El movimiento dannunziano
(«El programa comunista» ; N° 55; Mayo de 2022)
Introducción
Este texto fue publicado en dos episodios en los números 1 y 2 de la revista mensual Prometeo («revista de cultura social», con sede en Nápoles), el 15 de enero y el 15 de febrero de 1924, por un grupo de internacionalistas de terceristas expulsados del PSI y comunistas de izquierda (1).
Como es bien sabido, en marzo de 1923 Amadeo Bordiga y varios otros exponentes comunistas (Grieco, Berti, Tasca, etc.) fueron arrestados y encarcelados; en el mismo año se celebra el juicio en el que Amadeo Bordiga, en particular, se defiende de las acusaciones de conspiración y asociación para delinquir con un memorial que servirá de guía a todos los comunistas que se habrían encontrado en la misma situación, sin renegar jamás de las posiciones y el programa comunistas (2). Bordiga, absuelto junto con todos los demás imputados «por falta de pruebas», desde finales de octubre de 1923 regresa libre y en plena actividad política.
El movimiento dannunziano es un texto que desarrolla una reflexión precisa sobre las características de un movimiento que en su momento había movilizado a los estratos pequeñoburgueses e influido a una parte de los estratos obreros (como el sindicato ferroviario y los marinos), pero que tenía la ambición de superar los antagonismos de clase que oponía el proletariado a la burguesía, revistiéndose a aquellos estratos burgueses que él llamaba «parásitos» y que se habían enriquecido con la guerra sin arriesgar su propia vida; mientras que, en relación al proletariado, retomó algunos conceptos, como el de productores, que formaban parte de la ideología reformista, pero en este caso se equiparaban a los empresarios que laboran en la empresa, también considerados como productores y por tanto pertenecientes a las mismas Corporaciones en las que el programa político dannunziano, explicado en la Carta de Carnaro, es decir, en el «Estatuto del Estado Libre de Fiume» promulgado en septiembre de 1920, dividió las distintas categorías mercadológicas del trabajo, que luego fueron retomadas por el fascismo de Mussolini. Este movimiento, inicialmente formado por oficiales y excombatientes, no nació en la mesa, sino que encontró su impulso, de hecho, en la famosa «campaña de Fiume».
El Imperio Austro-Húngaro tenía otra salida al mar, después de Trieste, que era Fiume (ahora Rieka) con su puerto; durante mucho tiempo fue una ciudad poblada principalmente por italianos, como por otro lado Trieste, Zara (hoy Zadar), Ragusa (hoy Dubrovnich). No sólo Trento y Trieste, según la lógica nacionalista, eran las dos ciudades simbólicas de la «italianidad» que iban a ser reconquistadas de Austria, sino que Fiume también lo era. Al estallar la guerra en 1914 Italia, a pesar de los compromisos firmados en la Triple Alianza con Austria y Alemania, se declaró neutral, tomó tiempo, también porque no estaba en absoluto preparada para apoyar el esfuerzo de una guerra mundial que vio el frente enemigo formado por potencias imperialistas de primer orden: Inglaterra, Francia y Rusia. Esta neutralidad, considerada por Alemania y Austria como una traición, fue interpretada por las potencias de la Entente como una posibilidad real de involucrar a Italia en la guerra contra los austríacos y alemanes; y sus respectivas diplomacias trabajaron hacia este mismo objetivo. Por otro lado, el beneficio militar inmediato lo obtuvo Francia que, gracias a la neutralidad de Italia, pudo trasladar sus divisiones del frente italiano al alemán. Acordada en secreto con británicos y franceses en el famoso Pacto de Londres de marzo de 1915, Italia canceló el tratado que la unía a Austria y Alemania en la Triple Alianza y en mayo de 1915 declaró la guerra a Austria participando así en esa feroz masacre mundial que, en Italia, mató no menos de 680 mil personas (para Austria-Hungría hubo más de 1,5 millones, para Alemania, más de 2 millones, para Francia más de 1 millón y 400 mil, para Inglaterra casi 800 mil), sin contar los heridos, los desaparecidos, los muertos y los heridos incluso entre la población civil.
Tras salir victoriosa de la guerra, Italia esperaba no sólo que se cumplieran las promesas contenidas en el Pacto de Londres que precedió a los largos años de guerra, sino que se mantendrían sus ambiciones en lo que respecta a Fiume, Dalmacia y Albania. Sin entrar en el laberinto diplomático en el que, durante la guerra, las potencias de la Entente, Inglaterra y Francia, unidas por los Estados Unidos que entraron en guerra en diciembre de 1917, planearon la partición de Europa y las colonias alemanas una vez finalizada la guerra, la burguesía italiana no obtuvo satisfacción a sus aspiraciones imperialistas, especialmente por los dictados del presidente estadounidense Wilson, quien consideró más conveniente para la pacificación de los Balcanes para satisfacer las ambiciones yugoslavas sobre Dalmacia e Istria, dada la fuerte presencia de croatas y eslovenos especialmente en las campañas de estas dos regiones, que no aceptara todas las peticiones italianas a las que incluso Clemenceau, por Francia, se había declarado en contra para no darle a Italia la oportunidad de controlar todo el Adriático, y por tanto los puertos del lado este, tan estratégicos para el comercio con todos los países de Europa del Este.
Tres años después del comienzo de la Gran Guerra, en Rusia, el gobierno belicista de Kerensky había sido derrocado por la Revolución de Octubre de 1917 y los bolcheviques dirigidos por Lenin, tomaron el poder y establecieron la dictadura del proletariado. Uno de los primeros objetivos del poder bolchevique fue la liquidación de la guerra, la búsqueda de la paz a toda costa y en el menor tiempo posible; este objetivo que formaba parte del programa revolucionario de los comunistas desde antes de la guerra y que la gran masa de soldados, campesinos y obreros esperaba desde hacía tiempo; el ejército ruso, de hecho, estaba ya agotado y en decadencia, tanto por las consecuencias de los tres años de guerra, como por la labor derrotista que los bolcheviques y los socialrevolucionarios venían realizando desde el inicio de las operaciones bélicas. Los bolcheviques habían llamado a todas las potencias implicadas en ambos frentes a participar en las negociaciones de paz, pero Inglaterra, Francia e Italia se negaron: querían continuar la guerra, seguros de poder ganarla y dividir Europa según los proyectos ya construidos desde 1913. Brest-Litovsk, por lo tanto, acogió las negociaciones solo entre Rusia y Alemania y se sabe que para la Rusia proletaria las condiciones de paz eran particularmente duras. Por tanto, la Rusia revolucionaria había retirado sus tropas de los frentes de guerra, constituyendo, desde un punto de vista estrictamente militar, la cesión de apoyo a los Estados de la Entente; los alemanes y austrohúngaros, por supuesto, se aprovecharon de la situación y trasladaron la mayor parte de sus divisiones del este al frente occidental. Pero en diciembre de 1917 Estados Unidos también entró en la guerra: el pastel Europa era tan tentador para Washington, que su entrada en la guerra marcaría, de hecho, el ascenso estadounidense al dominio del mundo. Potencia capitalista e imperialista de primer orden, fue a hacer la guerra no en casa, sino en otros países, al otro lado del océano, sin haber sufrido ninguna destrucción y en un momento en que su contribución se estaba volviendo decisiva en cuanto a posibilidad de victoria de la Entente. Inglaterra temía a Alemania no sólo por su poder económico sino también militar y por el hecho de que se había equipado con una flota militar que podía poner en peligro la supremacía británica en los mares del mundo; Francia tenía cuentas pendientes con Alemania desde los golpes recibidos en la guerra franco-prusiana de 1870-71, y tenía interés, además de reducir significativamente su poder económico, también en recuperar la región de Alsacia-Lorena, rica en materias primas, y tal vez una parte de la vecina Baja Renania y Palatinado. Rusia no fue una excepción; tenía la intención de anexar una gran parte de Polonia y Prusia Oriental; e Italia, por su parte, en sus reuniones secretas en Londres con los exponentes de la Entente, pretendía anexar el Trentino, Trieste, Istria y Dalmacia, regiones que históricamente habían tenido la impronta «italiana» por parte de de la República Marítima de Venecia y donde, como ya hemos dicho, las ciudades estaban pobladas principalmente por italianos. Todos estos intereses formaron parte de las reuniones que los distintos cancilleres mantuvieron en 1913, mucho antes de que estallara la guerra e incluso antes de saber cuánto duraría y cómo iría. Entre bandidos imperialistas se entendían a la perfección y se preparaban para desatar una guerra que habría causado más de 60 millones de muertos.
La guerra terminará con la victoria de Inglaterra, Francia, Estados Unidos e Italia sobre Alemania y Austria-Hungría. La liga de los imperialismos que resultó más fuerte ganó a la liga de los imperialismos que resultó ser más débil; Alemania, a pesar de la cacareada «victoria» en las conversaciones de paz en Brest-Litovsk con la Rusia bolchevique, eventualmente sufrirá duras condiciones de rendición que la burguesía alemana se preparará para volver a poner sobre la mesa de los conflictos interimperialistas en los próximos veinte años. Habsburgo, que colapsó miserablemente, dejará sin resolver una gran cantidad de «cuestiones nacionales», especialmente en los Balcanes, incluida la «cuestión del Adriático».
La «cuestión del Adriático», para Italia, de hecho, se resumió en la «cuestión de Fiume»: la ciudad de Fiume se convirtió en el objeto del conflicto entre Italia y sus aliados. Ya en 1915, antes de que Italia entrara en guerra junto a la Entente, la cuestión de Fiume había sido discutida entre británicos, franceses y rusos en la hipotética partición de los territorios dominados por Austria-Hungría y Alemania, avanzando la hipótesis de Fiume como una «ciudad libre», precisamente para permitir que todos los poderes vencedores en la guerra la utilicen para sus propios negocios sin tener que someterse a obligaciones aduaneras de Italia o Serbia en este caso, obviamente, de que la ciudad fuera anexada a uno de estos países. La fórmula de «ciudad libre» o «Estado libre» de Fiume no fue por tanto una idea de Salvatore D’Annunzio, al cual por el contrario se debe ciertamente el total apoyo a la iniciativa tomada en 1919, de ocuparla militarmente por un grupo de ex combatientes y ex arditi de la primera guerra mundial, los cuales pedirán a D’Annunzio convertirse en comandante supremo. Las tratativas que las potencias vencedoras en el conflicto comenzaron de inmediato luego del fin de la guerra terminarán por favorecer la solucion que daba Fiume a los yugoslavos después de un periodo de 10-15 años durante el cual estaria autogobernada como «ciudad libre», naturalmente bajo el control anglo-francés. Solución que para los ex combatientes y ex arditi italianos resultaba muy estrecha, tanto que se enfrentarán con la actitud del gobierno italiano considerado demasiado débil con respecto a las reivindicaciones «irredentistas» que les habian animado durante los 4 años que duró la guerra. En septiembre de 1919, cuando las divisiones de la posguerra aún no se habían consolidado, los legionarios (3) reunidos en Ronchi se organizaron para ir a ocupar Fiume, donde estaban estacionados los contingentes franceses e ingleses, antes de que se completaran los juegos de división entre las diferentes naciones. Se volvieron hacia D’Annunzio y no hacia Mussolini, porque en el soldado-poeta reconocieron un espíritu de iniciativa y atrevimiento (sus vuelos sobre Viena y Trieste durante la guerra se habían vuelto míticos), vestidos de un sanguinario patriotismo y, al mismo tiempo, mitificado, que no encontraron en Mussolini.
La «marcha sobre Fiume, más allá del mito guerrerista que la envolvía, supuso la efectiva ocupación pacífica de la ciudad por parte de los legionarios, también porque, anteriormente, las guarniciones francesas e inglesas se retiraron precisamente para evitar un enfrentamiento militar con los legionarios y no iniciar otro fuego frente del cual los serbios ciertamente no se habrían retirado, dado que ellos también reclamaron Fiume y las mismas tierras reclamadas por los italianos.
