Porqué Rusia no es socialista

(Le Prolétaire, nos 75-84, 1970)

(«El programa comunista» ; N° 56; Septiembre de 2020)

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Continuamos, como es nuestra costumbre, poniendo a disposición de los camaradas, simpatizantes y lectores de habla hispana importantes materiales de partido del pasado siglo, hasta ahora solo disponibles en otras lenguas. «Porqué Rusia no es socialista» es un artículo con un sesgo decididamente polémico contra todas las posiciones que, de un modo u otro, apoyaban las tesis estalinistas de que Rusia era una país con economía socialista y que, si acaso, era el totalitarismo estalinista lo que había que combatir para convertirlo en un país «democrático». La gran confesión de que en Rusia no había socialismo, sino capitalismo, nunca fue admitida en declaraciones oficiales, pero fueron los propios hechos económicos y sociales los que lo demostraron sin lugar a dudas. «Porqué Rusia no es socialista» forma parte de ese largo trabajo de crítica de la falsa teoría del socialismo en un solo país que caracterizó a nuestra corriente, la Izquierda Comunista de Italia, desde 1926.

 

 

I. El capitalismo ruso

II. La economía rusa y la Revolución de Octubre

III. Aislamiento y derrota del proletariado ruso

IV. La contrarrevolución estalinista

V. Socialismo y capitalismo de Estado

VI. Socialismo y pequeña producción

VII. El falso «comunismo» de los koljkos

VIII. Todos los defectos de la agricultura capitalista sin sus ventajas

IX. La realidad del capitalismo ruso

 

 

 

I. EL CAPITALISMO  RUSO

 

Las profundas diferenciaciones sociales, la jerarquía salarial, los privilegios de categoría, la división del trabajo que condena a los trabajadores manuales al infierno de la fábrica y reserva el monopolio de las comodidades a los intelectuales, ¿son todas estas características asumidas cínicamente por la sociedad rusa, son compatibles con el socialismo, como tienen la desfachatez de proclamar los hombres del P.C.? La villa para Kossighin y el cuchitril para el obrero; los misiles en la luna y las colas en la carnicería; el armamento nuclear y la escasez de grano o de carne: ¿serán estas las imágenes edificantes de la sociedad del mañana? A estas preguntas no basta con responder que no. La burguesía supo explotar hábilmente la decepción de los trabajadores ante la denuncia de la realidad rusa: ya que el comunismo no os ofrece nada mejor, decía en esencia, ¿por qué no conformarse con el viejo capitalismo democrático? Lenguaje que en los defensores de las «nuevas vías al socialismo» es un poco diferente, y suena: ¡cada pueblo tendrá su propio socialismo, que tendrá en cuenta sus tradiciones y su grado de civilización!

Los marxistas revolucionarios desenmascaramos el falso comunismo ruso no para asquear a los trabajadores de la realidad, sino para demostrar lo contrario, es decir, que los defectos de la actual sociedad rusa son comunes a todos los regímenes políticos y sociales existentes en la actualidad, porque todos -incluida Rusia- son capitalistas.

Hablar de Rusia en este sentido implica conocer las características elementales del socialismo. Pero esto sólo es posible a condición de que uno ya sepa lo que es el capitalismo, precisamente lo que ignoran los finos espíritus que abogan por el tema en la radio y la televisión o en las obras «científicas» eruditas. De hecho, no se trata de discernir sólo algunos aspectos accesorios y accidentales de este modo de producción, sino de definir sus características fundamentales para poder reconocerlo en todas las circunstancias. Estas características pueden resumirse brevemente como sigue.

En la sociedad capitalista se producen mercancías; la esencia de la actividad humana se consagra allí a la fabricación de objetos que se cambian por dinero, que se venden. La gran masa de productores está privada de los medios de producción, a diferencia del artesano o del pequeño agricultor que poseían sus propias herramientas. Estos productores, al no poseer más que su fuerza de trabajo, se ven obligados a venderla, y se encuentran así implicados en las condiciones modernas de producción: trabajo asociado, concentración industrial, una desarrollada técnica productiva. Todos los intercambios económicos, la compra y la venta de mercancías, y especialmente de la mercancía particular que es la fuerza de trabajo de los trabajadores, tienen lugar a través del dinero.

El capital surge y se desarrolla sobre la base de la utilización combinada de estos factores. La clase social privada de los medios de producción y obligada a vender su fuerza de trabajo es el proletariado. Esta fuerza de trabajo es una mercancía que tiene la propiedad «milagrosa» de producir más riqueza de la que necesita para su sustento y reproducción. En otras palabras, en una jornada laboral de ocho horas, el trabajador producirá, por ejemplo, el valor de su salario diario en cuatro horas, pero seguirá trabajando cuatro horas más gratis para el capital.

El precio de la fuerza de trabajo constituye el salario del trabajador. La diferencia entre este salario y la masa de valores producidos sigue siendo propiedad de la clase que posee los medios de producción, la clase capitalista; se llama plusvalía o beneficio e intercambiada a su vez por nueva fuerza de trabajo y nuevos productos del trabajo (máquinas, materias primas, etc.), se convierte en capital. Repetido ad infinitum, este proceso es la acumulación de capital.

Todos estos elementos están estrechamente vinculados en el modo de producción capitalista y, por tanto, son inseparables de él. Por lo tanto, es una mentira infame pretender que una sociedad merezca el nombre de socialista cuando en ella hay dinero intercambiable por fuerza de trabajo y salarios mediante los cuales los trabajadores se procuran los productos que necesitan para mantenerse a sí mismos y a sus familias, mientras que la acumulación de valores sigue siendo propiedad de las empresas o del Estado. Así es precisamente la sociedad rusa actual.

En la URSS, con los rublos prestados por el Banco del Estado, un grupo de individuos podía comprar mano de obra y quedarse con la diferencia entre el valor producido y el importe de los salarios pagados. Es el caso de las efímeras empresas anónimas que contratan la construcción de casas y edificios públicos, o de los koljkos que pagan en dinero la categoría salarial de tractoristas o temporeros. Desde hace algunos años, los propios koljkos han sido autorizados por el poder estatal a crear industrias de transformación utilizando su beneficio empresarial y adoptando el sistema de remuneración del trabajo asalariado. Este es también el caso de las propias empresas estatales, que pagan a los trabajadores en dinero, fomentan y desarrollan la jerarquía salarial en función de la cualificación de la mano de obra, e invierten, es decir, transforman en capital, el beneficio obtenido.

En Rusia, el trabajador paga en dinero todos los alimentos y productos que necesita, sufre impotente las fluctuaciones del mercado e incluso la especulación que realizan los productores individuales, es decir, los koljkos, que, además de su parte de la renta global de los koljkos, poseen ganado y campos propios, y venden sus productos libremente al precio que pueden obtener de ellos.

Por último, en la URSS el dinero devenga intereses, tanto en forma de préstamos emitidos por el Estado y que, al igual que en los países clásicos del capitalismo, dan un beneficio a los titulares de los títulos, como en forma de los intereses que el Estado cobra por las sumas prestadas a sus empresas.

¿Qué es lo que difiere aquí de las sociedades burguesas del Occidente capitalista? En la URSS, todo funciona bajo el signo del valor, que en la sociedad moderna es la única fuente de beneficio, de capital, de acumulación, de explotación de la fuerza de trabajo. En Rusia, todo se puede cambiar por maldito dinero, todo está en venta, tanto los servicios de las prostitutas como los de los intelectuales, cuya misión es cantar las alabanzas del «socialismo nacional» y, siempre, hacer la pelota a los poderosos.

