La Guerra de España (2)

La supuesta «izquierda» comunista española frente a su «revolución democrática»

(«El programa comunista» ; N° 54; Noviembre de 2020)

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Introducción

 

En el PC n°53 tratábamos una visión general acerca de los principales problemas que plantea la guerra de España, en forma de contratesis, a través de las cuales se exponían las principales desviaciones del marxismo en torno a todas las cuestiones centrales del periodo 1931-1937, y tesis, con las que se sentaba, por oposición, los fundamentos de la correcta exposición marxista, y el trabajo crítico sobre los puntos históricamente más confusos.

Exactamente igual que ahora, no se trataba entonces de agotar el tema: no se pretende realizar una exposición exhaustiva de las posiciones marxistas acerca de todos y cada uno de los problemas que es necesario tener en cuenta para que la guerra de España, el periodo previo de fortísima agitación proletaria sobre el terreno de la lucha inmediata y las falsas expectativas puestas en un movimiento revolucionario que no existió, no se conviertan en un auténtico laberinto en el que se pierden los intentos de lograr alguna claridad.

Lo que atraviesa todo el trabajo en este terreno es el estudio de las causas que determinaron la trágica ausencia del partido de clase en los años decisivos del proletariado español. Por lo tanto, de las condiciones que dieron lugar a esta ausencia y sus consecuencias. Pero ni las unas ni las otras pueden reducirse al reformismo estadístico que, partiendo de un supuesto materialismo completamente deformado, busca establecer una causalidad mecánica entre el desarrollo de la sociedad capitalista, la lucha de clase del proletariado y la aparición de su partido. Para esta corriente de pensamiento, que aparece generalmente como una excrecencia intelectualista del estalinismo, todo el problema se reduce a la presentación de la siguiente secuencia: el desarrollo del capitalismo en España es inferior al del resto de los países europeos; la clase proletaria es numéricamente muy inferior a la del resto de países y su experiencia política escasa; por todo ello el partido de clase no podía aparecer en estas condiciones. Esta afirmación, pretendidamente marxista, es una absoluta aberración que, en caso de ser aceptada, destruiría las mismas bases del marxismo.

En primer lugar porque, como salta a la vista, anula la experiencia del Octubre bolchevique en Rusia, donde un proletariado proporcionalmente menor, aparece en una sociedad no ya poco desarrollada en términos capitalistas, sino netamente feudal, siguiendo de manera compacta a un partido comunista, el Bolchevique, que dirigió la ofensiva inicialmente triunfante contra la aristocracia feudal y la burguesía liberal. Comparada con esta situación, la española de 1931-1937 aparece como mucho más avanzada en términos sociales: unas formas sociales predominantemente capitalistas, un numerosísimo proletariado urbano y rural, una tradición de lucha sindical jalonada por intensas explosiones y, sin embargo, un partido de clase completamente ausente. Entonces, o bien el marxismo –si lo identificamos con la secuencia expuesta más arriba- está errado o bien falta algo en la explicación. Y falta de tal modo que su ausencia es precisamente aquello que hay que explicar, tanto para aclarar la verdadera naturaleza del marxismo como doctrina que explica las condiciones de emancipación del proletariado como para defenestrar sus versiones adulteradas que buscan justificar su propia historia y el porvenir que prometen a los proletarios.

Pero rechazando esta caricatura del determinismo histórico no queremos sustituir la verdadera concepción materialista de la historia por una visión libertaria, es decir idealista, de la misma en la cual la ausencia del partido revolucionario del proletariado se explica con el argumento de la «especificidad española». Esta versión, anarquista y muy próxima a la «singularidad de la patria» que se encuentra en el origen ideológico del falangismo, pretende que el acervo cultural español o una mezcla genética peculiar, habrían hecho al proletariado español completamente impermeable al marxismo, mostrándole la vía anarquista o sindicalista como única que se adapta a la naturaleza de la clase obrera de los Pirineos para abajo.

Nuestro trabajo, como hemos dicho, busca explicar las causas y consecuencias de esta ausencia del partido. Y la ideología libertaria, en todas sus variantes, cae dentro del capítulo de las consecuencias, no del de las causas, en las cuales nunca tuvo parte. Y, por lo tanto, explica desde esta perspectiva las sucesivas versiones acerca de los acontecimientos de España que, aún pretendiendo haber superado el anarquismo, vuelven una y otra vez a la odiosa tarea de explicar estos acontecimientos a base de nombres propios, anécdotas individuales, gestas gloriosas y terribles traiciones.

Avanzamos fijando los puntos nodales del desarrollo de la lucha entre las clases que son, de manera incontestable, la capacidad histórica de estas para conducirse como partido que libra sobre el terreno político una lucha mortal contra el enemigo por la defensa de sus intereses históricos. En la medida en que esto ha sido realizado únicamente por la burguesía, su victoria aparece como una verdadera victoria de clase, mientras que la derrota del proletariado se descompone cada día más en una suma de anécdotas personales.

Atendemos, por lo tanto, a los elementos esenciales que caracterizan las convulsiones sociales desde la perspectiva de la condensación en torno a los polos históricamente antagónicos de todas las fuerzas disponibles. En este caso, ahora, a las tendencias que convergieron hacia la conformación de una reacción contra el Partido Comunista dirigido desde Moscú. Es decir, si en la parte del trabajo presentada en la pasada RG se hacía un repaso a todas las «contra tesis» erróneas que definían el carácter oportunista de las diferentes corrientes políticas que pretendían representar los intereses de la clase proletaria durante el periodo 1931-1936, ahora vamos a profundizar en el subconjunto de estas «contra tesis» que fueron propuestas como respuesta a las posiciones del PCE y de la IC de Stalin. Se entiende que hablamos de «contra tesis» porque suponen una contradicción con las posiciones del marxismo revolucionario. Y es precisamente en la medida en que constituyen esta contradicción que las estudiamos y exponemos como expresión de la trágica ausencia del partido de clase, como una reacción natural contra las desviaciones oportunistas del PCE que no crece en tierra fértil y que da lugar a desviaciones si cabe más escabrosas (más honestas o no, da igual: el marxismo es amoral y no entra en consideraciones de este tipo) y que en ningún caso pudieron constituir un paso hacia la reanudación del hilo histórico del marxismo revolucionario tal y como los que Lenin y la Izquierda de Italia dieron en su momento frente a la degeneración de la socialdemocracia y del estalinismo.

Una de las mayores falsedades que se asume corrientemente como verdad acerca de los acontecimientos de España durante el periodo estudiado es que existió una reacción política contra la degeneración estalinista del PCE y de la IC equiparable a aquella aparecida en Italia bajo el mando de la Izquierda del PCdI. Se habla, por ello, de Izquierda Comunista de España para referirse a una supuesta corriente teórica, política y organizativa que habría combatido al estalinismo no sólo sobre el terreno de la restauración de los principios marxistas sino, sobre todo, dando una alternativa práctica al encuadre organizativo estalinista, reorganizando a los elementos que se declaraban anti estalinistas en torno a una plataforma común de intervención política sobre la realidad española que no sólo acogió a los comunistas españoles sino, también, a todos aquellos del resto del mundo que buscaron cobijo en la España «revolucionaria».

Habitualmente el mito de esta reorganización política de izquierda marxista se identifica con el POUM y con sus divisiones militares internacionales durante el conflicto bélico. La fuerza y la persistencia de este mito, frente a las críticas que la propia realidad histórica le lanza, residen en que se considera que el propio POUM es la conclusión de un trabajo de combate teórico, político y organizativo por parte de los elementos de la Izquierda española, combate que había comenzado a darse en el marco de un trabajo fraccional en el PCE tanto por parte de los seguidores de Maurín como de los seguidores de Trotsky.

Planteadas las cosas de esta manera, si intentásemos fijar una línea que uniese los principales hitos no ya del «comunismo español» sino incluso del mundial, encontraríamos justamente detrás, por orden cronológico, del trabajo de Lenin y los bolcheviques por combatir la corrupción del marxismo a manos de la socialdemocracia internacional… al Bloque Obrero y Campesino de Maurín y a la Izquierda Comunista Española de Andrés Nin. No se trata de jugar a establecer un orden formal para el ingreso en el panteón de los hombres célebres, pero debe entenderse el profundo peso que tiene esta ridícula visión de la historia tanto para comprender el origen y el desarrollo del partido de clase en España como para simplemente acercarse hoy en día al marxismo revolucionario en castellano. Quienes lo hemos hecho siendo jóvenes y con los medios exclusivamente a nuestro alcance sabemos las implicaciones que ha tenido y tiene el encumbramiento del POUM, de NIN y de la División Lenin.

