente vuestro Partido el que expresa las exigencias del desarrollo histórico? Suprimiendo arrojando a las sombras a los demás partidos os habéis librado de su rivalidad política, emulativa, y por lo tanto habéis prescindido de la posibilidad de verificar vuestra línea de conducta. Esta consideración está dictada por una idea puramente liberal de la marcha de la revolución. En una época en la cual todos los antagonismos se declaran abiertamente, donde la lucha política se transforma rápidamente en guerra civil, el Partido dirigente tiene para verificar su línea de conducta muchos materiales en la mano y criterios, independientemente de la posible tirada de periódicos (de sus adversarios). En cualquier caso, nuestra tarea no consiste en evaluar a cada minuto mediante una estadística la importancia de los grupos que representan cada tendencia, sino en asegurar la victoria de... la tendencia de la dictadura proletaria, y en hallar durante la marcha de esta dictadura, en los diversos roces que se oponen al buen funcionamiento de su mecanismo interior, un criterio que sirva para verificar el valor de nuestros actos».

Aunque en 1936, en la «Revolución Traicionada», Trotsky volverá a su vez a reivindicar desgraciadamente la «democracia soviética» contra la «dictadura estalinista», justificando su resbalón con una banalidad indigna de él y del marxismo: «Todo es relativo en este mundo en el cual lo único permanente es el cambio». Pero treinta años después, los discípulos de su declive aún no se han percatado de esto.

El tercer escrito, «¿Es verosímil la conversión de los Soviets a la democracia?» (1929), presenta el interés de ser posterior a la derrota de la Oposición rusa. Entonces, la lucha de Trotsky contra el estalinismo ya se había salido de los raíles de los principios e incluso de la realidad histórica, pero el gran revolucionario no había olvidado aún, como se verá, nada de la crítica marxista al democratismo.

«Si el poder soviético lucha con enormes dificultades, si la crisis (...) de la dictadura se acentúa cada vez más, si el peligro bonapartista no ha sido descartado ¿no es mejor orientarse hacia la democracia? Esta cuestión abierta o sobreentendida en una cantidad de artículos dedicados a los últimos acontecimientos acaecidos en la URSS. Yo no juzgo aquí que es mejor y que no. Intento poner claro lo que dimana de la lógica objetiva del desarrollo. Y llego a la deducción de que no hay nada menos creíble que la conversión de los Soviets en democracia parlamentaria o, más exactamente, esta conversión es absolutamente imposible».

En 1929, Trotsky responde a sus adversarios socialdemócratas que, aunque se pudiese desear, el retorno de la URSS a la democracia parlamentaria está históricamente excluido. En 1936 hará de ese retorno la reivindicación política central de la Oposición para la URSS. Nuestra tesis de Partido es que, haciendo esto, Trotsky ha resbalado desde el terreno del comunismo hacia el de la socialdemocracia. Por lo tanto es capital mostrar que la justa crítica que hacía en 1929 a sus adversarios socialdemócratas es válida completamente contra él desde 1936, y contra sus «discípulos» de 1968.

Las razones invocadas por Trotsky son de dos órdenes: razones internacionales y generales, razones específicamente rusas, naturalmente ligadas entre ellas. Veamos primero las razones internacionales:

«Para expresar más claramente mi idea debo descartar los límites geográficos y bastará con recordar algunas tendencias del desarrollo político de Europa desde la guerra, que ha sido no un episodio, sino el prólogo sangriento de la nueva época. Casi todos los dirigentes de la guerra están aún vivos. La mayoría de ellos han dicho... que ésta era la última guerra y que después de ella vendría el reino de la democracia y de la paz... Ahora, ni uno sólo de entre ellos se atrevería a pronunciar estas palabras ¿Por qué? Porque la guerra nos ha conducido a una época de grandes tensiones, de grandes luchas, con la perspectiva de nuevas guerras. Por los raíles de la dominación universal, en el momento actual, se precipitan, uno sobre otro, poderosos trenes. No se puede medir nuestra época a la sombra del siglo XIX, que fue el siglo de la extensión de la democracia por excelencia [subrayado por nosotros]. El siglo XX, bajo numerosas perspectivas, se distinguirá mucho más del siglo XIX que lo que se distingue la historia moderna de la Edad Media (...) Por analogía con la electrotécnica, la democracia puede ser definida como un sistema de conmutadores y aislantes contra las corrientes demasiado fuertes de la lucha nacional o social. No hay en la historia humana una época tan saturada de antagonismos como la nuestra (...) Bajo la alta tensión de las contradicciones de clase e internacionales, los conmutadores de la democracia se funden y saltan en pedazos. Tales son los cortocircuitos de la dictadura. Los interruptores más débiles son los primeros en saltar evidentemente. Pero la fuerza de las contradicciones interiores y mundiales no disminuye, aumenta. Difícilmente tranquilizaría la constatación de que el proceso sólo afecta a la periferia del mundo capitalista. La gota empieza por el dedo pequeño de la mano o por el dedo gordo del pie; pero una vez en marcha llega hasta el corazón».

Bien visto y dicho. Nuestra tesis de partido es que el movimiento comunista debía extraer todas las consecuencias de esta realidad del siglo XX: no tenía ningún sentido implorar a la burguesía la conservación de los «conmutadores» de la democracia instalados contra nosotros desde siempre, pero que eran ya inútiles para ella; era necesario que la hiciésemos saltar nosotros mismos, con la corriente de alta tensión de la Revolución proletaria. El centro moscovita de la Internacional comunista no supo extraer todas estas consecuencias, incluyendo a Trotsky. Y es una de las razones que arruinaron esta Internacional. Pero es el mismo error aplicado esta vez a la lucha contra Stalin, y no contra Mussolini o Hitler, lo que hizo de la IV Internacional de Trotsky un organismo nacido muerto.

Veamos ahora las razones mas específicamente rusas por las cuales Trotsky considera imposible en 1929 el restablecimiento de una democracia parlamentaria en Rusia:

«Cuando se opone la democracia parlamentaria a los Soviets, se observa un sistema parlamentario particular, olvidando otro aspecto – por lo demás esencial – de la cuestión, que la revolución de Octubre de 1917 se ha revelado como la más grande revolución democrática de la historia humana. La confiscación de la propiedad de la tierra, la completa liquidación de las distinciones y privilegios de clase, la destrucción del aparato burocrático y militar zarista, la introducción de un igualitarismo nacional y del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, he aquí un trabajo esencialmente democrático que la Revolución de Febrero apenas ha tocado, dejándoselo casi en su totalidad a la Revolución de Octubre. Sólo la inconsistencia de la coalición liberal-socialista ha hecho posible la dictadura soviética, basada en la unión de los obreros, de los campesinos y de las nacionalidades oprimidas. Las razones que han impedido a nuestra débil y atrasada democracia cumplir su tarea histórica no le permitirán, incluso en el futuro, colocarse a la cabeza del país, pues en estos últimos tiempos los problemas y las dificultades se han hecho más grandes y la democracia más pequeña (...)

«El sistema soviético no es una simple forma de gobierno que se pueda comparar abstractamente con la democracia parlamentaria: esencialmente es la cuestión de la propiedad de tierra, de los bancos, de las minas, de las fábricas y de los ferrocarriles. No hay que olvidar estas «cosillas» embriagándose con lugares comunes sobre la democracia. Contra el retorno del terrateniente, el campesino, hoy como hace diez años, luchará hasta la última gota de su sangre (...) A decir verdad, el campesino toleraría más fácilmente el retorno del capitalista, pues la industria de Estado no ofrece hasta el presente a los campesinos más que productos manufacturados con unas condiciones menos ventajosas que las del comerciante de antaño (...) Pero el campesino recuerda que el propietario y el capitalista eran los dos hermanos gemelos del antiguo régimen (...) ¡El campesino comprende que el capitalista no volvería sólo, sino en compañía del propietario. Por esto no quiere ni a uno ni a otro; es la razón poderosa, si bien negativa, de la fuerza del régimen soviético. Es necesario llamar a las cosas por su nombre. No se trata de la introducción de una democracia incorpórea, sino del retorno de Rusia a la vía del capitalismo. ¿Pero, que sería la segunda edición del capitalismo ruso? Durante estos últimos quince años la imagen del mundo se ha transformado profundamente. Los fuertes se han hecho infinitamente más fuertes, los débiles son incomparablemente más débiles. La lucha por la supremacía mundial ha adquirido unas proporciones gigantescas. Las etapas de esta lucha se han desarrollado sobre los huesos de las naciones débiles y atrasadas. La Rusia capitalista no podría en el momento actual ocupar en el sistema mundial ni siquiera la situación de tercer orden a la cual había predestinado la marcha de la última guerra a la Rusia zarista. El capitalismo ruso sería ahora un capitalismo sojuzgado, un capitalismo medio colonizado, sin futuro. La Rusia Número Dos ocuparía hoy algún lugar situado entre la Rusia Número Uno y la India. El sistema soviético de industria nacionalizada y de monopolio del comercio exterior, a pesar de todas sus contradicciones y sus dificultades, es un sistema de protección para la independencia de la cultura y de la economía del país. Esto ha sido comprendido por numerosos demócratas que han sido atraídos junto al poder soviético no por el socialismo, sino por un patriotismo que había asimilado las lecciones elementales de la historia» (...)

«Un puñado de doctrinarios impotentes habría deseado una democracia sin capitalismo. Pero las fuerzas sociales serias, enemigas del régimen soviético, quieren un capitalismo sin democracia».

El razonamiento marxista de Trotsky está muy por encima de los razonamientos formales y abstractos de sus adversario socialdemócratas de 1929, pero también (conclusión que nos importa mucho más aquí) de sus «discípulos» de 1968 que no han hecho más que llevar hasta el absurdo su propio razonamiento abstracto y formal de 1936.

La lucha, dice Trotsky justamente, es una lucha social y del desenlace de esta lucha social depende la forma política destinada a triunfar. La democracia parlamentaria ha sucumbido bajo los golpes de la Revolución democrática. Sus partidarios – aquellos que razonan en términos políticos y no sociales – no comprenden que desear su restablecimiento equivale a desear la liquidación de las conquistas de esta revolución democrática. «Las fuerzas sociales serias», es decir, las clases sociales desposeídas por la Revolución de Octubre, desearían, sin ninguna duda, liquidar esas conquistas para retornar al antiguo orden, pero está históricamente excluido que lo puedan hacer por medios democráticos. Incluso en 1929, el campesinado ruso no se dejaría despojar de la tierra sin una segunda guerra civil. ¿Dónde encontrarían las fuerzas desposeídas la potencia necesaria para combatir a la casi totalidad de la población rusa? Trotsky no lo dice aquí, pero lo sabe, pues es evidente: en los ejércitos de las potencias imperialistas que intervendrían otra vez contra Rusia derrotándola (igual que intervino la coalición europea contra la Francia napoleónica, en la cual los Borbones nunca habrían podido reinstalarse sin su victoria sobre todo el pueblo francés). Pero entonces la forma política destinada a triunfar no sería el Parlamento nacional soñado por los «doctrinarios impotentes», sino, como diríamos hoy, una república fantoche del tipo de las que los EE.UU. mantienen en las regiones que controlan de Asia.