Expliquemos aquí cómo pudo construirse ese mundo de empresarios, chulos y parásitos, a costa de la sangre y el sudor del proletariado ruso, sobre las ruinas de la gloriosa revolución de octubre.

Baste por ahora subrayar el hecho esencial de que el socialismo es incompatible con las categorías de la economía capitalista: dinero, salario, acumulación, división del trabajo.   

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II. LA ECONOMÍA RUSA Y LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE

 

Las primeras medidas que debe tomar el proletariado que llega al poder en un país desarrollado tienden a eliminar el carácter capitalista de la economía. En la sociedad burguesa, la mercancía esencial, aquella que es el origen y la base de la acumulación del capital, es la mercancía fuerza de trabajo, cuyo precio en el mercado de trabajo se expresa en el salario, o equivalente en dinero de los productos necesarios para el sustento del trabajador. Incluso cuando la fuerza de trabajo se paga en su justo valor, es decir, que permite al asalariado satisfacer sus necesidades y las de su familia, la empresa capitalista siempre obtiene un excedente de la venta de su producto: la plusvalía o beneficio, la fuente inagotable de capital, el motor de la acumulación, el fundamento económico del poder social de la clase capitalista.

Dicho todo esto, es evidente que para destruir la explotación capitalista es necesario destruir la relación fundamental que constituye su base: es necesario destruir el carácter de mercancía de la fuerza de trabajo. Esto sólo es posible con una condición: que se suprima la forma de remuneración llamada salario. El medio previsto por el marxismo para lograr inicialmente este resultado es el sistema de bonos de trabajo, del que hablaremos más adelante. Ya hemos demostrado en otras ocasiones que tal sistema, a pesar del sarcasmo de los filisteos «modernos», no es en absoluto una utopía. Sin embargo, al examinar la descripción que hace Marx de la misma, parece que sólo es factible en países que han alcanzado un determinado grado de desarrollo económico y técnico.

No era el caso de la Rusia proletaria de octubre de 1917: por un lado, por el atraso económico del país, por otro, por la destrucción causada por la guerra civil contra los blancos y la lucha contra la intervención extranjera. El poder revolucionario bolchevique no sólo no podía abordar inmediatamente la tarea económica fundamental de la revolución socialista -la abolición de las relaciones de producción capitalistas- sino que, para abolirlas mañana, primero tenía que dejar que se desarrollaran. El proletariado ruso había tomado el poder sobre la ola de una revolución burguesa, que la burguesía rusa había sido incapaz de llevar a cabo hasta el final; por lo tanto, cargaba sobre sus propios hombros la grave tarea que históricamente le correspondía a la burguesía: la acumulación original de capital.

En lugar de suprimir la división del trabajo, la base del asalariado, tuvo que permitir, en el mejor de los casos, que se ampliara la división del trabajo que existía en Rusia. En lugar de suprimir el mercado, inseparable de la remuneración monetaria de la fuerza de trabajo, debía permitir que se impusiera. En lugar de socializar millones de explotaciones agrícolas, lo que era imposible en aquella época, se vio obligado a fomentar la producción campesina a pequeña escala para abastecer a las ciudades. En una palabra, se vio obligado a aceptar el reto de detentar un poder político destinado a destruir la economía capitalista, ¡pero impulsado por la fuerza de las cosas para acelerar su desarrollo!

Este desafío heroico, ciertos «extremistas» quieren verlo -retrospectivamente- como a priori condenado al fracaso: ¡un intento de poder proletario en la Rusia semifeudal no podía -dicen- dar lugar a otra cosa que al capitalismo nacional! Esto significa ignorar dos elementos clave: por un lado, que la revolución, en el curso de la Primera Guerra Mundial, estaba madurando en Rusia de todos modos, una oportunidad única para que el proletariado aprovechara la incapacidad congénita de la burguesía nacional para llevar a cabo su revolución destinada a derrocar las relaciones sociales de poder a escala mundial. Por otra parte, la hipótesis, que se hizo plausible después del levantamiento de Octubre y de la crisis social provocada por las miserias de la guerra en Alemania, de una revolución obrera en este país: el ascenso al poder del proletariado alemán, al liberar a los bolcheviques de sus tareas económicas, les permitiría acelerar la acumulación de capital sin arriesgar, de una u otra forma, la restauración de su poder político y su fuerza social.

Así, para Lenin, para todos los bolcheviques -incluido Stalin, antes de que teorizara el «socialismo en un solo país»- el objetivo de la revolución de octubre no era en absoluto la transformación inmediata de la economía rusa en un sentido socialista. Mil textos y discursos atestiguan lo contrario, que la perspectiva de todos los comunistas de la época era hacer del poder de los soviets una especie de bastión avanzado de la lucha revolucionaria mundial. Sólo si la revolución hubiera ganado los países más desarrollados de Europa, en los que las primeras medidas fundamentales del socialismo fueran inmediatamente posibles, podría contemplarse su realización gradual en Rusia. Lenin lo subrayó en varias ocasiones con su fórmula: ¡Sin una revolución victoriosa en Alemania, no hay posibilidad de socialismo en Rusia! Para acelerar esta victoria, para concentrar en ella todas las fuerzas del proletariado internacional, para librar al poder soviético de la bola y la cadena de la restauración de la producción industrial rusa, estaba dispuesto a arrendar las principales empresas al capital extranjero. Una posición muy diferente a la de la figura de un Lenin patriótico que se nos vende hoy en día. ¡Preocupaciones muy alejadas de los que pretendían, después de él, hacer el socialismo n un solo país!

La historia no estuvo a la altura de las expectativas de esa generación de gigantes políticos: la Comuna de Berlín de 1919 fue aplastada, las insurrecciones obreras de Europa Central derrotadas. Fue la serie de derrotas de la revolución internacional la que obligó a los bolcheviques a adoptar una serie de medidas de política económica que nada tenían que ver con el socialismo, pero que el estalinismo consagró más tarde bajo esta etiqueta mentirosa. En realidad, ya se trate de la gestión obrera de las empresas abandonadas por el patrón o del restablecimiento de un cierto grado de comercio interior, de la planificación industrial o de la sustitución de las requisas forzosas de cereales por impuestos en especie, todo ello no eran más que expedientes económicos, paliativos contra la miseria y la infraproducción, medidas de espera en previsión de la reanudación de la lucha proletaria mundial, a la que todos los revolucionarios dignos de ese nombre nunca aceptaron que se pudiera o debiera renunciar.

Era necesario que el reflujo de la lucha internacional se tradujera en una derrota, que todos los que, en Rusia o en otros lugares, permanecieran fieles a las posiciones de Lenin fueran masacrados o deportados, para que se consumara la mayor impostura de la historia moderna: la consagración como «socialista» del sistema más atrasado y más bárbaro de explotación de la fuerza de trabajo.

En las condiciones descritas, los bolcheviques se vieron obligados a utilizar y desarrollar las categorías que el socialismo pretende derribar: el trabajo asalariado, el dinero, la acumulación de capital.