En este trabajo pretendemos abordar la exposición y crítica de las posiciones que mantuvo esta falsa oposición de izquierdas, explicando el origen y alcance real de dichas posiciones en el curso de los acontecimientos que van de 1931 a 1939. Como decíamos más arriba no se trata de realizar una crónica de los acontecimientos, aunque sea necesario apoyarse en una cronología básica, sino de exponer los puntos centrales del problema que tratamos. Es por eso que recurrimos, más que a un relato de los sucesos, a la crítica de los programas políticos, de las tomas de posición respecto a problemas concretos, etc. para dar una visión general capaz de explicar, a su vez, el porqué de las acciones emprendidas.

Por otro lado, el objetivo es aclarar los puntos esenciales acerca del mito de la Izquierda Comunista de España. En este mito participan tanto los orígenes sindicalistas revolucionarios del Bloque Obrero y Campesino como las posiciones de la fracción trotskista sobre España. Trataremos estos puntos en la medida en que sean necesarios para dar una mayor capacidad explicativa a nuestro trabajo, pero sin dedicar un esfuerzo excesivo a la crítica de la corriente trotskista o del movimiento sindicalista revolucionario. De la misma manera, sucesivas desviaciones aparecidas dentro del POUM, como la célebre «célula 72», no son tratadas sino en la medida en que pueden contribuir a reafirmar la absoluta imposibilidad de considerar a estas corrientes como germen de una posible reacción marxista revolucionaria.

 

1.

Plantear que en los terribles acontecimientos de España la derrota de la clase proletaria se debió a que «faltó el partido», dicho sin explicar en qué términos exactos se dio esta ausencia, constituye un error. «El partido» no faltó en España. De hecho hubo varios «partidos» que se reclamaron como tales y que lo hicieron conquistando una notable influencia entre amplios sectores de la clase proletaria. Sin referirnos al PCE y al PSOE, existieron diferentes organizaciones que se reclamaban del marxismo revolucionario y, por lo tanto, de la defensa de la necesidad del partido de clase como órgano de la revolución proletaria, invocando no sólo la Revolución de Octubre y el hilo rojo que va de Marx a Lenin, sino incluyendo también, como continuación de este, un pretendido anti estalinismo, una supuesta ruptura con los dictados teóricos, políticos, tácticos y organizativos de la Internacional Comunista de Stalin y una vuelta a las posiciones revolucionarias que el bolchevismo salvó del naufragio con su trabajo de restauración del marxismo sobre sus bases correctas. Existieron, por lo tanto, diferentes corrientes, organizaciones y partidos que pretendían constituir una reacción de izquierdas contra la fuerza corruptora tanto del partido ruso degenerado como de la Internacional. Los más importantes, a la crítica de cuyas posiciones dedicamos este trabajo, tienen fama más allá de las fronteras físicas e históricas de España y es corriente utilizarles a ellas y a sus posiciones, aún hoy en día, para referirse al periodo de la II República y de la Guerra Civil, buscando una alternativa a las explicaciones que de ellas dan el estalinismo (y cualquiera de sus múltiples variantes actuales).

De la misma manera que no trabajamos sobre la base de una crítica a los individuos que estuvieron en el centro del huracán (y que, más que nunca, ni lo crearon ni lo dirigieron, sino que fueron golpeados y arrastrados una y otra vez por él), no pretendemos hacer una «arqueología» de los acontecimientos que se asocian a estas corrientes y partidos. Estamos plenamente convencidos de que un trabajo de este tipo únicamente lograría sustituir la crítica materialista por una reconstrucción idealista de la historia. Pero es imprescindible dedicar unas líneas a aclarar brevemente problemas cronológicos y terminológicos para no tener que volver continuamente a ellos.

A finales de los años ´20 existían en España, además del PSOE, el PCE y una serie de corrientes internas en ese que serán las protagonistas de la «reacción de izquierdas» contra el estalinismo. Hay que recordar que, desde 1923 hasta 1931, el régimen político español fue la dictadura militar de Primo de Rivera. Pese a su coincidencia en el tiempo y en algunos aspectos formales no debe creerse que este régimen fuese asimilable al fascismo italiano: la dictadura de Primo fue, en España, un pacto entre las diferentes facciones de la clase dominante en el contexto de una profunda crisis social en la cual, a las tensiones internas causadas por el rápido desarrollo industrial de algunas regiones del país, se sumó el auge de la lucha sindical del joven proletariado fabril y la continua agitación de los proletarios del campo andaluz. La dictadura conjugó la necesidad de una dura represión anti obrera con un programa de inclusión de las organizaciones obreras en la estructura del Estado, provocando, junto con el auge económico de los años ´20, una progresiva disminución en la intensidad de la lucha proletaria. En este contexto se desarrolló la creciente oposición a la dirección del PCE por parte de las diferentes corrientes que finalmente convergieron, en 1935, en la formación del POUM.

Sobre todo desde 1930, cuando la caída de la dictadura ya parecía inminente y las consecuencias de la crisis capitalista de 1929 se hacían insoportables para la clase proletaria, la política del PCE quiebra, mostrando su total y absoluta incapacidad para llevar a cabo consecuentemente una política basada en la defensa de los intereses de la clase proletaria frente a la oleada de movilizaciones capitalizada por los partidos republicanos. La conocida como «política del tercer periodo», común al PCE tanto como al resto de partidos de la IC, se caracterizó por un radicalismo formal carente de todo fundamento teórico y político tras el cual se encontraban las exigencias que el Estado ruso imponía a unos partidos completamente subordinados a sus intereses. En España esta «política del tercer periodo» se caracterizó por el lanzamiento de la consigna del «Gobierno obrero y campesino» que debía sustentarse en el poder de unos inexistentes soviets. La política del PCE, renuente a considerar la agitación obrera en sus justos términos, esto es, como un lento despertar de la fuerza aletargada de la clase obrera, plena aún de ilusiones democráticas después de una década de profundo receso, planteó, desde 1930, que el poder estaba al alcance de la mano para la clase proletaria y que, para conquistarlo, debía rechazarse todo tipo de trabajo de progresiva agitación, formulación de exigencias sobre el terreno de la lucha inmediata, organización y encuadre de las fuerzas proletarias y crítica de las corrientes libertaria y socialdemócrata, dedicando sus esfuerzos únicamente a la preparación de la toma del poder. La consecuencia de esta política fue la práctica liquidación del pequeño partido, cuyo lugar fue ocupado por una serie de tendencias que hacían del rechazo  a los «métodos dictatoriales» de la dirección encabezada por Bullejos, la plataforma política visible con la cual presentaban su propia candidatura a encabezar la reconstrucción del partido.

De entre estas corrientes destacamos dos, que fueron las que más adelante constituirán la escisión «de izquierdas». La primera la constituye la Federación Comunista Catalano-Balear (FCCB), organización local del partido comunista en Cataluña y Baleares, pero que contó con una cierta influencia en Valencia, el norte de Castilla y Madrid. Esta corriente, con la llegada de la crisis de 1929, cuyo fenómeno más notable fue el crecimiento del paro obrero y el estancamiento de la producción agrícola (que empobreció drásticamente al pequeño agricultor del norte y el noroeste de España), cobró cierta fuerza pasando a constituir el principal baluarte organizativo del PCE. Mientras esto sucedía, la FCCB desarrolló una teoría «propia y original», al decir de sus dirigentes: España atravesaba, con la llegada de la República, una revolución democrática, hecho incompatible, desde un punto de vista teórico y político, con la consigna del PCE a favor del «Gobierno obrero y campesino». Aunque la crítica de estas posiciones es propiamente el centro de este trabajo y entraremos en ella con profundidad más adelante, nótese ahora que la supuesta oposición de «izquierda» representaba realmente un paso hacia la derecha respecto a una política, la del PCE, que de por sí no era precisamente asimilable a la de la Izquierda. Las diferencias que obviamente no eran tanto teóricas o políticas sino que sustentaban en una lucha por el control de un partido desfallecido, se saldaron con la expulsión de la FCCB. Esta conformó entonces un partido nuevo, la Federación Comunista Ibérica, y una plataforma destinada a los simpatizantes, el Bloque Obrero y Campesino, con el cual encuadrar a un cierto número de simpatizantes que se acercaban al nuevo partido atraídos por su programa democrático.  Como decimos, volveremos sobre este punto y basta por ahora señalar que, de hecho, el nuevo partido fue conocido únicamente como Bloque Obrero y Campesino, término que refleja mucho mejor la naturaleza real de esta organización.