Habiendo tomado Fiume, D’Annunzio reclamó su inmediata anexión a Italia, mientras que el gobierno de Nitti intentó, durante meses, negociar en la Conferencia de París una solución de compromiso como querían Francia e Inglaterra. En la provisional «ciudad libre» de Fiume, en octubre de 1919, se celebraron elecciones que dieron la victoria al grupo político autonomista apoyado por el Partido Socialista local, que excluyó la anexión tanto a Italia como al Reino de los serbios, croatas y eslovenos. D’Annunzio anuló las elecciones; Badoglio que, en nombre del gobierno, negoció el compromiso con D’Annunzio, sin obtener ningún resultado, fue reemplazado por el general Caviglia, mientras que en el Consejo Nacional de Fiume (establecido en octubre de 1918), Giuriati, que se había opuesto a la Anulación del plebiscito, fue reemplazado por Alceste De Ambris, un ex sindicalista revolucionario e intervencionista de «izquierda» llamado a Fiume precisamente por D’Annunzio. Y es Alceste De Ambris quien redactará la famosa Carta de Carnaro (o «Quarnaro») que se convirtió en el Estatuto de la ciudad de Fiume que D’Annunzio considerará la base constitucional de toda Italia. De hecho, Mussolini se referirá posteriormente al contenido de esta Carta, especialmente en lo que respecta al esquema de las Corporaciones en el cual enmarcar a todos los sectores económicos y sociales en una política de colaboración de clases que se convertirá en el eje en torno al cual la política de implicación de las masas proletarias en la ilusión de superar así los conflictos de clases.
Y es del contenido de esta Carta que comenzará la discusión de Amadeo Bordiga sobre el movimiento D’Annunzio.
Dado que la dirección de la Internacional había decidido sustituir a los miembros de izquierda de la Central del PCd’I, comenzando por Amadeo Bordiga, por compañeros menos intransigentes y más dispuestos a aplicar las directivas del IC, Amadeo Bordiga utilizó sus energías y su tiempo para continuar la batalla política en la misma línea que lo había distinguido en todos los años anteriores, sin desviarse nunca, ni siquiera en el comportamiento personal, de la rectitud política y moral que le reconocía internacionalmente. Ya no involucrado a diario en las tareas prácticas de la dirección del partido, y sin dejar de contribuir sustancialmente a la defensa de las tesis de la izquierda en todos sus aspectos, incluso en la lucha contra la burocracia y los métodos disciplinarios que ahora los centristas estaban aplicando a gran escala tanto en la Internacional como en el PCd’I (especialmente después de la muerte de Lenin), Amadeo Bordiga también se dedicó a profundizar en la valoración de algunos hechos o movimientos para los que antes no tenía tiempo. Fue el caso del dannunzianismo.
Anteriormente se había ocupado de la «cuestión de Fiume»; en el artículo de 1921 Fiume y el proletariado (4) Amadeo Bordiga, que había estado en Fiume, resumía un poco la historia de la ciudad, destacando que la ciudad con su puerto siempre había sido, incluso bajo la monarquía de los Habsburgo, un elemento de contraste entre húngaros y serbo-croatas; también recordó que la situación en Fiume, al final de la guerra, había precipitado al proletariado de Fiume a una situación de particular depresión, dado que la industria de la construcción naval y los negocios que antes habían dado una cierta prosperidad a la ciudad se habían derrumbado por completo («Se calcula que el ochenta por ciento de los trabajadores están desempleados y, por lo tanto, luchan contra la pobreza»). De hecho, «Fiume, en la situación actual, ya no es la salida de un hinterland» y, por otro lado, «Italia y Yugoslavia no carecen de puertos y no necesitan el de Fiume para la salida marítima de su comercio». Esto no cambia el hecho de que en torno a la «cuestión fiumana» se habían concentrado una serie de conflictos políticos, promesas y decepciones, de tira y encojes entre Yugoslavia e Italia complicada por los contrastes interimperialistas que oponían a la Francia decididamente pro-serbo-croata a Italia que reivindicaba la histórica «italianidad» de Fiume así como de otras ciudades dálmatas y el interés económico compartido por todas las potencias vencedoras de hacer de Fiume el puerto internacional abierto al comercio con toda Europa del Este y con la propia Rusia, aunque el poder político bolchevique representaba una seria amenaza en el lado del imperialismo que Londres como París y Washington, creían poder «recuperar» precisamente a través de los intercambios comerciales, ya que el apoyo a los ejércitos blancos en la guerra civil no había derrocado la dictadura roja. Si las ciudades, además, como Fiume, Trieste y las ciudades dálmatas desde Zadar hacia abajo, estaban pobladas principalmente por italianos, los condados eran principalmente eslavos, en el caso de Trieste eslovenos, en el caso de las otras ciudades, croatas. Por lo tanto, las reclamaciones «nacionales» serbocroatas tenían una base material real y las potencias ganadoras de la guerra no podían dejar de tenerlas en cuenta, ya que el objetivo – para la reconstrucción de la posguerra y la reanudación del comercio – era pacificar todas las zonas. en el que los enfrentamientos en los frentes de guerra habían destrozado a todas las poblaciones vecinas.
El proletariado de Fiume expresó un profundo y generalizado descontento, también porque, aunque la guerra había terminado durante casi tres años, sufría «una continua incertidumbre de la situación y del mañana»; «Los miles de hostigamientos sufridos, los continuos giros políticos seguidos de continuas decepciones, han llevado a la masa proletaria a un estado de apatía del que parece incapaz de recuperarse. Social y políticamente, la clase obrera sería la más fuerte en la ciudad y en el estado de Fiume, pero demasiadas fuerzas económicas y políticas burguesas están cubiertas desde fuera para que el proletariado pueda llevar a cabo con éxito su lucha contra la burguesía local». Las burguesías locales, italiana y yugoslava, se tornarán inevitablemente, dice el artículo, «hacia los gobiernos de los países vecinos y de su protección sacarán la fuerza para evitar que el proletariado local vaya demasiado lejos en el camino de la afirmación de sus derechos» ( 5). Ni siquiera en el campo de la defensa inmediata logró el proletariado expresarse de manera autónoma. Se sabe que los D’Annunzio, capitaneados por Alceste De Ambris, entre sus primeros objetivos estaba paralizar y destruir la actividad autónoma del proletariado de Fiume utilizando todos los medios, legales e ilegales, para poner al proletariado en un estado de absoluta inferioridad. De hecho, utilizaron tanto el chantaje vinculado a la antigua ley austriaca de «pertinencia», vigente en Fiume desde 1874, según la cual solo quienes eran «pertinentes» a la ciudad, es decir, vivían en Fiume desde 5 años al menos, tenían derecho de ciudadanía, voto y residencia, así como los actos de fuerza dirigidos contra las sedes de las organizaciones proletarias de Fiume para destruirlas. Así, los proletarios en el nuevo Estado dannunziano de Fiume, especialmente si eran socialistas y comunistas, podían ser desalojados de la ciudad en la que habían vivido durante décadas y, por lo tanto, eran considerados extranjeros peligrosos, mientras que los seguidores y simpatizantes de D’Annunzio y los fascistas, incluso si llegaban a la ciudad por muy poco tiempo, obtuvieron la pertinencia de inmediato del gobierno de la ciudad y del municipio. Así es como «el proletariado se encontró y se encuentra en una condición de evidente inferioridad, no solo porque carece del derecho al voto, sino también porque no tener los derechos de ciudadanía expone a los trabajadores y sus organizadores a todas las represalias, culminando en lo conveniente para los opositores, de desalojo de la ciudad».
Pero, ¿levantará la cabeza el proletariado de Fiume? A esta pregunta, el artículo, teniendo en cuenta la situación real, responde: «Si la ciudad no se recupera económicamente, el movimiento proletario tendrá dificultades para fortalecerse»; pero incluso si los trabajadores, en un arranque de exasperación, tomaran el poder en Fiume, se encontrarían en una situación nada favorable dado que en pocas horas de fuera de las fuerzas militares no solo intervendrían italianos y yugoslavos, sino también los anglo-franceses, para reprimir ese gobierno proletario en un baño de sangre. Era evidente que solo con la reanudación de la producción industrial, y por lo tanto con un gobierno de la ciudad más estable, los proletarios podrían volver a ser «el eje de la actividad y la vida de Fiume, y sus organizaciones se afianzarían con su propia fuerza». derecho y la libertad de movimientos que necesitan para funcionar»(6).
Finalmente, el tratamiento de Bordiga de este problema no podía dejar de considerar el tema de los vínculos internacionales no solo de la burguesía local, sino también del proletariado de Fiume. La Internacional Comunista, fundada en marzo de 1919, celebró su II Congreso Mundial en julio / agosto de 1920, de manera simultánea con el Ejército Rojo en la Europa oriental contra el baluarte anglo-francés, Polonia, y en el sur de Rusia contra las tropas del último general blanco apoyado por la Entente, Wrangel, que fueron derrotados y cuyas pocas últimas unidades fueron recogidas por la armada francesa en Crimea. Todos los proletarios, incluso los que no tienen tradición socialista, como la IWW estadounidense, los comités de delegados sindicales ingleses, los sindicalistas revolucionarios franceses, italianos, españoles, alemanes y también los movimientos anticoloniales, especialmente en Asia, miraron hacia la Internacional Comunista, que aprovecharon la debilidad de las potencias coloniales para hacer avanzar sus reivindicaciones incluso con las armas (7). Todas las potencias imperialistas tenían interés en impedir que los proletariados de sus países se organizaran realmente para la revolución bajo la dirección de los partidos comunistas que, entre tanto, se estaban formando; pero al mismo tiempo tenían interés en reanudar la producción y el comercio para lo cual era necesaria alguna forma de «pacificación interna» con sus propios proletariados. Y es en función de esta pacificación interna que los oportunistas socialdemócratas y socialpatriotas que ya dieron la espalda a los proletarios al estallar la guerra en 1914 volvieron a tener un rol protagónico; pero su trabajo, a pesar de resultar fundamental para la reorganización burguesa de la posguerra, no fue suficiente para la burguesía imperialista que pretendía destruir cualquier posibilidad revolucionaria futura del proletariado, y por tanto los movimientos que las clases medias y las capas pequeñoburguesas más arruinadas por la guerra estaban instalando fuera de las tradiciones socialdemócratas y anárquicas, estaban asumiendo un papel que en pocos años será fundamental, como lo demostrará el fascismo de Mussolini, primero, y el nacionalsocialismo de Hitler, después. No es casualidad que estos movimientos, al tiempo que actuaban claramente contra los proletarios, atacándolos y destruyendo las sedes de sus organizaciones y sus periódicos, se presentaran como los ejecutores de aquellas reformas que los socialistas venían reclamando durante años pero que no lograron obtener a través de formas parlamentarias. Fueron movimientos armados, que utilizaron la fuerza no solo contra el proletariado, sino también contra el parlamento y los parlamentarios, al tiempo que proponían el método electoralista como herramienta para ganarse la confianza del proletariado. El primer fascismo, el nacido en Sansepolcro, mezcló los colores del nacionalismo y el socialismo reformista, y el movimiento dannunziano, en referencia al mismo origen, completará la pacificación ideal entre burgueses y proletarios en el sistema de Corporaciones que el propio fascismo de Mussolini recuperará para implementar la nueva política de la burguesía en general y nacional: la política de colaboración de clases, una política tan afín al poder burgués que sobrevivirá a la derrota militar del fascismo en la segunda guerra mundial imperialista, situándose como la columna vertebral de la política burguesa a partir de 1945.
Por tanto, para Amadeo Bordiga, profundizar sobre el tema del movimiento dannunziano no fue un ejercicio intelectual para darle a este movimiento una especie de primer nacimiento del fascismo. El contraste entre el movimiento fascista y el movimiento dannunziano no se deriva de la rivalidad con Mussolini, rivalidad que ciertamente existía, además entre individuos que exageraban sus respectivos gestos y enfatizaban su propio lenguaje como en una representación teatral permanente. Surgió del horizonte político en el que se movieron y de los verdaderos objetivos que se habían fijado. D’Annunzio, poeta-soldado, dio mucho más peso a la estética con la que presentó su ideal de «pacificación interna», combinándolo con audaces hazañas individuales que le permitieron sentirse y ser considerado un «héroe», pero, como comandante, delegó voluntariamente los asuntos corrientes en otros oficiales, como hizo con Alceste De Ambris. Mussolini, que pasó de un político de intransigencia socialcomunista a un politicantismo teñido de patriotismo cubierto por una romanidad imperial teatral, que le permitió ampliar el horizonte más allá de las fronteras históricas de la península italiana y sentirse «igual» entre los representantes de las principales potencias occidentales dieron más peso a la organización y su eficiencia. La burguesía italiana, mientras pendía al menos un par de años después de la guerra entre los dos, no tenía que «elegir» entre uno y otro, porque en realidad ya había elegido a Mussolini, mucho más confiable desde un punto de vista político, pero contaba con que el artista D’Annunzio podría ser de gran utilidad para atraer a los estratos proletarios de las tierras fronterizas, por turbulentas que fueran las fronteras orientales, en un período en el que los disturbios, las huelgas, los levantamientos proletarios podrían formar la base de un movimiento revolucionario que se estaba arraigando en las grandes ciudades industriales (Turín, Milán, Génova, Trieste) y en el campo gracias a las luchas de los trabajadores en el valle del Po y en el sur, particularmente en Puglia.