Las mismas razones que tiene Trotsky contra los socialdemócratas le impiden aún, en 1929, poner su lucha contra Stalin bajo la bandera de la democracia soviética: Trotsky sabe muy bien que sobre el terreno soviético se colocan tanto partidarios del socialismo como él, al igual que fuerzas que, sin ser en nada socialistas, no quieren el retorno de Rusia a un Estado de dependencia semi-colonial ante la mirada del capitalismo occidental, y por lo tanto no quieren una restauración. Estas fuerzas son todas las capas no proletarias y enemigas del internacionalismo revolucionario, que fuera del Partido o dentro de él aprueban la dirección estalinista por «patriotismo democrático que ha asimilado las lecciones elementales de la historia». Es este «ustrialovismo» – término que se deriva del nombre del emigrado Ustrialov, que fue el primero que predijo la conversión del Estado soviético en un Estado burgués ordinario, al que habría que apoyar – que Lenin fue el primero en denunciar y que, nacido en los medios más atentos de la emigración, se ha infiltrado en el Partido en el poder – Trotsky no deja de denunciar este hecho – bajo la bandera del «socialismo en un solo país». Por lo que respecta a la democracia soviética, ese «conmutador», ese «aislante» previsto por los bolcheviques para impedir que la revolución se hundiese en una lucha estéril entre el proletariado socialista y el campesinado sub-burgués, Trotsky sabe bien que es la corriente de alta tensión de la guerra civil la que ha hecho que salte en pedazos, imponiendo la pura dictadura proletaria del comunismo de guerra, con sus requisas forzadas y su encuadramiento «autoritario» de los campesinos revolucionarios en el Ejército Rojo. ¡Al defensor de la dictadura bolchevique del proletariado, al autor del pasaje anteriormente citado de «Terrorismo y Comunismo», que quedarán todavía largos años antes de que piense en invocarla contra el partido estalinista!

Hay de hecho tres fases en la larga lucha de Trotsky como jefe de la Oposición. En la primera – bien ilustrada por el escrito de 1923 «Nuevo Curso» – denuncia enérgicamente las anomalías del régimen interno del Partido y la política del Comité Central, intenta alertar al Partido sobre el peligro de degeneración que la política (internacional e interior) hace correr a la dictadura proletaria de la cual es el único garante. Pero lejos de presentarse como candidato a la dirección del partido, se mantiene un poco al margen, contentándose con rechazar las invenciones de la campaña que desde 1924 orquesta contra él el Comité Central, y al tiempo que escribe «Nuevo Curso» ignora aún la situación real que no le será revelada hasta 1925, cuando Kamenev y Zinoviev rompieron con Stalin.

Aprovechando la enfermedad de Lenin un «Buro político secreto» había sido creado, del cual formaban parte todos los miembros del Buro Político oficial salvo Trotsky. La finalidad de este complot era la de impedir que éste dirigiese el Partido. «Todas las cuestiones eran previamente decididas en este Buro Político clandestino cuyos miembros estaban unidos por una responsabilidad colectiva. Tomaron el compromiso de no polemizar entre ellos y, al mismo tiempo, de buscar todos los pretextos para intervenir» contra Trotsky. «Existían en las organizaciones locales centros secretos análogos ligados al septumvirato de Moscú que mantenían una severa disciplina. La correspondencia se hacía mediante un lenguaje cifrado especial. Los funcionarios responsables del Partido y del Estado habían sido seleccionados sistemáticamente con este único criterio: contra Trotsky (...) Los miembros del partido que hacían oír sus quejas contra esta política caían víctimas de ataques pérfidos originados por motivos que no tenían nada que ver con esto y frecuentemente inventados. Por el contrario, los elementos (...) que, en el curso del primer lustro del poder de los Soviets habían sido despiadadamente eliminados del Partido aseguraban su situación por una simple hostilidad contra Trotsky. Desde finales de 1923 la misma tarea fue llevada a cabo en todos los partidos de la I.C. (...) Se seleccionó artificialmente no a los mejores, sino a aquellos que se adaptaban más fácilmente. Los dirigentes se convirtieron en deudores de su situación únicamente ante el Aparato. Hacia finales de 1923, el Aparato estaba ganado en sus tres cuartas partes: era posible trasladar la lucha hacia la masa. En otoño de 1923 y en otoño de 1924 la campaña contra Trotsky comenzó: sus antiguas divergencias con Lenin, que databan no sólo de antes de la Revolución, sino también de antes de la guerra (...) fueron bruscamente presentadas, desfiguradas, exageradas y presentadas a la masa como una cuestión de ardiente actualidad. La masa fue atontada, desconcertada, intimidada. Mientras tanto el procedimiento de selección descendió a un grado todavía mas bajo. No fue posible ejercer el cargo de director de fábrica, de secretario de célula de taller, de presidente de Comité ejecutivo de distrito, de contable, de dactilógrafo sin presentar como referencia su antitrotskismo». Todas estas precisiones se encuentran en el artículo de L.Trotsky ¿Cómo ha podido suceder esto?, Constantinopla, febrero 1929.

Dicho de otra forma, en la primera fase, responde como militante a la campaña parlamentaria lanzada contra él y que tenía el mismo objetivo que todas las campañas de este género: impedirle el camino al poder. A este respecto es necesario señalar que allí en donde la imbecilidad burguesa ha visto la prueba de las fechorías del «totalitarismo comunista» nuestra corriente ha reconocido las fechorías del principio electivo y de la democracia aplicada al órgano del Partido. El hecho de que la campaña haya estallado en el partido que se autodenominaba «comunista» se explica fácilmente por el hecho de que en la URSS no había Parlamento; ¿pero que es una lucha por el poder fundada sobre la concurrencia de los individuos y el desprecio hacia todos los principios, sino una lucha de tipo parlamentario?

En la segunda fase, Trotsky no se limita sólo a defender las posiciones marxistas contra el revisionismo en el poder. Entra en la «vía de la reforma del régimen soviético», como él mismo dirá en «La Revolución Traicionada» para caracterizar la fase anterior a 1936. Debido a la ausencia de un Parlamento, esta lucha reformista no podía tomar la forma de una lucha para reemplazar legalmente a un gobierno, al que se juzgaba incapaz de mantener a la URSS en la vía del socialismo, por el mejor gobierno de la Oposición. En sustancia, se trata de esto. Para el socialista reformista, el «obstáculo» para la transformación socialista son las mayorías parlamentarias sostenedoras de los gobiernos burgueses. En la Oposición trotskista de entonces, este «obstáculo» parece ser la mayoría que sostiene al Comité Central estalinista, o más bien el régimen interno del Partido que impide a la Oposición arrancar la mayoría al estalinismo. En realidad, en el primer caso, el obstáculo no es tal o cual gobierno, sino la existencia del Estado burgués que debe ser destruido y no «reformado»; en el segundo caso, el obstáculo estaba en el Estado, en el poder de un partido en el cual la degeneración era irreversible y que muy lejos de ser la consecuencia del régimen interno era ella misma la causa de este régimen. Lo que impide al socialista vulgar señalar el verdadero obstáculo es que el no es revolucionario; lo que empuja al revolucionario Trotsky a caer en un error reformista de cara al Estado soviético es su impotencia para delimitarse de forma completa del partido del «socialismo en un solo país». En esta fase, no obstante, sus posiciones guardan un último lazo con la tradición marxista: del Partido y sólo del Partido depende la suerte de la dictadura del proletariado. En la tercera fase, este último lazo se romperá. Del parlamentarismo revolucionario en el partido que había caracterizado a la fase precedente, Trotsky pasará al parlamentarismo puro en la sociedad, es decir, a la reivindicación del restablecimiento de la libertad electoral en la URSS.

Para ilustrar la primera fase, nos referiremos al texto de 1923 citado anteriormente, «Nuevo Curso». Si la terminología presenta ya la ambigüedad denunciada anteriormente – ver lo dicho más arriba respecto a la crítica de Bordiga sobre el uso de los términos «democracia» y «centralismo democrático» – al igual que la usada por el partido bolchevique, incluso en su buena época, el método no tiene nada de formal, pues Trotsky ha estudiado el determinismo que, en las condiciones del poder, corre el riesgo de hacer perder al partido su naturaleza de fracción revolucionaria del proletariado y por consiguiente su función de partido de clase «cuestión de las generaciones en el Partido, composición social», y sobre todo tareas estatales y administrativas. La alerta lanzada no concierne a la ausencia de libertad de los miembros del Partido, como sucede en la crítica socialdemócrata vulgar, sino a la alteración de las relaciones orgánicas entre centro y periferia, cúspide y base dentro del partido, la alteración de las relaciones entre Partido y Estado y, para rematarlo todo, la alteración de la tradición real del partido al igual que su invocación puramente formal. Júzguese:

«Hay una cosa sobre la cual es necesario darse cuenta: la esencia de las disensiones y de las dificultades actuales no reside en el hecho de que los «secretarios» han forzado la situación en algunos aspectos y que es necesario llamarlos al orden, sino en el hecho de que el conjunto del partido se dispone a pasar a un estadio histórico más elevado (...) No se trata de romper los principios de organización del bolchevismo como algunos intentan hacer creer, sino de aplicarlos a las condiciones de la nueva etapa del partido». Se trata de la «etapa» definida por el desvanecimiento de las esperanzas puestas en la revolución alemana en octubre 1923, debido a la previsible prolongación del aislamiento de la URSS en el mundo, por una parte, y por la crisis económica interior a pesar de la sujeción aportada por la NEP, por otra parte. «Se trata ante todo de instaurar relaciones más sanas entre los antiguos cuadros y la mayoría de los miembros que han venido al Partido después de Octubre». «La preparación teórica, el temple revolucionario, la experiencia política representan nuestro capital fundamental cuyos principales detentadores son los antiguos cuadros del partido. Por otra parte, el partido es esencialmente una colectividad en la cual la orientación depende del pensamiento y de la voluntad de todos. Está claro que en el partido, en la complicada situación inmediatamente posterior a Octubre, el partido se abría camino mejor a medida que más utilizaba la experiencia acumulada por la antigua generación a cuyos representantes eran confiados los puestos más importantes de la organización. El resultado ha sido que, jugando el papel de director del partido y absorbida por las cuestiones administrativas la antigua generación (...) instaura preferentemente para la masa comunista métodos puramente escolares de participación en la vida política: cursos de instrucción política elemental, verificación de los conocimientos, escuelas del partido (...) De ahí el burocratismo del aparato, su aislamiento con relación a la masa, su existencia aparte (...) El hecho de que el partido viva en dos pisos distintos trae consigo numerosos peligros (...) El principal peligro del «viejo curso», resultado de causas históricas generales al igual que de nuestras faltas particulares, es que el aparato manifiesta una tendencia progresiva a confrontar a algunos millares de camaradas que forman los cuadros dirigentes al resto de la masa, la cual no es para ellos más que un medio de acción. Si este régimen persiste, corre el riesgo de provocar a la larga una degeneración del partido en sus dos polos, es decir, entre los jóvenes y entre los cuadros (...) En su desarrollo gradual, el burocratismo amenaza con separar a los dirigentes de la masa, con llevarles a concentrar su atención únicamente sobre las cuestiones administrativas, de nombramientos, amenaza también con estrechar su horizonte, con debilitar su sentido revolucionario, es decir, con provocar una degeneración más o menos oportunista de la vieja guardia, o al menos de una parte considerable de la misma».

