¿Está terminando la emergencia del «Covid-19»?

Lo que no termina es el control social cada vez más estricto

(«El programa comunista» ; N° 55; Mayo de 2020)

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Hace dos años, en febrero de 2020, se encendían las alarmas en Europa debido a una nueva pandemia viral; un nuevo coronavirus se propaga en Europa y el mundo provocando un síndrome similar, pero más contagioso y letal al anterior Sars-CoV1 de 2003 que se había detenido en el Lejano Oriente. Fue entonces llamado Sars-CoV-2 ya que formaba parte de la misma familia ya conocida en 2003, y que en general es conocido como Covid-19. Este coronavirus también viene del Lejano Oriente, precisamente de China.

Todas las clases dominantes burguesas, alarmadas por el extremo retraso de la OMS con respecto a esta nueva pandemia, se encontraron completamente desprevenidas. Un nuevo «enemigo», astuto e invisible, se estaba insinuando en todos los países, especialmente en los países capitalistas avanzados. La grande y mítica ciencia burguesa admitió que no sabía qué hacer, sino «esperar» que esta nueva enfermedad se desarrolle.

De hecho, ya se habían producido brotes de coronavirus (como el MERS y el Sars-CoV1 de 2003), por lo tanto este tipo de virus ya era conocido y las farmacéuticas más grandes del mundo ya tenían una investigación desarrollada, tal como lo documenta D. Quammen en su libro «Spillover» (1). Se sabe, de hecho, que la Fundación Bill & Melinda Gates, que concretamente investiga virus y vacunas, había estado presente y desde hace algún tiempo se ha ocupado en simular, tras el Sars-CoV1 de 2003, una pandemia mucho más grave para la que hipotetizó incluso una hecatombe, ¡65 millones de muertos en todo el mundo en 18 meses! (2). Por lo tanto, el nuevo coronavirus era inminente, por lo que nunca ha sido una aparición improvisada e inesperada. Es por esto que hemos sostenido, desde el primer momento, que las clases dominantes burguesas de los países imperialistas más fuertes del mundo, además de ser sustancialmente incapaces de equipar a sus países en prevención sanitaria estructurada y generalizada, cuando intuyeron que esta epidemia podía ser explotada tanto en términos políticos y sociales como en términos económicos en las dos direcciones principales en las que se realiza la defensa de sus recíprocos intereses de clase y de poder (la competencia interimperialista en un período de crisis y el control social de las masas proletarias en los respectivos países) dejaron que se propagara.

Que el capitalismo, en su desarrollo contradictorio, se topa cíclicamente con más y más crisis graves, cada vez más catastróficas, crisis económicas, crisis financieras, crisis político-sociales, crisis de guerra, es lo que el marxismo ha previsto desde 1848 y eso es exactamente lo que está sucediendo desde entonces. La clase burguesa dominante, incluso en los países más industrializados y tecnológicamente avanzados, no puede eliminar los factores económicos objetivos de las crisis capitalistas, frente a los cuales adopta medidas políticas, económicas y costos sociales temporalmente útiles para superarlos – pero nunca sin costo alguno, y los costos sociales más graves lo pagan sistemáticamente los proletarios – medios que, sin embargo, generan inexorablemente factores de crisis sucesivas, tal como ahora incluso  los burgueses se ven obligados a admitir. Esos factores de crisis están destinados a reaparecer continuamente, tras superar los periodos de recuperación y expansión económica, precipitando posteriormente a las empresas en períodos de crisis aún más graves. En el curso del desarrollo del capitalismo, las crisis se caracterizan cada vez más como crisis de sobreproducción: la enorme masa de bienes producidos y colocados en los mercados en un momento dado ya no encuentra salida y, al quedarse sin vender, obstruye los mercados que permiten que los ciclos de producción posteriores encuentren espacio, constituyendo así un boomerang destructivo. No hay mercancías producidas en el capitalismo que tarde o temprano no se vuelvan superabundantes con respecto a las salidas existentes; y cuando la mayoría de las mercancías entran en sobreproducción, la crisis está garantizada.

Así como la paz es, en la sociedad capitalista, el período de tiempo que va de una guerra a otra, el período de «recuperación económica», de «expansión» es el período que conecta una crisis con la otra. Para la burguesía, por lo tanto, dado que esta alternancia se viene dando desde hace más de ciento setenta años – en los que evidentemente habrá sacado alguna «lección» útil a su poder – la crisis de su sistema económico es también una oportunidad objetiva (naturalmente para las empresas más fuertes y para los Estados más poderosos) para eliminar del mercado a las empresas más débiles y una parte de la competencia, destruyendo masas cada vez mayores de medios de producción y de productos que obstaculizan los mercados, permitiendo así inaugurar nuevos ciclos de producción de mercancías; y es también un pretexto, dada la interrupción de la producción y el comercio, para la consiguiente paralización de fábricas y despidos relacionados, para reprimir las condiciones sociales del proletariado de las que teme su reacción. De hecho, toda crisis económica se refleja directamente en las relaciones sociales: se multiplican los cierres de fábricas, los despidos, aumentando así el desempleo y la incertidumbre, provocando tensiones sociales que también involucran a capas cada vez más amplias de la pequeña burguesía urbana y de zonas rurales arruinadas por una crisis que también cae pesadamente sobre sus cabezas.

La burguesía, para seguir dominando la sociedad a pesar de las crisis, no puede dejar de afinar todas las herramientas que le permitan incrementar el control social sobre las grandes masas, ¿y qué mejor pretexto puede encontrar, en una época en que los grandes Estados imperialistas no se enfrentan directamente, sino la «guerra» contra un «enemigo» invisible como un virus letal?

El Covid-19 ha jugado así un papel similar, si no más refinado, al peligro que representaba el terrorismo yijadista, un terrorismo con personas de carne y hueso, con sus símbolos identificables, con sus kalashnikovs y sus atentados, muy visibles. La persistente y generalizada campaña de miedo – verdadero terrorismo de Estado – que todos los gobiernos burgueses realizaron ante la rápida propagación de una pandemia que afectó a cientos de miles de personas en muchos países a la vez, fue un arma de propaganda excepcional que toda burguesía apoyó, exhibiendo hospitales atestados de enfermos y contabilizando un número cada vez mayor de muertos, justificando así la rápida adopción de toda una serie de medidas de control social que en tiempos «normales» habrían requerido infinitas dilaciones parlamentarias. No en vano, desde las primeras alertas sobre el peligro de la pandemia del Covid-19, no ha habido burguesía que no haya hablado de «guerra contra el virus». Restricciones, confinamientos, toques de queda y obligaciones de vacunación enmascaradas con la obligatoriedad de los pases verdes han tenido lugar, incluso en el ámbito laboral bajo el chantaje de la suspensión salarial a los no vacunados (o no «tamponados»); y la consecuente militarización de las ciudades que puso en marcha no solo a la policía y al ejército, sino también a los llamados «funcionarios públicos», desde hospitales hasta oficinas públicas, escuelas y, posteriormente, centros comerciales, bares, restaurantes, transporte público, cualquier lugar donde la gente se reúna por pasatiempos o entretenimiento. La tecnología adoptada para proporcionar a cada persona un QR o un código de barras no solo ha facilitado la identificación personal de cada persona por parte de las administraciones públicas (incluidos los fiscales y los policías), sino que ha permitido al Estado obligar a cada oficina pública, cada empresa, cada pequeño o gran empresario, organizar con personal propio el control de todos aquellos que quisieran entrar, para trabajar, para consumir servicios, para comprar o para hobbies. Así, se ha creado una multitud de controladores sociales no remunerados, llamados a hacer cumplir las exigencias emitidas por el gobierno y, además, sujetos a sanciones si son sorprendidos por no haber verificado el «green pass» (pase sanitario) de los usuarios.

No sólo los hechos concretos, sino también la propaganda burguesa, demuestran que la prioridad para la clase dominante no es la salud pública, sino el interés económico-financiero y el control social. Por otra parte, no todo burgués lo ocultó: el objetivo siempre ha sido el de la superación de la crisis, el de la recuperación económica, para lo cual se dictaron todas las ordenanzas y decretos que hicieran falta. La sociedad burguesa, así como no previene los llamados desastres «naturales» (incendios, inundaciones, deslizamientos, etc.) que en cambio provoca en noventa y nueve de cada cien veces, y no previene las nefastas consecuencias de los verdaderos fenómenos naturales como los terremotos, ni siquiera previene las epidemias aun cuando conoce sus elementos patógenos. Lo hemos demostrado mil veces: el capitalismo es la economía del desastre; con los desastres es el beneficio capitalista quien gana y, en consecuencia, los poseedores de los medios de producción, es decir, los capitalistas que, por otra parte, nunca dejan de hacer la guerra para apoderarse de cuotas de mercado, de contratos, de territorios económicos, unos contra otros, unos con capital, otros con armamento, unos con medios de producción e intercambio, otros con influencia política y organizaciones sociales, unos con bandas paramilitares, otros con poder político y estatal, pero siempre dispuestos a aprovechar los «desastres naturales» para derrotar a los propios competidores...