Sin embargo, el interés por el movimiento dannunziano se dio al investigar cómo se movilizaron las clases medias pequeñoburguesas, en el período de gran descontento proletario y potencial revolucionario desencadenado por las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, y qué efecto sobre el proletariado pudieron generar. tener las pretensiones y argumentos de movimientos como el fascista y el dannunziano. Era importante distinguir con gran precisión las posiciones caracterizadas por el comunismo revolucionario de cualquier otra posición que, de una forma u otra, pudiera ser asimilada o compartida por el proletariado. El problema que se planteó, en el caso de un movimiento revolucionario proletario efectivo que avanzara por la conquista del poder, no fue solo cómo se comportarían los estratos pequeñoburgueses arruinados por la guerra y la crisis de posguerra, sino de qué manera y en qué medida el partido de clase podría haber atraído a una parte de ellos al campo proletario o podría haberlos neutralizado, separándolos de la fuerte influencia de la gran burguesía. Pero, como se afirma hacia el final del artículo, «en estas situaciones es muy difícil que los grupos de las clases medias no opten, entre las dos dictaduras, por la de la burguesía» (8).
Indiscutiblemente, el fascismo se impuso, incluso sacando mucho de D’Annunzio, por ejemplo de la Carta de Carnaro en lo que respecta a las Corporaciones, e incluso del drama protagonizado por los legionarios de Ronchi, bajo la dirección de D’Annunzio, en la «marcha sobre Fiume» que, después de la ocupación de la ciudad, debería haberse transformado en la «marcha sobre Roma», partiendo de Fiume y bajando hasta la capital. En cambio, la marcha sobre Roma la llevó a cabo Mussolini, como sabemos, en un coche-cama, mientras sus tropas descendían desde el norte a la capital, escoltadas por el ejército y la Guardia Real para que no se produjese ningún enfrentamiento armado en el camino.
Pero de ninguna manera resta valor al hecho de que tanto el movimiento D’Annunzio como el movimiento fascista de Mussolini fueron movimientos absolutamente antiproletarios.
(1) Respecto a esta revista, conviene explicar su aparición y su supresión a los 7 meses de vida. Prometeo publicó una serie de contribuciones de Bordiga, Zinoviev, Stalin, Manuilski, Grieco, Girone, Bianco, Polano y otros, que tratan principalmente de cuestiones de teoría e historia del movimiento comunista; de hecho, en ese momento era la única revista teórica del PCdeI. Tenía su sede en Nápoles y salió por iniciativa de un grupo de terceristas que se habían alejado del PSI y se habían acercado al PCdeI, y a los comunistas de izquierda del PCdeI. Publicado con la autorización de la Central del Partido Comunista, fue mal tolerado por los centristas, porque allí escribían varios miembros de la corriente de Izquierda Comunista, y porque de hecho la influencia de las posiciones de la Izquierda Comunista en la masa de militantes del partido, hasta 1926, siguió siendo mayoría aunque todos los izquierdistas con cargos ejecutivos, muchos de los cuales fueron arrestados por el gobierno fascista, hubieran sido excluidos y reemplazados. Era una revista dirigida por el partido, pero contaba con el apoyo económico exclusivo de las suscripciones de compañeros y lectores co-activos. Luego, el doble número 6-7, de junio-julio de 1924, fue el último número porque la Central del PCd’I decidió abruptamente suprimirlo, sin consultar a quienes habían tomado la iniciativa de esta revista; el pretexto con el que la Central lo reprimió se dio por sentado: «podría convertirse en un centro de actividad y agitación de la izquierda y de Bordiga». La aportación de Bordiga con sus escritos fue regular, comenzando por El movimiento dannunziano, para luego continuar con Lenin en el camino de la revolución (en el n. 3, marzo de 1924, dedicado íntegramente a Lenin), con Comunismo y la cuestión nacional y Organización y disciplina comunistas.
Después de la supresión de Prometeo, en una carta enviada y firmada por Amadeo Bordiga en la segunda quincena de agosto de 1924 al C.E. del Partido Comunista de Italia, Ugo Girone y Michele Bianco (líder de los terceristas), se destacan las características de la revista y su gestión: «fue nombrado por decisión del C.E. un comité de redacción y control con compañeros pertenecientes a los dos cuerpos [del PCd’I y la fracción tercerista, NdR]; todos los compañeros comunistas y de terceristas capaces de hacerlo fueron invitados a colaborar regularmente; nunca se publicó ningún escrito que tuviera el carácter de intervención en la discusión sobre la dirección del partido, ni por iniciativa de la redacción ni por iniciativa de colaboradores individuales; nunca ninguna observación hizo el Ejecutivo y sus representantes sobre la dirección de la revista en general y en particular. Por tanto, la redacción de la revista no ha cometido ningún acto que pueda justificar en lo más mínimo una suspensión urgente». Además, en esta carta se destacaba que la revista «sin menoscabar en modo alguno el derecho de control administrativo del Partido, no pesó ni un centavo en su presupuesto» [Cfr. A. Bordiga, Escritos 1911-1926, Fundación Amadeo Bordiga, 2019, vol 8, págs. 636-639]. Como era habitual en el comportamiento de Bordiga, se revelaron todos los aspectos burocráticos con los que se quiso acotar y silenciar las razones políticas, así como teóricas, de la Izquierda Comunista, pero nunca con el objetivo de justificar actos de fraccionalismo e indisciplina hacia la Internacional y hacia el Partido que, en cambio, intentó por todos los medios de involucrarlo personalmente – después de aprovechar su arresto para reemplazarlo a él y a los miembros de la izquierda de la CE y sabiendo perfectamente qué posiciones seguía defendiendo Bordiga – proponiéndole la participación en el Ejecutivo del partido italiano e incluso en la vicepresidencia de la Internacional, cargos que Bordiga rechazó sistemáticamente desde entonces por motivos exclusivamente políticos, siendo un exponente de la Izquierda Comunista que a partir de las tesis de Roma en adelante siempre se ha opuesto a toda una serie de decisiones tácticas y organizativas tomadas por la Internacional y por la Central del partido italiano (frente único político, fusión con el PSI, aceptación de partidos «simpatizantes» en la Internacional, etc.), no habría podido hacer otra cosa que discutir sistemáticamente todas las decisiones tácticas u organizativas importantes que los Ejecutivos pretendían tomar, obstaculizando efectivamente su trabajo. Las mismas razones las expuso ante la propuesta perentoria de la Central de ser puesto como primer nombre de la lista electoral en las elecciones de 1924. En la práctica, como simple camarada sin cargos ejecutivos ni en el partido italiano ni en la Internacional, quiso ser libre para a expresar plenamente, sin acomodamientos ni limaduras diversas, sus pensamientos, sus posiciones, convencidos de estar en perfecta línea marxista. Eso sí, siempre y cuando se le permitiera y sabiendo muy bien que tanto la Internacional como la Central del partido italiano harían todo lo posible para oponerse. Sobre todo, no pretendía ser «cómplice» de toda una serie de medidas y decisiones que iban en sentido contrario al que siempre había propuesto la Izquierda Comunista.
(2) Cfr. El proceso a los comunistas italianos, 1923, por C.E. del PCI, Libreria Editrice del PCI, 1924, Reimpresión Feltrinelli. Para el Memorial y el interrogatorio de Amadeo Bordiga, véase también «il comunista», primera serie, nn. 6, 7 y 8 de 1984. (pdf en www.pcint.org).
(3) En Fiume, en octubre de 1918, se creó un Consejo Nacional para apoyar la anexión de la ciudad a Italia. Se sabe que en la Conferencia de París (18 de enero de 1919 - 21 de enero de 1920) el entonces Primer Ministro Orlando abandonó la Conferencia porque el presidente estadounidense Wilson y Francia se negaron a reconocer las promesas hechas a Italia en el Pacto de Londres de marzo de 1915 si Italia hubiera entrado en guerra junto con la Entente, en particular en la antigua costa adriática de los Habsburgo a la que se agregó la solicitud de anexar también la ciudad de Fiume ya que su población era mayoritariamente italiana. En Fiume, en abril de 1919, excombatientes y ex arditi habían formado una legión de voluntarios que pretendían defender la ciudad sobre todo del contingente de ocupación francés, abiertamente proyugoslavo. Ronchi di Monfalcone, como se llamaba la ciudad hasta 1925; tomó el nombre de Ronchi dei Legionari, en honor a los Legionarios dannunzianos que partieron de allí el 12 de septiembre de 1919 para ir a ocupar Fiume en la llamada «marcha sobre Fiume».
(4) Cfr. Fiume y el proletariado, «Rassegna comunista» a. I n. 10, 15 de septiembre de 1921, pp. 458-468; publicado en A. Bordiga, Scritti 1911-1926, cit., vol. 6, pp. 139-151.
(5) Las frases citadas están todas tomadas del artículo Fiume y el proletariado.
(6) Ibídem.
(7) Ver Historia de la Izquierda Comunista, vol. II, cap. IX, El II Congreso de la Internacional Comunista, un clímax y una encrucijada, págs. 545-661.
(8) Cfr. Movimiento dannunziano, «Prometeo» nn. 1 y 2, 15 de enero y 15 de febrero de 1924. También en A. Bordiga, Scritti 1911-1926, cit., Vol. 8, págs. 261-287.
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El movimiento dannunziano
I. La doctrina
Pocos de los actuales movimientos políticos italianos se preocupan de aportar a amigos y enemigos los elementos aptos para definir con claridad sus opiniones, métodos y objetivos. Un marxista puede estudiar los movimientos políticos hallando sus explicaciones fuera de sus textos y declaraciones oficiales, como por ejemplo la explicación marxista de la Revolución Francesa que hace tabula rasa de las tesis históricas y sociales contenidas en la Declaración de los Derechos Humanos y en las ideologías políticas que aquella revolución reivindica y exalta; sin embargo, es cierto que un primer aspecto del estudio, debe consistir en el examen del modo en que cada partido o agrupación anuncia oficialmente su pensamiento y política.
Tratando de examinar el movimiento «dannunziano» (considerando mientras tanto que esta ortografía sea correcta), podemos decir que poseemos algún elemento auténtico de manera satisfactoria desde el punto de vista de la doctrina política; mucho menos por esto que se pertenece a la orientación practica y táctica actuales en el cuadro de la vida italiana. Comenzamos considerando la primera cuestión, valiéndonos para esto del documento que los militantes del dannunzianismo no cesan de reivindicar como su Evangelio político: la Carta de Libertad del Carnaro, es decir, el Estatuto del Estado Libre de Fiume (1), promulgado por el Comandante Gabriele D’Annunzio del 8 de septiembre de 1920.
No pensamos tratar aquí el «problema Fiumano» (sobre esto, quien escribe tuvo que exponer algunas ideas luego de una visita a la ciudad en 1921, es decir, después de la partida de D’Annunzio, en un artículo – Fiume y el proletariado – publicado en Rassegna Comunista del 15 de septiembre de 1921) ni invocar, contra el carácter pretendidamente pro-obrero de la susodicha Constitución, los entuertos infligidos a los trabajadores por el régimen de la Reggenza. La Carta del Carnaro es considerada hoy por los dannunzianos como un programa políticos «para Italia»: pero incluso en esto seremos muy poco imparciales, además de hacer objeciones sobre disposiciones de detalle particularmente adaptadas a un Estado tan sui generis como lo era el de Fiume. Nosotros pedimos y encontramos en la Carta, un texto reconocido del que se puede poner en claro, para discutirla, una declaración de principios políticos, comenzando por discutirla lo de «clasificarla».