Considerando a continuación la composición social del partido, Trotsky señala:

«El proletariado realiza su dictadura por el Estado soviético. El partido comunista es el partido dirigente del proletariado y, en consecuencia, de su Estado. Toda la cuestión está en llevar a cabo este poder en la acción sin fundirlo en el aparato burocrático del Estado (...) Los comunistas se encuentran agrupados de una manera diferente según estén en el partido o en el aparato del Estado. En este último están colocados jerárquicamente unos en relación a otros y a los sin-partido. En el partido, todos son iguales en lo que concierne a la determinación de las tareas y de los métodos de trabajo fundamentales. En la dirección que ejerce sobre la economía, el partido debe tener en cuenta la experiencia, las observaciones, la opinión de todos sus miembros instalados en los diferentes grados de la administración económica. La ventaja esencial e incomparable de nuestro partido consiste en que puede, a cada instante, mirar la industria con los ojos del tornero comunista, del especialista comunista, del director comunista, del comerciante comunista, reunir la experiencia de estos trabajadores que se complementan los unos con los otros, en extraer los resultados y determinar así la línea de dirección de la economía en general y de cada empresa en particular. Está claro que esta dirección no puede realizarse más que sobre la base de la democracia viva y activa dentro del partido».

El término sirve aquí para designar relaciones opuestas a las que, en la sociedad, se derivan de la división social del trabajo y del antagonismo de clase; sujeción burocrática por una parte, pasividad o sorda resistencia por otra; mando y obediencia; «ciencia administrativa» e ignorancia, etc... todas esas cosas que, en el partido de clase, tienden a desaparecer en la medida en que, si bien no puede abstraerse completamente de las condiciones burguesas ambientales, es no obstante una asociación voluntaria de individuos que tienden a un objetivo común, y ese objetivo es precisamente la sociedad sin clases, sin división social del trabajo, y por lo tanto sin choque político o incluso administrativo.

«Cuando, por el contrario, los métodos del aparato prevalecen, la dirección por el partido cede el puesto a la administración por los órganos ejecutivos (comité, buró, secretario, etc.). En esta concepción de la dirección, la principal superioridad del partido, su experiencia colectiva múltiple pasa al último lugar. La dirección toma un carácter de organización pura y degenera frecuentemente en mandato y en capricho. El aparato del partido entra cada vez más en los pormenores de las tareas del aparato soviético, vive de sus inquietudes cotidianas, se deja influenciar por él cada vez más y, ante los detalles pierde de vista las grandes líneas. Toda la práctica burocrática diaria del Estado Soviético se infiltra así en el aparato del partido e introduce en él el burocratismo. El partido, en tanto que colectividad, no siente son poder, pues no lo realiza (...) De esto se derivan el descontento y la incomprensión,incluso en los casos en los que, justamente, este poder se ejerce. Pero este poder no puede mantener en línea recta más que no cayendo en detalles mezquinos y revistiendo un carácter sistemático, racional y colectivo. El burocratismo no sólo destruye la cohesión interna del partido, sino que debilita la acción necesaria de este último sobre el aparato estatal. Esto es lo que no distinguen en la mayoría de los casos aquellos que son los más ardientes a la hora de reclamar para el partido la función de dirigente en el Estado soviético».

Por lo que respecta a los grupos y formaciones fraccionales, Trotsky no reivindica en lo más mínimo el ridículo «derecho democrático» de formarlos. Pero considerándolos desde el punto de vista marxista como «anomalías amenazadoras», niega que sea posible prevenir su nacimiento o favorecer su resurgimiento «mediante procesos puramente formales», haciendo notar que el régimen burocrático del partido era por el contrario una de las principales fuentes de fraccionalismo, acusando con razón a los defensores de la unidad puramente formal del partido de constituir ellos mismos la peor fracción, la «fracción burocrática conservadora» y terminaba diciendo de forma perfectamente correcta que la única manera de prevenir las fracciones era «una política justa adaptada a la situación real». De la misma forma, la Izquierda italiana había opuesto al «terrorismo ideológico» del estalinismo no los «derechos democráticos» de los miembros del partido, sino la fidelidad del centro al patrimonio común de los principios que, de cumplirse, permite dirigir el partido con un mínimo de sobresaltos.

En todo esto no se observa ninguna elección democrática. Las anomalías de la vida del partido (comprendidas, en el último capítulo, las continuas referencias a Lenin y al leninismo, jalonando las peores manifestaciones de oportunismo) se presentan justamente caracterizadas, así como sus causas históricas: no «el ejercicio del poder» en general como pretenden los anarquistas, sino el ejercicio del poder en una sociedad profundamente heterogénea, puesto que entre el proletariado (demasiado débil y aún debilitado por la guerra civil) y el enorme campesinado no existía en absoluto esta identidad de intereses cotidianos y fundamentales en la cual parece creer la dirección del partido. La desviación auténticamente democrática que Trotsky combate como marxista es la de «subestimar» el contraste de clase existente entre proletariado y campesinado y ahogado en la apología de la «nueva democracia», la democracia soviética. En una sociedad afligida entre otras cosas por un nivel cultural muy bajo y aislada del resto del mundo por la conjura capitalista. Nunca Trotsky llegará ya , desgraciadamente, a esta altura crítica. Pero hasta el fatal deslizamiento de 1936, a pesar de todos sus errores, permanecerá fiel a la magnífica conclusión del Capítulo IV de «Nuevo Curso»:

«El instrumento histórico más importante para realizar nuestras tareas es el partido. Evidentemente, el Partido no puede desligarse de las condiciones sociales y culturales del país. Pero, como organización voluntaria de la vanguardia, de los elementos mejores, de los más activos, de los más conscientes de la clase obrera, puede mucho más que el aparato del Estado preservarse de los peligros del burocratismo. Por esto, debe ver claramente el peligro y combatirlo sin tregua».

Cuando en la segunda fase Trotsky pasa a la lucha por la «democratización del Partido» la socialdemocracia vio en ello, y no sin cierta razón, un paso de su adversario en su dirección. Indignado, Trotsky replica estas alegaciones:

«Es un gran malentendido que no es muy difícil de aclarar. La socialdemocracia está por la restauración del capitalismo en Rusia. Pero no puede realizarse un cambio de vías semejante más que colocando en último término a la vanguardia proletaria. Para que la socialdemocracia apruebe la política económica de Stalin deberá reconciliarse con sus métodos políticos. Un verdadero pasaje al capitalismo no podría asegurarse más que con un poder dictatorial. Es ridículo exigir la restauración del capitalismo en Rusia y suspirar inmediatamente después por la democracia».

El golpe era muy merecido, pero del hecho de que es ridículo anhelar después la democracia cuando se desea la restauración del capitalismo, no resultaba en lo más mínimo que dejase de serlo con la condición de luchar por el socialismo. Si un marxista del calibre de Trotsky no se percató de esta objeción es porque a él le parecía muy evidente que el curso hacia el capitalismo pasaba por el aplastamiento de la vanguardia proletaria en el seno del mismo partido, la resistencia (igualmente dentro del partido) de esta vanguardia a su aplastamiento era la única expresión política posible de la resistencia a ese curso. A este razonamiento no le faltaba más que una «pequeña» condición para ser justo: que el curso hacia el capitalismo se quedase en una simple amenaza más o menos lejana, y que el adversario afrontado en el seno del partido no fuese precisamente la encarnación política del enemigo de clase, puesto que en ningún caso se puede combatir al enemigo de clase de forma pacífica, implorándole que respete la «legalidad», sea la que sea.

Estas son las razones por las cuales nuestra corriente siempre ha rechazado la táctica antifascista. Aunque sean accesibles a la inteligencia más mediana no fueron comprendidas por la Internacional que perseveró en esta vía absurda. En tanto que «táctica», a la lucha por la «democratización del partido» en la URSS merece exactamente la misma crítica que el pretendido «antifascismo proletario» practicado por la Internacional, como hemos visto anteriormente.

A diferencia de los idiotas que pretenden ser sus discípulos, Trotsky percibía esto tan bien que en su «Defensa de la URSS» (1929) escribía:

«Sería donquijotismo – por no decir estúpido – luchar por la democracia en un partido que realiza el poder del enemigo (...) Para la Oposición, la lucha emprendida por la democracia dentro del partido no tiene sentido más que sobre la base de un reconocimiento de la dictadura del proletariado».

Formulación ambigua quizás debida a una mala traducción, pero el sentido no tiene equívoco posible en el contexto: más que si se reconoce que la dictadura del proletariado existe en la URSS. Cosa que Trotsky afirmaba con obstinación, contra toda evidencia.

El apasionado rechazo a reconocer que el proletariado está derrotado, que el partido nunca más conseguirá ser revolucionario es lo que caracteriza el «trotskismo» de la segunda fase. Las citas que se verán a continuación mostrarán con que carácter peligrosamente seductor (que no abandonará nunca más) ve la luz del día el oportunismo «trotskista». Veamos por ejemplo un extracto del discurso de Trotsky ante la Comisión Central de Control, a la que compareció en junio 1927 bajo la acusación de haber infringido la disciplina del Partido «pronunciando discursos fraccionalistas» en la reciente sesión del Comité ejecutivo de la Internacional y de haber tomado parte en las manifestaciones a favor de Smilga, oposicionista exiliado en Siberia:

 

«¿Qué habéis hecho del bolchevismo? ¿De su autoridad, de la experiencia de la teoría de Marx y de Lenin? ¿Qué habéis hecho de todo esto en unos pocos años? (...) En las reuniones, sobre todo en las células obreras y campesinas se dice quién sabe qué sobre la Oposición, se pregunta con qué «recursos» cumple su «tarea» la oposición; los obreros, por ignorantes,por inconscientes o bien atizados por vosotros (proceder auténticamente democrático puesto que especula acerca de la inconsciencia del proletario de filas) plantean estas preguntas ultra-reaccionarias. Y se encuentran oradores lo bastante cobardes como para responder a estas cuestiones de una manera evasiva. Esta campaña inmunda, miserable, asquerosa, estalinista para abreviar, ¡es la que tendríais el deber de terminar – si fueseis realmente una Comisión central de Control!».