Tenemos, pues, que ante una pandemia potencial como la del Sars-CoV2, la actitud de la burguesía transforma esta potencialidad en fuerza cinética; para hacer esto, en realidad, no espera a que estalle la epidemia, también porque no puede saber qué epidemia será, a menos que haya una fuga de virus o bacterias de los laboratorios donde se realizan investigaciones y diversos experimentos – pero sabe que la desorganización sistemática de la prevención actuará como base de apoyo para que la epidemia se propague y frente a la cual puede intervenir tanto a nivel económico para obtener ganancias fáciles que de otro modo no obtendría, como a nivel social, sometiendo a la población, y al proletariado en particular, a las exigencias más generales del control social burgués. Todo esto no quita que tal o cual gobierno burgués pueda ser sorprendido por hechos inesperados. Nuestra posición no es conspirativa, sino que se basa en una dinámica social que va más allá de la conciencia y el control real de la clase burguesa dominante sobre su propia sociedad. Las determinaciones materiales generadas por la sociedad burguesa moderna son tales que la burguesía, como argumentaba el Manifiesto del Partido Comunista de Marx-Engels, después de haber «creado por arte de magia tan poderosos medios de producción e intercambio», se asemeja «al mago que ya no logra dominar los poderes del inframundo evocados por él»; poderes del inframundo que no son más que un desarrollo extraordinario pero caótico de las fuerzas productivas, conservadas dentro de los límites de formas de producción que, en cierto punto, se oponen a ese desarrollo, sumiendo en la crisis a toda la sociedad. La crisis sanitaria actual, así como las crisis sanitarias anteriores, son el resultado de factores económicos y de crisis económicas. La prevención no se hace sólo para conocer los fenómenos y sus desarrollos a los que se deben enfrentar; también se compone de medidas concretas con las que se protege eficazmente la vida social de los seres humanos, en su mayor parte, de las consecuencias nocivas de los fenómenos naturales que el hombre aún no es capaz de dominar. Es claro que, por otro lado, si las estructuras de salud pública existentes en un país se han reducido considerablemente para dar lugar a estructuras de salud privadas, y si toda la cadena de salud pública (desde el equipamiento hospitalario hasta el personal médico y de enfermería, pasando por cierta disponibilidad de todo lo necesario en cuanto a terapias intensivas y subintensivas, medicina local, etc.) ha sufrido recortes cada vez más notorios a lo largo de las décadas, ante una epidemia como la del Covid-19 que provoca miles de infecciones graves en muy poco tiempo, no sólo esas estructuras públicas estarán en crisis, sino que ellas mismas se convierten en lugares de muy fuerte contagio y mortalidad.

Pero una vez que se ha desatado la epidemia de un nuevo coronavirus y la salud pública ha mostrado su ineficiencia e ineficacia, ¿qué hace la burguesía dominante?

Apela al «enemigo invisible», a la necesidad de que todos los ciudadanos se adapten a las medidas que toma y tomará el gobierno porque el Estado es el único organismo que tiene la capacidad y la fuerza para centralizar todas las decisiones a diferentes niveles, salud, económicos, administrativos, políticos y militares. El llamado a la «unidad nacional» es ya un clásico; la burguesía toca el estribillo de siempre: el peligro afecta a todos, especialmente si es una epidemia... Naturalmente, en casos de este tipo, la ciencia está llamada a dar su precioso aporte, en términos de investigación, de terapias, de protocolos a seguir, de fármacos y por supuesto de las vacunas. Pero, como se ha demostrado desde el inicio de la pandemia, la ciencia burguesa y, con ella, el Estado, para servirla, se ha centrado directamente en las vacunas. Al arma propagandística del miedo a morir por un poderoso virus desconocido, se contrapuso otra arma propagandística, la de la vacuna, transformada en la única «prevención» posible. Sin entrar aquí en una disquisición médico-científica, es evidente que la burguesía necesita saber lo justo que le permita justificar las medidas económicas y sociales que toma y tomará para que la máquina productiva nacional y las ganancias vinculadas a ella sean capaces de recuperar su vigor. Tal como se comporta con los trabajadores que se enferman, intoxicados durante años en ambientes de trabajo nocivos, fatigados por jornadas y ritmos de trabajo muy pesados, para que vuelvan a trabajar lo antes posible tratando la mayoría de los síntomas con medicamentos que generalmente tienen efectos temporales, y poder seguir explotándolos para arrancarles esa plusvalía que es lo único que mantiene vivo el dominio burgués y el modo de producción capitalista; así se comporta la burguesía con la ciencia, en este caso médica, a la que pide soluciones rápidas y suficientemente eficaces al menos en un plazo breve, para poder salir cuanto antes de la crisis económica que la pandemia ha agravado.

A lo largo del tiempo, ante epidemias virales o bacterianas, la investigación siempre ha necesitado probar fármacos en un gran número de seres humanos para establecer si estos fármacos hacen su trabajo o no; más aún si el fármaco es una vacuna. Los mismos virólogos, que en los últimos dos años se han convertido en estrellas de la televisión, argumentaron que se necesitaban al menos un par de décadas para encontrar una vacuna efectiva. Pero la presión de los intereses burgueses ha sido tan fuerte en los últimos años que cualquier investigación en este campo tenía que dar resultados en el menor tiempo posible. Y, nuevamente en interés de la burguesía, los mismos virólogos que primero expresaron dudas sobre las vacunas producidas demasiado rápidamente, luego defendieron la tesis de que la ciencia moderna, gracias a métodos avanzados de experimentación y gracias al enorme flujo de capital público y privado, pudo acortar los tiempos de investigación y producción de las vacunas milagrosas... De esta forma, los diez o veinte años necesarios para encontrar una vacuna eficaz, pasaron silenciosamente a poco más de un año...

La competencia entre potencias imperialistas se volvió tan aguda que ningún país deseaba permanecer en recesión por mucho tiempo: perdería no solo ganancias inmediatas, sino oportunidades de mercado cercanas y futuras. No en vano, la América de Trump acusó a China de haber retrasado deliberadamente la información que ya tenía sobre esta nueva epidemia de Sars-CoV2 para desarrollar al máximo sus negocios antes de que la epidemia se convirtiera en pandemia y obligara a otros países a detener su producción y su comercio con el resto del mundo... No en vano, la América de Biden siguió planteando la hipótesis de una fuga desde los laboratorios de Wuhan de este coronavirus, acusando a China de haber falseado el origen de la epidemia, de lavarse las manos en torno a las causas directas y rastreables de su evolución y propagación, dirigiendo la atención de la ciencia mundial sobre las zoonosis, sobre el salto de especie de animales salvajes al hombre a través del consumo humano de carne de animales salvajes... Todo sirvió, no importaba qué acusación era la correcta, para construir una campaña de miedo mundial, similar a las campañas de peligro de guerra mundial como las que se han montado durante la guerra ruso-ucraniana que lleva más de 8 años y que en los últimos meses se ha convertido descaradamente en una agresión de Moscú para apoderarse de otro pedazo de Ucrania después de Crimea y liberarla de la influencia militar euroamericana.

En verdad, la insistente campaña de miedo lanzada en marzo de 2020 fue acogida positivamente por gran parte de la población y del proletariado (salvo algunas huelgas que finalmente permanecieron aisladas y no funcionaron como mecha para una lucha más generalizada); así, llegado el momento, la burguesía pudo sustituir la campaña de miedo que duró dos años por una campaña que puso en primer plano la esperanza de salir del túnel gracias a la vacuna milagrosa. Milagrosa, porque en lugar de diez o veinte años, se necesitaron 10-12-16 meses para tener ya cientos de millones de dosis disponibles. Las principales farmacéuticas del mundo, que evidentemente trabajaban en esta vacuna desde 2003 tras la aparición del primer Sars-CoV, se presentaron en escena con la «solución» a todos los males. Pfizer-BionTech, AstraZeneca, Johnson & Johnson, Moderna, etc., y con ello las vacunas chinas de Sinovac y Sinopharm y la rusa Sputnik, se han convertido en los protagonistas indiscutibles de la «batalla final» contra el Covid-19. El llamado a la unión nacional de todas las burguesías se ha fortalecido aún más en la medida en que la Unión Europea se ha declarado el único centro capaz de comprar y distribuir cientos de millones de dosis de la vacuna anti-Covid-19 a favor de los países miembros: la Unión Europea, como si esta fuera una multinacional con almacenes propios utilizados para el suministro, pero a un precio elevado, de las vacunas milagrosas...