La Carta declara su tradición histórica con referencias a la Romanidad imperial, a los conceptos religiosos genéricos, al Risorgimento italiano, a la victoria italiana en la guerra mundial y, en cierta forma, a las comunas libres medievales. Demasiados elementos históricos, por lo tanto; y, para orientarnos, preferiremos el examen objetivo de su contenido político y social. Pero no podemos dejar de preocuparnos por una afirmación que ha... circulado mucho, a saber, que el Estatuto Dannunziano es casi de carácter soviético, lo que representa una aplicación latina, en cierto sentido, de las conquistas de la revolución rusa, y de otra afirmación menos osada, que abarca ciertas líneas de sindicalismo, como afirmó en su Comento de Alceste de Ambris, colaborador de D’Annunzio y jefe del sindicalismo secesionista italiano que, en 1915, constituyó la Unión Sindical Italiana con tendencias intervencionistas, pero también antes de la guerra había mantenido actitudes muy poco clasistas. Digamos inmediatamente cómo, en nuestra opinión, el documento que consideramos debería ser clasificado: es una constitución claramente «democrática» en fundamentos, complementada por las medidas del reformismo social que durante décadas han sido el bagaje del trabajador de extrema derecha y sedicente socialista. Los principios de la Constitución son los de la revolución burguesa, subrayados bajo la luz ideal en la que los elementos izquierdistas de la democracia siempre los han visto.
Algunas de sus normas codifican las reivindicaciones sociales del proletariado que, aunque parezcan audaces, no son incompatibles con un régimen político democrático y, paralelamente, con una economía capitalista. Los elementos de originalidad, si es que los hay, no pueden aceptarse como un acercamiento a las concepciones revolucionarias, incluso si se admite el punto de vista cuestionable de que existe un quid medium entre una democracia burguesa avanzada y el régimen de la dictadura del proletariado de la cual ahora tendremos que recordar los caracteres distintivos y específicos.
Los principios de la democracia «clásica» se encuentran, sobre todo, en el art. IV donde se dice que la Reggenza se basa en la «soberanía de todos los ciudadanos sin distinción de sexo, raza, idioma, clase, religión». Más adelante tendremos en cuenta las palabras que siguen inmediatamente a los «derechos de los productores». Esos principios se recalcan en los artículos V, VI, VII (libertad de pensamiento, de prensa, de reunión, de asociación, de culto). Podría parecer una excepción a estas normas lo que sancionan los artículos XXXXIII y siguientes, sobre la posibilidad de la elección de un dictador (llamado el Comandante), pero no nos sorprenderá que cada democracia, más que en la verdadera realización terrenal de las figuras divinas que se llaman Libertad, Igualdad, Fraternidad, llegue a desembocar en los proconsulados. Puede ser un acto de sinceridad declararlo en la carta constitutiva.
Las reivindicaciones de la democracia de izquierda están todas contenidas en el Estatuto. Tanto para el voto a las mujeres (XVI), como para la nación armada (XXXXVII y siguientes), el sufragio universal y proporcional (XXIX), la instrucción popular y la laicidad de la escuela (LIV), el voto a los soldados, los principios de iniciativa, referéndum, petición, revocación y responsabilidad de los funcionarios.
A continuación indicamos las reivindicaciones más conocidas de carácter social y reformista, tales como el salario mínimo, sumado a la garantía estatal contra el desempleo, la asistencia a los enfermos e inválidos, las pensiones de vejez (artículo VIII), la estatización del Puerto y de los ferrocarriles, juntas de arbitraje entre trabajadores y empleadores, o Tribunales del Trabajo (artículo XXXIX).
Algunas otras normas se toman prestadas de programas de otras tendencias, incluso en contraste con algunas de las disposiciones indicadas, como ciertas alusiones liberalistas y el principio de puerto franco, que puede parecer poco compatible con una orientación económica estatalista en los conflictos sindicales y de estatización de ciertas gestiones, incluyendo las del mismo puerto; y, por otro lado, el reconocimiento de una gran autonomía comunal, no totalmente en sintonía con el carácter centralista de la democracia clásica, y de las recientes teorías nacionalistas, de las cuales la Carta es, en cierto sentido, la filiación.
Pero de todo esto, considerado como un programa de administración estatal en Italia, no nos ocuparemos mucho, puesto que se sabe que estos postulados son parte, todos o casi todos, de cada uno de los programas de renovación política agitados en los últimos años, sin poder dar a ninguno una clara fisonomía. Sin rememorar la crítica de tal reformadorismo, en términos de aplicabilidad práctica y de utilidad real para las masas, es suficiente recordar que no faltan afirmaciones similares en los programas de socialistas unitarios, populares, demócratas de diversos grados, republicanos; y que con tal programa apareció el mismo fascismo, cuya naturaleza era ... lo que es.
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Sin embargo, la Carta contiene algunas declaraciones con respecto a la cuestión social y la propiedad que deben examinarse cuidadosamente, aunque no sean tan originales como se podría pensar.
El mencionado artículo IV, después de haber establecido la igualdad de derechos de los ciudadanos de todas las clases, lo cual es la perfecta antítesis del concepto comunista de dictadura, es decir: derechos políticos únicamente para los miembros de la clase trabajadora, agrega: «pero [la Reggenza] extiende y defiende los derechos de los productores sobre todos los demás derechos». La expresión puede considerarse más bien vaga, pero lo cierto es que tiene un valor tendencial al declarar que la igualdad teórica debía ser mitigada con una preferencia por los ciudadanos «productores». Queda por verse, y veremos poco después, quiénes son los productores en el concepto del Estatuto.
Entre tanto, el art. IX nos proporciona la definición de propiedad. Aquí el texto completo:
«El Estado no reconoce la propiedad como el dominio absoluto de la persona sobre la cosa, sin embargo la considera como la función social más útil.
«Ninguna propiedad puede ser reservada a la persona como si fuera parte de ella, ni puede ser lícito que el perezoso propietario la deje inerte y disponga de ella de manera indebida, con exclusión de cualquier otra.
«El único título legítimo de dominación sobre cualquier medio de producción e intercambio es el trabajo.
«Sólo el trabajo es dueño de la sustancia llevada a su máxima ganancia en beneficio de la economía general».
Ante todo, observamos que las democracias capitalistas modernas no han adoptado rígidamente, ni en teoría ni en la práctica, el «jus utendi et abutendi» de la ley romana. La fórmula de D’Annunzio tiene cierto parentesco con la que los jacobinos propusieron para la Constitución de 1793, dictada por Robespierre, y que sonaba de este modo: «La propiedad es el derecho que tiene todo ciudadano a disfrutar y disponer de la parte de los bienes que le garantiza la ley. El derecho de propiedad está limitado, como todas las demás, por la obligación de respetar los derechos de los demás. No puede perjudicar ni la seguridad ni la libertad, ni la existencia, ni la propiedad de nuestros semejantes». Es cierto que la Convención no aceptó esta fórmula sin antes hacerle mutilaciones significativas. Pero queda claro, sin buscar otros ejemplos, que una limitación social de la propiedad no está en contraste con los cánones de la democracia burguesa clásica. En cuanto al concepto de que no es lícito dejar la propiedad inerte, se sabe que este no es rechazado, como dirección de un conjunto de reformas, incluso por los políticos y economistas burgueses.
Luego, para aclarar qué valor tiene el concepto de que solo el título de dominio sobre los medios de producción es el trabajo, veamos más adelante, en el art. XVII: «serán privados de los derechos políticos ... los parásitos incorregibles a cargo de la sociedad, excepto aquellos que no pueden trabajar debido a una enfermedad o vejez», - en el art. XVIII: «solo los productores asiduos de la riqueza común y los creadores asiduos del poder común están en la Reggenza como ciudadanos a todos los efectos ...» - en el art. XIX, que asigna al IV Gremio: «los empleadores de una empresa de la industria, la agricultura, el comercio, el transporte, cuando no son solo propietarios o copropietarios, sino también, según el espíritu de los nuevos estatutos, directores competentes y asiduos para el acrecimiento de la empresa».
No negamos que estas fórmulas contengan el borrador, o sean el producto de una cierta crítica del sistema de propiedad burgués. ¿Pero esta crítica tiene un parentesco con la crítica socialista y comunista, y una dirección que conduzca a la eliminación del capitalismo?
Debemos declarar de inmediato que no toda crítica al capitalismo burgués es socialismo, incluso cuando toma su nombre. Los lados criticables del capitalismo son tan evidentes, que ha sido condenado desde los puntos de vista más variados, dando lugar a las doctrinas más opuestas, muchas de las cuales son antitéticas a la del socialismo de clase moderno, la única que ha entendido las razones y puede potenciar las fuerzas que determinarán la caída del régimen burgués. Por ejemplo, una crítica de los horrores producidos por el régimen industrial llevó a invocar el retorno al orden pre-burgués y feudal; como reacción similar a la que condujo a los trabajadores a la destrucción de las máquinas que generaban desempleo: tales críticas y reacciones no dejan de ser anticapitalistas, pero los marxistas las condenan como antirrevolucionarias. Otras críticas, como los sistemas de los socialistas utópicos, más adelante han sido superadas por la doctrina marxista, demostrando su esterilidad práctica con respecto a la destrucción del régimen burgués. Otros métodos los denunciamos como insuficientes, como sucede con el anarquismo, el sindicalismo, el revisionismo reformista, el cooperativismo puro, etc.
La crítica marxista del capitalismo consiste en comprender e identificar las razones y las etapas de su desarrollo, y en demostrar no solo posible, sino lógicamente insertada en el desarrollo histórico, una organización de la economía opuesta y superior a la de la sociedad burguesa. Esta nueva organización se diferencia por la abolición de la empresa privada y la economía competitiva individual, y el establecimiento de una administración central y colectiva de las fuerzas productivas. La superioridad del rendimiento de esta nueva organización reside en su correspondencia con el uso científico de los recursos que la humanidad dispone hoy en día, incluso más de lo que se lograría numéricamente con la abolición del desperdicio de riqueza causado por el parasitismo de los capitalistas vivos a expensas del trabajo expropiado al proletariado. El problema de la justicia distributiva se coloca bajo la luz más amplia de un problema de organización superior. La crítica al capitalismo llevada a cabo de manera marxista demuestra que este, para apropiarse de una plusvalía dada en detrimento de la clase proletaria, instaura y mantiene por todos los medios un mecanismo social que dispersa los esfuerzos productivos útiles en una dimensión muy superior a ese margen que deja el fraude.
Más que acusar al régimen burgués de ser injusto y cruel, el marxismo lo denuncia por irracional y, más que denunciarlo lo condena, demostrando que está destinado a ceder el sitio a formas más elevadas de vida social. Por contra, una crítica puramente «moral» del capitalismo, nunca podrá entender cómo sus crueldades en un determinado punto de su desarrollo hayan sido necesarias, y no entenderá, lo que es peor, por qué otros actos de crueldad y aparente injusticia serán también inevitables en la lucha por destruir el capitalismo mismo.
Vemos en el tipo de crítica dannunziana del capitalismo, o a un cierto aspecto de él, una crítica moral y no científica. De hecho, no hay rastro de crítica científica del capitalismo donde el tipo económico de la empresa privada y el ambiente de libre competencia sean condenados, aunque solo sea en teoría. Estas figuras de un economismo individualista no son eliminadas ni siquiera un poco del pensamiento social que ha dictado la Carta, que, además de hablar en términos inequívocos sobre la subsistencia de la empresa privada, art. IV elogia «el juego armónico de la diversidad» para la revitalización de la vida común, un concepto que literalmente no es repudiable, pero que demuestra su filiación individualista de manera evidente.