Al estalinista Soltz quien, reprochándole la declaración oposicionista de los 83 le habría dicho: «¿Adonde conduce pues? ¿Conocéis la historia de la Revolución francesa, y en que desembocó esto? En los arrestos y en la guillotina», Trotsky le responde en este discurso:

«Es necesario refrescar a toda costa nuestros conocimientos sobre la Revolución francesa. Durante la revolución francesa se guillotinó a un montón de gente. Nosotros también hemos fusilado a muchos. Pero la revolución francesa comprendió dos grandes capítulos, de los cuales uno se desarrolla así (curva ascendente) y el otro así (curva descendente) (...) Mientras que el capítulo se inserta en la curva ascendente, los jacobinos franceses, los bolcheviques de entonces, guillotinaban a los realistas y a los girondinos. Nosotros hemos conocido este episodio ya que nosotros, oposicionistas, hemos fusilado con vosotros a los guardias blancos y a los girondinos. Después un nuevo capítulo se abrió en Francia cuando (...) los termidorianos y los bonapartistas, los jacobinos de derechas, se dedicaban a perseguir y a fusilar a los jacobinos de izquierda, los bolcheviques de entonces (...) No hay ni uno sólo de nosotros a quien le asusten los fusilamientos. Todos nosotros somos viejos revolucionarios. Pero es necesario saber a quién fusilar y en qué contexto. Cuando hemos fusilado, sabíamos pertinentemente en qué contexto nos encontrábamos. ¿Pero hoy, comprendéis claramente dentro de qué contexto os disponéis a fusilarnos? Me temo que os disponéis a fusilarnos (...) en el contexto de Thermidor (...) Es ciertamente necesario instruirse con las enseñanzas de la revolución francesa. ¿Pero es entonces necesario repetirla?».

Lo que se refleja, claro como el día, en estos pasajes es la contrarrevolución «ustrialovista» en curso, pero Trotsky continúa hablando a agentes estalinistas, a pesar de la violencia de su lucha, con el lenguaje de un camarada de partido. La violencia no debe disimular que la reivindicación de «democratización del partido» no es más que una aplicación particular de la táctica del frente único tan querida por los bolcheviques (Trotsky incluido). Sin frente único político con los «ustrialovistas» del Partido, la ruptura organizativa habría sido inevitable; pero, desde el momento en que Trotsky rechazaba esta ruptura, precisamente porque él juzgaba al frente único como no solamente posible, sino necesario este frente político se traducía fatalmente en términos de organización, las dos corrientes pertenecían formalmente al mismo partido.

El porqué es otra cuestión que veremos más adelante. La cuestión no es solamente táctica como en el frente único con la socialdemocracia, sobre la cual todos los comunistas reconocían su función contrarrevolucionaria; para el estalinismo, su función contrarrevolucionaria es también evidente, si se plantea la cuestión en términos de lucha internacional de clase. Pero en el cuadro nacional ruso (del cual ningún revolucionario ruso se podría abstraer puesto que este marco es donde el proletariado ruso había tomado el poder y debía momentáneamente disputárselo al enemigo) no era tan fácil de descifrar, puesto que el régimen estalinista era indudablemente el heredero de la revolución democrática contenida en la revolución doble de 1917 y, al mismo tiempo, un baluarte contra la eventual restauración del régimen de la Constituyente, es decir, de la Rusia anterior a la revolución democrática. Pero esto no cambia estrictamente para nada el hecho de que, en tanto que táctica, el frente único político con el «ustrialovismo» estalinista implicado en la lucha por la «democratización del partido» era tan oportunista como lo era a escala internacional el frente único político con la socialdemocracia, y debía conducir a los mismos efectos desastrosos.

Si el lector tiene necesidad de convencerse de la realidad de este frentismo (acompañado además de una fatal obcecación de Trotsky sobre la frontera de clase que separaba desde 1927 su corriente de la del nacional-comunismo) bastará con leer este pasaje del mismo discurso de junio 1927 citado anteriormente que, después de cuarenta años, no puede más que provocar cólera y desesperación a cualquier revolucionario marxista, mientras que, en su inconsciencia infinita, el «trotskismo» contemporáneo admira beatíficamente:

«Si viviésemos en las condiciones de antes de la guerra imperialista, de antes de la revolución, en las condiciones de una acumulación relativamente lenta de los antagonismos, yo creo que la escisión sería infinitamente más probable que el mantenimiento de la unidad. Pero hoy la situación es diferente. Nuestras divergencias de puntos de vista se han agravado singularmente, los antagonismos han aumentado enormemente (...) Pero al mismo tiempo, tenemos, en primer lugar, un inmenso potencial revolucionario concentrado en el partido, una inmensa riqueza de experiencia concentrada en los trabajos de Lenin, en el programa y en las tradiciones del partido. Hemos desperdiciado una buena parte de ese capital (...) pero aún nos queda mucho oro puro. En segundo lugar, el período actual es un período histórico de giros bruscos, de acontecimientos gigantescos, de lecciones colosales por las cuales es necesario y posible instruirse. Hechos grandiosos se han producido permitiendo verificar las dos líneas políticas que se enfrentan. El partido puede facilitar o estorbar el conocimiento de estas lecciones y su asimilación. Vosotros lo estorbáis» (NdR: Somos nosotros los que subrayamos este trágico eufemismo con el cual Trotsky pretende definir la obra de liquidación del partido de clase que el nacional-comunismo estaba realizando).

«Pero nosotros luchamos y lucharemos por la línea política de la revolución de Octubre. Estamos tan profundamente convencidos de la justicia de nuestra línea que no dudamos que acabe implantándose en la conciencia de la mayoría proletaria de nuestro partido ¿Cuál es pues, en estas condiciones, la tarea de la comisión central de control? Pienso que esta tarea debería consistir en crear en este período de giros bruscos un régimen más flexible y más sano en el partido con el fin de permitir a los acontecimientos gigantescos que verifiquen sin sacudidas las líneas políticas enfrentadas. Es necesario dar al partido la posibilidad de realizar una autocrítica (...) apoyándose sobre los grandes acontecimientos. Si tal cosa se decidiese yo digo que antes de un año o dos el curso del partido podrá ser enderezado. No es necesario ir de prisa, no hay que tomar decisiones que luego sería difícil reparar. Estad atentos para que no estéis obligados a decir: “Nos hemos separado de aquellos que habríamos debido conservar y hemos conservado a aquellos con los que habríamos debido separarnos”».

Esta extraña conclusión tiene al menos el mérito de explicarnos el secreto del frentismo político de Trotsky: frente a la amenaza de restauración del régimen anterior a la revolución de 1917, históricamente realizable (como hemos visto anteriormente) mediante la intervención imperialista extranjera, amenaza que persigue tanto a los nacional-comunistas como a los internacionalistas proletarios y que les perseguirá hasta el final, los «ustrialovistas» del Partido (en otros términos, el nacional-comunismo estalinista) no pueden, cree él, prescindir de los internacionalistas proletarios al igual que estos no pueden prescindir de los «ustrialovistas». Esta es la loca ilusión que se encuentra en la base de la política de «democratización del partido».

No hay ninguna otra explicación a esta otra forma de «frentismo» que son las trágicas declaraciones de todos los miembros de la vieja guardia en los famosos procesos de Moscú ¿Qué otro lazo hubiera podido apretar tan estrechamente a los perseguidos y a los perseguidores, a los bolcheviques y a los «ustrialovistas» tan opuestos violentamente sobre el terreno de clase, sino ese mismo alineamiento objetivo contra la restauración? La única diferencia es que en los procesos de Moscú es Stalin quien implícitamente conduce el «chantaje de la restauración»; mientras que en el discurso aquí citado es ¡¡Trotsky!!

Se observa que aquí el frentismo es también una forma de esta unión sagrada que en otras condiciones Trotsky habría combatido con toda la fogosidad revolucionaria de la cual era capaz; unión sagrada en la cual sólo el lazo orgánico que le ligaba a la revolución no sólo socialista sino democrática de Octubre podía hacerle recaer. La unión sagrada bajo la amenaza real o supuesta de la contrarrevolución democrática-burguesa¿qué otra explicación se puede dar a los esfuerzos desesperados de Trotsky, cuyo siguiente pasaje testimonia con elocuencia, para mantener en el marco de la legalidad democrática del mismo partido, la réplica necesaria a la guerra que la fracción «ustrialovista» ha desencadenado contra la corriente proletaria?

«El régimen del partido se deriva de toda la política de la dirección. Detrás de los extremistas del Aparato se halla la burguesía interior renaciente. Detrás de ella se encuentra la burguesía mundial. Todas estas fuerzas pesan sobre la vanguardia proletaria y la impiden que levante la cabeza, que abra la boca. Cuanto más se aleja la política del Comité Central de la línea de clase, más se ve obligada a imponer desde arriba esta política a la vanguardia proletaria mediante medidas de coerción. Este es el origen del indignante régimen que reina en el partido (...) El objetivo inmediato de Stalin: escindir al partido, escindir a la oposición, habituar al partido a los métodos de aniquilamiento físico, formar equipos de abucheadores fascistas, de hombres que trabajan a puñetazos, a librazos, a pedradas, encerrando a la gente, sobre esto se ha detenido el curso estalinista momentáneamente, antes de ir más lejos. El estalinismo encuentra su expresión desenfrenada dejándose llevar a verdaderos actos de granujas. Lo repetimos, esos métodos fascistas no son más que la realización ciega, inconsciente de un orden social emanante de las otras clases (no del proletariado). El objetivo: amputar la oposición del partido y aniquilarla físicamente. Ya se dejan escuchar voces: «Excluyamos a un millar, fusilemos a un centenar, y el partido volverá a la calma». Así hablan estos infelices ciegos temerosos y desencadenados al mismo tiempo. Es la voz de Thermidor».

Veamos la otra parte del díptico: «La violencia se estrellará contra una línea política justa que tiene a su servicio el coraje revolucionario de los cuadros de la oposición». Stalin no creará dos partidos. Nosotros decimos abiertamente al partido: la dictadura del proletariado está en peligro. Y nosotros creemos firmemente que el partido, su núcleo proletario escuchará, comprenderá, rectificará. El partido está ya profundamente sacudido. Mañana será atacado hasta sus cimientos (...) Tenemos la canastilla del bolchevismo. No nos la arrebatéis. La haremos andar. No nos separareis del partido, ni de la clase obrera. Conocemos las represiones, estamos acostumbrados a los golpes. No cederemos la revolución de Octubre a la política de Stalin cuya esencia se puede expresar en pocas palabras: amordazamiento del núcleo proletario, fraternización con los conciliadores de todos los países, capitulación ante la burguesía mundial (...) ¡La oposición es invencible! Excluidnos hoy del Comité Central, lo mismo que habéis detenido a tantos otros: nuestra plataforma continuará su camino (...) Las persecuciones, las exclusiones, los arrestos harán de nuestra plataforma el documento más popular, el más cercano al corazón, el más querido por el movimiento obrero internacional. Expulsadnos, no detendréis las victorias de la oposición: éstas serán las victorias de la unidad revolucionaria de nuestro partido y de la Internacional comunista».