El socialismo suprime la jerarquía salarial; los bolcheviques tuvieron que estimular la productividad del trabajo con salarios elevados. El socialismo reduce la duración del trabajo; el poder soviético la aumenta. El socialismo suprime el dinero y el mercado; los comunistas rusos devolvieron la libertad al comercio interior. El Estado proletario tuvo que acumular capital para reconstituir los medios de producción destruidos y fabricar otros nuevos. En resumen, el proletariado ruso políticamente estaba en el poder; económicamente se estaba desangrando para mantener vivo un país que llevaba siglos de retraso.

De estas necesidades, de estas contradicciones, los bolcheviques eran perfectamente conscientes. Eran muy conscientes de que sólo había un vínculo entre el proletariado ruso y el socialismo: la Internacional Comunista, enteramente dedicada a la lucha del proletariado de Europa y Asia.   

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III. AISLAMIENTO Y DERROTA DEL PROLETARIADO RUSO

 

Sólo una victoria proletaria en los países capitalistas desarrollados podría ayudar a la Rusia soviética a aliviar su miseria y sufrimiento y a evitar los peligros sociales que conlleva la reconstrucción de su economía. Lenin nunca dijo ni pensó que el socialismo pudiera «hacerse» en la Rusia atrasada. Contaba con el triunfo de la revolución obrera, primero en Alemania y Europa Central, luego en Italia, Francia e Inglaterra. De esta revolución, y sólo de ella, esperaba la posibilidad de que la futura Rusia diera los primeros pasos en dirección al socialismo.

Cuando Stalin y sus cómplices llegaron al poder y decretaron, como por la bendición de un soberano, que el socialismo sólo en Rusiaera posible, liquidaron efectivamente la perspectiva de Lenin y los bolcheviques, rompieron el único vínculo que unía al proletariado ruso con una posibilidad de socialismo futuro: el vínculo del partido ruso con la revolución comunista europea.

Las relaciones de producción en Rusia en ese momento, y en la medida en que habían superado la etapa arcaica de la producción a pequeña escala y la economía natural, sólo tenían fundamentos burgueses. Sobre estas bases sólo podían desarrollarse estratos sociales hostiles al socialismo, deseosos sobre todo de consolidar políticamente sus ventajas económicas. Se trata sobre todo de los comerciantes y de los pequeños capitalistas privados, a los que la NEP había devuelto cierta libertad de acción. Así eran las inmensas masas campesinas, que se habían vuelto estérilmente conservadoras después de que la revolución obrera les proporcionara tierras.

Si la revolución hubiera triunfado en Alemania, el poder soviético habría podido limitarse a las concesiones ya hechas al capitalismo privado y al campesinado ruso, y controlar sus repercusiones sociales. Renunciar a la revolución europea, como hizo Stalin, era en cambio dar rienda suelta al desarrollo de las relaciones capitalistas, era dar a las clases que eran sus beneficiarios inmediatos la supremacía sobre el proletariado. El proletariado, una minoría extrema, diezmado por la guerra contra los blancos y cargado con una tarea productiva abrumadora, no tenía, contra los especuladores del comercio privado y la codicia del campesinado, otra arma que el bastón del Estado soviético. Pero este Estado sólo podía seguir siendo proletario en la medida en que se mantuviera unido, frente a los estratos reaccionarios internos, con el proletariado internacional. Decidir que Rusia hiciera «su» socialismo por sí misma era abandonar al proletariado a la enorme presión de las clases no proletarias, y liberar al capitalismo ruso de toda coacción y control. Peor aún, era convertir el Estado soviético en un Estado como cualquier otro, y esforzarse por hacer de Rusia una gran nación burguesa lo antes posible.

Este era el verdadero significado del «giro» de Stalin y su fórmula de «socialismo en un solo país». Llamando «socialismo» a lo que era puro capitalismo, negociando con la masa reaccionaria del campesinado ruso, persiguiendo, masacrando a todos los revolucionarios que se mantuvieron fieles a la perspectiva de Lenin y a los intereses del proletariado ruso e internacional, Stalin fue el artífice de una verdadera contrarrevolución. Aunque implementado con el terror atroz de un déspota absoluto, no fue el iniciador, sino el instrumento.

Después de una serie de derrotas tanto en el escenario internacional como en el nacional; después de la supresión de las insurrecciones armadas y de los catastróficos errores tácticos de la Internacional; después de los levantamientos campesinos y las hambrunas en Rusia, quedó claro hacia 1924 que la revolución comunista en Europa se posponía a tiempos imprevisibles. En ese momento comenzó para el proletariado ruso una terrible lucha cuerpo a cuerpo con todas las demás clases de la sociedad.

Estas clases, momentáneamente atenazadas por el entusiasmo de la revolución antizarista, sólo aspiraban a disfrutar de su conquista a la manera burguesa, es decir, sacrificando la perspectiva revolucionaria internacional al establecimiento de «buenas relaciones» con los países capitalistas. Stalin no era más que el portavoz y realizador de estas aspiraciones.

Con la expresión «proletario ruso» no nos referimos a las propias masas trabajadoras, agotadas después de tantos esfuerzos y sacrificios, azotadas por el paro y el hambre, que se habían vuelto incapaces de espontaneidad política; nos referimos al partido bolchevique, en el que se condensó y centralizó la última voluntad revolucionaria de una generación política a la que la historia ya no respondía. Nunca se repetirá lo suficiente que la situación económica en Rusia al final del período de la guerra civil era terrible, y que toda la población había llegado a desear, sin importar a qué precio, la vuelta a la seguridad, al pan y al trabajo.

En todo período de reflujo de una revolución, lo que triunfa no es la conciencia revolucionaria, sino la demagogia más trivial: era demasiado fácil para los políticos sin escrúpulos, en tales condiciones, afirmar a los ojos de las masas hambrientas la necesidad de un compromiso con el Occidente capitalista, y estigmatizar como una iniciativa aventurera la esforzada voluntad de la minoría bolchevique de continuar la «línea Lenin», es decir, la subordinación de toda la política rusa a la estrategia de la revolución comunista internacional.

Stalin -ante quien los intelectuales progresistas más refinados de Occidente se inclinaban como prostitutas de la más baja calaña- nunca había dado una indicación propia, dejando a otros la tarea sobrehumana, y a la larga imposible, de conciliar el indispensable desarrollo de las bases económicas capitalistas con el mantenimiento del poder proletario. Esto lo hizo disponible para la liquidación de las perspectivas y la razón de ser del bolchevismo.

Esta liquidación exigió un baño de sangre, pero lo que desorienta al historiador al estudiar la contrarrevolución rusa es el hecho de que se desarrolló en el seno del partido bolchevique, como si no se tratara de un conflicto entre dos perspectivas históricas diametralmente opuestas, sino de rivalidades inexplicables entre dirigentes, de una sangrienta disputa familiar. Este es el «misterio» que vamos a explicar.   

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IV. LA CONTRARREVOLUCIÓN ESTALINISTA

  

La impostura envuelve uno de los acontecimientos más incomprendidos de la historia contemporánea. La auténtica perspectiva de la Revolución de Octubre no sólo permanece enterrada bajo medio siglo de falsificaciones políticas y doctrinales, sino que, para un buen número de los pocos que logran descifrarla, representa un desafío al ritmo de las transformaciones históricas, una ambición tan sobrehumana -considerando las condiciones rusas- que parece incluso inverosímil.