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La civilización burguesa y su inexorable putrefacción

 

¿Qué hicieron los gobiernos cuando apareció la nueva epidemia?

Cada gobierno se lanzó en busca del «paciente cero» de su país, sin éxito. En China se han ocultado al mundo los primeros infectados y las primeras muertes a causa del Sars-CoV-2; se spo a finales de diciembre de 2019 que se trataba, en realidad, de un nuevo coronavirus, denominado Covid-19. Muchos meses después se sabrá que este virus circulaba en China desde al menos septiembre de 2019; se había identificado en Wuhan, una gran ciudad industrial en la provincia de Hubei, ubicada en la confluencia del río Han con el río Azul; una metrópolis industrial de 11 millones de habitantes que abastece de mercancías a todo el mundo, en conexión permanente con Europa, América y por supuesto Asia. Como antaño, el Sars-CoV2, gracias a los muy frecuentes viajes comerciales que llegan a todo el mundo desde China, y en especial a las metrópolis occidentales, se ha extendido fácilmente por el planeta, trayendo consigo su carga viral y su carga mutante natural, útil para superar los diversos obstáculos que se interponen en el camino de su replicación. Es un virus que se propaga por el aire, por lo tanto menos detectable, menos controlable que muchos otros; y ama las grandes reuniones de invitados, las colonias de murciélagos en cuevas o las masas de humanos amontonados en las metrópolis.

Los virus son parásitos, viven y prosperan replicándose principalmente en animales, en su mayoría salvajes y, mediante el salto de especies, también pueden llegar a los humanos. El entorno natural ha sido su mundo durante miles de millones de años; aprendieron a sobrevivir pasando de un animal a otro, transformándose continuamente para poder sobrevivir y reproducirse. Y mientras el animal sea salvaje y siga viviendo en su medio salvaje, adaptándose a lo que le ofrece el medio específico en el que nace y se desarrolla, también es capaz de producir los anticuerpos necesarios para su inmunización; es la selección natural la que elimina a los ejemplares más débiles y a los que no encuentran el medio adecuado para su supervivencia. Sucede en el reino vegetal y en el reino animal, así como en el reino de los parásitos.

Pero el desarrollo milenario de las sociedades humanas ha roto el dominio absoluto del medio salvaje, modificándolo y reduciéndolo para dar cabida al medio social humano. Las sociedades divididas en clases que han marcado la historia del desarrollo social humano, al tratar de encontrar, continuamente, un equilibrio entre su propio desarrollo y el entorno natural, y teniendo que sufrir las fuerzas de la naturaleza como fuerzas dominantes, desarrollaron necesariamente sus propias fuerzas productivas que no podían dejar de trastornar, en diversos grados y parcialmente, el medio natural en el que actuaban. La fuerza disruptiva de la industria moderna con la que la sociedad capitalista se ha impuesto a nivel planetario, mientras por un lado, en pocos siglos, desarrolló sus fuerzas productivas como nunca antes, conquistando tierras, mares y cielos, llevando las habilidades y conocimientos técnicos del hombre a niveles antes desconocidos, por otro lado, y precisamente en virtud de las leyes de la ganancia capitalista como motor del desarrollo social burgués, estas mismas fuerzas productivas fueron orientadas en un volante que regularmente escapaba al control de las clases dominantes burguesas. La misma ambición humana de controlar las fuerzas de la naturaleza para beneficiarse de ellas para su propia supervivencia y bienestar – utilizándolas en la actividad industrial y agrícola, como el viento, el movimiento de las olas, la fertilidad del suelo o la extracción subterránea de minerales, metales, gases o hidrocarburos – en realidad chocaron con la organización económica y social fundamentalmente depredadora que el capitalismo ha llevado al máximo, para hacer que, tanto el medio ambiente humano como el entorno natural, sean cada vez más tóxicos y tendencialmente inhabitables.

La ciencia, es decir, el conocimiento de las leyes de la naturaleza de la que también forma parte el hombre, siempre, inevitablemente, se ha inclinado hacia los intereses de las clases dominantes, en toda sociedad dividida en clases, por lo tanto también en la sociedad burguesa. Es indiscutible que, en la época de la burguesía revolucionaria, la ciencia tuvo un desarrollo extraordinario; pero es igualmente indiscutible que las investigaciones y los resultados de la ciencia, en el curso del desarrollo del capitalismo que transformó a la clase burguesa de revolucionaria en conservadora y, finalmente, en clase reaccionaria, son investigaciones y resultados cuyo interés – y cuya propiedad física e intelectual – de ninguna manera es general ni está por encima de la división social en clases opuestas, sino que es exclusivamente capitalista, por lo tanto plegados a la ganancia capitalista. Como lo demuestra ampliamente el curso del desarrollo del capitalismo, la incesante industrialización de la producción y el intercambio tiene como objetivo potenciar el capital que se invierte en los diversos sectores económicos. El resultado, por lo tanto, no es sólo un límite que el capitalismo genera para sí mismo en términos de desarrollo de las fuerzas productivas, sino también un gigantesco y anárquico derroche de productos-mercancía y de fuerza de trabajo-mercancía ya que los ciclos de producción y distribución dependen de los mercados donde se colocan y venden las mercancías. Cuando las mercancías más diversas ya no encuentran salidas rentables en los mercados, es decir, ya no pueden venderse a precios que garanticen una tasa de ganancia media, los mercados entran en crisis, la sociedad burguesa en su conjunto entra en crisis y se enfrenta a un período de destrucción de las fuerzas productivas (capital, mercancías y trabajo asalariado) que ella misma había desarrollado.

La ley de la ganancia abarca cualquier campo económico, cualquier actividad humana, desde la producción de mercancías hasta la reproducción de los hombres, y concierne a todos los campos de la vida social humana, por lo tanto también a la salud. La crisis, que en el capitalismo desarrollado es una crisis de sobreproducción – demasiadas mercancías que quedan sin vender, demasiados hombres sin salario que no pueden encontrar un trabajo para sobrevivir – se puede superar bajo dos condiciones: o la clase dominante burguesa aplica los medios más drásticos tales como eliminar las mercancías no vendidas, eliminar las actividades no rentables, en la producción, el comercio, los servicios, las instituciones (cerrar fábricas, obras, oficinas, almacenes y tiendas, hospitales, estaciones, despedir trabajadores y arrojar a la calle a una parte considerable de la población, manteniéndola, si es un país rico, con lo mínimo necesario para no morir de hambre), o enfrenta conflictos con las burguesías competidoras con medios de guerra, para arrebatarles los territorios económicos y los proletarios (los mercados de bienes y la fuerza de trabajo) para ser explotados en  propio y exclusivo beneficio.

El conflicto bélico es, en efecto, una de las «soluciones» para las que se preparan todas las burguesías, y preparan ideológica, política y materialmente a su proletariado para regimentarlo en defensa de la «patria», en vista de aquellos períodos en el que los mutuos y contrastantes intereses en conflicto ya no son compatibles. En este sentido, la paz burguesa prepara la guerra burguesa; y la extensión de la guerra no depende de la voluntad de gobernantes más o menos sedientos de poder, sino de los efectos materiales (por lo tanto económicos, financieros, políticos y sociales) que producen las crisis del capitalismo. Toda «guerra» que libra la burguesía – de competencia económica, financiera, política y de propiedad intelectual privada como las patentes en cualquier campo, por lo tanto también en el campo farmacéutico – es una guerra que prepara a la burguesía para un conflicto armado.

Así como el capitalista controla su propia empresa y todos los que trabajan en ella, así el Estado burgués controla la vida social en general con los medios que le son propios: las leyes, el poder judicial, los tribunales, la policía, las prisiones, las fuerzas armadas. Donde no llegan las leyes, llega la policía o el ejército, pero su interconexión es alimentada por el interés que une a cualquier fracción burguesa: la defensa del poder burgués sobre la sociedad, la defensa de la economía capitalista y su modo de producción porque es en esta economía específica que la clase burguesa se ha vuelto dominante y puede seguir dominando. Las crisis económicas y las crisis bélicas destruyen mercancías, capitales, medios de producción y transporte, edificios, fábricas, redes viales y ferroviarias, puertos y aeropuertos, ciudades enteras, humanos por millones, arruinando sectores enteros de la población, pero no destruyen el modo de producción capitalista, no destruyen la sociedad burguesa y por lo tanto las relaciones de producción y de propiedad burguesas gracias a las cuales, después de los desastres económicos y sociales que arruinan sectores enteros de la población, después de los desastres económicos y sociales producidos por las crisis y las guerras, el capitalismo recobra su «juventud», reconstituyendo ciclos económicos y financieros que inexorablemente conducirán a nuevas crisis y a nuevos enfrentamientos bélicos.