Podrían llenarse páginas enteras con citas que prueban que, hasta 1936, Trotsky no cree en la contrarrevolución sobrevenida. Septiembre 1929: «Considerar al partido comunista (de la URSS), no a su aparato de funcionarios, sino a su núcleo proletario y a las masas que lo siguen como a una organización acabada, muerta, enterrada, es caer en el sectarismo» («La Defensa de la URSS»). Febrero 1930: «Considero que no hay ninguna probabilidad para preveer los recursos internos de la Revolución de Octubre y que no hay ninguna razón para extraer la conclusión de que están agotadas y que no es necesario impedir a Stalin que haga lo que está haciendo. Nadie nos ha designado como inspectores del desarrollo histórico. Somos los representantes de una tendencia particular del bolchevismo, y nosotros lo defendemos ante todos los giros en todas las condiciones» («Los bolcheviques-leninistas en la URSS»). Octubre de 1932: exiliado en Prinkipo, Trotsky concluye así su crítica del segundo plan quinquenal: «Afrontar la economía es algo propio de un político. El arma de la política es el partido. La principal de todas las tareas: regenerar el partido y, a continuación, los Soviets y los sindicatos. La reparación capital de todas las organizaciones soviéticas es la más importante y la más actual de las tareas para el año 1933».

Frente a la lucha de la Oposición por la democratización y el enderezamiento del Partido, Stalin y sus acólitos habían respondido desde 1926 (Trotsky lo recuerda en La revolución traicionada): «¡Estos cuadros no podréis expulsarles más que mediante la guerra civil!». Los gobiernos democráticos emplean hipócritamente el recurso a las elecciones y es el Partido proletario quien advierte a la clase obrera que sin guerra civil, nunca se librará de la dominación política y de la administración burguesa. El error no fue, claro está, el haber desencadenado la guerra civil contra el Estado estalinista, sino el no haber dado esa misma advertencia al proletariado ruso y al proletariado mundial; el haber renunciado a la reforma democrática del partido y del Estado en el momento mismo en que el enemigo le declaraba su propia guerra, hizo que la oposición trotskista perdiese la oportunidad histórica de contribuir a la reconstitución a largo plazo histórico del movimiento comunista mundial, disperso y derrotado. Dicho esto, es necesario una ceguera total para no ver que esto no era aún el paso con armas y bagajes al campo de la «democracia en general». Sólo la imbecilidad «trotskista» contemporánea puede negar que en 1936 fue, al igual que la consecuencia lógica de una serie de errores, una negación de Trotsky por sí mismo: tal es la dialéctica fatal del oportunismo.

En efecto, 1936 abre la tercera fase del «trotskismo», cuyas desastrosas posiciones vienen formuladas en «La revolución traicionada». Esta vez, Trotsky se inclina al fin ante la evidencia histórica:

«El viejo partido bolchevique ha muerto. Ninguna fuerza lo resucitará. Una nueva revolución es ineluctable (...) No se trata de la amenaza de un segundo partido, como sucedía hace doce o trece años, sino de la necesidad de ese partido, única fuerza capaz de continuar la revolución de Octubre».

Atención, pues la precisión es capital: el programa «revolucionario» que vamos a leer no es (ni nunca lo ha sido en el ánimo de Trotsky) el programa internacional de la revolución socialista, una especie de corrección impuesta por las «lecciones de la historia» al programa inmutable de esta Revolución; esto sólo ha podido ser imaginado por la irreflexión de «discípulos» que han leído a Trotsky... exactamente igual que los estalinistas leen a Lenin.

Es simplemente el programa de una revolución todavía hipotética que vendría providencialmente a volver a atar el hilo roto por el estalinismo con la revolución a la vez democrática y socialista de Octubre, corrigiendo la desviación entre las esperanzas de 1917 y la realidad histórica de 1936, en definitiva, vengar a los revolucionarios aboliendo de golpe un presente odioso para conducirles al radiante punto de partida. La Historia ha demostrado suficientemente que esta revolución, concebida así, no ha sido más que un sueño enfebrecido, puesto que no ha tenido lugar, y si su programa ha sido realizado en cierta medida, no lo ha sido por una revolución, sino por una reforma; en absoluto por un Partido revolucionario, sino por fuerzas políticas que Trotsky habría rechazado si hubiese podido verlas en acción, al igual que rechazó a los socialdemócratas de su tiempo, o sea, los herederos «desestalinizadores» de Stalin. Lo que nos interesa aquí no es sin embargo la irrealidad de la previsión, sino la ruptura con los principios anteriores.

El programa de la revolución «antiburocrática» dice así:

«El restablecimiento del derecho de crítica y de una libertad electoral verdadera son las condiciones necesarias para el desarrollo del país. El restablecimiento de la libertad de los partidos soviéticos, comenzando por el partido bolchevique, y el renacimiento de los sindicatos vienen incluidos. La democracia traerá consigo, en economía, la revisión radical de los planes en interés de los trabajadores. La libre discusión de las cuestiones económicas disminuirá los costes generales impuestos por los errores y el zig-zag de la burocracia. Las empresas suntuarias... para deslumbres cederán el sitio a las viviendas obreras. Las normas burguesas de reparto volverán antes que nada a las proporciones que ordena la estricta necesidad, para retroceder, a medida que crezca la riqueza, ante la igualdad socialista. Las graduaciones serán abolidas inmediatamente, las condecoraciones limitadas a lo accesorio. La juventud podrá respirar libremente, criticar, equivocarse y madurar. La ciencia y el arte sacudirán sus cadenas. La política exterior volverá a la tradición del internacionalismo revolucionario».

Una de dos: o bien el comunismo no es otra cosa que la negación de toda posibilidad de abolir no solamente las clases, sino hasta las menores taras de la civilización burguesa mediante la democracia política, y entonces un programa similar abandona el comunismo para arrojarse ciegamente en el socialdemocratismo, o bien ese programa no es socialdemócrata, y por lo tanto será necesario que se nos explique lo que es el comunismo.

Ante este dilema, la «diplomacia teórica» del trotskismo degenerado ha encontrado una salida que se parece mucho a esos remedios que resultan ser peores que la enfermedad. De esta forma, Isaac Deutscher (trotskista polaco que se ha convertido en experto en cuestiones de Estado junto a la burguesía anglosajona ilustrada) escribe en su «Revolución Inacabada»: «En una sociedad postcapitalista (como la de la URSS, NdR) la libertad de expresión y de asociación debe cumplir una función radicalmente diferente a la que cumple en el régimen capitalista ¿Por qué? Porque en una sociedad postcapitalista no existen mecanismo económicos que puedan mantener a las masas sojuzgadas. Sólo la fuerza política puede llegar a hacerlo». No sólo no se evita el socialdemocratismo, sino que además se cae de lleno en el idiotismo anarquista incapaz de concebir que nunca ha existido en la historia una «fuerza política», es decir, de coerción organizada, que no haya surgido de la existencia de «mecanismos económicos de sometimiento» dentro de la sociedad. Pobre Trotsky, gran marxista desafortunado, tus discípulos ni siquiera se han percatado del hecho de que tú habrías pasado lo más lúcido de tu vida de oposicionista descubriendo los «mecanismos económicos de sometimiento» existentes en la sociedad rusa posterior a Octubre.

Dentro de su terrible perplejidad de cara a la sociedad y la economía rusa, dentro de su inquietud expresamente formulada de «separar las categorías sociales acabadas como capitalismo (incluido el capitalismo de Estado) y socialismo» («La Revolución traicionada»), Trotsky no renegaría del término «post-capitalismo»: dos generaciones de «militantes» que, en materia de fe revolucionaria e incluso de marxismo, no eran mas que pigmeos comparados con él, se han visto ridiculizados con sus «contradicciones lógicas». Pero la cuestión no es esa. Es preciso dejar al oportunismo (con el «derecho de crítica») la ruindad consistente en arrojar sobre las debilidades, incluso reales, de los «jefes» la responsabilidad de su propia ausencia de principios. Supongamos, para ponerlo más claro, que Trotsky haya llevado su «debilidad» hasta el grado de decir: la URSS es socialista al 50% pero burguesa e incluso sub-burguesa también al 50%. La cuestión agitada por la justificación imbécil que Deutscher (tomado como simple muestra del «trotskismo» contemporáneo) da de la reintroducción del democratismo en el comunismo sería exactamente igual que decir: ¿esta «revolución» democrática soñada por Trotsky tendría una «mitad socialista» o por el contrario la «mitad capitalista» de la sociedad posterior a Octubre? Esta cuestión puede parecer extravagante, pero se encuentra desde 1929, en que Trotsky en persona la ha respondido en una polémica con un tal camarada Urbhans que quería en esta época conducir a Rusia por la vía del socialismo mediante una lucha democrática contra Stalin:

«La libertad de coalición significa la «libertad» (¡ya sabemos cuál!) de conducir la lucha de clase en una sociedad cuya economía está fundada en la anarquía capitalista, mientras que la política está situada dentro de los límites de lo que se llama democracia. Según esto el socialismo no es inconcebible (...) sin una sistematización de todas las relaciones sociales (...) [La función de los sindicatos no tiene por tanto] nada en común con la de los sindicatos en los Estados burgueses, en los cuales la libertad de coalición no es solamente un reflejo, sino un elemento activo de la anarquía capitalista (...) Urbhans lanza la consigna de «libertad de coalición» precisamente en el sentido general de la palabra democracia (...) Es completamente justo (poco importa aquí nuestro desacuerdo con la «táctica» de las consignas democráticas aquí planteada para los países capitalistas: lo que nos importa es mostrar que la democracia no tiene sentido más que en el capitalismo) con una pequeña condición: que se reconozca que el Thermidor ya está realizado (o sea, que la revolución de Octubre está derrotada, que se está en un capitalismo puro, aunque poco evolucionado). Pero en este caso Urbhans no llega muy lejos. Poner delante la libertad de coalición como una reivindicación aislada, es la caricatura de una política. La libertad de coalición es inconcebible sin las otras «libertades». Pero estas libertades son inconcebibles fuera de un régimen de democracia, es decir, fuera del capitalismo. Es necesario aprender a juntar los cabos» (Cfr. «La Defensa de la URSS»).