Nunca se repetirá lo suficiente que la clave de la solución socialista está fuera de Rusia. En el interior del país, por el contrario, el carácter dual de la revolución no podía mantenerse indefinidamente: el desarrollo económico que la revolución burguesa impulsó hasta el final sólo podía socavar y, más o menos, aniquilar la victoria puramente política de la revolución socialista.

En la Rusia de los años 20, todo lo que provenía de las necesidades económicas nacionales, todo lo que expresaba los intereses sociales rusos, constituía un peligro mortal para el comunismo, todas las estrategias sociales concebibles dentro del país contenían, según los destinos alternativos de la revolución internacional, el mismo riesgo fatal para el proletariado ruso.

Gracias a la destrucción de la propiedad feudal de la tierra, la burguesía campesina había adquirido una considerable influencia económica y social. Se apropia de las tierras de los campesinos pobres alquilándolas. Emplea ilegalmente mano de obra asalariada. Llega a monopolizar el grano y a matar de hambre a las ciudades. En la administración, donde decenas de miles de comunistas son convertidos en funcionarios, se desarrolla un aparato de burócratas cuyo principio es «la administración por la administración», «el Estado por el Estado». En el país, mientras la hambruna hace estragos, encontrar empleo o vivienda se convierte en un privilegio y, después de 1923, defender una posición comunista sincera en un acto de heroísmo.

¿Por qué después de 1923? Es cierto que lo que llamamos la contrarrevolución estalinista es la culminación de un proceso que abarca muchos años, de los cuales es difícil determinar el verdaderamente crítico. Sin embargo, 1923 no es un punto de referencia arbitrario. Es el año de la derrota final de la revolución en Alemania, que aniquila la última posibilidad de una extensión inmediata del comunismo en Europa. El trágico significado de este hecho es tan bien comprendido en el partido ruso que la noticia provoca suicidios. Es también el año en que se revela la situación catastrófica de la producción rusa por la crisis de las «tijeras»: las curvas respectivas de los precios agrícolas e industriales se presentan de esta forma en el diagrama presentado por Trotski en el XII Congreso del Partido, y su creciente divergencia plantea un grave problema de orientación económica y de estrategia social. ¿Hay que ayudar urgentemente a la industria pesada o, por el contrario y a su costa, continuar con la política de desgravación fiscal a favor del campesinado? La respuesta queda abierta, pero la situación sigue empeorando con 1.250.000 parados.

También en 1923, Lenin sufrió su tercer ataque de arterioesclerosis que lo mataría en enero de 1924, no sin antes haber denunciado, en lo que puede considerarse como su testamento político, «las poderosas fuerzas que desvían al Estado soviético de su misión» y haber roto con Stalin, que encarna, dice, «un aparato que nos es profundamente ajeno y que representa una mezcolanza de supervivencias burguesas y zaristas». Finalmente, 1923 fue el año en que se urdió el primer complot contra Trotsky durante la enfermedad de Lenin (y, hay que decirlo, gracias sobre todo a la ceguera de los «viejos bolcheviques» manipulados por Stalin). Contra el organizador del Ejército Rojo se difundieron entonces las primeras falsificaciones políticas, que más tarde se convirtieron en el cúmulo de sucias calumnias y grotescas acusaciones de las que -a pesar de todos los desmentidos, empezando por los del ya venerado Jruschov- los actuales bribones de los partidos neoestalinistas y post-estalinistas siguen sacando su «información» histórica hasta el día de hoy. Los mejores compañeros de lucha de Lenin sólo se darían cuenta dos años después de cuál era el verdadero enemigo de la revolución, el «cuerpo extraño» en el partido bolchevique que la historia destinaría a ser su verdugo durante los siguientes diez años.

Hoy se puede calibrar, al examinar los vanos esfuerzos y las innumerables vicisitudes de la oposición agrupada en torno a Trotsky contra la omnipresente camarilla de Stalin, cuán débiles y precarios eran los fundamentos estrictamente rusos de la grandiosa perspectiva de Lenin, ya que Occidente (al que toda revolución en Rusia debería, según Marx, haber «levantado») fue incapaz de responder con fuerza a esta llamada.

Al millón -o casi millón- de elementos nuevos, generalmente no preparados, introducidos en masa por Stalin en el partido bolchevique para apoyar su política de liquidación de la revolución internacional, sólo se opusieron, en los momentos cruciales, algunos centenares de auténticos y valientes comunistas. Tal desproporción de fuerzas sería inexplicable sin referirse al hecho fundamental de la revolución de octubre: más allá de sus tareas puramente burguesas, toda la «nación rusa» -es decir, todas las clases, salvo un proletariado extremadamente minoritario- constituye un obstáculo verdaderamente colosal para la lucha por el socialismo. Este es el hecho fundamental que ignora y subestima todo crítico democrático del estalinismo, que opone con razón la honestidad científica de un Lenin a la crasa brutalidad política de un Stalin sin escrúpulos, pero que no va más allá de la simple fenomenología de un movimiento colosal de fuerzas sociales e históricas. La del capitalismo ruso que, enfrentado a un partido político destinado a actuar en función del socialismo, lo considera, con razón, su obstáculo más inmediato, y debe, por tanto, para allanar su camino, romper su columna vertebral política, vaciarlo de sustancia social.

No es el caso de exponer aquí, ni siquiera brevemente, las condiciones en las que tuvo éxito. Remitiendo al lector a nuestro estudio Biland’une révolution (1), nos limitaremos a esbozar las grandes líneas políticas.

En 1929-30, durante las luchas internas que precedieron a la victoria final del estalinismo, ninguna de las medidas económicas con las que las fracciones del partido pretendían liberarse del marco de las relaciones de producción capitalistas podía llamarse socialista. En su sugerente formulación, la «crisis de las tijeras» sigue agravándose con todas sus consecuencias económicas y sociales, con todas sus influencias sobre el estado de la producción industrial y la relación de las fuerzas sociales. La izquierda de Trotsky defiende el principio de la industrialización previa como condición para el desarrollo de la agricultura, y al mismo tiempo recomienda el apoyo al campesinado pobre. El «derecho» de Bujarin (los nombres se dan aquí sólo como puntos de referencia) tiene como objetivo el enriquecimiento del campesino medio y el aumento de su capital de trabajo, con vistas a su posterior confiscación. El centro de Stalin no tiene una posición propia, limitándose a tomar de la derecha o de la izquierda lo que le convenga para su permanencia al frente del Estado. Por lo tanto, en estas polémicas no parece clara la verdadera línea divisoria entre revolucionarios y contrarrevolucionarios. El centro estalinista, aunque emplea alternativamente una u otra medida inspirada en la «izquierda» o en la «derecha», en última instancia sólo tiene una función: salvar y potenciar el Estado ruso, la nación rusa, reduciendo la doble revolución a su cara antifeudal, capitalista y, por tanto, específicamente anticomunista.