La segunda corriente por orden de importancia fue la trotskista. En este trabajo no intentaremos hacer una historia del trotskismo en España, que por lo demás no tiene ninguna importancia aunque sólo sea por el hecho de que apenas hay algo que haya podido conocerse por tal nombre. Tampoco vamos a entrar en la crónica de las discrepancias entre Trotsky y su corriente en España sino en la medida en que esta pueda contribuir a explicar las posiciones que ulteriormente defenderá la Izquierda Comunista de España como organización ya independiente. Por lo tanto, es suficiente con explicar que la Fracción trotskista tiene su origen en algunos elementos expulsados del PCE al frente de los cuales se colocó Andrés Nin cuando, huyendo de la represión estalinista en Rusia, llegó a España con el bagaje de haber trabajado para la Internacional Sindical Roja y de mantener una estrecha relación con Trotsky.

La Fracción trotskista mostró rápidamente sus divergencias internas, de nuevo a medida que la tensión social aumentaba en España, y la perspectiva de conformar una corriente con capacidad de influenciar a estratos significativos del proletariado se iba concretando en forma de una alianza con el BOC. Así, se formó la llamada Izquierda Comunista de España (ICE), buscando una entidad superior a una simple corriente del PCE y se elaboró, progresivamente, una teoría justificadora de esta evolución que retomaba la idea de la revolución democrática en España (por lo demás también presente en el trotskismo) como elemento central. Los acontecimientos  de octubre de 1934 en Asturias y Cataluña precipitaron la ruptura de la ICE con Trotsky y su corriente, dando lugar a la fusión entre ICE y BOC.

Plantear la «ausencia del partido» en España durante los momentos clave de la lucha de clase del proletariado en el periodo de 1931-1937 es, como hemos dicho, algo abstracto que no logra tocar los puntos esenciales de la ausencia de una vanguardia revolucionaria que hiciese «valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad» y que defendiese «en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía los intereses del movimiento en su conjunto» (Marx). De la misma manera, explicar esta ausencia en términos exclusivamente formales, es decir, como una ausencia genérica, no determinada históricamente o con un carácter nacional, es igualmente una posición anti marxista.

1936 no fue 1917, como resulta evidente. Los acontecimientos que acompañaron al octubre rojo en Rusia no son equiparables a los de la clase obrera española, como pudimos explicar en la primera parte de este trabajo. Pero las diferencias entre ambos momentos se explican, para los marxistas, tomando en cuenta los mismos elementos y, a partir de ahí, es posible recoger el hilo que liga ambas fechas a través de los tortuosos acontecimientos por los que pasó el proletariado ruso, italiano, alemán… y español en el arco de veinte años.

La cuestión central es, siempre, el partido. Pero el partido de clase del proletariado no es ni una entelequia ni un reflejo automático de todo tipo de situación. El desarrollo de la clase proletaria entendida como clase que lucha, como formación de combate, que vive cuando lo hacen una doctrina y un programa en el que se sintetiza tanto la explicación histórica de la guerra que libra como su objetivo en esta, da lugar a una manera no mecánica, a la segregación de una pequeña parte de la misma que vincula de manera no espontánea ni coyuntural sus esfuerzos a fines no inmediatos ni contingentes. Por lo tanto, el partido como única expresión de una clase que, de otra manera constituye una masa amorfa y maleable, siempre sometida a las exigencias de otras clases sociales, no depende, para su existencia, ni del número de proletarios existentes en un determinado país o región del mundo ni de la violencia con que determinados fenómenos característicos de las sociedades divididas en clases sociales, golpear a dicha masa. Depende de la experiencia de lucha que se acumula, a través de saltos bruscos no de manera continua y regular, en sucesivas generaciones de proletarios que, padeciendo el lugar que se les depara en el mundo capitalista, se ven compelidos a un proceso de decantación social en el que aparecen esas «chispas» que iluminan el camino que necesariamente se debe recorrer. Por lo tanto, la primera decisión del partido es la temporal y, a través de ella, se resuelve el vínculo que une a los objetivos más inmediatos, a las explosiones sociales limitadas, a las tentativas revolucionarias infructuosas, con los objetivos finales, con la extensión de los conflictos parciales hacia un fin último, etc.

Por otro lado, el partido es esencialmente un vínculo de diferentes elementos provenientes tanto de la clase proletaria como de esas raras deserciones de otras clases sociales, más allá de los límites que les marca su procedencia y de la impronta de origen que les da el mundo burgués. El proletariado es sólo formalmente una clase nacional: el contenido del movimiento histórico que él dirige hacia la sociedad de especie, es internacional. Y es en el partido de clase donde esa ruptura con los límites locales, regionales o nacionales tanto de los propios militantes de este como de los proletarios que protagonizan la lucha de su clase, cobra una expresión clara y nítida. Es la dimensión espacial del partido, que lucha por extender la organización de la clase proletaria más allá de los límites contra los que choca diariamente.

Si falta una de estas dos dimensiones, si el partido no existe como continuidad temporal o espacial de la lucha de clase, sencillamente, no existe. Si el partido no recoge la experiencia y el balance histórico realizado sobre esta de la lucha de clase, la continuidad generacional, que  es un hecho exclusivamente político, se ve cortada. Si el partido no expresa en términos absolutos el carácter internacional de la lucha de clase, por lo tanto la naturaleza de esta lucha como enfrentamiento contra la totalidad de la clase burguesa, clase parasitaria de un capital que es internacional, el virus nacionalista, la excepcionalidad local, etc. corromperán esta lucha.

 

Es únicamente de esta manera como se plantea correctamente la cuestión de la ausencia del partido en España, atendiendo a los condicionantes específicos que privaban a cada una de las agrupaciones que se reclamaban como «el partido» de esta doble dimensión.

En el mejor de los casos, como mostraremos en este trabajo, alguno de ellos pretendió transpolar el modelo resultante de abstraer la sucesión de los acontecimientos de Rusia de 1917 a la situación española. Pretendía generar, mecánica e idealmente, una continuidad que por falta de base teórica y de proyección programática, táctica y organizativa, no existía.

El Partido Bolchevique luchó, desde 1903, por colocar el marxismo sobre sus bases correctas. Lo hizo combatiendo a la vez contra la degeneración de las corrientes pretendidamente marxistas de Europa y América y contra su variante Rusa. Y lo hizo sometiendo a la prueba de tres revoluciones su trabajo teórico, político y organizativo frente al proletariado ruso. La progresiva degeneración de los partidos socialistas que, desde los años ´90 del siglo XIX, acompañaba al desarrollo imperialista de las principales naciones europeas y americanas buscaba privar a la doctrina de Marx y Engels de sus puntos esenciales tanto en el plano del estudio histórico y económico como en el terreno exquisitamente político de la cuestión del Estado de clase. Los bolcheviques no sólo afrontaron la crítica a este oportunismo de primera generación sino que mostraron que el curso de la historia en Rusia daba la razón al marxismo no adulterado. De esta manera, con su victoria en el Octubre de 1917, no sólo cae el gobierno Kerensky, sino también el velo de mentiras que la socialdemocracia había tratado de mantener en pie ante los proletarios acerca de la naturaleza de la lucha de clase y de la revolución proletaria. Los aspectos económicos, históricos, etc. del combate que los bolcheviques habían afrontado desde su nacimiento cobraron la validez que proporciona la confirmación a gran escala de su triunfo político.

Casi 20 años después, en 1936, el problema no consistía en reivindicar esta experiencia de manera general. Una nueva oleada oportunista, acompañada de la reacción más brutal, había arraigado de nuevo. Defender a Lenin y al Partido Bolchevique no consistía, entonces, en loar las victorias que habían logrado estos sobre el terreno teórico y político, ni en mostrar cómo la fuerza de la contrarrevolución se había abatido con especial fuerza sobre estos. El trabajo de las exiguas minorías marxistas que habían sobrevivido a la debacle manteniéndose firmes en las posiciones marxistas, consistía entonces en llevar a cabo el balance de esta nueva derrota de la clase proletaria partiendo de la constatación de que su partido de clase había sido aniquilado internacionalmente respecto a los términos en que se había alzado victorioso con el triunfo de octubre y la conformación de la IC. El partido de clase faltaba, entonces, al margen de la fuerza numérica de quienes se reivindicaban de este, en la medida en que faltaba este balance. Y este balance faltó, a excepción de allí donde la Izquierda de Italia pudo continuar librando su combate, como consecuencia de la incomprensión del alcance real de la contrarrevolución.