Pasaje capital. En el tema que nos ocupa «juntar los cabos» significa comprender que el programa de revolución neo-liberal concebido por el comunista Trotsky para la URSS de 1936 no tiene nada que ver con lo que él ha podido decir o incluso pensar acerca de la existencia de un post-capitalismo en Rusia, sino que por el contrario es perfectamente coherente con su negación obstinada del socialismo ruso, si bien no lo es en absoluto con su propia caracterización del siglo XX y con la crítica marxista de la democracia política. La afirmación escandalizará tanto a los «discípulos» como a multitud de adversarios, en particular a aquellos que no han sabido reaccionar ante la desviación neo-socialdemócrata de Trotsky más que mediante una desviación neo-anarcosindicalista. Estos desgraciados creen en efecto a pies juntillas, unos y otros, en la realidad de la «nueva sociedad» caracterizada por la dominación de clase de la burocracia, esta famosa burocracia a la vez proletaria, en la medida en que defiende la propiedad de Estado, y burguesa en la medida en que oprime al proletariado y corre el riesgo de llevar al país a la derrota en la guerra imperialista, y por lo tanto a la restauración del régimen de la Constituyente burguesa con todas las amenazas de retorno al antiguo régimen que esto comportaba. Y su desgracia consiste en no haberse apercibido nunca de que esta «burocracia» jamás ha sido más que una mala tentativa de personificación social del papel histórico del estalinismo, dicho de otra forma, que la tentativa insensata de hacer salir las contradicciones que el estalinismo presentaba ante los ojos de todos, de la matriz de un solo grupo social, mientras que a todas luces todo el conjunto de las condiciones nacionales e internacionales del cual había surgido no era suficiente para explicarlo.

Aplicación simplista del determinismo marxista: ¿Cuál es la clase representada? No es la burguesía nacional la que ha sido derrotada en Octubre. No es el proletariado, económicamente oprimido y políticamente desposeído. No es el campesinado, aunque el estalinismo ha enfrentado a los pequeños campesinos contra los kulaks primero y después ha hecho pagar a estos pequeños campesinos, reagrupados autoritariamente en koljozes, una gran parte de la industrialización capitalista del país. Todo lo que queda es la «burocracia»... Pero Trotsky era tan plenamente consciente de la debilidad de una solución familiar que negó simultánea y enérgicamente que la burocracia fuera una clase. En nuestra humilde opinión estuvo mejor inspirado hablando de poder bonapartista.

Si se hubiesen apercibido de esto en lugar de tomar las perplejidad de Trotsky con respecto al misterio objetivo de una sociedad nueva, habrían comprendido también que el «post-capitalismo», en tanto que pseudo-dualidad del papel de la burocracia en lo que atañe al socialismo, no ha sido nunca otra cosa que la justificación ideológica del frente único político (tan particular como se quiera) en el cual Trotsky ha intentado mantener contra viento y marea lo que quedaba del partido de clase en Rusia unido al partido «ustrialovista» ¡Es necesario «aprender a unir los cabos» y también a distinguir la causa del efecto! Si se pregunta por que ese frente único, el «post-capitalismo» no nos dará la más mínima respuesta. El «post-capitalismo» no existe para Trotsky, más que en la medida en que subsiste para la sociedad rusa una posibilidad histórica de ir hacia el socialismo, posibilidad definida en el interior, por la ausencia de restauración del régimen de la Constituyente con todo lo que esto habría supuesto para las conquistas de la Revolución democrática efectuada en Octubre, y en el exterior, por la revolución proletaria. El «post-capitalismo» no es un grado cualquiera de «socialismo», sino simplemente una especie de no man’s land en la cual las tendencias hacia el socialismo continúan su lucha contra las tendencias hacia el capitalismo encarnadas en el estalinismo.

Para realizar un frente único evidentemente es necesario ser dos. Pero el hecho de ser dos no explica para nada el frente único. Aborrecible en tanto que sepulturero de la tradición proletaria y marxista del bolchevismo, en tanto que punto de apoyo de todas las desviaciones oportunistas de la Internacional, en tanto que fuerza de choque contra todas sus corrientes proletarias, el estalinismo, innoble desviación nacionalista desde el punto de vista del proletariado, no ha sido, desde el punto de vista de la Revolución democrática en Rusia, más que una variante del ustrialovismo, es decir, de una corriente que no pone en duda las conquistas de esta revolución, que renuncia a la restauración del régimen de la Constituyente, y por lo tanto, al mismo tiempo, impide que Rusia vuelva a su posición anterior de capitalismo «sometido, semi-colonial, sin futuro». En resumen, lleva a cabo la «misión histórica progresiva» que consiste en desarrollar las fuerzas productivas, en liquidar las relaciones preburguesas en las cuales Rusia habría permanecido anclada sin la Revolución de Octubre.

Las consideraciones de clase en el sentido amplio – es decir, en el sentido de los intereses del movimiento comunista internacional – empujan a Trotsky a combatir violentamente al estalinismo en tanto que oportunismo político; las consideraciones de clase en el sentido estrecho – es decir, en el sentido de los intereses inmediatos de los obreros rusos sometidos por parte de ese «cuerpo de controladores» que constituyen el nuevo Estado, a la más terrible presión que la clase obrera haya sufrido jamás – le empujan igualmente a combatir violentamente al estalinismo, en tanto que «socialismo en un solo país», es decir, camuflaje ideológico de una auténtica opresión social. Pero ni en el sentido amplio, ni incluso en el sentido estrecho ninguna consideración de clase convencerá a Trotsky – por lo menos hasta 1936 – de romper radicalmente con el estalinismo en tanto que ustrialovismo ruso, es decir, en tanto que agente histórico de una auténtica revolución económica y social que sus escrúpulos podían desear controlar y disciplinar, pero no impedir, puesto que creaba evidentemente las famosas «bases materiales» sin las cuales es inconcebible el socialismo.

Este fue el error fatal, el reconocimiento del papel progresivo del capitalismo por el marxismo viene siempre y en todo lugar acompañado no solamente de una total intransigencia del partido de clase sobre sus propios postulados sociales, sino del máximo de independencia política frente al partido adversario, al menos cuando el partido de clase no está gangrenado por el oportunismo. En la naturaleza de un error político de principio está el no poder encontrar un fundamento teórico seguro. El error político de principio viene condenado, por el contrario, por las justificaciones deficientes de la ideología, y cualquiera sabe si las que Trotsky da de las suyas lo fueron. Pero para verlo sería necesario ser al menos tan marxista como él; seria necesario comprender que el socialismo no es posible sin un desarrollo anterior de sus bases materiales, lo que los discípulos de Trotsky que han vuelto a caer en el socialismo de empresa, reduciéndolo todo a la sustitución de la gestión patronal por la gestión obrera, se han mostrado incapaces de comprender, aunque hayan tenido el mérito de rechazar seguirle sobre el terreno de la democracia política. Pero sería necesario también comprender lo que Trotsky ha afirmado siempre justamente, o sea, que ¡la democracia es inconcebible fuera del capitalismo (lo que no trae consigo en absoluto que el capitalismo no pueda concebirse sin democracia)! Incapaces de acceder a esta verdad marxista elemental, los «discípulos» no han visto que a pesar de que Trotsky no había escrito nunca ni una sola línea para demostrar la inexistencia del más mínimo socialismo en Rusia, su programa de revolución neo-liberal de 1936 constituiría por sí mismo una demostración implícita de esta inexistencia.

En realidad, TROTSKY NUNCA HA CREIDO EN EL SOCIALISMO RUSO, nunca ha confundido LAS CARACTERISTICAS DEL SOCIALISMO Y LAS DEL CAPITALISMO, contrariamente a sus discípulos degenerados que no nos hablan más que de socialismo democrático en la medida en que ellos creen en un socialismo mercantil, y creen en el socialismo mercantil porque una vez más no han comprendido nada acerca de la polémica de Trotsky contra el estalinismo. Mientras que en la época de los dos primeros planes quinquenales ridiculizaba la pretensión de éste último de «arrojar la NEP por la borda», es decir, de abolir las relaciones de mercado solamente con la virtud de la voluntad administrativa, dicho de otra forma, de eliminar la anarquía burguesa sólo con la virtud de la autoridad política, Trotsky señalaba la utopia voluntarista del socialismo en un solo país, y no hacía más que defender fielmente la política de capitalismo controlado que Lenin había considerado con razón como la única posible en espera de la revolución mundial. Pero sus benditos discípulos, siempre tan informados y tan penetrantes, dicen que él defendía «la verdadera política económica del socialismo» con la «falsa política» de Stalin, y de esto han deducido – exactamente como los estalinistas de la época siguiente – que el socialismo no existe sin mercado y sin trabajo asalariado. Esto se aplica igualmente bien a los «discípulos» neo-socialdemócratas de Trotsky tanto como a los «discípulos» neo-anarcosindicalistas como el difunto grupo Socialisme ou Barbarie. Dejando de lado esta enojosa cascada de equivocaciones, es necesario dejar a Trotsky para que demuestre lo que afirmamos:

«La propiedad estatal de los medios de producción domina casi exclusivamente en la industria. En la agricultura sólo está representada por los sovjoses que no ocupan más del 10% de la superficie cultivada. En los koljoses, la propiedad cooperativa se combina en distintas proporciones con las del Estado y las individuales. El suelo, jurídicamente del Estado pero dado en «usufructo perpetuo» a los koljoses, se distingue muy poco de la propiedad cooperativa (...) La nueva constitución (...) dice: «La propiedad del Estado, en otros términos, la de todo el pueblo». Sofisma fundamental de la doctrina oficial. Es innegable que los marxistas – comenzando por el mismo Marx – han empleado en lo que concierne al Estado obrero los términos de «propiedad estatal», «nacional» o «socialista». A gran escala histórica, esta manera de hablar no presentaba grandes inconvenientes. Pero se convierte en la fuente de grandes errores y de engaños desde el momento en que se trata de las primeras etapas aún no aseguradas de la evolución de la nueva sociedad, aislada y atrasada desde el punto de vista económico con respecto a los países capitalistas. La propiedad privada, para llegar a ser social, debe pasar por la estatalización, al igual que la oruga, para convertirse en mariposa, debe pasar antes por el estadio de crisálida. Pero la crisálida no es la mariposa. Miles de crisálidas mueren antes de convertirse en mariposas. La propiedad del Estado no llega a ser la de «todo el pueblo» más que en la medida en que desaparecen los privilegios y las distinciones sociales y por consiguiente el Estado pierde su razón de ser. Dicho de otra forma, la propiedad del Estado se convierte en socialista a medida que deja de ser propiedad estatal. Pero por el contrario, cuanto más se eleva el Estado soviético por encima del pueblo, más duramente se opone como el guardián de la propiedad ante el pueblo que la dilapida, y más claramente testifica contra el carácter socialista de la propiedad estatal» (...)

«La enorme superioridad de las formas estatales y colectivas de la economía, por muy importante que sea para el futuro, no descarta otro problema no menos serio: el del peso de las tendencias burguesas en el mismo seno del «sector socialista», no solamente en la agricultura, sino también en la industria. El dinamismo del empuje económico trae consigo un cierto despertar de los apetitos pequeño-burgueses no solo entre los campesinos «intelectuales», sino también entre los obreros privilegiados».