Fieles a Lenin, la «izquierda» y la «derecha» saben que todo depende en última instancia de la revolución internacional; que se trata de aguantar hasta que triunfe. Si se oponen enérgicamente, es por la eficacia de las respectivas medidas que unos y otros defienden para ello. La preocupación del centro es muy diferente; ya ha roto con la revolución internacional y, por tanto, sólo tiene un objetivo político: aplastar a los que se han mantenido fieles a ella. La forma en que Stalin acaba triunfando lo ilustra claramente. Primero respalda a la «derecha», cuyo programa de apoyo al campesinado medio adopta, acusando a Trotsky, bajo amplios insultos, de sabotear la alianza absolutistista «leninista» del campesinado y el proletariado; luego, ante el fracaso de esta política y presa del pánico por la amenaza de los kulaks, elimina a la «derecha» arrastrando a Bujarin al barro, acusándolo -equivocadamente- de expresar los intereses de la burguesía rural. La maniobra tiene tanto éxito que Bujarin, cuando intenta por un momento reconectar con Trotsky, no consigue convencerle de que la «derecha» es marxista mientras que el centro no lo es. Algunos partidarios de Trotsky considerarían incluso la asunción instrumental de sus posiciones por parte de Stalin, para sus propios intereses exclusivos, como un paso del centro en dirección a la «izquierda».

Por supuesto, esta lucha física no es más que la expresión, en la cúpula del Partido y del Estado, de la ofensiva de las fuerzas económicas subterráneas. Pero muestra el violento retroceso a nivel político que fue necesario para que esas fuerzas económicas triunfaran. La solución de «derecha», la solución de «izquierda», no eran socialistas. La «solución Stalin» lo era aún menos, aunque parecía inspirarse, en el momento de la «colectivización» forzada, en una caricatura de la posición de Trotsky. La explicación de esta paradoja radica en que ninguna solución rusa podría imponer la realización, por lejana que fuera, del comunismo con la revolución internacional vencida.

El inmenso esfuerzo de los que se disputaban los medios para violentar esta dura realidad histórica les ocultaba el enemigo común, que un tal Bujarin quizás sólo identificó en el momento en que sintió la fría pistola del verdugo en la nuca.

Que el enemigo de una revolución social pueda reducirse a una banda de asesinos demuestra que el carácter socialista de octubre de 1917, si se lo aísla de la esperada contribución del proletariado internacional, se reduce a la voluntad de un partido, es decir, de un grupo de hombres, que, además, se está adelgazando bajo el peso de los acontecimientos adversos. Y eliminar a los revolucionarios es justo la tarea de toda contrarrevolución.   

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V. SOCIALISMO Y CAPITALISMO DE ESTADO

 

Debido a la extrema complejidad de esta tumultuosa fase histórica, hemos tenido que proceder en sentido inverso al método didáctico tradicional, que va de lo particular a lo general. En un asunto en el que ningún aspecto puede ser examinado aisladamente, tuvimos que intentar primero demostrar, con una visión de conjunto, que una estrecha e imperiosa relación unía los problemas económicos y políticos, la estrategia social dentro de Rusia y el papel internacional asignado por los comunistas a su revolución. En este sentido, la lucha díscola que, a partir de 1923, se manifestó en la cúpula del partido bolchevique, no oponía soluciones económicas de las que una sería socialista y la otra no, sino diferencias sobre las diferentes formas posibles de conservar el poder en espera de la revolución internacional. Debemos ahora, para profundizar en este punto capital, volver al origen de la evolución que llevó a la economía rusa a su estado actual.

Debemos repetir que la política económica bolchevique está minada desde los primeros años de la revolución por una contradicción que a la larga le será fatal, y que todos los comunistas de Rusia y del mundo -hasta el punto de inflexión de Stalin- no esperan superar sino con la victoria internacional del socialismo. Pero mientras se espera esta victoria -que, por otra parte, se vuelve problemática- es necesario también que la población rusa viva, que las fuerzas productivas del país se utilicen al máximo en su estado actual, es decir, al nivel de una economía mercantil pequeñoburguesa. ¿Cuál es la fórmula bolchevique en este asunto? Es la orientación de todos los esfuerzos productivos en la dirección del capitalismo de Estado.

¿Por qué el capitalismo? Lenin lo explica en su texto de abril de 1921 Sobre el impuesto en especie (2), del que tomamos todas las citas: «El socialismo es inconcebible sin la técnica de la gran industria capitalista, organizada según la última palabra de la ciencia moderna». En efecto, no hay otra «vía al socialismo» -en el plano estrictamente económico, queremos decir- que el paso por la acumulación de capital, tarea que, «normalmente», corresponde a la sociedad burguesa, no al poder del proletariado. Pero en Rusia, como la burguesía no ha cumplido su misión histórica, es necesario que el proletariado asuma la realización de esta condición indispensable para el socialismo. Es necesario, para abolir posteriormente al asalariado, transformar en asalariados a millones de campesinos que «vegetan en campos remotos» donde «decenas de kilómetros sin carreteras separan la aldea del ferrocarril». Es necesario, para abolir posteriormente el intercambio mercantil, introducirlo primero «en aquellos territorios donde reina el patriarcado, la semibárbara y la barbarie absoluta». También es necesario promover «la gran industria y la tecnología moderna», atacando «el sistema patriarcal, la indolencia», que son el legado de la vida social en el vasto campo ruso.

La realización de esta gigantesca tarea nunca fue, para Lenin y todos los marxistas dignos de ese nombre, un logro socialista, sino el capitalismo bueno y propio. A pesar y avergonzados de los profesores que convierten en tonterías eruditas las falsificaciones conscientes y criminales llevadas a cabo por el estalinismo, el socialismo no se «construye» en obras concretas y de hierro indispensables para el funcionamiento de las fuerzas productivas modernas: el socialismo es la liberación de estas fuerzas ya existentes, es la destrucción de los obstáculos que les oponen las relaciones de producción caducas.

El drama de la revolución de octubre es que el proletariado ruso, a diferencia del proletariado occidental, si llegaba al poder, no tenía sólo un conjunto de cadenas que romper, sino dos. El obstáculo que constituyen las relaciones de producción burguesas, superado a escala internacional e histórica, sigue siendo necesario, indispensable, a escala rusa.

«El capitalismo», escribe Lenin, «es malo en comparación con el socialismo. El capitalismo es bueno en comparación con la época medieval, en comparación con la pequeña producción, en comparación con el burocratismo que está ligado a la dispersión de los pequeños productores. Dado que aún no tenemos la fuerza para pasar inmediatamente de la pequeña producción al socialismo, el capitalismo es, hasta cierto punto, inevitable, como producto espontáneo de la pequeña producción y el intercambio; y debemos, por tanto, utilizar el capitalismo (sobre todo canalizándolo en la esfera del capitalismo de Estado) como un eslabón intermedio entre la pequeña producción y el socialismo, como un medio, una vía, un método para aumentar las fuerzas productivas» (subrayado nuestro).

El peor crimen de Stalin contra el proletariado, un crimen aún más monstruoso que la imposición a los obreros rusos de una esclavitud indescriptible y el abandono de los obreros de Occidente a la merced de su burguesía «democrática», es haber convertido los medios invocados por Lenin en un fin y haber convertido un camino histórico en una etapa final, equiparando totalmente el socialismo con el capitalismo, engañando las cartas hasta el punto de que, para los imbéciles y aprovechados que incitan a Lenin pisoteando sus enseñanzas, ¡la tarea del socialismo se ha convertido, punto por punto, en la acumulación de capital!