El caso español es muy significativo a este respecto. España fue el único lugar del mundo donde, diez años después de la crisis en el partido ruso y en la Internacional, las corrientes de oposición al PC oficial cobraron una fuerza numérica considerable y una influencia entre la clase proletaria mayor que la de este. No faltó, por lo tanto, el partido en términos formales. No faltó, tampoco, el partido auto proclamado anti estalinista. Pero los límites entre los que se encontraron encerradas estas corrientes eran lo suficientemente reducidos en términos políticos como para poder remontar por ellos mismos la situación de postración en que habían caído las fuerzas revolucionarias.

De hecho, las corrientes de oposición al PCE (BOC, ICE y, posteriormente, POUM) recurrieron, para salvar las carencias evidentes que en este sentido padecían, o bien a una transposición mecánica de la experiencia rusa, de lo cual sólo podía salir la defensa precisamente de los puntos en los cuales esta experiencia no era inmediatamente aplicable, o al más profundo y trágico error: erigirse en «innovadores» del marxismo y, partiendo de la defensa de la libertad de elaboración doctrinal, tratar de hacer tabla rasa con el balance histórico que el movimiento comunista debía realizar sobre la sucesión de revoluciones y contrarrevoluciones para crear una nueva teoría construida ex profeso para la situación española.

Es fácil seguir este hilo explicativo a partir de la propia trayectoria política de aquellos que enarbolaron ambas tendencias. Su origen en el sindicalismo, su paso por el gobierno local de Cataluña, su defensa del bloque antifascista… e incluso su ataque furioso a quienes criticaron sus pasos más críticos. Pero nuestro trabajo consiste en mostrar que, detrás de estos elementos, existen determinantes materiales indestructibles e inapelables y que estos se manifiestan en lo que realmente llevaron a cabo quienes pretendían serles para los marxistas. De esta manera, tanta importancia tiene explicar la crisis política y organizativa del proletariado internacional como la solución que BOC, ICE y POUM pretendieron darle en el último de sus bastiones; tanta relevancia hay que concederle a los límites de la ruptura de estas corrientes con el PCE y la IC como a la manera que tuvieron de realizar y justificar dicha ruptura. Cuestiones como la naturaleza democrática de la revolución en España, el problema de la tierra y de las nacionalidades, del frente único antifascista o la cuestión del Estado planteada ya antes de la Guerra Civil, son claves para mostrar el verdadero alcance de la infección oportunista que había dañado a las corrientes políticas a que nos referimos.

 

2.

Tomamos una cita de las tesis de la III Conferencia política de la Oposición Comunista Española (OCE). La OCE es la sección en España de la corriente trotskista, nucleada en torno a elementos proveniente del PCE y que defendía, en las páginas de su revista Comunismo, algunas divergencias respecto a la posición trotskista oficial. Al profundizarse dichas divergencias, la OCE se transformará en ICE y, finalmente, se fusionará con el BOC, dando lugar al POUM.

En el texto del que se ha extraído la cita, se dedica la primera parte a examinar el carácter socio-económico de España, indicando que se trata de un país eminentemente industrial, escasamente desarrollado y sometido al gobierno de los terratenientes. Después, se afirma:

«En realidad la proclamación de la República ha sido una tentativa desesperada de la parte más clarividente de la burguesía para salvar sus privilegios. La experiencia de los diez primeros meses de existencia del nuevo régimen ha venido a demostrar lo que hemos sostenido siempre los comunistas: que la revolución democrático-burguesa no podrá ser realizada por la burguesía, que dicha revolución no puede ser obra más que del proletariado, apoyándose en las masas campesinas mediante la instauración de su dictadura. La República no ha resuelto, ni puede resolver, ninguno de los problemas fundamentales de la revolución democrática: el agrario, el de las nacionalidades, el de las relaciones con la Iglesia, el de la transformación de todo el mecanismo burocrático-administrativo del Estado. La solución del problema religioso (solución aparentemente radical, puesto que se deja en pie todo el poderío económico de la Iglesia), la posible concesión de una mezquina autonomía a Cataluña y de una tímida reforma agraria que, en el fondo, deja incólumes los derechos de la gran propiedad, son el límite extremo a que puede llegar la burguesía en el camino de la revolución democrática.

A continuación, extractamos un párrafo de la revista del BOC, de un artículo titulado «Los problemas de la revolución española» y que resume las posiciones de esta corriente sobre el mismo tema:

Los problemas planteados ante la España actual son los inherentes a un país que no ha hecho todavía su revolución democrático-burguesa […] Una cosa que aparece con toda evidencia: que España, como la Rusia de 1917, no podrá saltar esta etapa histórica necesaria, dadas las condiciones económicas y sociales del país. La revolución democrática, con todos los problemas que ella plantea, está pues a la orden del día en España. Pero esta evidencia nos lleva a otra, esbozada ya anteriormente: que no será la burguesía republicana –o la pequeña burguesía- la que llevará a cabo esta revolución, sino el proletariado, con la alianza de los campesinos. En este sentido, la revolución será permanente, se transformará de democrática en socialista.

Antes de continuar, hay que señalar que la identidad de ambos planteamientos es relativa: mientras que la corriente trotskista plantea una extrapolación automática de la experiencia rusa a España, el BOC es bastante más confuso al respecto, hablando en otras ocasiones de la «Revolución democrático-socialista» en la cual las tareas económicas y sociales de las revoluciones democrática y socialista resultan ser las mismas y ambas, por lo tanto, identificables. Esto es fruto de la propia composición social e ideológica del BOC que, pese a su pretendido relumbrón comunista, no constituye, en muchísimos lugares del país, otra cosa que un partido republicano radical.

Salvadas estas diferencias, los puntos esenciales son los mismos para ambas corrientes: la revolución democrático burguesa está pendiente en España.

Por revolución burguesa se entiende, en el sentido que históricamente le ha dado el marxismo, el ascenso de la clase burguesa al poder, su control del Estado, la liquidación de las relaciones feudales de producción y, a partir de ahí, la elaboración de toda una legalidad que garantiza  el libre desarrollo de las fuerzas económicas del capitalismo, las cuales ya existían bajo el feudalismo y cuya colisión con las fórmulas jurídicas de este provocó el ascenso revolucionario de la clase burguesa. El modelo de revolución burguesa estudiado por Marx fue el británico, precisamente porque reúne de manera nítida todos los elementos que caracterizan a este brusco cambio social, cuya principal consecuencia no es la consecución de un sistema socialmente estable, sino el paso a una fase más intensa de la lucha entre las clases sociales y en la cual la burguesía ha perdido su carácter revolucionario en favor de la clase proletaria, que porta en su seno el progreso humano en todos los ámbitos.

Pero el modelo británico no se cumple en todas las zonas del mundo donde la revolución burguesa ha tenido lugar. Su pureza rara vez volvió a manifestarse, si bien en todas partes la burguesía triunfó finalmente. El caso español es justamente un ejemplo de revolución burguesa llevada a cabo donde todos los aspectos menos los esenciales (ascenso de la burguesía al poder y desarrollo del modo de producción capitalista) se encuentran ausentes. De hecho, si la fase política de la revolución burguesa en Inglaterra fue un fenómeno con sus características principales claramente observables, en España la espesa de red de avances y retrocesos, la ausencia de una clase firmemente resuelta y el conjunto de particularidades regionales que aparecían y desaparecían durante todo el periodo  de ascenso de la burguesía al poder, vuelven sumamente oscuro el periodo en el que se desarrolló.

 

1808 dio el comienzo a dicho periodo. La invasión napoleónica de España trajo consigo el derrumbe del viejo Estado nobiliario, que se mostró incapaz, de la Corona para abajo, de defender la integridad territorial del país. Además, provocó la entrada en escena de las clases populares sometidas a las exacciones napoleónicas y de sus representantes políticos e intelectuales, aquellos elementos vinculados a los aspectos más mínimos de la vida económica del país que proporcionaron, al malestar popular, la fuerza que da la cohesión programática. En 1808, pero sobre todo en 1810, España, como nación, desapareció y fue tan sólo la fuerza de los campesinos, algunas clases proto-proletarias y los representantes ilustrados de las clases comerciantes, combatieron este hecho. Las Cortes de Cádiz de 1812, ubicadas en la última ciudad libre del poder napoleónico, y compuestas por representantes populares que no tenían ninguna legitimidad democrática, desarrollaron por lo tanto una doble tarea de defender la nación y de imposición misma de la nación contra las clases nobiliarias. Ideas sin acción, las llamó Marx, y fueron el programa revolucionario burgués hasta 1868.