¡Si esto era cierto en 1936, con mayor razón lo es treinta años más tarde! Es el desencadenamiento de estos «apetitos pequeño-burgueses» incluso en el «sector socialista» (es decir, no koljosiano) al que corresponde la «liberalización política» comenzada bajo Krutchov con su acompañamiento obligado de glorificación del capitalismo en materia económica. Es el genuino producto del dinamismo del empuje económico posterior a la segunda guerra mundial, pero en absoluto es un «retorno a Lenin» como se han imaginado los trotskistas. Estos trotskistas han leído a Trotsky de la misma forma que los estalinistas han «leído» a Lenin.

«La simple oposición de los cultivadores individuales a los koljoses y de los artesanos a la industria estatalizada no da la menor idea acerca de la potencia explosiva de esos apetitos que penetran en toda la economía del país y se expresan, para hablar sumariamente, en la tendencia de todos y de cada uno de dar lo menos posible a la sociedad y extraer de ella lo más posible (...) Mientras que el Estado lucha sin cesar contra la acción molecular de las fuerzas centrífugas, los medios dirigentes forman el núcleo principal de la acumulación privada lícita e ilícita. Enmascarados por las nuevas normas jurídicas, las tendencias pequeño-burguesas no se dejan coger fácilmente por la estadística. Pero la burocracia «socialista», esta monstruosa excrecencia social que sigue creciendo (...) es el testimonio de su predominio neto en la vida económica» (...) «El obrero no es en nuestro país un esclavo asalariado, un vendedor de trabajo-mercancía. Es un trabajador libre, afirma la «Pravda». Fanfarronada inadmisible. El paso de las fábricas al Estado no ha cambiado más que la situación jurídica del obrero; de hecho, vive bajo la necesidad de trabajar un cierto número de horas por un salario dado. Las esperanzas que el obrero tenía antes en el partido y los sindicatos, las ha trasladado desde la Revolución al Estado que él ha creado. Pero el trabajo útil de este Estado se ha encontrado limitado por la insuficiencia de la técnica y de la cultura. Todo un cuerpo de controladores se ha formado (...) Trabajando por piezas, viviendo en una profunda tortura, privado de libertad para desplazarse, sufriendo en la misma fábrica un terrible régimen policíaco, el obrero difícilmente puede considerarse un trabajador libre. El funcionario es para él un jefe, el Estado un patrón» (...)

«La lucha por el aumento del rendimiento laboral, unida a la preocupación por la defensa nacional, constituye el contenido esencial de la actividad del gobierno soviético. En sus diversas etapas, esta lucha ha revestido diversas formas (...) brigadas de choque durante el primer plan quinquenal y a comienzos del segundo (...) tentativas para establecer una especie de trabajo por piezas (que tropezaban con una moneda fantasma y con la diversidad de precios), sistema de reparto estatal que sustituye a la diferenciación flexible de las «primas», significando en realidad el arbitrio burocrático (...) Sólo la supresión de las cartillas de racionamiento, el inicio de estabilización del rublo y la unificación de los precios permiten (el retorno al) trabajo por piezas o por tareas. El secreto de... este sistema de sobreexplotación no lo han inventado los administradores soviéticos: Marx lo consideraba como el mejor dentro del modo capitalista de producción».

La vuelta al trabajo por piezas que sucede a la rehabilitación del rublo ha representado, dice Trotsky, no una renuncia a un socialismo que era puramente imaginario, sino «el abandono de ilusiones groseras». «La forma del salario está simplemente mejor adaptada a los recursos del país, ‘nunca el derecho puede situarse por encima del régimen económico’» (cita de Marx).

«Pero los medios dirigentes de la URSS no pueden prescindir del camuflaje social. (Para ellos) el rublo se ha convertido en el único y verdadero medio de llevar a cabo el principio socialista (¡!) de la remuneración del trabajo. ¡Si todo era de la realeza en las viejas monarquías, incluso los urinarios, no hay que deducir de esto que todo se convierte en socialista por la fuerza de las cosas en el Estado obrero! (...) El rublo es el único y verdadero medio de aplicar el principio capitalista (subrayado por Trotsky) de la remuneración del trabajo (...) Cuando el ritmo del trabajo está determinado por la caza del rublo, las personas no trabajan según sus capacidades(alusión a la fórmula comunista: “De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades” revisada y corregida así por los estalinistas: “de cada uno según sus capacidades, a cada uno según su trabajo” que, en su primera parte, es una mentira en la sociedad mercantil, y, en su segunda parte, puramente burguesa), o sea, según el estado de sus músculos y de sus nervios, están sometidos. Este método no puede ser justificado con rigor más que invocando la dura necesidad: hacer de esto el «principio fundamental del socialismo» es pisar los pies a los ideales de una cultura nueva y superior, hundiéndolos en el fango habitual del capitalismo (...) La fase inferior del comunismo exige sin duda el mantenimiento de un control riguroso de las medidas del trabajo y del consumo, pero supone en todo caso formas más humanas de control que las que inventa el genio explotador del Capital (...) la propiedad estatal de los medios de producción no transforma la basura en oro y no rodea con una aureola de santidad al sweating system, el sistema del sudor (...)

«La compresión estatal y la compresión monetaria pertenece a la herencia de la sociedad dividida en clases (...) En la sociedad comunista, el Estado y el dinero habrán desaparecido. Su desaparición progresiva debe comenzar por lo tanto bajo el régimen socialista. No podrá hablarse de victoria real del socialismo más que a partir del momento histórico en que el Estado no sea más que un medio Estado y en el que el dinero empiece a perder su poder mágico. Esto significará que el socialismo, liberándose de los fetiches capitalistas, empieza a establecer relaciones más puras, más libres y más dignas entre los hombres (...) La nacionalización de los medios de producción y del crédito, la manumisión de las cooperativas y del Estado sobre el comercio interior, el monopolio del comercio exterior, la colectivización de la agricultura, la legislación sobre la herencia suponen estrechos límites para la cumulación personal de dinero y estorban la transformación del dinero en capital privado (usurario, comercial e industrial). Esta función del dinero por lo tanto no ha sido liquidada (...) sino simplemente transferida al Estado comerciante, banquero e industrial universal (...) La función del dinero en la economía soviética, lejos de haberse acabado, todavía debe desarrollarse a fondo» (...)

Sólo la realidad capitalista descrita anteriormente ha podido conducir a Trotsky a la convicción de que una nueva revolución era necesaria; sólo esta realidad capitalista ha podido sugerirle esta analogía sugestiva: «La historia ha conocido además de revoluciones sociales que han sustituido el régimen burgués por el feudalismo, revoluciones políticas que, sin tocar los fundamentos económicos de la sociedad, derrocaron las viejas formaciones dirigentes (1830 y 1848 en Francia, Febrero 1917 en Rusia). La subversión de la casta bonapartista (se trata del partido estalinista y del aparato de Estado) tendrá naturalmente profundas consecuencias sociales; pero se mantendrá dentro de los límites de una transformación política».

Cuando se admite, como hace el trotskismo degenerado de hoy, que esta revolución política se lleva a cabo sobre la base del socialismo, o, para expresarse en términos menos estáticos, en un momento dado de la transformación socialista de la sociedad, la incoherencia se hace patente, y las preguntas se plantean en gran cantidad. ¿No es necesaria por tanto la dictadura del proletariado en la transformación socialista? ¿La transformación socialista puede proseguirse una vez que el poder ha escapado de las manos del proletariado, que debe por lo tanto recobrarlo revolucionariamente, pero que no tiene más que hacer que continuar en la misma vía sobre el plan económico-social?

Cuando se admite la base capitalista todo se hace claro, cuando no exacto: el proletariado ha perdido el poder; por lo tanto, la transformación capitalista de la Rusia pequeño-burguesa no se inscribe ya en una marcha hacia el socialismo, sino en una fase de reacción mundial. Para reabrir el camino hacia el socialismo el proletariado debe reconquistar el poder. Pero si lo consigue no puede, en el marco nacional, pasar a la fase del socialismo inferior antes de veinte años después de Octubre. No puede abolir el mercado, el salario, las relaciones burguesas de producción. No puede más que subir algunos escalones suplementarios en la sucesión de los modos históricos de producción: la revolución es política, no social.

La enorme incoherencia es imaginar que, como en 1917, el proletariado podría ser llevado (o mejor, restablecido) en el poder por una revolución popular. La alianza original del proletariado socialista y del campesinado democrático tenía su razón de ser en 1917: la necesidad de la revolución democrática, es decir, la liquidación de la gran propiedad de la tierra. En 1936, esta revolución no está por hacerse: está terminada. Incluso en caso de restauración es dudoso que el régimen de la Constituyente pudiera hacer mucho más por la abolición de los resultados sociales de la revolución democrática que lo que hicieron los Borbones que volvieron a Francia después de la caída del Imperio. Bajo estas nuevas condiciones, la alianza del proletariado con todas las clases populares no puede tener el sentido de 1917. Incluso concebida dentro del marco de un movimiento insurreccional no puede tener más que un sentido democrático y socialdemócrata vulgar; la unión de todo el pueblo por la libertad, innoble estandarte del antifascismo, que nunca ha conseguido llegar a una revolución, ni siquiera «puramente política». Así, inspirado por una nostalgia de Octubre, por una generosa indignación contra la opresión social que va creciendo bajo el marco del «socialismo en un solo país», la posición de Trotsky en 1936 constituye la liquidación de su marxismo y de sus principios comunistas.

El paso de la política de «frente único» con el estalinismo a la política de revolución antiburocrática no impidió a Trotsky permanecer fiel a la política de defensa nacional de la URSS en caso de guerra, política que pretendía imponer no sólo a los soviéticos sino al proletariado internacional. Era renegar del principio de los principios: ¡el internacionalismo revolucionario del proletariado!

Es cierto que las «contradicciones lógicas» del jefe de la Oposición han contribuido enormemente para impedir a sus discípulos descifrar el sentido del giro de 1936. Pero armado de su doctrina y de su método crítico, el Partido de clase prescinde de la coherencia de los individuos; aferrado a los principios que son las conquistas de la experiencia viva, de la lucha del proletariado, no corre el riesgo, como el oportunismo, de confundir las debilidades humanamente inevitables de los revolucionarios vencidos con las «lecciones de la historia».