Sigue siendo una condena del capitalista parasitario puro, del rentista, del propietario, dirija o no su propia empresa. Pero esta condición, si bien puede servir para sanar desde un punto de vista ideal la figura moral del empleador ciudadano, nada cambia la naturaleza del capitalismo, ni siquiera su injusticia distributiva fundamental. De hecho, que la empresa sea dirigida por un técnico o administrador pagado con una pequeña fracción de la ganancia total o sea dirigida por el propio dueño, esto no cambia en absoluto la injusticia de la asignación de la ganancia en detrimento de todos los trabajadores de la empresa misma. Sería preferible, incluso desde el punto de vista del cálculo más banal, que un parásito tomara de la granja un fruto sobre diez y dejara el resto a los trabajadores, a que un jefe propietario que otorgando su trabajo que vale diez o veinte, obtuviera un beneficio de cien o mil. Esto sin mencionar que aquí el problema de la mejor organización colectiva opuesta a la capitalista ni siquiera es aflorado. No es necesario saber que socialismo, incluso en el sentido más modesto, significa la imposibilidad del control privado sobre los medios de producción, mientras que el artículo examinado, incluso en su fórmula aparentemente más audaz, atribuye al trabajo la calidad de título para conservar tal dominio. Ni siquiera estamos en presencia de la fórmula para devolver a cada trabajador su parte de herramientas de producción, lo que nos devolvería a la artesanía, o a aquella que quiere transformar la empresa burguesa privada en una cooperativa de quienes trabajan allí, y eso los marxistas lo consideramos insuficiente e irrealizable.
Se puede decir que la Carta no podía establecer más que logros modestos, pero hacemos notar al lector que en el documento, dicho en voz alta, nos contentamos con encontrar las líneas de una doctrina social, y en términos de realizaciones, por razones que no discutimos, es cierto que en Fiume no se adoptaron medidas contra la burguesía, ya que ninguna se establece claramente para la implementación programática en otras regiones, excepto que es muy poco audaz en la condena del puro parasitismo personal, en el que en la práctica nunca se encontrarían los extremos, dado que todo ciudadano rico «trabaja», la mayoría de las veces para hacer tráficos y especulaciones que luego hacen pasar como una contribución a la actividad productiva común, mientras que son solo las artes y los medios para la estafa social.
El pensamiento anticapitalista que se deriva inequívocamente del documento es el de la condena moral – traducida socialmente en una fórmula incompleta – de la apropiación del trabajo de otros por parte de los ricos que no producen ninguna riqueza. Ni siquiera en una sanción severa en asuntos hereditarios se traduce esta condena.
La doctrina que ha dictado la constitución de D’Annunzio no participa, por lo tanto, en las razones positivas y materialistas que los comunistas marxistas aducimos contra el capitalismo. Y no es sorprendente por qué el pensamiento de D’Annunzio no es materialista, sino idealista. La exaltación del espíritu se repite a cada paso destacado de este y de muchos otros documentos dictados o inspirados por D’Annunzio. Ahora, incluso la concepción de una vida moral elevada y heroica no conduce a una crítica fructífera del régimen capitalista o de otra forma de organización social. Si la burguesía pudiera demostrar – como pretende – que su régimen es necesario para garantizar la producción y la vida de la humanidad, que no hay otras soluciones posibles y maduras al problema de la estructura económica, si no hubiera argumentos sólidamente fundados sobre la base de consideraciones técnicas y científicas contra esta afirmación, deberíamos considerar aceptables todos los horrores que circundan a este régimen. Habiendo vencido en la polémica batalla en el terreno positivo y realista, no sería más que un juego, para los defensores del orden social actual, trazar su justificación idealista, moral, espiritual: no hay nada que elegir entre los sistemas ya existentes, hasta aquellos religiosos. Después de todo, cada época y cada clase tiene sus formulaciones de valores espirituales, y la misma dialéctica histórica explica la muerte heroica del sans culotte en las barricadas y el guiño cínico del gran especulador industrial entre extravagancias y orgías; el tenientillo que sonriendo infringe su juventud creyendo en el mito de la Patria, y el tiburón que acumula oro en la trastienda.
La posición metafísica de este anticapitalismo de D’Annunzio, puede inspirar cierta simpatía sentimental incluso a nosotros, pero no puede dejar de preocuparnos. Como veremos, una de las razones que diferencian a D’Annunzio de los fascistas es la repugnancia por los medios violentos al valorar las ideologías nacionales y patrióticas, el llamado a la concordia y contra la guerra civil. Pero esta misma posición ideal elimina cualquier posibilidad de desarrollo de la lucha contra las infamias del actual régimen social, que no puede llevarse a cabo victoriosamente sin abrazar medios de acción brutales y crueles, y preparar abiertamente la guerra de clases.
El lema utilizado en los escritos políticos de D’Annunzio: «si spiritus pro nobis, quis contra nos?» si bien puede determinar convicciones sinceras y generosas de los militantes que podemos admirar, no nos dice nada a los marxistas. En el campo de las doctrinas, no se puede pensar en el pensamiento de D’Annunzio como un puente entre la ideología burguesa y la ideología proletaria y revolucionaria.
Esta posición salió a la luz en la conversación entre D’Annunzio y Cicerin (2), de quien D’Annunzio se refiere a Per l’Italia degli italiani (Italia para los italianos). El invitado «fingía no querer hablar sobre el espíritu y las cosas espirituales». Y es una razón que nos reconforta a nosotros, los comunistas del ala más ortodoxa, el ver como Cicerin, reputado por hacer maniobras situadas muy al margen del comunismo, y susceptibles de transigencias y acomodamientos, sonriendo pusuera el problema de la manera más clara y resoluta diciendo que «en ninguna acta de su gobierno está escrita la palabra espíritu, la palabra alma».
Esta palabra no se encontrará en las actas de la verdadera, de la única revolución anticapitalista, en la que el proletariado proclamará su dictadura y comenzará a construir la sociedad comunista. Esta es inútil para nosotros, mientras que es servida y sirve a todos los filisteos.
Queda por examinar el carácter que parecería fundamental en la constitución de D’Annunzio, a saber, la introducción en los organismos estatales de una representación de las «Corporaciones profesionales». Las consideraciones a tener sobre este tema serían muchas y de gran importancia, pero nos contentaremos con algunas observaciones esenciales. Vamos a empezar con el informe completo del art. XIX:
«En la primera Corporación están los trabajadores asalariados de la industria, la agricultura, el comercio, el transporte y los pequeños artesanos y pequeños terratenientes que hacen el trabajo rural ellos mismos o que tienen pocos y ocasionales ayudantes.
«La segunda Corporación reúne a todos los técnicos y personal administrativo de cada empresa privada industrial y rural, excluyendo a los copropietarios de la compañía.
«En la tercera, se reúnen todos los empleados de las empresas comerciales, que no son verdaderos obreros; pero los copropietarios también están excluidos de esta.
«La cuarta Corporación asocia a los empleadores en empresas de la industria, la agricultura, el comercio y el transporte, cuando no son solo propietarios o copropietarios, sino, según el espíritu de los nuevos estatutos, directores sagaces y optimizadores asiduos de la empresa.
«Todos los empleados públicos municipales y estatales de cualquier orden están incluidos en la quinta.
«La sexta incluye la flor intelectual del pueblo: los maestros de las escuelas públicas y los estudiantes de las escuelas secundarias, los escultores, los pintores, los decoradores, los arquitectos, los músicos, todos aquellos que practican las bellas artes, las artes escénicas, las artes decorativas.
«De la séptima están todos aquellos que ejercen profesiones libres no consideradas en revisiones anteriores.
«La octava está constituida por las Sociedades cooperativas de producción, trabajo y consumo, industriales y agrícolas, y no puede ser representado sino por los directores ante las mismas sociedades a cargo.
«La novena resume a toda la gente de mar.
« La décima no tiene arte ni categoría ni palabra, su plenitud se espera como la de la décima Musa: está reservada a las fuerzas misteriosas del pueblo en trabajo y en ascensión. Es casi una figura expiatoria consagrada al genio desconocido, a la aparición del hombre nuevo, a las transfiguraciones ideales de las obras y los días, a la completa liberación del espíritu por encima del penoso jadeo y el sudor de la sangre.
«Está representada, en el santuario cívico, por una lámpara encendida que lleva inscrita una antigua palabra toscana de la era de las Comunas, una maravillosa alusión a una forma espiritualizada de trabajo humano: Fatica senza fatica».
También referimos todo lo concerniente a la composición del Consejo de Provisionales, órgano que, junto con el Consejo de los Optimos, elegido con el voto ordinario ejerce el poder legislativo:
«XXXI. - El Consejo de Provisionales se compone de sesenta elegidos, mediante elecciones realizadas bajo la forma del sufragio universal secreto y conforme a la regla de la representación proporcional.
«Diez Provisionales son elegidos por los trabajadores de la industria y trabajadores de la tierra,
«diez por marinos, diez por empleadores,
«cinco por técnicos agrícolas e industriales,
«cinco por empleados de las administraciones de empresas privadas,
«cinco por maestros de escuelas públicas, de estudiantes de secundaria y de los otros asociados de la Sexta Gremio,
«cinco de profesiones libres,
«cinco de empleados públicos,
«cinco de Sociedades cooperativas de producción, trabajo y consumo».
El programa para reemplazar en Italia al Senado por una reunión compuesta por representantes de categorías sociales y profesionales, no es nuevo en Italia: formaba parte del primer bagaje fascista, y en 1919 fue planteado por los reformistas de la Confederación del Trabajo, quienes propusieron una «Constituyente profesional». En realidad esta consigna no era más que un recurso contra la consigna revolucionaria de la dictadura del proletariado que adquiría crédito entre las masas. Pero la propuesta en ese momento era quizás todavía más modesta de lo que dice la Carta del Carnaro, porque cuando toma su aspecto concreto, da una definición de este tipo: cada categoría de la industria y las empresas económicas generalmente elegirán representantes de los empleadores, y de trabajadores con el mismo sufragio, es decir, si los trabajadores metalúrgicos votan por doscientos mil, también los industriales de su categoría votarán por doscientos mil. En cambio, es por la atención de D’Annunzio que las Corporaciones de trabajadores tienen un claro predominio en la forma en que se compone el Consejo de Provisionales. A esto se pueden objetar los poderes limitados que les han dejado: solo se reúne dos veces al año para discutir «en modo lacónico» los problemas económicos, como si pudieran separarse de los políticos, y de un total de siete, no eligen directamente sino dos componentes del gobierno, el Rector de Economía Pública y el del Trabajo.
Si la conquista del poder fuera para los trabajadores una cuestión de mayorías, en primer lugar bastaría para conseguirla la ordinaria democracia política, y en segundo lugar, está claro que no se podría lograr a través de las representaciones de las Corporaciones, que a lo sumo pueden dar una representación minoritaria a los intereses del trabajo como a tantas otras instituciones. En cuanto a nuestra posición crítica de marxistas, no es necesario recordar que esta niega que haya poder proletario hasta tanto exista aunque sea una posibilidad de representar a las clases ricas, que de hecho son una minoría, pero cuyo poder será eliminado solo por medios extra-legales e impedido por la dictadura obrera.
Pero digamos algo más, y que no solo concierne a la Carta del Carnaro, en esta representación de las categorías. En primer lugar, no es cierto que esta se encuentra en las bases de la Constitución de la República de los Soviets. Si este fuera el caso, el carácter distintivo del Sovietismo permanecería en la exclusión del derecho electivo a los no productores; en esto consistiría toda la novedad y originalidad a ser rechazada o imitada. Pero, además, el soviet no es en absoluto un organismo sindical y profesional, y que toda la red de representaciones soviéticas se funda sobre una base territorial, y solo en el primer grado, para un carácter que es más que una conveniencia práctica, tiene Delegaciones electivas de grupos divididos por razones de consulta, en empresas, cuarteles, escuelas, oficinas, etc. En cualquier caso, no hay un delegado de la categoría, sino de una empresa, es decir, por ejemplo, en una fábrica, votan juntos los trabajadores de diferentes especialidades profesionales, empleados, técnicos, etc. Pero lo sustancial es que en los órganos superiores, hasta el Congreso de los Soviets y el Comité Ejecutivo, que sería el sustituto del Parlamento democrático, que consta de varios cientos de miembros y elige al gobierno, no hay rastro de origen corporativo de los delegados. Todo esto es para decir que el principio corporativo no puede significar la introducción de una dosis de pimienta bolchevique en un programa político.
Veamos la cuestión, aunque sea sobriamente, de modo más general, en relación con la doctrina del comunismo. Se ha vuelto frecuente, y parece un descubrimiento moderno, la invocación de esta fórmula de la delegación profesional y el uso y abuso de las palabras «sindical» y «sindicalismo», que desde diferentes partes se ha constatado que el vehículo, el fundamento de las ideas revolucionarias socialistas era, como debe ser, la organización económica de los trabajadores. A todas las escuelas políticas «intermedias» les parecía posible y conveniente, protegiéndose bien de aceptar cuánto en el marxismo sabe a cítricos políticos fuertes, a saber, la conquista revolucionaria del poder y la dictadura del proletariado, con la constitución, como instrumento fundamental de tales conquistas, de un partido de clase fuerte, para unirse con el principio y el método de la organización sindical, que desafortunadamente son susceptibles de un uso miserablemente utilitario y reaccionario.