Durante todo este periodo, la vida política y social del país se desarrolló como una lucha a muerte contra el proyecto revolucionario de la burguesía y los esfuerzos de las antiguas clases dominantes por refrenarlo. Pero este enfrentamiento se dio bajo formas en absoluto evidentes, planteándose primero abiertamente, luego como lucha dinástica y, posteriormente, como luchas cívico militares para concluir finalmente como una lucha armada tras la cual el periodo conocido como la Restauración (1874) sólo fue tal en términos nominales.

En España sí hubo revolución burguesa. Y la hubo en la medida en que, a los fortísimos envites de los sectores «liberales» de la burguesía, apoyados desde 1820 por una igualmente fuerte movilización popular, se opuso un bloque contrarrevolucionario que empleó todas sus armas para no ser derrocado. Y, sin embargo, lo fue.

Políticamente hablando, la historia del siglo XIX español es la historia de un progresivo acomodamiento del poder ostentado por la nobleza para que la burguesía pudiese participar del mismo. A cada uno de los movimientos de esa supuesta «revolución burguesa fallida» (términos recurrentes en los textos del BOC y de la ICE), le correspondió un retroceso de las clases dominantes, que cedieron terrenos para evitar ser expulsadas de un poder cuyo mantenimiento les exigía, a su vez, adecuarse al cambio económico que el desarrollo internacional del capitalismo imponía.

 

1.820-1823: Después de 6 años de restauración absolutista tras la Guerra de Independencia, el conflicto armado en las colonias americanas provocó el colapso de la monarquía. Un ejército cuajado de representantes de las clases burguesa y campesina, unido a la movilización de la burguesía comercial de las ciudades portuarias, reinstaura la Constitución de Cádiz y toda la legislación subsidiaria de esta: fin de los señoríos como forma jurisdiccional, limitación del poder de la Iglesia, saneamiento de las finanzas del estado mediante políticas fiscales progresistas, descentralización del aparato burocrático estatal. Fuerte agitación popular, con la cual aparecen los clubs políticos y las sociedades secretas que articulan el llamado «partido exaltado», representante explícito de la clase burguesa urbana y defensor de un programa netamente democrático. Mientras, la parte más conservadora de la burguesía busca fórmulas de transacción con la nobleza. El orden absolutista sólo se restablece mediante la intervención de las potencias firmantes del Pacto de Viena, la Santa Alianza, con Rusia a la cabeza y con Francia enviando a un ejército que restaurará la monarquía absoluta.

 

1823-1839: La represión absolutista alcanza especialmente a los sectores exaltados, centrándose en los elementos burgueses en el ámbito local y en los grandes líderes militares en el nacional. Pero los problemas puestos de relieve por la experiencia revolucionaria del trienio liberal precedente, fuerza a las clases nobiliarias a una transacción política mediante la cual se busca una fusión de estas con los grandes propietarios agrícolas. La burguesía comercial e industrial aún queda al margen de este acuerdo, que traerá la abolición de la ley sálica para permitir el reinado de Isabel II, reina tras la cual se agrupan los sectores liberales. Inevitablemente estalla la guerra civil. De un lado lucha el partido capitaneado por los grandes terratenientes, que aparecieron como consecuencia de la liquidación de los señoríos, una fórmula jurídica que les desposeyó de derechos políticos sobre los municipios pero que comienza a entregarles todas las tierras de estos, creando tanto una importantísima concentración de la propiedad agraria como una masa de jornaleros desposeídos, embrión del proletariado agrícola y urbano. Este partido recaba el apoyo tanto de las clases populares burguesas y pequeño burguesas, interesadas en la abolición tanto de las restricciones al comercio y la propiedad como de los grandes gremios que limitaban el desarrollo de la industria. Logra también la neutralidad de la gran nobleza, interesada en mantener su status quo en los términos antes expuestos.

Por otro lado luchan los elementos de la clase nobiliaria que se veían afectados por los cambios económicos y veían reducido su poder. Su emblema es la restauración dinástica a cargo del príncipe Carlos (de ahí el nombre carlismo) Junto a ellos, sectores del campesinado propietario de las tierras y de aquel vinculado a las tierras de propiedad comunal (Cataluña, Navarra, País Vasco) que sienten el fenómeno de la expropiación de la propiedad agraria y la concentración de la misma como una amenaza. Esta reacción, típicamente feudal, no cuenta con base social fuera de aquellas regiones donde el régimen enfitéutico de propiedad agraria y el sistema de tierras comunales ha dado lugar a un campesinado acomodado; una vez que los ejércitos carlistas intentan sobrepasar la línea del Ebro hacia el sur, son sumamente débiles y son derrotados. El partido cristino (por María Cristina, madre de Isabel II y Regente de España) por su parte, no cuenta tampoco con una base social que le permita combatir a la reacción feudal, lo cual le obliga a hacer fuertes concesiones a las clases sociales subalternas que luchan bajo su bandera. Esta guerra tuvo connotaciones revolucionarias, pero las fuerzas del bando burgués no fueron lo suficientemente amplias como para imponerse definitivamente a aquellas feudales y sellaron un pacto que salvó los privilegios feudales allí donde estos se correspondían directamente con relaciones sociales precapitalistas aún subsistentes y que no podían ser extirpadas directamente. Se conserva, por ello, la fiscalidad especial y el gobierno feudal para la región de Navarra y el País Vasco. En Cataluña, el rápido desarrollo económico que la propia guerra ha propiciado minimizó el impacto de este acuerdo. El ejército fue entronizado: Espartero, representante de la burguesía y de los terratenientes, expulsa a la Reina Regente y asume él mismo la jefatura del Estado. La reforma agraria desamortizadora sentó las bases del nacimiento de una clase social, la de los grandes propietarios agrarios, que todavía no era lo suficientemente fuerte como para tomar el poder con sus propias manos.

 

1839-1854. El periodo de la Regencia de espartero y el gobierno posterior del General Narváez constituyen una época de negociaciones y pactos entre las diferentes clases poseedoras. Si bien se mantiene en pie el edifico estatal de 1823, la rápida aparición de una burguesía rural, la consolidación de la forma social mixta de la nobleza terrateniente (mixta por su origen basado en la sangre y también en la propiedad privada no feudal de vastas extensiones de tierras, pero no por su contenido que ya es capitalista) y de un ejército que dirime los problemas políticos del país, conformando una salvaguarda del orden nacional, vuelve la tensión social hacia el terreno de las luchas entre camarillas de poder (las llamadas «familias»). Las colonias americanas se han perdido a excepción de Cuba y Puerto Rico. Esta falta de sostén económico del Antiguo Régimen hizo que la crisis hacendística se vuelva perenne, resultando en una nueva corriente desamortizadora, que liquida los bienes municipales, consolida una clase de propietarios rurales y abre paso a la inversión financiera e industrial extranjera. A estas alturas ya se diferencia claramente una clase social que une la propiedad agraria y las inversiones en títulos del Estado. Es lo que se comenzó a conocer como la oligarquía terrateniente, interesada en el mantenimiento de gobiernos dictatoriales sustentados en uniones cívico-militares que restringían las libertades democráticas (sufragio, prensa, reunión) para reprimir a las tendencias extremistas de la pequeña burguesía, que se manifestaron en 1848 por primera vez y como reflejo de las convulsiones sociales de Europa.

 

1854-1868. Las fuerzas sociales puestas en marcha por el lento pero imparable desmantelamiento del Antiguo Régimen brotaron con fuerza allí donde la concentración de la primera industria dio lugar al surgimiento de los primeros núcleos proletarios. 1854 dio la salida al empuje obrero a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía urbana. Por primera vez la cuestión social se planteó en forma de participación obrera en las luchas políticas (Marx). Pero esta lucha política «democrática» ya no tiene como objetivo la liquidación de las relaciones de producción precapitalistas, que están relegadas a un papel secundario prácticamente en todo el país, sino a la culminación de la revolución burguesa en sus aspectos netamente políticos, que se lograrán finalmente en 1868. Con el inicio del Sexenio Revolucionario (1868-1874) la liquidación de la monarquía borbónica y, en pocas palabras, el triunfo de la burguesía urbana e industrial sobre la oligarquía terrateniente, los términos de la oposición se aclararon por completo: sobre la base de las relaciones de producción capitalistas, la fusión de la antigua nobleza con la nueva clase terrateniente busca imponer un régimen conservador en lo político (que excluya al resto de clases sociales de la participación parlamentaria, etc.) y proteccionista en lo económico, apoyándose así mismo en la producción esclavista en Cuba. Con esta política se reproduce, una y otra vez, la quiebra de la Hacienda pública, que supone una presión extraordinaria sobre burgueses industriales y pequeños burgueses urbanos pero que también fuerza la entrada del capital franco-británico. Por otro lado, estas clases burguesas y pequeño burguesas, con el apoyo decidido de los primeros proletarios urbanos y rurales, buscan llevar hasta el fin la revolución democrática, que pasa por liquidar los límites a su participación política y un modelo económico librecambista que favorezca el comercio no colonial.