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(1) Es significativo del comportamiento de los anarquistas enfrentados a la revolución el hecho de que en marzo de 1921 Umanità Nuova, órgano de los anarquistas de Italia, tras once días de digresiones publicaba un informe de la tercera Conferencia de los anarquistas ucranianos del Nabat, que se había celebrado ilegalmente en Rusia del 3 al 8 septiembre de 1920, y que concluyó con la necesidad de proseguir la lucha «contra la oscura reacción del Estado socialista» (es decir, contra el poder bolchevique) y, con motivo de los sucesos de Kronstadt, un artículo llamaba a la solidaridad pese a todo con la Rusia revolucionaria. Umanità Nuova, si bien no se atrevió a denunciar la acción de los anarquistas ucranianos no se solidarizó con la resolución que nosotros publicamos a continuación y que se encuentra en un viejo número del 11 de marzo de 1921 de este periódico. Igualmente, colocado ante un hecho que, en consecuencia, cuando el movimiento comunista había perdido todas sus características revolucionarias, fue aprovechado sin escrúpulos por los anticomunistas de todo pelaje (se trata de la represión que los bolcheviques dirigieron contra la insurrección de Kronstatdt en marzo de 1921), Umanità Nuova supo mantener una actitud que hoy parece sorprendentemente comedida. ¿Que es lo que demuestra esto, sino que mientras el movimiento comunista todavía merecía ese nombre, su irradiación y su prestigio entre el proletariado eran lo suficientemente grandes como para contener dentro de ciertos límites las dudas y la indisciplina «libertarias» y llevar incluso a los anarquistas a considerar con sangre fría las duras necesidades de la lucha de clase? Pero, al igual que es la desviación socialdemócrata la que favorece el desarrollo de la desviación anarquista, a finales del siglo XIX y principios del XX, es la desviación estalinista quien, después de 1926 le da nuevos bríos, empujándola hacia posiciones cada vez más inconscientes, destruyendo toda la obra de Lenin y del comunismo auténtico: la unificación tendencial de todas las fuerzas verdaderamente revolucionarias sobre la plataforma del socialismo científico. 

Veamos lo que decía el informe de la tercera Conferencia del Nabat (Umanita Nuova, 11 de marzo de 1921): 

«En lucha inexorable contra toda forma de Estado los anarquistas del Nabat no se someten a ningún compromiso. Por lo que respecta a los Soviets, estos se han comportado de forma diferente durante cierto tiempo» (NdR: hasta el comienzo de la guerra civil que, exigiendo por naturaleza la mayor disciplina y la centralización más decidida, desvaneció la embriaguez revolucionaria de los anarquistas – o, por lo menos, de una parte de ellos – empujándoles a retomar la oposición). «El maravilloso impulso de Octubre, los esfuerzos de emancipación por parte de las clases trabajadoras por encima de todo poder, la fraseología anarquizante de los dirigentes bolcheviques» (NdR: Aquí los libertarios caen en el mismo error que los socialdemócratas conservadores para los cuales era «anarquista» o «anarquizante» todo lo que no era vil reformismo y vulgar colaboración de clase) «y particularmente la lucha contra el imperialismo mundial que intenta ahogar la revolución, todo esto obliga a los anarquistas a guardar una cierta reserva y casi una condescendencia» (sic) «con respecto al poder bolchevique. Ellos harán un llamamiento a las masas obreras y campesinas para que conserven la independencia revolucionaria, prodiguen sus advertencias a los nuevos amos,los aconsejen y los sometan a una crítica de camaradas. Pero tras tres años de dictadura, el poder de los Soviets nacido de la revolución se ha convertido en una poderosa máquina estatal. Ha reemplazado a la burguesía por la dictadura de un partido y de una minoría del proletariado sobre la masa del pueblo trabajador. Esta dictadura aplasta la voluntad de las masas trabajadoras que pierden su espíritu creador, único capaz de afrontar las diversas tareas de la revolución. Todo esto es una lección para los obreros de todos los países y es por esto por lo que los anarquistas se encuentran todavía en la necesidad de permanecer en el frente de lucha: 

1) El poder de los Soviets como consecuencia de su resistencia ante el espiritu revolucionario de las masas trabajadoras se ha transformado en una dictadura feroz, convirtiéndose así en el verdugo de la revolución (NdR: el texto data de finales de 1920; ¡sin comentarios!). 

2) La guerra de los Soviets contra la burguesía no puede actuar como circunstancia atenuante, ya que el poder soviético ha estrangulado la revolución y ha ayudado así indirectamente a sus enemigos. 

3) La actitud revolucionaria tomada por el poder de los Soviets en el movimiento internacional debe de ser considerada como ambigua, puesto que si por un lado llama a la lucha contra la burguesía, por otro amenaza a la revolución por el nefasto medio de la dictadura. 

«Por todas estas razones, la conferencia actual hace un llamamiento a todos los anarquistas y a todos los revolucionarios sinceros para que luchen contra el poder de los Soviets que no es menos peligrosos que los enemigos abiertos de la revolución como Wrangel y la Entente. Los anarquistas se oponen al ejército rojo como a todo ejército estatal. No pueden reconocerlo como revolucionario puesto que está en manos de sus enemigos... Por esto, la entrada de los anarquistas en el Ejército rojo para defender la revolución es un error, y no puede tener otra justificación que el deseo de revolucionarlo por medio de la palabra y los escritos, con el fin de que una vez llegado el momento de la insurrección de los obreros y campesinos contra los nuevos opresores, los soldados fraternicen con ellos por el bien común» (Septiembre 1920)

Veamos ahora, frente a esta declaración de «amarillos» convencidos de la guerra civil, el embrollado artículo de Umanità Nuova de fecha 23 de marzo de 1921, ante la grave crisis de Kronstadt: 

«Kronstatdt, Ucrania... Estamos perplejos ante estos hechos que son la consecuencia lógica del error dictatorial de los bolcheviques (NdR: sic) y que por lo tanto eran inevitables, pero de los cuales podría surgir o un gran mal o un gran bien para la revolución. Comprendemos que, asfixiado, el espíritu de libertad explote y si la burguesía internacional no estuviese al acecho, esto no nos preocuparía y pensaríamos que a lo mejor (NdR: Somos nosotros los que lo subrayamos) la caída del gobierno de Moscú daría un elemento nuevo a la revolución. Pero en las fronteras de Rusia acecha la reacción militar burguesa que espera la aparición de luchas intestinas dentro de la revolución para echarse encima de ella y exterminar tanto a los bolcheviques como a los insurgentes de hoy a los que alaba desde lejos (NdR: Señalemos que esto es algo que un anarquista actual es incapaz de comprender). De estas insurrecciones puede surgir también una oleada revolucionaria lo mismo que un inicio de reacción. (NdR:Esta incertidumbre es el fruto del conflicto entre el doctrinarismo libertario y la realidad del conflicto de clase). Todo depende de la conclusión de la lucha interna antes que las hienas imperialistas tengan tiempo y medios para intervenir. Está prevista una nueva intervención contra Rusia en primavera, y por esto, tanto si Rusia permanece bajo el régimen bolchevique, como si consigue instaurar uno más libertario (lo cual deseamos) lo que importa es que esté en medida de rechazar la nueva invasión y de hacer morder el polvo al innoble militarismo occidental (NdR: Remarquemos esto, pues muestra que un anarquista de 1921 no era, ni mucho menos, tan estúpido como un anarquista de 1968). Nosotros, anarquistas de Occidente, no podemos influir sobre la revolución interior de Rusia y nunca podremos estar a la altura de una tarea tan seria (NDR: Confesión honesta). Estamos muy lejos como para tener un juicio definitivo, pero hay algo que debemos hacer y que para nosotros es un deber de honor: impedir por todos los medios que los gobiernos capitalistas envíen armas y tropas contra Rusia. Una vez más, camaradas, proletarios, mientras nos quede un poco de aliento y de energía, estemos dispuestos a luchar por la Rusia proletaria y comunista. Defendiéndola habremos llevado a cabo una buena lucha, incluso por nuestra propia libertad».

Que mejor refutación de la reivindicación de la libertad y del rechazo del centralismo que esta terrible discordancia entre las consignas de una misma corriente, llamando al mismo tiempo a «la lucha contra el poder de los Soviets, considerados tan peligrosos como Wrangel y la Entente» en Rusia, y en Italia a «la defensa de la Rusia proletaria y comunista». 

(2) Así se expresaba Proudhon sobre la revolución, en una carta de 1847 dirigida a K. Marx, es decir, en la época en la que preparaba su Filosofía de la Miseria: 

«Puede que usted mantenga la opinión de que ninguna reforma es posible sin un golpe de mano, sin lo que en otra época se llamaba una revolución (...) Esta opinión que yo concibo, que excuso, que discutiría voluntariamente, la he compartido durante mucho tiempo, pero le confieso que mis últimos estudios me han hecho cambiar completamente de opinión. Creo que no tenemos necesidad de esto para vencer, y en consecuencia no debemos plantear de ningún modo como un medio de reforma social la acción revolucionaria, porque este presunto medio sería simplemente un llamamiento a la fuerza, al arbitrio; en resumen, una contradicción. Yo me planteo así el problema: reintegrar a la sociedad mediante una combinación económica las riquezas que han salido de la sociedad mediante otra combinación económica.» Ante el ofrecimiento de Marx de formar parte de una oficina internacional de información, el mismo hombre que había rechazado la idea de la revolución respondía: «Busquemos juntos si usted quiere las leyes de la sociedad( ...) pero ¡por Dios! Después de haber demolido todos los dogmatismos a priori no soñemos por nuestra parte con adoctrinar al pueblo (...) Precisamente porque estamos a la cabeza de un movimiento, no nos convirtamos en jefes de una nueva intolerancia. Aceptemos y fomentemos todas las protestas... No consideremos nunca una cuestión como acabada y cuando hayamos terminado nuestro último argumento, empecemos de nuevo si es necesario con elocuencia e ironía».

Con respecto al contenido económico de su «doctrina» que no nos interesa tratar aquí (a la que volveremos en el capítulo siguiente) veamos ahora lo que bajo el título El socialismo conservador ó burgués dice esta caracterización hecha por el Manifiesto Comunista de 1848: 

«Una parte de la burguesía busca el remedio de los males sociales con el fin de consolidar la sociedad burguesa. A esta categoría pertenecen (...) los reformadores domésticos de toda laya. Citemos como ejemplo la «Filosofía de la Miseria» de Proudhon. Los socialistas burgueses quieren las condiciones de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que surgen fatalmente de ellas. Quieren la sociedad actual, pero sin los elementos que la revolucionan y la disuelven. Quieren la burguesía sin el proletariado. Otra forma de socialismo (...) intenta apartar a los obreros de todo movimiento revolucionario, demostrándoles que no es tal o cual transformación política, sino solamente una transformación de las condiciones materiales de vida, de las relaciones económicas, la que podrá beneficiarles. Pero, por transformación de las condiciones materiales de vida este socialismo no entiende en modo alguno la abolición del régimen de producción burgués, lo cual no es posible más que por vía revolucionaria, sino únicamente la realización de reformas administrativas realizadas sobre la base de las mismas relaciones de producción burguesas, reformas que por consiguiente no afectan a las relaciones entre el Capital y el trabajo asalariado... »

 

 

Partido comunista internacional

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