Pero, ¿por qué, entonces, la perspectiva que Lenin formula para Rusia habla de capitalismo de Estado? Porque el socialismo, si no es alcanzable sin un desarrollo capitalista previo, lo es aún más sin «el dominio del proletariado sobre el Estado». El Estado surgido de la revolución de octubre es proletario; esto significa que surgió de una revolución dirigida por el proletariado, que está gobernado por un partido proletario, armado con la doctrina específica de este mismo proletariado. Esto es a nivel político. Pero en el plano económico, ¿en qué sentido es socialista este Estado? Lenin lo deja claro: «No se ha encontrado un solo comunista, me parece, que haya negado que la expresión «República Socialista Soviética» significa la decisión del poder soviético de llevar a cabo la transición al socialismo, pero no significa en absoluto reconocer que el sistema económico actual es socialista».

Lenin, que utiliza con frecuencia el término «paso» en el texto, se ocupa de definir por dónde debe pasar Rusia para alcanzar, desde el estadio económico y social de la época, el socialismo: «En la Rusia actual predomina el capitalismo pequeñoburgués, que conduce tanto al gran capitalismo de Estado como al socialismo por el mismo camino, un camino que pasa por la misma estación intermedia y que se llama «inventario y control de todo el pueblo sobre la producción y la distribución de los productos»». E insiste: «No se puede avanzar desde la actual situación económica de Rusia sin pasar por lo que tienen en común tanto el capitalismo de Estado como el socialismo (el inventario y el control por parte de todo el pueblo)».

La idea de Lenin es clara, aunque haya sido vergonzosamente engañada: el camino por el que debe pasar Rusia para alcanzar el socialismo está imperativamente determinado por el estado económico y social del país después de la revolución. Sólo la naturaleza política del Estado (pues este Estado es proletario) garantiza que no se haga un alto en el camino, que no se detenga en una de las «estaciones intermedias» denominadas «producción mercantil a pequeña escala», «capitalismo privado», «capitalismo de Estado», sino que, por el contrario, continúe a todo vapor hacia las brillantes, pero aún lejanas, letras ardientes del socialismo. Pero esto -hay que repetirlo hasta la saciedad- ¡con la condición indispensable de que la victoria internacional del proletariado, al romper el poder del capital en todos sus ganglios mundiales, dé luz verde a la «locomotora» de la revolución rusa en todo el mundo!

Si esta clara perspectiva está hoy oculta bajo inextricables confusiones, es sin duda y en primer lugar por las descaradas falsificaciones del estalinismo. Pero también se debe al curso del desarrollo histórico que registra derrota tras derrota del proletariado, desautorización tras desautorización de su partido. El reflujo general del movimiento proletario, que se ha producido en todos los campos, ha hecho los peores desastres en el de la noción del proletariado de su propia historia. Tenemos una prueba flagrante de ello en el hecho de que la revolución de octubre fue distorsionada no sólo por el estalinismo, sino por la mayoría de los antiestalinistas.

Este es el caso, sobre todo, de la opinión «extremista» de que la derrota de la revolución debe achacarse a la concepción «leninista» del capitalismo de Estado. Demostraremos en lo que sigue que este argumento se derrumba ante una realidad indiscutible: esa etapa económica -un simple «paso adelante» para Lenin- el estalinismo ni siquiera la dio, lo que demuestra que no se puede identificar su supuesta realización con el triunfo de la contrarrevolución estalinista. El estalinismo, al apoderarse de las palancas de la «locomotora de la historia», la ha convertido en una máquina asfixiada que, tras un tímido giro en dirección al capitalismo de Estado, se contenta con transitar entre las «estaciones intermedias» que la separan de la pequeña producción y entre las que se encuentran los «depósitos» elegidos con preferencia por los valientes conductores del «socialismo en un solo país».

Muchos antiestalinistas, que no tienen más criterio que la «democracia», la «moral política» o el «mejor tipo de organización», condenan la enseñanza de Lenin porque, según ellos, equipara el socialismo con el capitalismo de Estado. Esta es una aberración común a la mayoría de los críticos de izquierda y derecha de la revolución rusa. En Lenin, como hemos visto, la fórmula del capitalismo de Estado se impone únicamente para compensar el más que insuficiente desarrollo del capitalismo toutcourt. Es un objetivo estrictamente subordinado a las «condiciones rusas», totalmente inadecuado a las condiciones de la revolución proletaria en los países desarrollados donde se tomarán inmediatamente las primeras medidas socialistas, en particular la abolición del asalariado. Lo internacional de la revolución de octubre es su rasgo político esencial: la necesidad universal de la dictadura del proletariado. Todo lo que se refiere a los problemas económicos rusos está en gran parte del lado del socialismo.

Los «extremistas», que convierten lo que sólo era un objetivo transitorio en la gestión proletaria de una economía atrasada en una cuestión de principios, en una cuestión doctrinal, cometen -aunque de buena fe- la misma confusión que permitió al estalinismo triunfar en el movimiento obrero internacional.   

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VI. SOCIALISMO Y PEQUEÑA PRODUCCIÓN   

 

En primer lugar, debemos explicar lo que significa el fenómeno político que hemos llamado «contrarrevolución estalinista» en este ámbito concreto, y que presenta dificultades y contradicciones que estamos lejos de disimular. Cuando, por un lado, decimos que, sin la ayuda de la revolución internacional, la economía rusa sólo podía aspirar al desarrollo capitalista, y por otro lado decimos que este capitalismo es obra del estalinismo, nos espera una espinosa objeción: ¿en qué se diferenciaba la política económica de Lenin de la de Stalin, y con qué derecho podemos hablar de contrarrevolución cuando ésta continúa la obra de las fuerzas políticas que derrocó?

En realidad, ya hemos respondido a esta objeción: la economía rusa, liberada del zarismo, tendía al capitalismo en virtud de una necesidad ineludible. No era en este terreno donde los bolcheviques pretendían enfrentarse al capital, sino en el plano internacional y en los países donde sus relaciones de producción podían ser derribadas inmediatamente por una revolución victoriosa. Sin embargo, queda por precisar lo que la contrarrevolución estalinista representa como orientación impresa en todo el desarrollo histórico de la sociedad rusa moderna: no es sólo el abandono de toda perspectiva de un socialismo siquiera lejano, sino también una vía de expansión capitalista que dista de ser la más radical y la más enérgica.

Que se entienda, en primer lugar, que toda contrarrevolución es política, que se traduce en un cambio de la clase dominante y no en una paralización del desarrollo de las fuerzas productivas, lo que significaría un retroceso de la civilización del que la historia moderna no ofrece ningún ejemplo. Así, la Restauración de 1815 devolvió la aristocracia al poder en los países de Europa de los que la revolución de 1789 la había expulsado, pero no detuvo el desarrollo del capitalismo que siguió a esta revolución. En otras palabras, convirtió a los nobles en banqueros y terratenientes, ¡pero no devolvió a la burguesía a la condición de siervos!

Del mismo modo, el estalinismo, al liquidar la revolución internacional, no volvió al resultado obtenido con la caída del zarismo: es decir, la generalización de la producción mercantil, el desarrollo de la economía capitalista. También es cierto que esta contrarrevolución no devolvió el poder a las clases caídas -y ésta es la última, pero no la menor, de las objeciones que tendremos que responder. Lo haremos por ahora limitándonos a esta observación: la crisis del colonialismo de los últimos veinte años ha confirmado que en todas las revoluciones que han estallado en los países atrasados y semifeudales, en ausencia del proletariado mundial de la lucha, es el capitalismo el que surge de estas revoluciones (incluso en ausencia de una clase física de burguesía) cuando el Estado, como agente económico, establece o mantiene las relaciones de producción capitalistas.