Esta lucha , que ya es una lucha netamente burguesa equiparable a la francesa o alemana de veinte años atrás, entre diferentes facciones de una misma clase, tendrá su final en una nueva dictadura militar tras la insurrección cantonalista de 1874. La base económica y social del republicanismo no fue lo suficientemente fuerte como para vencer al llamado «partido agrario» a la vez que la situación internacional derivada de la derrota de la Comuna de París permitió a los elementos conservadores que habían encabezado la revolución de 1868 buscar una alianza con ese «partido agrario» y contra el proletariado.

La revolución burguesa había concluido. La Restauración borbónica consistió en un pacto amplio entre los sectores que se habían enfrentado hasta la llegada de la Iª República (1873). De este pacto quedaron parcialmente excluidas las clases industriales vasca y catalana. El escaso desarrollo económico español no fue óbice para que las relaciones capitalistas de producción dominen de manera casi exclusiva y que la forma estatal fuese netamente burguesa. Si esta forma estatal estuvo controlada por la burguesía agraria con el apoyo de la burguesía esclavista cubana, esto fue simplemente la consecuencia de ese escaso desarrollo del que hablábamos. Habrá que esperar a 1898 y a la derrota de España ante la potencia capitalista emergente, EE.UU., para que esta forma estatal comience a resquebrajarse, pero dejando inalterado su contenido plenamente burgués y buscando un refuerzo en la fuerzas política y económica de la burguesía catalana.

 

Plantear, como lo hicieron las sedicentes fuerzas de «izquierda» comunista, que en 1931 la revolución democrática burguesa aún estaba pendiente en España, es por ello o bien una adecuación híper formalista de la realidad         al modelo que Rusia había seguido o, en el caso del BOC, una relación del carácter exclusivamente pequeño burgués del partido. Es cierto que, en 1931, quedaban aún ciertos aspectos propios de la revolución democrático-burguesa por realizar. Como es cierto que las tareas por ellos impuestas no iban a ser asumidas por la clase burguesa. Y, por supuesto,  que el partido de clase del proletariado debía tenerlas en cuenta. Pero sin olvidar que la caracterización política y social de España no era ya la de un país en vísperas de su revolución doble, sino la de uno atrasado en términos capitalistas en el que la batalla principal se iba a dar entre el proletariado urbano y rural y la clase burguesa dominante. Esta distinción no está fundada en exquisiteces doctrinales, sino en el papel que tanto la clase proletaria como su partido debían jugar en los convulsos acontecimientos de los años ´30. La visión de la ICE, como la del BOC y posteriormente la del POUM, partiendo de la consigna de la revolución democrática, jugó un papel desorganizador en todos los terrenos y del que partió su posterior deriva antifascista y gubernamental.

Hay dos elementos que hicieron las veces de pilar sobre el que sustentar la teoría de la revolución democrático-burguesa pendiente: el problema nacional y la cuestión agraria. El primero de ambos, que se refiere a la posición del partido frente a las llamadas cuestiones vasca y catalana, está bien planteado en los artículos La cuestión de las nacionalidades en España (El Programa Comunista, números 23 y 24) y por ahora no vamos a entrar a unas posibles correcciones a los mismos que serían únicamente de detalle y que no afectarían, por lo tanto, a lo esencial de los mismos. Basta por lo tanto con decir que la ICE se colocó en una posición completamente abstracta en la que la «defensa del derecho de la autodeterminación» encubrió su negativa a considerar a España como un país burgués en el cual el proletariado debía asumir esencialmente tareas no democráticas y, por lo tanto, no esperar ninguna ayuda de clases sociales ajenas, que ya habían perdido por completo su carácter revolucionario. El alzamiento de 1934, con la proclamación de la República catalana, evidenciará hasta qué punto la «opresión nacional» era un concepto vacío por el cual el proletariado mostró un desprecio intuitivo formidable. Por parte del BOC, la declaración de que el partido marxista debía ser un partido nacionalista (discurso de Maurín, líder del BOC, en el Ateneo de Madrid en 1932) resulta suficiente para caracterizar unas posiciones que se colocaban en el terreno del republicanismo burgués.

Mayor atención requiere, por el momento, la cuestión agraria o, mejor dicho, la utilización de la predominancia agraria en la estructura económica española como argumento para clasificar al país como feudal.

Tomamos, de nuevo, dos citas, la primera pertenece a las tesis de la II Conferencia política de la OCE. La segunda está sacada de otro artículo de la revista teórica del BOC.

 

-A la vez que se considera el «carácter semi feudal de la propiedad agraria», la OCE afirma: El sujeto de la revolución El campesino, por el medio en que vive, encarna la tendencia individualista. Esta tendencia se acentúa en las regiones donde la propiedad está más dividida. Pero hay una capa, la más numerosa (el bracero asalariado), que sirve, en cierto modo, de contrapeso, si bien más que por su tendencia, por su condición social. En el campo sobre todo es donde se advierte claramente como el individuo es un producto del medio. Unos tienden a conservar y otros a poseer, y en general el concepto de posesión está profundamente arraigado en todos, aunque por ser diferente su situación circunstancialmente difieran no en sus tendencias, pero sí en sus actos. Es, por tanto, tarea fácil ganar para el partido la inmensa capa de asalariados con una política agraria justa como condición, claro está, que les dé la sensación de que sólo la revolución comunista puede hacer la transformación agraria que dé la tierra al que la trabaja. Es tarea difícil, pero no imposible de realizar con éxito, ganar también la extensa capa de pequeños propietarios dándoles la seguridad de que la revolución agraria comunista le librará de impuestos, rentas y gabelas, y en la generalidad de los casos le aumentará la superficie que ha de usufructuar. Inútil es decir que las demás capas, el terrateniente y el campesino medio, no nos interesan sino en la justa proporción del papel contrarrevolucionario llamadas a desempeñar.

Ahora bien: ¿cómo establecer esa política agraria justa, cuáles debieran ser sus líneas generales? Indudablemente que si al campesino asalariado le incitamos, en términos abstractos, a prepararse para tomar posesión de la tierra, y le decimos, sin especificar ni condicionar el sentido de la posesión, que la revolución comunista le dará la tierra de que carece, le convertiremos en una fuerza revolucionaria expansiva de formidables efectos inmediatos, pero es incuestionable que al siguiente día tendríamos que entrar con él en lucha, en el momento preciso que diésemos el primer paso hacia la colectivización del campo. El factor revolucionario habíase convertido en un factor contrarrevolucionario y en los instantes más críticos, seguramente, de la revolución. La colectivización agraria, partiendo del principio fundamental de la industrialización del campo, modificaría sustancialmente el lugar y los términos de este problema; pero esto, previsto de un modo mediato en nuestra revolución, no interesa sino como perspectiva. Lo urgente, lo inaplazable es una política agraria, de carácter inmediato, que incorpore al campesino al plano del partido y le transforme en una fuerza auxiliar de primer orden del proletariado.

 

-España necesita una revolución agraria, como la de Francia de fines del siglo XVIII, como la de Rusia a comienzos del siglo actual, la estremezca por los cuatro costados, removiéndolo todo y no dejando piedra sobre piedra. ¡Basta de fueros, basta de latifundios, basta de aparcería, basta de rabassa morta! [fórmula jurídica que otorgaba el usufructo de la tierra al productor vitícola durante el periodo que abarca la vida una vid, unos ochenta años, a cambio de una parte del producto en forma de renta agraria para el propietario de dicha tierra, NDR] Todas estas supervivencias feudales han de ser extirpadas brutalmente por el arado de la Revolución agraria. ¡La tierra para el que la trabaja! Es decir, nacionalización de la tierra y el libre usufructo a los que la trabajan […]

 

Comprobamos, de nuevo, la práctica equiparación de ambas posiciones. La de la corriente trotskista enfocada, siempre, en los términos de la extrapolación de la revolución doble en Rusia. La del BOC, llena de conceptos confusos y errados. Pero en ambas una misma idea: la revolución democrática, que siempre tiene un componente de movilización campesina fundamental; en España, por lo tanto, el problema agrario se plantea, para ellos, en términos netamente burgueses, siendo imprescindible atenerse a que el campesinado exige el reparto de la tierra, su parcelación o su municipalización. Aunque es evidente el profundo desconocimiento que evidencia la postura del BOC acerca del carácter de las pasadas revoluciones burguesas en el campo, el tono de fondo no se ve alterado: límites burgueses a la revolución agraria, consideración por lo tanto del proletariado agrícola como un apéndice del pequeño propietario y crítica a la República por ser incapaz de llevar a cabo este programa.