Las fórmulas varían infinitamente. Las más tímidas y equívocas ponen a las organizaciones de trabajadores y empleadores en el mismo plano. Y esto ya es un paso por delante de la tradición de las Corporaciones medievales, tan a menudo invocadas disparatadamente, que eran corporaciones solo para los patronos, y que con la exclusión de la dirección política de las comunas libres de los trabajadores jornaleros y, a menudo también de los maestros artesanos más pobres, constituyeron una verdadera dictadura de la burguesía, a veces dirigida al exterior contra las fuerzas reaccionarias dominantes del feudalismo, pero dirigida internamente contra el naciente proletariado, que solo por destellos y con revueltas desorganizadas, más o menos aliado a la muy pequeña burguesía, puede venir a la luz como en el Ciompi de Florencia y en algunas luchas de los trabajadores de talleres textiles de Flandes, reclamando precisamente el derecho negado a sindicalizarse.
Volviendo a las fórmulas «sindicalistas», también están las del socialismo reformista, que otorgan a la organización de trabajadores una tarea preeminente considerando a las organizaciones de empleadores como adversarias, pero excluyen de las formas de conflicto los medios y fines revolucionarios, y, admitiendo el partido, reducen su política a una mera función parlamentaria de acompañamiento de las demandas económicas y del logro de facilidades para el proletariado por parte de los organismos estatales. En fin, la más extrema y audaz es la fórmula del sindicalismo revolucionario, que tuvo el máximo exponente en Sorel, y se dio el aire de superadora del marxismo. Aquí vemos preservado y exaltado el concepto de violencia, en la lucha entre el sindicato y los empleadores, el sindicato y el Estado capitalista, y preconizada una sociedad en que los sindicatos tienen la máxima autonomía, y donde el régimen político es de la mayor libertad. Las ideologías anarquistas se reafirman en esta fórmula, que entre las formas de asociación se inclinan a aceptar al menos la del sindicato económico.
Todas estas fórmulas son desde el punto de vista comunista totalmente insuficientes. El sindicato no es un órgano suficiente para nosotros, ni la lucha de clases liberadora del proletariado ni la organización de una economía colectivista. Con mucha más razón no podemos reconocer la tendencia socialista de las diversas formulaciones anteriores que excluyen la lucha de clases y el uso de medios extralegales.
Estamos dispuestos a reconocer que la línea de D’Annunzio se parece al método sindicalista, pero estas semejanzas son precisamente esas partes que disimulan de nuestro método comunista; en efecto, la representación se concede a las organizaciones sindicales de las clases opuestas, el conflicto social se reduce a una resolución legal de los órganos del Estado; y no puede ser suficiente como aspiración a una sociedad de emancipación del productor lo que está escrito para el «Décimo Gremio», que desea formas más elevadas de organización social en las que el trabajo ya no sea una condena injusta. Ya hemos dicho por qué la aspiración puramente ideal, de mejorar las relaciones de la vida colectiva en lo que hoy es malo y odioso, no es una actitud suficientemente revolucionaria, se trata de mostrar formas concretas y medios para cambiar los cimientos de la sociedad.
Incluso un sindicalismo más acentuado y quizás orientado a formas insurreccionales, no responde, desde el punto de vista teórico (del político y táctico hablaremos en la segunda parte de este artículo) a un parentesco con lo que quieren los comunistas y con las necesidades de la lucha proletaria.
Donde el sindicalismo exalta la categoría, nosotros exaltamos la unidad de la clase que tiene dos razones fundamentales: la constitución de una fuerza unitaria para oponerse a la resistencia y reacción capitalistas, que al dirigir los esfuerzos comunes de todos los explotados, ponga a un lado los intereses secundarios y los apetitos condenados a estar aislada y temporalmente silenciados; la dirección de la nueva economía, economía que se contrapone a la burguesa, por cuanto ya no se debe al libre juego de las empresas productoras, sino a la implementación de un plan único, dictado por un interés más alto que el de las categorías y que abrace la clase mañana, y en un futuro lejano a la nueva humanidad. Esta unidad de la clase no se encuentra en una Federación de sindicatos, sino en un partido político revolucionariamente capaz de superarlos, y no vence en la ilusoria expropiación de cada capitalista, sino en la consolidación de todo el proletariado de un Estado político, en tanto agente esclarecido y central del desposeimiento capitalista.
Por lo tanto, no se puede invocar una vaga fórmula sindical como embrión de la victoria proletaria, en formas que opondrían Occidente al bolchevismo ruso, allí donde el bolchevismo es la aplicación en condiciones particularmente difíciles de la fórmula – dando así una demostración triunfal de su potencia – surgida en la conciencia marxista de la gran clase obrera de los países industriales más avanzados.
El sindicalismo, reprochando a los comunistas ser «políticos» y «jacobinos» porque hablan de partido, del gobierno del terror revolucionario, y tachando todo esto de burgués, comete un grave error histórico y teórico, error que ha permitido muchas especulaciones demagógicas con las cuales estas doctrinas – hablamos aquí de manera general – de hecho contrarrevolucionarias, han podido, tomando prestadas algunas expresiones sorelianas, darse un falso color de izquierda, haciéndose pasar por movimientos favorables al proletariado.
Ahora no podemos hablar de la critica de este error, para mostrar lo que es evidente para el lector al que la doctrina de Marx no le es desconocida, que los criterios para la conquista del poder político con el partido como instrumento e institución de una representación política «territorial», es decir, por encima de pretendidas exaltaciones de factores técnicos y económicos (la política proletaria, después de haber aplastado a la burguesía, no será nada más que técnica y economía unitarias, es decir, a un nivel de relación muy diferente a la de los apetitos profesionales), que estos conceptos no tienen ninguna filiación con doctrinas de la revolución democrática burguesa, sino que son aplicaciones de lecciones históricas que es ruinoso no entender. Y la originalidad del método marxista no reside en la invención de una «forma de organización», como el sindicato o uno de sus muchos succedáneos, sino en el haber hecho la demostración dialéctica de que para encontrar la libertad humana en el sentido más racional, menos metafísico y fanático de la palabra, la violencia y la autoridad revolucionarias deben usarse de manera inteligente, lo que junto con el partido y el gobierno de la clase rebelde allana el camino para la sociedad sin clases, partidos y Gobierno político.
El parecido entre el pensamiento de D’Annunzio y el sindicalismo toca también a los orígenes filosóficos del primero y el segundo. Hemos mostrado el carácter espiritualista de la ideología que dictaba la Carta del Carnaro y otros textos afines. Ahora el sindicalismo también tiene un contenido filosófico que tiende hacia el espiritualismo, y su espíritu de categoría está relacionada con el individualismo. El sindicalismo es un poco, no la ciencia de la palingénesis del cuerpo social, sino la regla de acción del proletario individual, la «moral del productor» soreliana. El espiritualismo de D’Annunzio siente que la sociedad actual es poco moralizable y «heroicizable», si no en las fuerzas vírgenes que brotan del proletariado; no sabe ir más allá del saludo que eleva a estos fermentos del mañana.
En cuanto a nosotros, comunistas y marxistas, conocemos de cuestiones de necesidad y de mejor rendimiento en cuanto a las vías a tomar en el desarrollo de la historia. Si estas responden a los cánones de Ética y Estética, no nos importa en absoluto. Nuestra dialéctica nos empuja a exaltar hoy el valor del rebelde, incluso cruel, incluso inculto, para romper las barreras del devenir de la humanidad hacia las formas más pacíficas, armoniosas y conscientes de la convivencia de los individuos. Quien quiera considerar los problemas históricos en el espíritu del hombre actual considerado como una entidad completa, y en ella resolverlos potencialmente, sigue siendo el esclavo de un método del que nos hemos liberados para siempre, y que consideramos como una posición inferior. Ninguna revisión derrotará la potencia de la evaluación marxista en este terreno.
II. La política
El lector no exigirá que, para contar brevemente los orígenes del movimiento con el que estamos tratando, tenemos que rehacer la historia de las manifestaciones políticas de su líder. Se sabe que el Poeta era, hace muchos años, un diputado; quien pasó a una sesión memorable de derecha a izquierda declarando ir hacia la vida; quien luego no se ocupó de la política hasta que Canzoni di Gesta se dedicó a la exaltación de la guerra en Libia, y por tanto de la gran guerra, en la que participó de manera bien conocida, después de aparecer como el que precipitó la intervención de la nación italiana en el conflicto. Estas actitudes de exaltación bélica lo colocaron claramente entre los adversarios del movimiento proletario y socialista italiano.
Pero son los eventos del período de la posguerra los que tienen una relación con el tema que tratamos. La ocupación de Fiume llevada a cabo por D’Annunzio va de septiembre de 1919 a enero de 1921. A lo largo de esta fase, D’Annunzio aparece como el antagonista de los gobiernos «neutralistas» de Nitti y Giolitti, y el campeón del movimiento fascista naciente, poniéndose a la cabeza de la agitación a su favor en Italia. El Popolo d’Italia, sin embargo, probablemente ya había disgustado al Poeta por su actitud de casi aceptación de ese Tratado de Rapallo, tras el cual los legionarios fueron desalojados de Fiume por la fuerza; y se ha susurrado repetidamente que los fondos recaudados para la causa del Fiume han sido utilizados, sin duda no autorizado por el Comandante, para fundar una vasta base del movimiento fascista en el País.
Registramos estos hechos, sobre los cuales, en cualquier caso, no nos compete a nosotros hacer la luz completa, para intentar establecer el momento en que su pueda comenzar a distinguir entre los «intervencionistas» tradicionales de 1914-1919, una división entre fascistas y legionarios, Mussolinianos y Dannunzianos, distinción cuyos términos, como veremos, no siempre se logra establecer con satisfactoria claridad.
Dejando a Fiume, los legionarios de D’Annunzio no se dispersan, al contrario mantienen su propia organización, la Federazione Nazionale dei Legionari di Fiume (la Federación Nacional de Legionarios de Fiume), y también publican en Bolonia un animado semanario: La Riscossa (La Reconquista). Su movimiento es muy cercano al de la Associazione Nazionale Arditi d’Italia (la Asociación Nacional Arditi de Italia), que se declara como dannunziana, aunque para luego adoptar la actitud que veremos. Recordemos cómo el arditismo, incluso antes de la aparición del verdadero fascismo en escena, llegó a personificar los primeros hechos violentos de la ofensiva antiproletaria: entre ellos el primer incendio del periódico Avanti! [su director: el socialista Mussolini, NdR].
La línea de divergencia de los dannunzianos puros de los fascistas parece ser esta: los dannunzianos representan aquellos elementos de las clases medias, alimentados por una ideología de guerra, que hizo suyo el primer programa del fascismo, que hizo alarde de poseer actitudes de tendencias de izquierda. No podemos insertar aquí una crítica interpretativa del fascismo en general, nos limitaremos más bien a decir que este, en nuestra opinión, constituye una «movilización» de las clases medias e intelectuales, operada por y para el beneficio de la alta burguesía industrial, bancaria y agraria, movilización que las propias clases medias intercambian al principio con la problemática llegada de una función histórica autónoma y decisiva suya, casi de árbitro en el conflicto entre la burguesía tradicional y el proletariado revolucionario. Así, el fascismo, que muestra la concentración de todas las fuerzas antiproletarias en defensa de la antigua fortaleza del capitalismo (aunque en una defensa muy moderna y vigorosamente organizada que no estaba en los antiguos métodos liberal, democrático y giolitíanos, cuya época se ha desvanecido) encuentra sus efectivos y cuadros en una amplia gama de elementos sociales, puestos en marcha gracias a la gran agitación de la guerra, que creen estar haciendo un esfuerzo original, y en cierto sentido revolucionario. En el centro de la organización fascista se encuentran el mercantilismo y el parasitismo patronal, y la máquina estatal, aunque aparentemente dedicada a las maniobras izquierdistas del nittismo parlamentario. En la periferia se encuentra toda esa mezcla de idealismos y apetitos, caótica y sin forma, del cual nada mejor las clases intermedias jamás sabrán portar en el terreno del conflicto social.