Por otro lado, ¿qué ha sucedido después de la Segunda Guerra Mundial? Durante los llamados treinta años de gran expansión económica posteriores a 1945, el capitalismo se desarrolló, sí, pero no sin crisis ni guerras; crisis locales y guerras locales, pero que, al final de un ciclo de expansión en el que han crecido los poderes de los viejos países imperialistas y la competencia entre ellos para apoderarse de viejos y nuevos mercados y en el que se han desarrollado nuevos poderes imperialistas ampliando el número de competidores imperialistas y, por lo tanto, aumentando los contrastes, terminó en una crisis mundial en 1975. Cada una de estas crisis, y la propia crisis mundial de 1975, han sido superadas por las burguesías de cada país con una serie de intervenciones socioeconómicas que las han unido en una especie de autolimitación que, como se argumenta en uno de nuestros escritos básicos de partido (Fuerza, violencia y dictadura en la lucha de clases, 1946-48) (3), «lleva al capitalismo a nivelar la extorsión de la plusvalía en torno a un promedio». Esta autolimitación consiste en la adopción de «temperamentos reformistas defendidos por los socialistas de derecha durante muchas décadas», reduciendo así «los picos más agudos de la explotación patronal, mientras se desarrollan las formas de asistencia social material» (léase: «amortiguadores» sociales, como medidas que calman las necesidades más apremiantes de las grandes masas). ¿Esta «autolimitación» en la extorsión de la plusvalía ha sido suficiente para alejar del horizonte burgués las crisis, las  guerras, los contrastes inter burgueses, las tensiones sociales, la lucha obrera? No, pero han permitido a los poderes burgueses rebajar las clásicas reivindicaciones de clase del proletariado, facilitando la labor de colaboración entre las clases que, como marxistas, sabemos que es la mejor arma en manos de la burguesía para debilitar el impulso de lucha y organización de clase de las masas proletarias.

Desde el punto de vista de las crisis periódicas en que se encuentra, se puede decir que el capitalismo, para desarrollarse y mantenerse vivo, necesita crisis, tanto más si son crisis de guerra, porque se elimina la sobreproducción, el mercado se «libera» de los bienes no vendidos, mientras que en el sector de la producción – y en consecuencia en el sector de la distribución – las empresas más fuertes resisten, las más débiles tienden a desaparecer o desaparecen definitivamente. Los capitalistas dan por sentado que la crisis de su economía traerá a las masas proletarias una crisis mucho más dramática de la que sufren. Desde su punto de vista ya han hecho su parte, autolimitando la extorsión de plusvalía al trabajo asalariado; los proletarios, por tanto, «deben» hacer su parte, es decir, aceptar los sacrificios que exige la defensa de la economía capitalista, en espera de la «reanudación económica» en la que podrán volver a la «normalidad» anterior a la crisis. Pero esta «normalidad» no es más que la expresión de una explotación que no se desvanece, por el contrario, una explotación que liga aún más la vida social del proletariado a la vida social de la burguesía, haciendo depender la vida de los proletarios de una colaboración social que llamamos precisamente colaboración de clase, en la que los intereses específicos de la clase proletaria se confunden totalmente con los intereses de la clase burguesa, al punto de ser irreconocibles. Entonces, por el bien del país, la economía nacional, la economía corporativa, la democracia, los sacrificios requeridos e impuestos a la clase proletaria representan lo que le debe a la sociedad burguesa para tener acceso a las redes de seguridad social, para tener un trabajo, para poder sobrevivir. La visión de la burguesía no cambia, con crisis o sin ellas.

¿Cómo encaja el tema de la pandemia y la salud en todo esto?

En la sociedad burguesa, si bien la clase dominante separa y divide un sector de actividad de los demás, una familia de las otras, un individuo de todos los demás, considerando la sociedad como un solo grupo «humano» en el que cada uno de sus miembros tiene la posibilidad de ser excelente y superarse, de encontrar «el propio camino», de realizar los propios deseos; en una sociedad donde la dominación material real está dada por el modo de producción capitalista sobre la base del cual la sociedad se ha dividido no en muchos individuos diferentes entre sí, sino en clases sociales con intereses de clase totalmente antagónicos, toda cuestión es una cuestión social. Desde entonces, con el capitalismo la producción material se desarrolla a través del trabajo asociado, y mediante la creación de masas de trabajadores asalariados, sometiendo a toda la sociedad a relaciones de producción y de propiedad burguesa caracterizadas por la posesión totalitaria de los medios de producción y de cambio por parte de los burgueses y de la posesión de solamente la fuerza de trabajo por parte de la clase proletaria, cada problema, cada cuestión es una cuestión social. Por ello, la burguesía, en su relación con la clase del proletariado, no deja nada al azar. En esta relación, como en toda relación social, rige la ley de la fuerza. Por la fuerza, la clase burguesa impuso su poder derrocando los poderes de las clases dominantes anteriores; esa fuerza, desde el punto de vista histórico, era una fuerza revolucionaria y el proletariado ya existente, aunque todavía no políticamente independiente, era uno con la burguesía contra el feudalismo en Occidente, contra el despotismo asiático y la esclavitud en Oriente. Por la fuerza la burguesía ha impuesto sus leyes, ha doblegado el mundo a su poder de clase, ha creado una sociedad a su imagen y semejanza. Por la fuerza mantiene el poder político y económico sobre la sociedad a pesar de que el desarrollo del capitalismo ha perdido por completo su poder revolucionario, transformándolo en un poder reaccionario. Y una de las demostraciones de este poder reaccionario se encuentra precisamente en la ciencia que se ha conformado completamente a los intereses de la clase dominante. Por otra parte, todo lo que va bajo los nombres de civilización, cultura, valores, ideales, no es más que la expresión de los intereses de clase de la burguesía, intereses que reconducen a todo descubrimiento técnico y científico, a todo impulso de reconsideración y crítica, los valores grabados en las leyes y constituciones existentes, todo intento de cambiar las relaciones sociales y la relación con la naturaleza, al nodo central de la sociedad: ¿cómo enfrentar y superar las contradicciones cada vez más agudas que se manifiestan en la sociedad burguesa poniéndola sistemáticamente en crisis?

La respuesta se sabe desde que el marxismo definió el curso histórico del desarrollo de la sociedad burguesa como un curso histórico marcado por un comienzo y un final, un curso histórico que pasa por una larga fase revolucionaria, una igualmente larga fase de conservación y una fase de reacción – por tanto, lo contrario de todo progreso humano – cuya duración depende de esa lucha de clases que los mismos burgueses descubrieron por primera vez: la lucha entre la clase burguesa, dueña de todo, y la clase proletaria dueña únicamente de la fuerza de trabajo, sin cuya explotación la burguesía no tendría el poder que tiene y el capitalismo entraría en crisis mortal. En conclusión, es a través de la lucha de clases del proletariado que es posible enfrentar y resolver todas las contradicciones de la sociedad burguesa; una lucha que sólo puede apuntar al poder central, al poder político con el que la clase burguesa domina la sociedad y defiende su dominación social. Pero las enormes contradicciones que emergen en el manejo de la salud pública en todo país capitalista avanzado demuestran que el antagonismo de clase entre la burguesía y el proletariado no es un hecho episódico, mucho menos una invención de los comunistas, sino la característica de las relaciones sociales en la sociedad burguesa. Incluso durante la pandemia trascendió que las muertes concernían en la abrumadora mayoría de los casos a miembros del proletariado y del populacho, ya afectados por patologías previas y por lo tanto ya debilitados ante tan letal enfermedad. De hecho, no es casualidad que la salud pública, dedicada en la mayor parte de sus servicios a la población y al proletariado, sea sistemáticamente debilitada en favor de la sanidad privada dedicada con sus servicios retribuidos sobre todo a la mediana y gran burguesía.

Si la civilización burguesa ha de ser evaluada por el grado de eficiencia en la prevención de enfermedades por parte de la salud pública, es fácil decirlo: es la civilización de la enfermedad y la muerte, no de la vida...