Es necesario, de nuevo, señalar los límites de esta concepción en la que el argumento de la España feudal vuelve a constituir un factor decisivo de desmovilización entre el proletariado agrario e industrial.

La característica esencial del campo español, que aún hoy es visible, es la gran diferencia que existe entre los sistemas de propiedad en cada una de las regiones del país. Las grandes propiedades latifundistas que cubren las zonas de Andalucía, Extremadura y La Mancha, contrastan con la extensión del minifundio gallego, cántabro, asturiano y vasco; los cuales, a su vez, se diferencian notablemente de la pequeña propiedad castellana, catalana y valenciana tanto por el tamaño de propiedad como por los distintos tipos de producto y las fórmulas de tenencia de la tierra.

Hasta 1812 todas estas características latían sin ser decisivas bajo un sistema de propiedad que no era exactamente feudal pero que puede asimilarse a este modelo: la tierra era de propiedad individual, cultivada por unidades familiares características de la sociedad pre burguesa con un gran peso de la propiedad comunal. La nobleza contaba con sus propias tierras que cultivaban, también, pequeñas unidades familiares campesinas y, sobre todo, con derechos de tipo jurisdiccional sobre el conjunto de los municipios en los que se desarrollaba la vida campesina (Marx) 1812 trajo la abolición de este régimen señorial por el lado de los privilegios políticos: tanto los derechos jurisdiccionales como los económicos que emanaban de estos (diezmos, etc.) fueron suprimidos por las cortes de Cádiz, dejando a los municipios la obligación de discernir en los tribunales si la propiedad nobiliaria de la tierra era tal o si simplemente existían derechos sobre su producto que emanaban del dominio político. Se separó, por lo tanto, el señorío jurisdiccional (abolido) del señorío sobre la tierra (transformado en derechos de propiedad sobre la tierra a dirimir entre campesinos y nobles). La consecuencia fue que, allí donde existía un sistema de pequeñas propiedades campesinas que debían tributación a la nobleza, esta propiedad quedó libre de toda restricción; donde predominaba el régimen de aparcería (Cataluña, por ejemplo), el campesino quedó vinculado al propietario mediante el pago de una renta estipulada por contrato. Finalmente, allí donde existían amplias posesiones de terreno de propiedad dudosa, esta pasó íntegramente a manos de la nobleza quedando desposeído de la misma el campesinado. Tres tipos de evolución que darán lugar a tres tipos sociales: el pequeño campesino propietario, el pequeño campesino arrendatario y el proletario del campo. La última es una forma típicamente capitalista, en ella rige la relación salarial y se produce una gran concentración de la propiedad. La subsistencia de algunos reglamentos feudales en algunas zonas del país va a constituir, por lo tanto, un problema menor que el que planteaba el surgimiento de una vasta clase proletaria privada de la tierra y de los medios de producción.

¿Existía, por lo tanto, un campo semi-feudal en España? No. La revolución burguesa dio lugar precisamente a la expropiación del campesinado que, en su mayor parte, engrosó las filas del proletariado agrícola y urbano. Si la productividad de la empresa agrícola media en España era muy baja o si los pequeños propietarios se veían afectados por problemas fiscales o financieros, a esto no se puede oponer, como solución, un reparto de la tierra (sintetizado en la fórmula republicana de Reforma Agraria), que ya se había producido. La idea de que un reparto más equitativo de la propiedad de la tierra habría solucionado el problema agrario, que era el problema del desarrollo del capitalismo en el campo, supone una concepción romántica pequeño-burguesa detrás de la cual no se podía esconder un programa marxista. Y, por supuesto, esta consigna no podía colocarse como exigencia de una transición al socialismo porque era el propio capitalismo el que ya la había superado por la vía de los hechos.

La ICE, el BOC y, posteriormente, el POUM se  colocaron, con matices pero firmemente, detrás de una exigencia retrógrada. Es el mismo BOC el que da estas cifras para la población activa del campo:

Campesinos (pequeños propietarios): 2.000.000 ocupados. Obreros agrícolas: 2.500.000 ocupados.

 

A esto se añade que la población activa de España era entonces de 7.038.000 de trabajadores. De estos 1.700.000 población obrera urbana. Por lo tanto tenemos un 50% de proletarios puros entre el campo y la ciudad, lo cual representa un porcentaje altísimo que muestra cuál era el verdadero conflicto de clase en 1931.

La serie de agitaciones llamadas «campesinas» que afectan a España desde 1931 y que tienen como origen tanto el paro obrero en el campo como la presión redoblada de los grandes propietarios sobre los apareceros, muestran una efervescencia social de gran importancia. Ante esta circunstancia, que vuelve a los pueblos proletarios del campo en el sur de España verdaderos bastiones de la lucha de clase, la respuesta del BOC y, posteriormente del POUM, fue la de crear una «alianza obrera y campesina», es decir, vincular al proletariado agrícola puro a las exigencias del «campesino» (pequeño y mediano propietario) en igualdad de condiciones. De por sí el «partido obrero y campesino» supone un rechazo frontal a la doctrina marxista que, sin negar la necesidad de que el proletariado del campo y la ciudad logre neutralizar la fuerza potencialmente contrarrevolucionaria del pequeño propietario campesino mediante la propaganda que le separe de la influencia de los grandes terratenientes, afirma siempre que en todo momento el proletariado existe como clase cuando existe su partido propio, independiente del resto de clases y de su influencia política. Pero esto, además, en un país donde, tanto desde el punto de vista de la mera estadística social como desde el más importante de la lucha política, existe una clase proletaria con una larga tradición de lucha anti-patronal (y no anti-señorial, como sucedía bajo el feudalismo) supone entregar a este proletariado atado de pies y manos al domino de las corrientes políticas pequeño burguesas y republicanas.

La quiebra del anarquismo insurreccional tras las sublevaciones campesinas de 1932 y 1933, fue el canto de cisne de una clase proletaria rural a la que el BOC y la ICE dejaron abandonada incluso en los términos organizativos más nimios. En 1936 la ofensiva militar liquidó a esta clase, sentando las bases para la posterior derrota del proletariado urbano.

 

3.

 Hemos señalado la ausencia de una base teórica y doctrinal que justifique que se pueda hablar de una Izquierda Comunista Española. Lo hemos mostrado señalando los puntos básicos de esta ausencia, es decir su concepción de las tareas del partido de clase en la España de los años ´30 como esencialmente democrática y su negativa a reconocer el verdadero conflicto entre proletariado y burguesía que existía en el campo español, hecho de primer orden en un país donde el 40% de la mano de obra se ocupaba en tareas agrícolas. Nula capacidad, por lo tanto, de representar una ruptura sólida con el estalinismo del PCE y la IC y, consecuentemente, nula capacidad de intervenir en un sentido marxista entre la clase proletaria. Atravesando ambas cuestiones, la negativa rotunda a considerar los problemas de la revolución española como una cuestión de orden internacional y, con ello, la justificación de sus desviaciones como una exigencia de la especificidad española. La voz de Trotsky quedó completamente ahogada porque en ellas resonaban, precisamente, los ecos de una impostación internacionalista.

En este trabajo nos limitamos a señalar los vicios de origen que condicionaron el surgimiento de una corriente de «izquierda» comunista entre una clase proletaria que no llegó nunca a superar los límites del tradeunionsimo. El curso de los hechos históricos muestran cómo en el origen de todos los llamados «errores» del POUM (participación en el gobierno de la Generalitat, rendición durante las Jornadas de Mayo de 1937) se encuentran precisamente en el total y absoluto desarme de las corrientes que le dieron lugar.