Al fortalecerse la organización fascista, si siempre aparece mejor su carácter de mecanismo manejado por las clases parasitarias habituales, es difícil para los elementos pequeño-burgueses separarse de esta, para seguir su propio camino, careciendo de los medios adecuados para una tarea independiente, y quedando satisfechos la mayor parte de sus capitanes o prisioneros en los puestos de dirección del complejo movimiento fascista. Pero algunos núcleos de sinceros idealistas o competidores decepcionados por la repartición de la torta, se mantienen y tienden a diferenciarse: con esto se puede decir que han tratado de dar una cierta explicación acerca de la formación del movimiento dannunziano.
La fórmula: la dirección de la vida política a los que han querido y hecho la guerra, en un principio une a fascistas y dannunzianos. Pero, mientras que para los primeros la fórmula es solo el pasaporte de la defensa burguesa contra el proletariado rojo que no quería la guerra, y cuyas consecuencias los empuja a la lucha por su dictadura revolucionaria, para el segundo, la fórmula es aceptada como auténtica, como afirmación dirigida también contra las viejas castas dirigentes burguesas e imbuida de un cierto espíritu heroico de renovación, como una condena no tanto del derrotismo extremista cuanto de los especuladores y parásitos del frente interno, verdaderos profanadores del sacrificio y la victoria. Esta segunda ala, aunque de manera muy equívoca, quisiera orientarse hacia las fuerzas libres del proletariado: la primera organiza a los pretorianos del capital y a los esclavistas de la Agraria.
En el período de prevalencia de las fuerzas rojas, la distinción no es sensible: si las clases medias proporcionan simpatizantes para el proletariado, lo hacen a través de otros movimientos pequeñoburgueses y bajo la insidiosa especie del reformismo. Pero el desapego del que hablamos comienza a delinearse en el siguiente período. Parece que D’Annunzio no aprobó la participación fascista en las elecciones de mayo de 1921, creyendo que el método para conquistar el poder debía ser el insurreccional, por fuerzas nuevas y orientadas hacia la izquierda, y viendo la actitud de Mussolini como la renuncia a toda una parte del programa primitivo y la orientación a la derecha, al servicio abierto del capitalismo. Lo que es seguro es que en ese momento se ordenó a los legionarios que salieran de los fascistas: pero no todos lo hacen, y no pocos prefieren seguir la corriente más fuerte. En el siguiente período, la Federazione dei Legionari (la Federación de Legionarios) dio escasos signos de actividad: pero a mitad de 1922, su actitud antifascista pareció anunciarse. Por parte de los dannunzianos se inicia un trabajo de carácter sindical entre los trabajadores, opuesto en cierto sentido al fascista, pero que tiende a crear un nuevo organismo de los trabajadores, diferente del rojo, con el conocido programa de convocatoria de una Constituyente sindical por la Unidad proletaria.
Esta actitud no podía ni debía estar clara para los elementos revolucionarios del movimiento obrero, y que de hecho desconfiaba de esta, especialmente el partido comunista. En el centro del pensamiento de D’Annunzio había un plan de pacificación general en Italia, aunque esto no era concebido en el interés y para hacerle el juego a la parte burguesa, la imposibilidad misma de la conciliación la hacía susceptible de producir tal resultado. Todos los partidos italianos, para trabajar entre las masas laboriosas, habían establecido su propia organización sindical dividida de las demás y sometida al movimiento político: los anarquistas tenían la Unione Sindacale Italiana (la Unión de Sindicatos de Italia), los Socialistas la Confederazione del Lavoro (la Confederación del Trabajo), los Republicanos la Unione Sindacale di Parma (la Unión de Sindicatos de Parma), con tendencia intervencionista, los populares tenían la Confederazione dei Lavoratori (la Confederación de Trabajadores). Todos estos partidos, o al menos los de izquierda, se declararon defensores de la unidad proletaria, pero básicamente cada uno de ellos planteaba el prejuicio tácito de su dominio en la organización unificada. El Partido Comunista, sin embargo, desde su creación, no hizo lo mismo: aunque se propuso abiertamente el objetivo de obtener una influencia predominante dentro de los sindicatos, hizo de este objetivo el punto de llegada de toda una obra de penetración y propaganda basada en sus grupos o células comunistas, pero en primer lugar estaba a favor de la unidad sindical sin hacer prejuicios explícitos o implícitos de ningún tipo, dispuestos a aceptar con entusiasmo la situación de un solo cuerpo de masas sindicado desde el punto de vista económico, incluso si en este había una mayoría predominante de otras direcciones políticas. El método danunziano para lograr la unidad de trabajadores fue el incorrecto y desacreditado método de partir de la creación de otro centro sindical nacional, separado de los demás y compitiendo con ellos para luego conducirlos a los mil intentos de unificación.
A esto se sumaba otro peligro, ya que no estaba claramente excluido que los llamados sindicatos fascistas pudiesen participar en la constituyente por la Unidad: el peligro de lograr, a través del intento de los dannunzianos, tal vez sin que estos mismos lo entendieran, el sometimiento de todo el movimiento de los trabajadores a los controles e influencias estatales y patronales que le hubieran quitado, con cada vigor revolucionario, incluso toda capacidad de defensa efectiva contra la rapacidad capitalista. Podía darse que las masas tuvieran la ilusión de poder resistirse al desmantelamiento de los sindicatos de clase, encargado al escuadrismo de los grandes intereses patronales, bajo una etiqueta menos provocadora que la de D’Annunzio podía ser; mientras que para nosotros estaba claro que tal táctica no habría salvado, como no la ha salvado la voluntad de colaboración y sumisión de los reformistas confederales, a las organizaciones libres y gloriosas del proletariado italiano.
Por todas estas razones, el movimiento sindical dannunziano fue considerado por los revolucionarios si no una insidia, al menos un malentendido. En todo caso, se basaba en una táctica equivocada, y las fuerzas, que podían moverse desde la plataforma de las organizaciones rojas, cayeron a pesar de los dannunzianos mismos, en la órbita de las Corporaciones fascistas; de esta situación, la reciente declaración de disolución del movimiento sindical dannunziano ha representado una toma de posición , aunque no tuviese un carácter general y se refiera especialmente a las organizaciones florentinas, que el fascismo hizo suyas.
No volveremos a la evaluación limitada del sindicalismo obrero que es típica de la concepción de D’Annunzio. Un movimiento libre de organización de los productores no es posible si no se basa en una declaración abierta y una actitud de lucha de clases, y condena a los movimientos que regimentan a los trabajadores bajo las etiquetas «nacionales» y bajo los controles efectivos de la minoría capitalista y su instrumento natural: el Estado. La fórmula de unidad extendida más allá de estos límites desemboca invariablemente en la sujeción y la castración del movimiento obrero. En un Estado de la burguesía, como por excelencia es el fascismo, las Corporaciones oficiales de los productores no pueden ser sino instrumentos de explotación contra ellos: solo el Estado revolucionario del proletariado puede reconocer a las organizaciones verdaderamente proletarias y, teniendo por esta razón, al principio una necesidad obvia de dejar autónomos a los sindicatos en el sentido de no considerarlos como órganos establecidos por la Constitución, a la manera de las Corporaciones contempladas en la Carta del Carnaro (aunque los mismos sindicatos estén dirigidos por el partido comunista, detentor del poder y guía del Estado). El trabajo sindical de D’Annunzio, basado en una vaga simpatía por el proletariado y una reacción moral contra los negreros, por parte de esos pequeñoburgueses y ex combatientes que ya hemos mencionado, debido a la falta de claridad de sus premisas y la pobre comprensión de la antítesis que ya hemos descrito, dando lugar a una valorización indirecta de las Corporaciones fascistas, que apropiadamente tomaron prestado su nombre de los programas D’Annunzio, para organizar la sujeción de los trabajadores a sus parásitos.
El plan empresarial, de romper las filas de la red de organizaciones económicas de los trabajadores para quitarles las ventajas obtenidas, como no se detuvo ante las fórmulas de compromiso ofrecidas por el reformismo de ultra conciliación, tampoco se vio paralizado por la táctica sindical dannunziana. Los ensayos de esta, con la organización de los trabajadores del ferrocarril y de los trabajadores del mar, confirman nuestra crítica. El sindicato de los trabajadores ferroviarios, en muchas de sus últimas acciones pareció inspirarse en el malentendido que lamentamos, ostentando renunciar a cualquier carácter «antinacional» para obtener alguna transacción del gobierno fascista. Aunque mortificantes, estos pasos han fracasado: lo que la ofensiva capitalista-fascista debe golpear, tanto en las empresas estatales como en las privadas, no es la blasfemia contra la patria, sino la blasfemia contra la bolsa de valores de la clase dominante.
La organización de los trabajadores del mar, dirigida por Giulietti, que utilizaba métodos contra los cuales no necesitamos repetir nuestra áspera crítica, también quería proteger los logros puramente económicos de la clase marítima, sacrificando a las deidades patrióticas triunfantes y ofreciendo la garantía del nombre de D’Annunzio para mostrar que no está con la Anti-nación... Esto fue en vano, cuando se trataba mas bien para el gobierno fascista de ejecutar un mandato de la clase de los armadores, cuyos apetitos incomodaban la existencia misma de un Sindicato independiente. La defensa de los trabajadores del mar ahora puede llevarse a cabo solo en el camino siempre indicado por los comunistas, llamando a los propios maritimos a decir su palabra y a desplegar sus fuerzas en el terreno de la lucha de clases, es decir, contra los armadores y contra el gobierno, contra lo único concreto que se puede reconocer bajo las desgastadas abstracciones de Italia, Patria, intereses de la nación ... Si Giulietti y D’Annunzio se deshacen de este malentendido, la lucha será útil incluso si se pierde, si piensan salvar la situación con fórmulas que ocultan la crudeza del conflicto de intereses entre las clases enfrentadas, solo podemos repetir nuestra desconfianza por la infertilidad de semejante línea de conducta.
En conclusión, la situación sindical en Italia es la clara demostración de la imposibilidad de estipular con el gobierno fascista, el instrumento más directo del capital en sus diversas formas, un compromiso que permita a los organismos sindicales autónomos vivir en su acción económica, incluso declarando querer izar una bandera tricolor e inspirarse en un propósito de conciliación social. ¿Llegará el dannunzianismo a declarar que lo han constatado?
Una versión repetida con insistencia del trasfondo de la marcha sobre Roma es la siguiente: el 4 de noviembre de 1922, D’Annunzio debía dar un «golpe» del mismo género; los fascistas lo habrían sabido, y habrían precipitado su acción de la manera bien conocida, para que nadie se adelantara a ellos. Incluso sabiendo que ese día el Poeta debía hablar en Roma, y que en ese momento había acentuado su inconformidad con el fascismo, nos negamos a admitir que un plan similar, aunque existiera en la mente de alguien, tuviese un grado mínimo de probabilidad de éxito. La llegada al poder del fascismo, a pesar de haber tenido un carácter completamente diferente al de un ataque frontal a la máquina estatal, y haberse realizado a través de un compromiso, fue un hecho de tal magnitud solamente concretado gracias a una larga preparación y con la formación de una organización completa y potente. Que el fascismo al recoger los frutos de su vasta campaña pudiera ser suplantado por otras fuerzas, que no eran ni remotamente comparables con éste en eficiencia, solo por el efecto de un gesto realizado en un momento y no en otro, es completamente increíble. Pero creer en la posibilidad de una «burla» similar a la historia, si bien es típico de ciertas esferas de los políticos pequeñoburgueses italianos, nos parece más bien característico de la mentalidad de los dannunzianos. Sin dar la debida importancia a las vastas organizaciones de intereses de clase reales, estos piensan que pueden mover las situaciones mediante actitudes puramente espirituales, y ven en ciertos golpes de escena de la política, que son importantes para la sensibilidad emocional de los lectores de la prensa provincial, no la florescencia, sino el contenido mismo de los hechos históricos. ¿Quién habría seguido a los dannunzianos, en noviembre de 1922? Se puede responder que todos, pero todos son demasiado pocos, cuentan también las posiciones de las minorías eficientes, y sus influencias concretas en ese marco fundamental de fuerzas cual es la máquina estatal. El proletariado, incluso si en ese momento hubiera sido capaz de una acción decisiva, no habría aceptado un llamamiento hecho por D’Annunzio más que como un enmascaramiento del golpe fascista; tanto más cuanto que estaba a poca distancia del discurso desde el balcón de Palazzo Marino (3); pero las masas no entran en las glosas de ciertos textos, sino que juzgan por el significado simplista de las posiciones asumidas, es decir, de celebración de una conquista antiproletaria.