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La crisis sanitaria forma parte de la crisis económica capitalista

 

Los años de la pandemia del Covid-19 han sido sin duda años de crisis social y económica. En realidad, la crisis sanitaria se ha superpuesto a una crisis económica ya en curso, agravándola, convirtiéndola en una crisis económica a nivel mundial. En todos los países, con la reducción del PIB de varios puntos bajo cero, se ha producido inevitablemente la eliminación de diversas empresas, especialmente pequeñas y medianas, y de muchos puestos de trabajo, lo que ha agravado la situación social de las masas proletarias que ya afrontaban el trabajo precario y el trabajo ilegal, aumentando considerablemente el desempleo; y nada podían hacer los gobiernos, como en Italia, que declaraban el bloqueo de los despidos solo por el período considerado de «emergencia»... A dos años de las restricciones sociales justificadas por la pandemia, las estadísticas burguesas registran los puntos positivos de la reanudación     económica y la más que floreciente tendencia de las bolsas de valores en todo el mundo; una tendencia que ninguna institución burguesa tiene el coraje de dar por cierta por demasiado tiempo. Demasiados contrastes se han acumulado en los últimos treinta años, demasiadas guerras locales que han involucrado directamente a las grandes potencias imperialistas, han provocado desastres materiales y humanos, con migraciones masivas que se han derramado sobre los países de opulencia capitalista, desde Estados Unidos hasta Europa occidental, tratando de evitar los disparos de los guardias fronterizos y los muros levantados en las fronteras, impiden pensar en un futuro de paz y bienestar. Mientras tanto, la opulencia capitalista no puede ocultar el aumento de las muertes en el trabajo, el aumento de la precariedad laboral y del desempleo, especialmente de los jóvenes, las mujeres y los mayores de 50 años, y el abaratamiento real de los salarios frente al alto costo de la vida.

La crisis social generada por la pandemia, sin embargo, permitió que el poder burgués adoptara rápidamente, casi siempre sin pasar por largas discusiones parlamentarias, toda una serie de medidas destinadas específicamente a acostumbrar a la población, y al proletariado en particular, a obedecer las órdenes dictadas por el gobierno. Estas medidas, al bloquear el movimiento de las personas y la posibilidad de reunirse, obligándolas a realizar toda una serie de actos individuales, aislando materialmente a cada persona de la vida social – salvo a los asalariados de los sectores económicos considerados «esenciales», que en cambio tenían que ir a trabajar aunque en condiciones de total inseguridad – y que, al someterlos a una campaña de miedo llevada diariamente a todos los hogares a través de los más diversos medios de comunicación, de la televisión a la radio, del papel a los medios informáticos, fueron aterrorizados ante la sola idea de reunirse con familiares y amigos, eran medidas destinadas a un control general y selectivo de toda la población, como lo demuestra fácilmente la posterior imposición de vacunas y pases sanitarios. Y, mientras las empresas farmacéuticas que han fabricado las distintas vacunas adoptadas por miles de millones en dosis especialmente en países industrializados – y más allá de su efectividad no solo para no matar al Covid-19, sino también para prevenir reacciones adversas a corto y largo plazo – han acumulado en solo dos años ganancias gigantescas, lo cierto es que, salvo algunos episodios aislados, las burguesías de todos los países han elogrado evitar tener que hacer frente a tensiones sociales que podrían haber llevado a la lucha a masas muy numerosas de proletarios afectados por el desempleo, la precariedad laboral y la precariedad vital en general, incluyendo la discriminación social en materia de atención médica.

En ausencia de organizaciones proletarias clasistas de defensa inmediata, esto es, en ausencia de luchas de clase del proletariado, no se podía esperar una respuesta general de signo proletario a esta ulterior y generalizada presión social. Los proletarios que han tratado de rebelarse contra estas restricciones y este control social – en virtud del trabajo oportunista realizado durante décadas por el colaboracionismo sindical y político, y dado el aislamiento real en el que siempre se han encontrado los proletarios combativos que han luchado fuera de las directivas del esquirolaje sindical – fueron atraídos por los movimientos interclasistas que, caracterizados por consignas como «no vax», «no vacunación obligatoria», «no green pass», aupaban la protesta ya que sus actividades comerciales, artesanales o de pequeña industria se vieron afectadas por las medidas gubernamentales, arriesgándose así a perder sus privilegios sociales.

No hay que olvidar, en efecto, que la burguesía tuvo, después de todo, una tarea bastante fácil al imponer un control social reforzado, porque el control social ya existía desde hace algún tiempo y es el que vienen ejerciendo desde hace décadas, en nombre del poder burgués, los sindicatos colaboracionistas y los partidos reformistas. A los proletarios de los países capitalistas avanzados se les brinda la posibilidad de acceder, como hemos mencionado, a un castillo de amortiguadores sociales que, en principio, los defiende de caer repentinamente en la miseria y el hambre. Este hecho alimenta fuertemente la colaboración de clases; una colaboración que necesita mediadores reconocidos por ambas partes, o al menos mediadores capaces de garantizar a los proletarios, pero sobre todo a las capas proletarias mejor pagadas, una defensa de sus pequeños «privilegios» frente a la masa de proletarios, tanto indígenas como de otras nacionalidades, que en cambio están a merced de la precarización, el trabajo ilegal, las contrataciones ilegales y el desempleo. Y es indiscutible que el clima social generado por la pandemia, y por el uso que la clase burguesa dominante ha hecho de la pandemia, ha bloqueado aún más el empuje proletario a organizar una respuesta en el terreno de la lucha por sus intereses inmediatos, rebelándose contra las medidas que aplastaban a los proletarios en la impotencia general.

Está claro para todos que los intereses de cada capitalismo nacional han chocado con los intereses nacionales de todos los demás Estados, más allá del interés común europeo de proporcionar a cada país miembro de la Unión Europea las dosis de vacuna consideradas indispensables para vacunar a una parte suficientemente importante de la población y, en particular, someter al proletariado a la vacunación obligatoria a través del chantaje para acceder al lugar de trabajo, a la exhibición del green pass. De hecho, cada Estado ha tomado decisiones y medidas diferentes, pero siempre de acuerdo con la continuidad de la producción y los intercambios en los mercados internacionales, siempre atentos a la competencia capitalista que nunca ha desaparecido, sino que en cierta medida se ha agudizado.

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La pequeña burguesía y el interclasismo, linfa de la colaboración de clases

 

Ha habido rebeliones y protestas contra las medidas restrictivas de los gobiernos y en particular contra la obligatoriedad de vacunación y el green pass, identificados como dos imposiciones insoportables a la tan proclamada «libertad individual», sí, pero de carácter interclasista. El interclasismo es una política típicamente pequeñoburguesa con la que la pequeña burguesía busca ganar a las masas proletarias para su causa. El interclasismo es el alma de la colaboración de clases, porque a través de él se trata de empujar a los proletarios a asumir como suyas la defensa de los privilegios sociales de la pequeña burguesía y, a través de ella, los intereses generales de la burguesía dominante. El cebo utilizado por la pequeña burguesía para involucrar a los proletarios en su defensa consiste en la idea de que los privilegios sociales que poseen los pequeños burgueses también pueden ser conquistados por los proletarios; privilegios sociales que se pueden resumir esencialmente en reservas materiales (bienes inmuebles, terrenos, letras del Tesoro, cajas de ahorro, seguros, etc.), que se sumarían a esa especie de «garantías sociales» que representan los amortiguadores sociales.

Esto no quiere decir que la pequeña burguesía no tenga intereses inmediatos que muchas veces contrastan con los de la gran burguesía, porque la actividad industrial, agrícola y comercial de las pequeñas y medianas empresas depende de bancos, instituciones financieras y del espacio que la gran industria, el gran comercio, las grandes empresas en general dejan a las pequeñas y medianas empresas; espacio y «libertad» de producción y comercio legal que, si bien se reduce abrupta y dramáticamente a cada crisis económica, abre un «espacio» diferente para la producción y el comercio ilegales. En la historia del capitalismo, la pequeña burguesía siempre ha tenido que sufrir períodos de ruina durante las crisis económicas y financieras y, sobre todo, durante las crisis de guerras, especialmente si estallan en su propio país; los pequeños burgueses arruinados se precipitan irremediablemente en la proletarización; al perder o reducir sustancialmente una gran parte de sus reservas materiales, deben sobrevivir vendiendo su fuerza de trabajo como se ven obligados a hacer los proletarios. Por supuesto, gracias a su profesionalidad, su nivel de educación y sus trabajos anteriores difícilmente terminan siendo trabajadores no calificados o mandaderos; al encontrar empleo, les es más fácil incorporarse a las filas de esa «aristocracia obrera» ya abundantemente presente en todos los países capitalistas avanzados, o a las filas de las organizaciones criminales. Queda el hecho de que, aunque caigan en la proletarización, los pequeños burgueses traen consigo hábitos, prejuicios, creencias, actitudes que siempre los han caracterizado y en los que basan su esperanza de volver – después del brutal período de la crisis – a sus privilegios sociales precedentes. Por supuesto, como sucede en toda crisis económica y social, y como sucede con la gran burguesía, hay grupos de la pequeña burguesía que se benefician con la crisis (en el mercado negro o con la usura) y este hecho constituye una esperanza concreta para aquellos que, en cambio, se han arruinado de inmediato.