La noción del papel bisagra decisivo que desempeña el Estado entre dos modos de producción sucesivos es indispensable para comprender tanto la función que Lenin le asignó en la revolución de octubre, como para arrojar luz sobre la que realmente desempeñó bajo Stalin. El Estado, en la concepción marxista, es un instrumento de violencia al servicio de la clase dominante y que garantiza un orden social correspondiente a un determinado modo de producción. Esta definición es estrictamente válida para el Estado proletario, excepto, claro está, por el hecho de que expresa la dominación de las clases explotadas sobre las clases explotadoras y no a la inversa, y que, además, está condenado a la extinción con la desaparición de las relaciones de producción que pretende abolir. En este último campo, el Estado proletario, como cualquier otro, sólo tiene dos medios de intervención: permitir o prohibir.

Hemos visto que la revolución rusa, por su doble carácter antifeudal y anticapitalista, podía ciertamente saltarse la etapa política correspondiente a su primera cara, pero no podía escapar a la realización de su contenido económico: destruía e imposibilitaba toda dominación de clase basada en la acumulación de capital, pero no podía sobrevivir sin tolerar, es más, alentar dicha acumulación. Su carácter proletario dependía, por tanto, más de una potencialidad que de una realidad: su socialismo estaba más en el estado de las intenciones que de la posibilidad material.

En estas condiciones, y dado que la derrota de la revolución comunista en Europa es ya segura, ¿cuál es la base para establecer el límite a partir del cual el Estado deja de mantener cualquier relación con la función revolucionaria del proletariado? Este límite en el plano político es fácil de determinar: se ha cruzado desde que el estalinismo renunció abiertamente a la revolución internacional, condición indispensable del futuro socialismo ruso. Pero en el plano económico y social, el único criterio sólido es el que se deriva de la función del Estado tal como se ha definido anteriormente: el Estado soviético ha dejado de ser proletario desde que se privó de todo medio de prohibición de las formas económicas y sociales transitorias que se había visto obligado a permitir.

Si, en el plano jurídico, esta impotencia sólo se manifestó oficialmente con la Constitución de 1936 -que, al establecer la igualdad democrática entre obreros y campesinos, consagró el aplastamiento del proletariado bajo el inmenso campesinado ruso-, en el plano económico y social es en el gran giro dado en el campo de las estructuras agrarias donde esta impotencia se hace más evidente. La propaganda estalinista, respaldada por toda la intelectualidad internacional, afirma que la «colectivización» y la «dekulakización» de los años 30 lograron la «segunda» de las dos revoluciones rusas, la revolución «comunista», completando octubre de 1917. Esta fanfarronada -sólo sostenible con una distorsión total de todo criterio marxista- se derrumba ante la siguiente constatación: la organización de la producción agrícola, que la Rusia moderna arrastra como una bola y una cadena, no sólo no ha alcanzado el nivel socialista, sino que está batiendo un escalón muy inferior al de la agricultura de los países capitalistas desarrollados. La escasez endémica de productos alimenticios y la necesidad de seguir importando grano en un país que fue uno de los primeros productores del mundo es suficiente para demostrarlo.

Contra la opinión «extremista», ampliamente extendida, de que la derrota del socialismo en Rusia se debió a la implantación de un monstruoso capitalismo de Estado, basta con señalar a qué forma de producción capituló finalmente el poder proletario en el país. No hay más que remontarse a Lenin para ver a qué se refería continuamente como «enemigo nº 1 del socialismo» en sus discursos y escritos, y cómo este enemigo se mantuvo firme a pesar de todas las reformas y transformaciones que tuvieron lugar en la URSS.

En El impuesto en especie mencionado anteriormente, Lenin enumera las cinco formas de la economía rusa:

1) - La economía natural (es decir, la producción familiar consumida casi por completo por sus productores);

2) - La producción mercantil a pequeña escala («en la que se incluye la mayoría de los campesinos que venden su grano»);

3) - El capitalismo privado (cuyo resurgimiento se remonta a la NEP);

4) - El capitalismo de Estado (es decir, el monopolio de los cereales y el inventario de todos los productores que el poder proletario se esfuerza por conseguir en medio de mil dificultades);

5) - El socialismo: sobre este último punto, Lenin se expresa con mucha firmeza; no es, dice, más que «una posibilidad jurídica» del Estado proletario. Una posibilidad que sólo podía convertirse en una realidad inmediata si la revolución rusa, como Lenin señaló con dureza a Bujarin, hubiera heredado los resultados históricos del «imperialismo integral», de un «sistema en el que todo estaba supeditado al capital financiero» y en el que «sólo quedaba suprimir los vértices y poner el resto en manos del proletariado».

 

 Evidentemente, este no fue el caso en Rusia y es por ello que en el esquema de Lenin la lucha no se da entre el capitalismo de Estado -todavía en estado de tendencia y esfuerzo de inventario- y el socialismo -pura «posibilidad legal», fundada en lo político en la naturaleza del partido en el poder, pero no en lo económico donde domina la pequeña producción- «sino que es, subraya Lenin, la pequeña burguesía más el capitalismo privado (es decir, las formas 2 y 3) que luchan juntos, en concierto, tanto contra el capitalismo de Estado como contra el socialismo».

El resultado de esta lucha puede medirse hoy en día por el aspecto de la agricultura rusa actual, que, lejos de haber eliminado la producción a pequeña escala, la ha inmortalizado bajo el disfraz falsamente «colectivista» de los koljkos. En el próximo capítulo examinaremos el contenido económico y la influencia social de un tipo de cooperativa que difiere poco de las existentes en los países capitalistas occidentales.

Sólo queremos subrayar que el partido del proletariado ruso no cayó ante el advenimiento de «nuevas formas» que el marxismo «no habría previsto», ante un colosal termitero de burócratas que la clase obrera habría rumiado, sino que fue superado por las condiciones históricas y sociales rusas que desde el principio sabía que sólo podría dominar con la ayuda de la revolución comunista europea.

La peor de las falsificaciones estalinistas es haber declarado que, en esas condiciones, se había «construido» el socialismo. Lenin denunció esta canallada de antemano, en la época de la NEP: «Construir la sociedad comunista con las manos de los comunistas», dice, «es una idea pueril que nunca hemos expresado; los comunistas son sólo una gota de agua en el océano popular». Se trata de hacerlo, añade, «con las manos de los demás», es decir, permitir a las clases no proletarias modernizar su técnica de producción, aprender el uso de la maquinaria moderna, en definitiva, realizar las condiciones del socialismo y no el socialismo mismo; ¡y estas condiciones no tienen otro nombre que capitalismo!

El desarrollo del capitalismo es la eliminación de la producción a pequeña escala. Los comunistas rusos trataron de hacerlo a la manera comunista y no burguesa, es decir, salvando la existencia y la capacidad de trabajo del productor de parcelas y arrancándolo de su irrisoria «propiedad», que es una esclavitud aún mayor que la servidumbre. Fue en las «comunas agrarias» donde los bolcheviques se esforzaron por agrupar al campesinado sobre la base de la gestión y distribución colectiva, sin propiedad individual, sin trabajo asalariado, etc. No tuvieron éxito, al igual que la otra vía, la de Bujarin, basada en la esperanza de un aumento del capital de trabajo del campesino medio, fracasó posteriormente.