Después de la marcha en Roma, los fascistas acentuaron su boicot del movimiento autónomo de los dannunzianos y no sin éxito. Muchas otras deserciones tuvieron lugar entre los legionarios: la Associazione Arditi d’Italia (Asociación Arditi de Italia) se sumó a los fascistas, tomando el nombre de F.N.A.I. (Fed. Naz. Arditi d’Italia) con su órgano Fiamme Nere [Bandera Negra ndr]. Los dannunzianos conservan un vestigio en el A.N.A.I. y, en la Associazione dei Combattenti (Asociación de combatientes) se oponen cómo grupos de Italia Libera (Italia Libre), que sin embargo resultan de la confluencia de otras corrientes opuestas al fascismo y cercanas a los dannunzianos: socialistas unitarios, republicanos, masones...
Con la orden gubernamental de disolución de los cuerpos armados, la organización de los Legionarios se transformó en la actual «Unione Spirituale Dannunziana» (Unión Espiritual Dannunziana), y que, no obstante declararse como un movimiento no político y electoral, sino «espiritual», comprende a todos los ciudadanos que quieran adherirse, que profesen los principios de la Carta del Carnaro, y que proclamen como su líder a Gabriele D’Annunzio. Hasta ahora, la organización ha estado dirigida por elementos que, como parece, no siempre han sido capaces de interpretar de manera fehaciente la voluntad del Poeta. En el reciente Congreso celebrado en Ronchi, el viejo líder, Capitán Coselschi, un elemento que puede considerarse de la «derecha», es decir, con cierta simpatía por el fascismo, no fue bien recibido: los acusados proclamaron que no tenían la intención de disolver su organización, como con la falsa interpretación de los deseos que el Comandante había insinuado querer hacer. Los líderes actuales, delegados por el Congreso para visitar al Poeta, representarían una corriente predominante que tendería a subrayar la oposición al fascismo. La U.S.D. en Italia tiene cien secciones y unos doscientos grupos, con una organización bastante eficiente, pero no tiene prensa, ni siquiera un semanario o una revista que represente su órgano oficial.
Lo que ahora debemos preguntarnos es ¿qué cosa representa realmente este movimiento en el marco de la política italiana? Dados los orígenes que hemos mencionado, el movimiento dannunziano puede asumir el carácter de una fuerza opuesta al gobierno actual, pero pasa sin duda por un período de incertidumbre, dada la escasez y la falta de claridad de sus manifestaciones. Tenemos toda una serie de reservas sobre la efectividad de las oposiciones al fascismo que no son de carácter clasista y revolucionarias, y estas reservas generales son obviamente aplicables al dannunzismo. Los grupos y pequeños grupos de la oposición burguesa al fascismo se agitan en torno a esta contradicción; ni siquiera pueden manifestar platónica y académicamente las manifestaciones resolutas de condena a este gobierno, ni siquiera se atreven a impulsar la oposición «legalitaria» y la crítica teórica hasta sus últimas consecuencias, cuando luego aparecen como invadidos por la ilusión de que, de alguna manera misteriosa, la situación se neutralizará de la noche a la mañana con métodos quizás insurreccionales, o al menos con golpes de escena como los que mencionamos anteriormente. Estas corrientes parecen decir: cuánto somos profundamente antifascistas no es el caso ahora de decirlo y escribirlo, pero lo gritaremos en voz alta en un momento determinado, y entonces Mussolini se volverá loco. Ante de ese momento, no hay necesidad de comprometernos y comprometer nuestros planes.
En muchos grupos opositores, demócratas, masones y similares, esta actitud es pura hipocresía y cobardía, pero no creemos que sea así para los dannunzianos. Probablemente los más sinceros de ellos creen en la utilidad de este coeficiente del misterio y, convencidos de esto, sufren a veces el juego de los elementos más traicioneros, teniéndolos así prisioneros del malentendido.
Nosotros, que somos los opositores más decididos al fascismo, sabemos que en Italia no hay ninguna fuerza que nos pueda hacer despertar mañana con otro gobierno. Ninguna hechicería de la alta política puede producir este resultado. En nuestro nombre, teniendo otras concepciones del proceso revolucionario, no tenemos ninguna razón para ocultar algunas verdades simples. Primero: nuestro propósito es el derrocamiento violento del régimen actual y, por lo tanto, del gobierno fascista. Segundo: hoy no tenemos una organización que nos permita hacerlo, y sabemos que para construirlo se requiere un largo trabajo político y técnico, que comienza así: declarar sin dudar que nuestro programa es el que ya hemos proclamado, y atraer la máxima atención de las masas en torno a la necesidad de hacerlo suyo. El método no es tan cómodo como un hechizo urdido en la cueva de las brujas, pero es el único que llevará a algún resultado.
El movimiento dannunziano debe comenzar precisando su programa de oposición al fascismo a través de demostraciones claras. Aunque no se trata de una organización vasta, sus tradiciones y el nombre de su líder le darían a este acto un peso político considerable. Al no cumplir este mínimo de apertura de hostilidad, los dannunzianos no pueden pretender tener crédito en el seno del proletariado.
Junto a la cuestión del fin que se persigue, se presenta la del método para lograrlo. Todas las manifestaciones recientes de D’Annunzio parecen tener como finalidad la pacificación, como un llamado a la concordia, de repudio a la violencia «del lado que venga», según una fórmula muy gastada. ¿Trátase entonces de invitar a las masas a sufrir pasivamente la violencia adversaria, no solo porque la estrategia más elemental desaconseja la contraofensiva, sino también en nombre del principio de que las fuerzas espirituales tendrán razón sobre la prepotencia de los opresores? Esto es, en la hipótesis más benévola, una ilusión, y es una actitud de la cual el proletariado ha aprendido a desconfiar, a través de tantos ejemplos en los que los conciliadores, incluso los más cercanos de D’Annunzio a las masas trabajadoras a escala política, en el momento en que el conflicto fue desaprobado en vano, han pasado bajo las banderas de la violencia, sí, pero en contra del proletariado.
Nos preguntamos si el antifascismo dannunziano consiste no en llevar a cabo una acción activa contra el fascismo, sino solo en estigmatizar que el movimiento de los «artífices de la victoria» se haya canalizado hacia la violencia partisana y antiproletaria, para deducir de esta solo una invitación estéril a hacer marcha atrás a este camino y tender la mano a todos los «italianos». Esto sería muy poco, aunque se tenga por excluido que sea una trampa consciente.
Todo esto merece ser aclarado, antes de nuestras investigaciones criticas además de otras, las declaraciones oficiales de los responsables del movimiento dannunziano deben comprender que esta aclaración es un requisito previo para cualquier acción exitosa. El misterio no sirve a un movimiento revolucionario, ni siquiera insurreccional, y mucho menos a un movimiento solamente «espiritual». Nosotros, los revolucionarios, para retornar a esta confrontación, usamos el secreto no para nuestros propósitos (desde el Manifiesto de 1847 decimos que «los comunistas desdeñan ocultar sus objetivos»), sino solo para proteger el «mecanismo» material de nuestra organización y acción, socavada por el adversario. El misterio de las posiciones políticas nunca es un coeficiente de éxito para los movimientos de vanguardia, sino solo la prueba del equívoco de la naturaleza conservadora real de las corrientes que hacen alarde de un semi-extremismo para el público.
En ausencia de una respuesta «oficial» a nuestras preguntas, con los medios de nuestro análisis crítico, no podemos ir más lejos y predecir cuál será el destino y la tarea del movimiento dannunziano en la política italiana. El movimiento de intelectuales, de profesionales, de viejos luchadores reune, nos parece, lo que estas capas puedan dar de no anti-proletario, en una situación en la que el proletariado ha sido derrotado. Esto ya es algo. En estas situaciones, es muy difícil que los grupos de clase media no opten, entre las dos dictaduras, la de la burguesía. Un movimiento como el de Gabriele D’Annunzio podría tener una función opuesta y simétrica a la del fascismo: a saber que, como la masa de los elementos sociales medios que salen de la guerra han abandonado el camino de la acción autónoma para arrojarse al surco de la gran burguesía, este grupo podría – después de tratar en vano, por vías opuestas, de perseguir esa hipotética función independiente, en la vida política de la «inteligencia» –, ser empujado por sus simpatías hacia las fuerzas del trabajo a lanzarse atrás del proletariado que se mueve a la reconquista. No hace falta decir que esto no es más que una posibilidad, y que hay otros, que también dependen de la duda sobre lo que vendrá y el mismo D’Annunzio hará en la arena política. Y no hace falta decir que no creemos en una tarea preeminente, en una intervención con formas originales, de este movimiento «espiritual», por cuanto éste pretende fungir de guía para la clase trabajadora en otras y «nuevas» vías que no son las de la lucha clasista y revolucionaria, de abrir a la historia otras y diferentes salidas, aunque sea fecundando su esfuerzo con la fe, lo que debería ser su connotación específica, en la omnipotencia mística del heroísmo y el sacrificio.
En todo caso, no podemos dejar de verlo con satisfacción, permaneciendo íntegros todos los puntos teóricos y políticos de nuestra crítica y nuestro claro desacuerdo, un movimiento de agitación de ideas y un debate abierto, que desarrollase este tema a gran escala: la desilusión de muchos elementos intelectuales y ex combatientes sobre el alcance del fascismo, que hoy se revelan como un instrumento de la materialidad burda de los intereses parásitos que más pesan y son mas despiadados, y muestra la miseria de sus pretendidas restauraciones de valores intelectuales, morales, espirituales.
(1) El Estado Libre de Fiume formaba parte de la Regencia italiana del Carnaro, cuya constitución es descrita en la Carta del Carnaro. Esta carta fue redactada por Alceste de Ambris (parlamentario del Partido Socialista Italiano y fundador del sindicalismo revolucionario en Italia) y reelaborada por Gabriele D’Annunzio.
(2) Rassegna Comunista, bimensual, era la revista teórica del Partido Comunista de Italia, en el que también eran publicados documentos del movimiento comunista internacional. El primer número salió el 30 de marzo de 1921, dos meses después de la constitución del Partido en Livorno; el último, el número 30, salió publicado el 31 de octubre de 1922. Dese entonces sus publicación fue suspendida, tanto por cuestiones financieras, como por la extensión de los desacuerdos sobre los problemas tácticos, y no era solo eso, entre la corriente de izquierda, que había fundado y guiaba al partido, y la Internacional Comunista. Pocos meses después Amadeo Bordiga y otros dirigentes de la Izquierda comunista fueron arrestados; esta fue la ocasión para la Internacional comunista de sustituir a los dirigentes de Izquierda con compañeros menos intransigentes.
(3) Georgij Vasil’evic Cicerin era el comisario soviético de relaciones extranjeras y estaba en Italia por el Tratado de Rapallo con Alemania; el 27-28 de mayo de 1922, invitado por D’Annunzio, lo encontró en la Villa Cargancco (que luego se convertirá en el «Victorial de los italianos»).
(4) Palazzo Marino se encuentra en Milán y siempre ha sido la sede del concejo municipal. «3 de agosto de 1922. Las escuadras milanesas indujeron a D’Annunzio a hablar en su presencia en Palazzo Marino, avalando de esta manera las acciones violentas que los mismos habían realizado cerca de la Cámara del Trabajo (...). En realidad, D’Annunzio, durante su famoso discurso nunca empleó el término fascismo (...). Es curioso notar cómo – por casualidad, obviamente – el contenido del discurso dannunziano desde el balcón del Palazzo Marino era semejante al de la Lettera del Papa Pio XI por la pacificación, epístola con la cual el pontífice recomendaba la “concordia entre los partidos en lucha” que luego aparece el 9 agosto en las páginas de ‘Il Giornale d‘Italia’», (Cf. D’Annunzio y el fascismo. Eutanasia de un ícono, Raffaella Canovi, Bibliotheka Edizioni, Roma, 2018).
Partido comunista internacional
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