La pequeña burguesía es el estrato social que más fluctuaciones sufre en la sociedad tanto en términos de bienestar económico y social como en términos ideológico-culturales-políticos; por su interés económico y social, al estar dotada de reservas materiales, y por su posición social y su vida integrada a los mecanismos económicos y sociales del capitalismo, debe su bienestar al dominio burgués sobre toda la sociedad y, sobre todo, a la explotación del trabajo asalariado del que también es beneficiario. Sólo cuando la crisis económica arruina su posición social, precipitándola en la proletarización, se ve obligada a saborear lo que significa no ser más un «jefe», sino verse obligado como individuo a vender su fuerza de trabajo a un jefe que, con la crisis, no cae en desgracia.

La pequeña burguesía, en la jerga paternalista de la gran burguesía, es también llamada clase media, porque su posición en la estratificación social burguesa se sitúa precisamente entre la gran burguesía, la clase dominante y la clase obrera asalariada. Es un estrato social, en efecto, que proporciona a la sociedad burguesa y a sus instituciones, tanto públicas como privadas, la masa de burócratas e intermediarios de los servicios públicos a todos los niveles, en la industria, la agricultura y los servicios, en los ámbitos económico, financiero, cultural, político, administrativo, religioso, deportivo, militar. El hecho de que todos los mecanismos económicos y sociales de la organización social burguesa funcionen en la posición de quienes los manejan en nombre del capital le da al pequeño burgués la ilusión de ser indispensable para la sociedad, su orden, su buen funcionamiento y su desarrollo; a cambio exigen, sobre todo del Estado, privilegios, protección y defensa de su posición social. Cuando los privilegios, la protección y la defensa de su bienestar privado se pierden por la crisis económica, los pequeños burgueses recurren a las autoridades para que no olviden el servicio social que realizan, y si las autoridades hacen oídos sordos, empiezan a ladrar, a gruñir, se rebelan, organizan protestas y buscan aliados, casualmente en los proletarios porque los han visto tantas veces golpear y chocar con la policía, y reconocen en ellos una fuerza que la pequeña burguesía, acunada en un bienestar individual que la elevaba socialmente, no posee.

Para el marxismo la pequeña burguesía es una semi clase, no tanto porque su posición social se encuentre entre las dos clases principales de la sociedad, la gran burguesía y el proletariado, sino sobre todo porque no tiene un interés social e histórico claramente diferente al de la dos clases principales de la sociedad. Socialmente, es parte de la burguesía, y defiende las relaciones de producción, intercambio y propiedad del capitalismo de las que deriva sus privilegios sociales, pero los efectos de las contradicciones sociales de la sociedad burguesa y sus crisis la despojan de sus privilegios sociales, lo precipitan en las condiciones del proletariado con el que se ve obligado a compartir condiciones materiales, pero no comparte en absoluto intereses de clase. Oscila, por lo tanto, entre la ambición de mantener y mejorar su posición social de propietario y pequeño capitalista y la condición de proletario sin reservas tras haber sido arruinado por la crisis económica. Esta fluctuación también repercute a nivel ideológico y político, empujándola, según la situación histórica, a abrazar la causa de la gran burguesía o la causa del proletariado. Los hechos históricos han demostrado que sólo en un caso algunas capas de la pequeña burguesía abrazan la causa proletaria, aunque no para siempre: cuando la lucha de clase revolucionaria del proletariado muestra la posibilidad real de derrocar el poder político burgués, su Estado con todas sus instituciones, convirtiéndose en sí misma la clase dominante. En esta situación particular, el poder proletario, al derrocar toda una serie de medidas sociales burguesas que afectan tanto al proletariado como a la pequeña burguesía, muestra a la pequeña burguesía la necesidad de apoyar al poder proletario, o al menos en no tomar partido abiertamente del lado de la reacción burguesa; y no hay duda de que el terrorismo que el poder proletario aplica contra la clase burguesa y sus intentos de restauración es un disuasivo concreto incluso para grandes sectores de la pequeña burguesía que, incluso en la situación de victoria revolucionaria del proletariado, como lo demuestra la Comuna de París y, sobre todo, el Octubre ruso de 1917, tienden a apoyar a la clase burguesa en sus intentos de resistencia y restauración; por tanto esta semi clase constituye, en general, un enemigo de la clase proletaria, más allá de los elementos individuales que cruzan la fosa que los separaba de los intereses de clase del proletariado.

La pequeña burguesía, golpeada por la crisis económica, y en un período de ausencia de la lucha de clase del proletariado, siente estar automáticamente en el centro de la protesta, asumiendo en cierto sentido la dirección de las protestas contra el Estado que no la protege, como quisiera, de los efectos más duros de la crisis. Las protestas en los más diversos sectores necesitan símbolos suficientemente genéricos y consensuales para poder agregar a los pequeños burgueses que normalmente andan en sus asuntos personales, en competencia unos con otros, siempre dispuestos a aprovecharse de las desgracias de los demás. De esta manera se entiende por qué nacieron y se desarrollaron movimientos de protesta contra el aumento del costo de los combustibles, o bien para elevar los precios de ciertas materias primas para la industria alimentaria como la leche, o contra el aumento repentino del costo de la electricidad como sucedió en este período en el que estalló la guerra ruso-ucraniana. Los pequeñoburgueses, aunque golpeados y arruinados por la crisis económica, están demasiado apegados a la propiedad privada y a los privilegios sociales que se derivan del dominio del capital sobre el trabajo asalariado, como para no esperar recuperar su posición social una vez superada la crisis económica; por eso nunca abandonarán la esperanza de volver a sus condiciones de antes de la crisis económica, y es por esta esperanza, y por esta ilusión de muchos de ellos, que generalmente apoyan políticas encaminadas a la «reanudación económica» porque en este renacimiento ven la recuperación de su antigua posición social. Lo mismo ocurre también en la situación en la que sus privilegios sociales se han visto afectados por las severas restricciones (desde confinamientos hasta toques de queda y pases sanitarios) que los gobiernos han aplicado en este largo periodo de pandemia del Covid-19.

Las protestas y movimientos de calle contra el green pass y la obligatoriedad de la vacunación que el pase enmascara, tenían como principal objetivo la «libertad de circulación de las personas», la libertad de comerciar, de viajar, porque estas «libertades» permiten todas las actividades relacionadas a que prospere la producción y el comercio a pequeña escala. Gritar a la libertad individual violada, agitar la gran palabra de la libertad, sirvió y sirve sobre todo para fines mucho más prosaicos: si no entran los consumidores, entonces comercios, restaurantes, hoteles, la tienda, el restaurante, el hotel, la agencia de turismo, las agencias de viajes cierran, y la actividad pequeñoburguesa asociada a ellos simplemente se cancela. La libertad, tanto para la gran burguesía como para la pequeña burguesía, no es otra cosa que la libertad de comerciar, la libertad de llenarse los bolsillos de dinero, la libertad de mantener y ampliar la propiedad privada de los bienes raíces, la tierra, el capital, todas libertades que se basan en la explotación del trabajo asalariado, ya sea directa o indirectamente. Nada que ver con la emancipación social reivindicada por el proletariado en términos de clase, encaminada a dejar de depender la vida cotidiana de todo ser humano del mercado, de la producción de mercancías, de su intercambio y, por tanto, del capital.