En 1935 se fundó el POUM mediante la fusión de la ICE y del BOC. Detrás de esta fusión se encuentra el abandono por parte de los primeros de la influencia trotskista en lo que esta tenía de defensa intransigente de los principios marxistas básicos, mal que su posicionamiento político, táctico y organizativo estuviese condicionado por los graves errores de la ICE desde su IIIer Congreso internacional. Para que dicha fusión se produjese, es decir, para que tuviese lugar el abandono de los últimos rastros de marxismo en la ICE y su claudicación ante el republicanismo radical del POUM, tuvo que pasar a primer plano la idea de lograr una cierta influencia entre los sectores del movimiento obrero que abandonaban la influencia anarquista. Esta idea apareció con los acontecimientos de octubre de 1934.

Para resumir brevemente el papel del BOC y de la ICE antes y después de ellos: en 1933 se creó la Alianza Obrera, una plataforma de acción común del PSOE, el BOC, la ICE, la USC (Unión Socialista Catalana, corriente pequeño burguesa catalana), los rabasaires (pequeños propietarios agrícolas) y los sindicatos de oposición expulsados de la CNT por oponerse al dominio que la FAI ejercía sobre esta. El contexto de dicha plataforma es tanto el declive de la lucha de clase de un proletariado agotado en las ciudades y prácticamente rendido en el campo tras seguir durante dos años la política insurreccionalista de la FAI, como el auge de las formaciones de extrema derecha que combatían en la calle los movimientos huelguísticos. Esta alianza no contó con el apoyo de CNT sino en Asturias, donde el predominio histórico entre los mineros del PSOE-UGT lo hizo inevitable.

En 1934, la llegada del partido monárquico CEDA al gobierno, hace que el PSOE dé la orden de insurrección, con el fin de volver a la situación de 1932, con el PSOE en el poder, y restaurar la legalidad republicana. El proletariado asturiano toma las armas y, durante quince días, se alza contra el gobierno republicano, siendo finalmente derrotado por el ejército. En Cataluña la CNT no respalda la convocatoria, los partidos pequeño burgueses dirigen el movimiento hacia la proclamación de la república catalana, mientras detienen a los proletarios más conocidos por su militancia sindical. Bastaron dos cañonazos del ejército para que el sediciente «Govern Catalá» se rindiese. En ambas regiones  (así como en otras regiones donde los proletarios se alzaron) la represión fue feroz, la Alianza se mostró incapaz de hacer otra cosa que no fuese malgastar las energías del proletariado poniéndolas al servicio de los partidos republicanos. Pero la conclusión del BOC y la ICE es que la experiencia fue satisfactoria y que es posible agruparse políticamente sobre sus bases. En 1935 nace por lo tanto el POUM.

 

Excepto de la gloriosa insurrección de Asturias, al proletariado español le ha faltado conciencia de la necesidad de la conquista del poder. Allí donde el Partido Socialista gozaba de más influencia, la clase obrera no había recibido las enseñanzas que el partido revolucionario del proletariado tiene la obligación de infiltrar en la conciencia de las masas populares. Los anarquistas no secundaron el movimiento por su «carácter político» y porque no establecían distinciones entre Gil Robles, Azaña y Largo Caballero. Por eso era necesario un partido que, interpretando los intereses legítimos de la clase obrera, se esforzara en constituir previamente los organismos del frente único, con el fin de conquistar a través de las Alianzas Obreras, la mayoría de la población. Le ha faltado al ejército revolucionario un estado mayor con jefes capaces, estudiosos y experimentados. SIN PARTIDO REVOLUCIONARIO, NO HAY REVOLUCIÓN TRIUNFANTE. Esta es la única y verdadera causa de la derrota de la insurrección de octubre. Que no se atribuya este fracaso a la traición de los anarquistas, con los cuales no se había contado, ni a la deserción de los campesinos, mal trabajados por la propaganda, ni a la traición evidente de los nacionalistas vascos y catalanes, temerosos por el cariz que tomaban los acontecimientos, que sobrepasaban sus intenciones democráticas. El partido revolucionario de la clase obrera tiene la obligación de prever estas contingencias, con el fin de obrar, como es menester, antes y después de producirse.

A pesar de todo, este fracaso no significa que el movimiento obrero esté liquidado. La clase trabajadora ha sido vencida, pero no eliminada, con la particularidad de que el movimiento ha permanecido intacto en la mayoría de las poblaciones españolas, porque la clase obrera se ha mantenido a la reserva sin agotarse. El proletariado español se ha enriquecido con una experiencia más, que si se analiza en todos sus aspectos con espíritu crítico y sin tratar de justificar actitudes fracasadas, redundará en provecho de la causa revolucionaria, como también demostrará el fracaso de dos ideologías que tienen las mismas raíces económicas: del reformismo y del estalinismo, como ideologías de la pequeña burguesía burocrática.

Andrés Nin, Las lecciones de la insurrección de octubre (La Estrella Roja 1/12/1934)

 

Este es el balance que realizó la ICE sobre los acontecimientos del octubre asturiano. Resulta perfectamente coherente con las posiciones que hemos expuesto anteriormente:

 

1. La cuestión política y programática que está en el centro de la misma existencia del partido de clase, es tratada únicamente como un problema formal: faltó el partido. Pero, hemos visto, el partido no faltó en los términos mecanicistas en los que habla el artículo. Faltó como faltó una doctrina, un programa, una lucha política marxista, una táctica y una organización que no se inventan los «jefes capaces, estudiosos y experimentados».

Faltó el partido en la medida en que no faltó la voluntad sino una fuerza histórica, la del proletariado constituido en clase, que no puede ser creada de la noche a la mañana y que no es un simple reflejo de la agitación obrera. Faltó el partido en buena medida porque la sedicente izquierda española abdicó su tarea de criticar ante los proletarios las posiciones del PSOE y de las corrientes pequeño burguesas que se encontraron al frente del movimiento, como antes faltó la crítica de las posiciones republicanas y democráticas, dejada de lado en un intento de ganar adeptos presentándose como un partido «adecuado a las circunstancias».

 

2. La concepción democrático-burguesa o democrático-socialista de las tareas del partido de clase, a la que se añadió la asunción de las posiciones antifascistas en la medida en que el «fascismo» español se identificó con la «reacción feudal», llevó a plantear la alianza con la burguesía y la pequeña burguesía en un frente único. La deserción de ambas clases sociales del enfrentamiento se entiende como una «traición» a las obligaciones que esta revolución burguesa pendiente les imponía. El partido únicamente debe prever esta deserción «a fin de obrar como es menester». Porque, históricamente, afirma Nin, estaba obligado a acometer dicha alianza.

 

3. La lucha «anti feudal» de los proletarios agrícolas se evidencia al afirmar la «mala propaganda» que, de acuerdo con Nin, les llevó  a la indiferencia. No se trató de una falta de propaganda, sino de una propaganda equivocada, que siempre vinculó las exigencias inmediatas y finales del proletariado rural a unas consignas superadas por la propia acción de la clase burguesa. Mientras los proletarios del campo realizaban huelgas, la ICE y el BOC organizaban junto al proletariado urbano a los pequeños propietarios catalanes, colocando sus exigencias en el mismo plano y dejando a su suerte a los obreros del sur peninsular (numéricamente los más importantes del país).

 

4. El proletariado no sacó «una lección» del octubre asturiano y catalán. Tan sólo un año después se verá al PSOE y a los partidos republicanos firmar el pacto del Frente Popular y a las llamadas organizaciones de clase, entre ellas el POUM, correr a las puertas de este. En 1936, después de parar el golpe de Estado, los proletarios se dirigieron a sus organizaciones políticas y sindicales y obtuvieron de ella las verdaderas lecciones que estas habían sacado en octubre: plegarse ante el gobierno burgués del Frente Popular, participar en los ámbitos locales de este gobierno, defender la República que había masacrado a los proletarios de Asturias.

 

1934 no fue sólo el punto que marcó la derrota de la clase proletaria, en la medida en que la colocó a la cola de los partidos republicanos y antifascistas. 1934 supuso el fin de las ilusiones de una pretendida reacción de izquierdas «española» frente al estalinismo. Después de octubre, la consigna «unidad» afectó tanto a los proletarios que la formaron con la clase burguesa en nombre de la defensa de la República como de la ICE y del BOC, que abandonaron cualquier veleidad izquierdista para conformar un nuevo partido al que pretendieron sumar, en un principio, al PSOE y al PCE, para después adherirse al Frente Popular, al Gobierno de la Generalitat y al gobierno de Madrid cuando este dio la orden de desarmar a los proletarios.

 

Partido comunista internacional

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