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El arduo y largo camino de la reanudación de la lucha de clases

 

Durante décadas, el proletariado ha compartido con la pequeña burguesía la ilusión de poder mejorar su condición social aprovechando los mismos mecanismos económicos y políticos que utiliza la gran burguesía. Abrumados por el miedo a enfermarse, perder el trabajo, morir de Covid-19, la gran mayoría de los proletarios se han adaptado a las medidas que han impuesto los gobiernos. Incluso cuando el poder burgués, como en Italia, ha llegado a chantajear abiertamente a los proletarios obligándolos a presentar el pase verde para acceder al puesto de trabajo, lo que significaba la suspensión del trabajo y del salario, los proletarios no han encontrado fuerzas para reaccionar, y luchar (salvo algunos hechos aislados, como el intento de huelga de los estibadores de Trieste, que fracasó inmediatamente porque no utilizó los métodos y medios de la lucha de clases; por ejemplo, al trabajo ingresaban todos los que no adherían a la huelga). No sólo los grandes sindicatos tradicionalmente colaboracionistas han abrazado al mil por ciento el chantaje del gobierno, sino que también los llamados sindicatos alternativos, los llamados «combatientes», se han doblegado vergonzosamente a las órdenes emitidas por el gobierno exigiendo, como máximo, que los tampones para los trabajadores que no querían vacunarse fueran gratuitos.                                             

Sin organizaciones de clase, independientes de los poderes burgueses y de la política colaboracionista, el proletariado nunca podrá luchar eficazmente contra las medidas anti obreras y el chantaje, tanto del Estado como de los patrones. Pero la organización de clase sobre el terreno de la defensa inmediata nace sólo del empuje de la lucha obrera, empuje que no nace frío, sino que se genera por una situación social en la que las condiciones generales de la clase proletaria se vuelven insostenibles y en que la burguesía dominante – ella misma muy seriamente afectada por la crisis de su sistema económico y por la competencia de las burguesías extranjeras – ya no es capaz de satisfacer todas las necesidades elementales de la vida de las grandes masas proletarias. Mientras la clase dominante burguesa tenga la posibilidad, y la voluntad, de devolver una parte de la riqueza acumulada a la explotación del trabajo asalariado, para satisfacer las necesidades más urgentes de las grandes masas, el proletariado, que durante generaciones ha aceptado la defensa de la economía nacional, de la democracia, de las condiciones sociales en las que de hecho le está prohibido vivir, y que durante generaciones se ha acostumbrado a utilizar medios de protesta y de lucha que ni siquiera rasguñan los intereses generales y particulares de los capitalistas y de los sectores políticos de los que son sus voceros, siempre será una clase impotente, se parecerá cada vez más a las clases medias pequeño burguesas que hacen mucho ruido, pero no cambian nada.

Ante la situación generada por el Covid-19, los países capitalistas más avanzados han enfrentado la crisis sanitaria y la crisis económica conexa no solo con medidas restrictivas excepcionales, sino también invirtiendo miles de millones de dólares, euros, yenes, yuanes, rublos, tanto para amortiguar las penurias económicas de las empresas y, al menos, de los trabajadores, para dotarse de vacunas para la gigantesca campaña mundial de vacunación lanzada como arma decisiva para luchar y ganar la batalla al Covid-19, y para aliviar las situaciones más graves en las que han caído empresas y trabajadores. Este gigantesco flujo de dinero, decidido por Washington, la Unión Europea, Tokio, Pekín y seguramente también Moscú, le dio la idea a su propia población, y por tanto también al proletariado, de que el Estado no sólo puede intervenir en situaciones de profunda crisis, y no sólo interviene para salvar a los bancos y las empresas más importantes, sino que puede decidir intervenir en beneficio de toda la... comunidad nacional.

La aceptación por parte de las masas proletarias de soportar severos sacrificios en tiempos de crisis económica y en el período de la última crisis sanitaria – crisis que ha afectado especialmente a las masas trabajadoras de todas las edades, no sólo en términos de desempleo y precariedad, sino también de muertes en el trabajo y muertes por Covid-19, mientras que la muerte de los mayores de 70 años se llevó a decenas de miles de pensionistas, ahorrando así al Estado miles de millones de euros en pensiones que ya no pagará – es el resultado no de una decidida participación de los proletarios en la defensa de una sociedad que en la realidad cotidiana demuestra poner la vida humana en el último lugar de sus preocupaciones, sino de un largo trabajo de oportunismo y de forzada colaboración interclasista por parte de las fuerzas de la conservación social quienes tienen la tarea de influir y controlar a las masas trabajadoras en nombre del capital; las fuerzas de conservación como los partidos políticos llamados de «izquierda», otrora los llamados partidos «obreros», como los sindicatos que de «obreros» no tienen más que el carné de inscripción, o las asociaciones religiosas o pararreligiosas que se dedican al confort de esa parte de humanidad que es regularmente marginada por la sociedad burguesa, etc.

¿Por qué la burguesía de cada país, después de ser sorprendida por la pandemia del Sars-CoV-2, hizo lo imposible para aumentar el control social disfrazado de control sanitario en poco tiempo?

Las crisis económicas de los últimos treinta años han agravado la situación social en todos los países capitalistas avanzados, aumentando enormemente las desigualdades sociales y, con ello, el peligro de tensiones sociales incontrolables. En un momento, parte de los efectos negativos de las crisis económicas de los países imperialistas fueron desviados a las colonias y a los países de la periferia del capitalismo; desde el derrumbe del imperio ruso y el acentuado desorden mundial que siguió, las burguesías imperialistas saben que en su futuro cercano enfrentarán conflictos cada vez más agudos y graves a nivel mundial, hasta que las soluciones militares tendrán la tarea de «reordenar» el mundo según los intereses de los imperialismos más fuertes; ya pasó con la primera guerra imperialista mundial y con la segunda, no será diferente con la tercera guerra imperialista mundial para la que las burguesías de todos los países se vienen preparando desde hace tiempo.

El más amplio control social es parte de esta preparación burguesa para la guerra, porque llegado el momento, el mayor peligro para el orden burgués – en cualquier país que forme parte de los bloques de guerra opuestos – sólo puede provenir del proletariado, de su lucha no sólo contra la guerra en general, sino contra la guerra imperialista en particular y no como lucha pacifista, sino como lucha de clase. Sin las generaciones proletarias de los últimos setenta años, debido a la total tergiversación del marxismo provocada por el estalinismo y sus variantes posteriores, no han asimilado las lecciones de los primeros veinte años del siglo XX derivadas del formidable movimiento revolucionario europeo que desembocó en la revolución de Octubre de 1917 y en la instauración de la abierta dictadura del proletariado en Rusia, es aún más difícil para las actuales generaciones de proletarios aprender esas lecciones. Tomará algún tiempo, pero el desarrollo de las contradicciones y crisis burguesas constituirá la base para el renacimiento del movimiento de clase proletario en la medida en que los proletarios retomen la lucha en su terreno de clase, ese terreno en el que se expresa abiertamente el antagonismo de clase anti burgués, en la que los impulsos sociales materiales de supervivencia harán avanzar a los grupos de proletarios más conscientes y combativos al terreno de la ruptura social que, en pocas palabras, será la ruptura de la colaboración entre clases, arrastrando tras de sí al resto de las masas. Pues bien, esto es exactamente lo que la clase dominante burguesa trata de impedir, como trata de impedir, tanto a través del trabajo contrarrevolucionario capilar de las fuerzas del oportunismo y del colaboracionismo, como de la corrupción económica y política y la represión, la constitución del partido de clase. La burguesía sabe bien que sin una dirección política sólida y férreamente disciplinada, con objetivos históricos claros y fijos – por lo tanto sin el partido de clase – el proletariado estará condenado a derrochar sus poderosas energías y volverlas contra sí mismo y sus intereses de clase, como trágicamente  sucedió particularmente en Alemania entre 1918 y 1923. De esa tragedia no sólo el partido de clase, que representamos hoy, aunque en forma embrionaria, ha sacado lecciones indispensables para el desarrollo y la victoria del movimiento revolucionario por venir, sino que también las ha aprendido la burguesía que sabe que no basta con derrotar al proletariado en las batallas callejeras y desviarlo hacia los atolladeros de una falsa democracia «obrera», sino que debe derrotar a su partido de clase, corromperlo, diezmarlo, reprimirlo en todos los sentidos para que no tenga la posibilidad de conducir el movimiento proletario, en el período en que levantará la cabeza, a la victoria en su guerra de clase.

La experiencia derivada de este período de pandemia, que ha afectado particularmente a los países capitalistas avanzados – mientras que los países de la periferia del imperialismo fueron sistemáticamente golpeados no solo por pandemias, sino también por guerras devastadoras –, enseña que la burguesía no deja nada al azar, que está siempre dispuesta a utilizar todos los instrumentos económicos, políticos y sociales útiles para encauzar al proletariado en las mallas de la colaboración entre clases. Combina la democracia formal con la democracia fascista, esa especie de centralización política sustentada en una «unidad nacional» consistente y forzada – por ahora no obtenida por la fuerza de las armas – para la cual el control social aparece como una medida necesaria en beneficio de toda la población, y para la cual es indispensable la participación directa del proletariado (¡los trabajadores hacen su parte!, como dicen no solo los gobernantes, sino también los dirigentes políticos y sindicales oportunistas). Y, gracias a esa «unidad nacional», todo gobierno justifica cada vez más el control social como método político necesario para hacer frente a todo tipo de crisis, tanto la sanitaria por el Covid-19 como la económica por el taponamiento general de los mercados, y como la de la guerra como la de hoy entre Rusia y Ucrania, demostrando que la unidad nacional no es necesaria para superar y anular las crisis que jalonan todo el curso de desarrollo del capitalismo y que se han agudizado en la era del imperialismo, sino para enfrentarlas fortaleciendo las potencias burguesas ya más fuertes, aumentando los conflictos derivados de una competencia mundial cada vez más agresiva y empujando a cada burguesía a prepararse, política, económica y militarmente, para guerras aún más devastadoras que las que ya han tenido lugar. La unidad nacional bajo un régimen burgués no aleja el conflicto bélico, lo acerca.

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Una mirada al futuro

 

Los virólogos afirman que los virus – por lo tanto también este coronavirus Sars-CoV-2 – pierden su carga letal al cabo de cierto tiempo e incluso después de exterminar a millones de seres humanos (principalmente por culpa de los hombres y su organización social, añadimos), y gracias a la famosa «inmunidad de rebaño», se reducen a una vitalidad controlable y tratable. Lo que queda de las epidemias en la experiencia humana es ciertamente un mayor conocimiento de ciertos patógenos, pero, dados los intereses económico-políticos de la clase dominante burguesa, lo más importante para la burguesía es, por un lado, la posibilidad de poner a funcionar la máquina del beneficio capitalista al máximo aprovechando las crisis sanitarias (y las gigantescas ganancias acumuladas por las grandes farmacéuticas son un ejemplo llamativo), por otro lado la necesidad de incrementar el control social sobre todo si las fuerzas tradicionales del oportunismo están agotando su carga letal contra los intereses de clase del proletariado.

La situación que se vislumbra en el futuro próximo para el proletariado, un futuro lleno de factores de crisis y de ataques a sus condiciones de existencia, es de las más difíciles precisamente porque tiene que reconstituir desde cero su fuerza social de resistencia a la presión capitalista y de lucha contra todas las fuerzas sociales desplegadas en defensa del capitalismo, del Estado burgués, del orden burgués.

La clase proletaria posee una fuerza histórica potencial de la que no es consciente; cuanto más logra la burguesía influir en él y organizarlo en la colaboración entre clases, más se aleja el proletariado del momento en que su fuerza histórica potencial puede transformarse en una fuerza histórica cinética. La lucha de clase no es una prerrogativa del proletariado; en la sociedad capitalista la clase burguesa es la clase que ha comenzado a luchar contra el proletariado para que no se convierta en una clase en el sentido histórico, es decir, una clase que, representando el verdadero motor del desarrollo de las fuerzas productivas, sea empujado objetivamente a representar este desarrollo contra todo obstáculo que se interponga en el camino. Y, como todo movimiento histórico, el del proletariado es también un movimiento basado en intereses económicos inmediatos; pero son intereses que se resumen en la lucha contra su propia explotación, por lo tanto totalmente antagónicos a los de la clase burguesa explotadora. La lucha entre las clases se origina precisamente de este antagonismo social, y la burguesía lo sabe tan bien que desde los albores de la sociedad capitalista ha doblegado por la fuerza a la clase productora a las necesidades del capital, prohibiendo incluso solo la organización de defensa económica. Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde entonces; mientras se desarrollaba el capitalismo, también se desarrollaba el proletariado, alcanzando niveles de enfrentamiento con los patrones que elevaban la lucha episódica y aislada contra tal o cual patrón a lucha contra todos los patrones, contra la asociación de propietarios; la lucha que la clase burguesa libró contra el proletariado se convirtió en lucha de clases en la medida en que el proletariado se reconoció a sí mismo como una clase diferente y antagonista de la burguesía no sólo en el terreno inmediato, sino también en el terreno político e histórico más general.

En el desarrollo del capitalismo, la clase proletaria, después de largas y trágicas experiencias de lucha y organización de la defensa económica y política, se ha establecido en la sociedad burguesa como una clase a la que la burguesía ya no puede ignorar en su gestión económica y social. Y lo tuvo tan en cuenta que trató por todos los medios, después de haberse opuesto a su organización y desarrollo, plegar las organizaciones obreras – con represión y corrupción – a las necesidades del capital y del poder burgués, para mantenerla en la condición de clase subordinada, de clase para el capital. Pero es con el marxismo, es decir, con la teoría del comunismo revolucionario, que la clase del proletariado ha dado a su lucha social un contenido histórico, un objetivo histórico que sólo se logra a través de la revolución con la cual derribar todo poder, empezando por el poder político y económico, de las clases dominantes que hasta ahora han ejercido su poder de clase, ya sea la burguesía o los remanentes de las viejas clases aristocráticas y feudales ahora burguesas hasta la médula.

Con respecto al proletariado, el marxismo ha contrapuesto el concepto de clase para el capital con el concepto de clase para sí. No es un paso abstracto, ideal, o una evolución automática dado el desarrollo de las fuerzas productivas y la fuerza social potencial del proletariado. Para convertirse en una clase para sí, por lo tanto una clase que reconozca que tiene intereses y objetivos históricos completamente independientes de la clase dominante burguesa, el proletariado debe descender al terreno de la lucha de clases con sus propias organizaciones independientes de cualquier interés burgués de conservación, y emprender el camino que conduce inevitablemente a la revolución. Un discurso de este tipo puede parecer completamente desvinculado con motivo de una crisis sanitaria como la del Covid-19, o con motivo de una guerra que se avecina de manera impresionante al centro del imperialismo europeo occidental. En realidad, para el proletariado, para su lucha y para su futuro, es el argumento central porque siempre ha sido la clase que ha sufrido las consecuencias más graves de todo tipo de crisis en la sociedad burguesa: es la clase que derrama su sangre por una causa que no es la suya, pero que fortalece la dominación política y económica de la clase burguesa enemiga cuyo poder, hasta que sea derrocado y reemplazado por el poder revolucionario proletario, seguirá en pie sobre las masacres en tiempos de guerra y en tiempos de paz.

El futuro del proletariado, mientras permanezca en manos de la clase dominante burguesa, será un futuro de explotación, de fatiga, de miseria, de hambre, de masacres y no habrá «cambio de gobierno», ni «democracia», ni «colaboración», ni «unidad nacional» que pueda cambiar este futuro; mucho menos las oraciones de un Papa. Incluso en tiempos en que parecía que podían vivir en paz y tener la posibilidad de mejorar sus condiciones de existencia, esta paz y estas mejoras para los proletarios de algunos países avanzados las pagaron muy caras las masas proletarias de los países más débiles. Mientras que en Europa o en los Estados Unidos, la existencia en vida está de algún modo asegurada para la mayoría de los habitantes, e incluso se puede «elegir» vacunarse o no – salvo las obligaciones impuestas por razones ajenas a la atención médica – en los demás países menos avanzados dominados por el imperialismo no se puede elegir entre la enfermedad y la cura, entre la vida y la muerte, entre la guerra y la paz. Lo que antes parecía muy lejos de los hogares europeos, la explotación bestial, la compulsión a emigrar, la miseria y el hambre, el horror de la guerra, se está convirtiendo, y para muchos ya se ha convertido, en una realidad a la que enfrentarse directamente, y no sólo para unos pocos períodos temporales, como lo demuestran las secuelas de las guerras de los Balcanes entre 1991 y 1999 y las consecuencias de la guerra ruso-ucraniana en la que sus respectivos nacionalismos se han estado desgarrando sistemáticamente durante años.

La salida a todo esto no está en la unidad nacional, no está en la colaboración entre las clases pregonadas como la cura indispensable contra cualquier crisis social – sea sanitaria, económica, política o bélica – sino en la lucha de la única clase que tiene en sus manos el futuro histórico no sólo de sí misma, sino de toda la humanidad, la clase mundial del proletariado que, con su revolución, enterrará definitivamente a la sociedad fundada en el mercado, en el dinero, en la ganancia capitalista, en la propiedad privada y, sobre todo, en la apropiación privada de la producción social.

Es el camino que lleva al comunismo, a la sociedad de especie.

 


 

(1) Cfr. D. Quammen, Spillover. Infecciones animales y la próxima pandemia humana, W.W. Norton & Company, Inc. 2012.

(2) Sobre las actividades de la Fundación Bill & Melinda Gates, véase «il Comunista» no. 166, diciembre de 2020, artículo titulado Desigualdades y lucha de clases, que también hace referencia a un escenario hipotetizado en 2010 por la Fundación Rockefeller siempre inherente a una pandemia y sus nefastas consecuencias a nivel mundial.

(3) Fuerza violencia y dictadura en la lucha de clases, publicado entre 1946 y 1948 en la entonces revista del partido, Prometeo, se encuentra en el texto núm. 4 del partido comunista internacional, partido y clase l; próximamente también se publicará su traducción al español y al francés.

 

 

Partido comunista internacional

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