La «solución» que triunfó fue la de Stalin: la colectivización forzosa, la más espantosa, bárbara y reaccionaria que se pueda concebir. Aterrador porque nace de una violencia casi apocalíptica. Bárbaro porque fue acompañado de una incalculable destrucción de riquezas, especialmente el exterminio de la ganadería del que, después de 40 años, aún sufre la Rusia actual. Reaccionario porque estabiliza al pequeño productor -a diferencia del capitalismo occidental, que lo elimina- en un sistema inadecuado en términos de rendimiento y retrógrado en términos de ideología. El koljkosianismo, que combina el egoísmo y la avaricia del trabajador rural-propietario, es precisamente el símbolo del triunfo del campesinado sobre el proletariado, un triunfo que es la verdadera sustancia del «socialismo en un solo país».   

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VII. EL FALSO «COMUNISMO» DE LOS KOLJKOS

 

Este compromiso triunfante no debe atribuirse al pensamiento largamente madurado de un líder genial, como lo han aclamado los aduladores serviles de Stalin en todos los países, sino a las exigencias despóticas de condiciones políticas y económicas muy específicas que no podemos analizar sin referirnos al choque de posiciones, ya mencionado aquí, dentro del partido bolchevique sobre la cuestión agraria. Se verá que la «izquierda» de Trotsky daba prioridad al desarrollo de la industria como premisa indispensable para la reactivación de la agricultura, mientras que la «derecha» de Bujarin se centraba en la acumulación de capital por parte de las clases medias rurales.

De ese debate hay que recordar la diferencia categórica que puso de manifiesto entre las preocupaciones de la «izquierda» y la «derecha» del partido y las del centro estalinista, al que, además, poco le importaba la corrección de las tesis en conflicto. Lo que le importaba, como expresión política del Estado-nación ruso, era la eliminación implacable de la última falange internacionalista del partido. El estalinismo actuaba ya en su terreno específico: el abandono de la lucha por la revolución mundial, la estabilización y consolidación de las estructuras existentes, la transformación del centro de dirección revolucionario del proletariado mundial en un aparato estatal puramente nacional.

De las intenciones y ambiciones de Stalin, ni Trotsky ni Bujarin eran todavía plenamente conscientes, tan crucial era, respecto a las sórdidas maniobras del «secretario general», la importancia de las decisiones sobre las que estaban divididos. Nada de esto podía tener un efecto duradero si la revolución internacional no recuperaba el aliento y, en esta expectativa, las diferentes posiciones adquirían, para sus apasionados defensores, la forma de un «todo por el todo» que les llevaba a la intransigencia más que a la comprensión de la realidad. A los ojos de Trotsky, que no veía otra salvación que la industrialización vigorosa, Bujarin, utilizado políticamente y defendido por Stalin, aparecía como el defensor del campesino rico. Para Bujarin, dar prioridad a la industrialización estaba cargado de implicaciones burocráticas y era mejor que la acumulación de capital, que vendría después, se confiara a una burguesía rural. La dureza del conflicto entre la «izquierda» y la «derecha», igualmente comprometidas con el mantenimiento de la base económica menos desfavorable para la dictadura del proletariado, ocultó a ambas la amenaza que pesaba sobre la base política y que provenía del centro, cuyo peligro contrarrevolucionario subestimaron.

De hecho, fue con un propósito político que Stalin apoyó la «solución Bujarin», atándolo así a la fórmula liquidadora del «socialismo en un solo país». La consigna «los campesinos se enriquecen», en cambio, no tuvo en absoluto el resultado económico previsto por la «derecha»: en lugar de aumentar su capital de trabajo, como esperaba Bujarin, el campesino medio se limitó a mejorar su consumo personal. La producción de cereales cayó en picado hasta tal punto que el fantasma de la hambruna volvió a aparecer en las ciudades.

En enero de 1928, la producción de trigo, un 25% inferior a la del año anterior, presentaba un déficit de 2 millones de toneladas. La dirección estalinista del partido y del Estado, que no fue cuestionada tras el 15º congreso, excluyó a la «izquierda», reaccionó enviando contingentes armados a los pueblos. Las represiones y confiscaciones de reservas se alternaron con levantamientos campesinos y masacres de trabajadores enviados por el partido al campo. En abril, las reservas de cereales estaban bien reconstituidas; el Comité Central dio marcha atrás, condenando los «excesos» que había ordenado. ¿Puede decirse, como hacen los catecismos con el imprimátur estalinista en todos los idiomas, que se trata de una acción sabia? En realidad, el Comité Central actúa bajo la influencia del pánico y del más burdo empirismo. No tiene, escribe Trotsky, ninguna línea política que abarque no digamos unos años, ¡sino ni siquiera unos meses! En julio, el Comité Central prohíbe toda incautación de cereales, cuyo precio, por otra parte, aumenta, mientras lleva a cabo una violenta campaña contra los kulaks, a los que acusa de defender a la «derecha».

También en julio, a pocos meses del próximo frenesí colectivizador, Stalin arremetió «contra los que piensan que la economía parcelaria está en su apogeo» y que, añadió, «¡no tienen nada en común con nuestro partido! Aunque el primer plan quinquenal, adoptado ya en 1929, sólo preveía la colectivización de la tierra en un 20%, y sólo para 1933, la idea de los koljkos se abrió paso en el Comité Central con la rimbombante fórmula: «introducción del comunismo en la agricultura».

Atacado en abril de 1929, Bujarin capituló en noviembre bajo una avalancha de insultos, calumnias y amenazas al más puro estilo estalinista. Según un concepto de irresponsabilidad que se ha extendido hasta la última célula de los distintos PC nacionales, es la «derecha» la que se convierte en el chivo expiatorio del fracaso de la fórmula de Bujarin. La camarilla, que nunca ha sido capaz de tomar otra decisión que no sea la de la represión, saldrá de esto con la aureola del descubrimiento de una «solución» que no tiene nada en común con el socialismo: un conjunto de cooperativas que, actuando dentro del sistema de mercado, acabarán escapando de todo «control e inventario» estatal y casarán las insuficiencias económicas de la pequeña producción con la mentalidad retrógrada y reaccionaria del campesino.

En el transcurso del segundo semestre de 1929 y a lo largo del año siguiente, en una indescriptible maraña de confusión, arbitrariedad y violencia, tiene lugar lo que el Comité Central denomina «deskulakización» y «colectivización». También aquí parece prevalecer la maniobra política sobre la iniciativa económica: se trata, ante la amenaza de hambrunas y revueltas, de volver el odio ancestral del campesino pobre contra el campesino medio, superando así un pasaje difícil para la existencia misma del Estado. De hecho, no hay nada preparado para lograr la «colectivización», para la que hay un total de 7.000 tractores cuando, según Stalin, ¡se necesitarían 250.000! Para incitar al pequeño productor a unirse a los koljkos, también lo eximen de traer su propio ganado: ¡que venda o coma lo que tiene él mismo! Los primeros resultados de la medida resultan catastróficos, provocando en algunas regiones la resistencia armada de los agricultores contra los funcionarios que «colectivizan» ¡hasta los zapatos y las gafas!

En el momento crucial de la siembra de primavera, el miedo a la guerra civil hizo que el gobierno condenara los «excesos» de la colectivización y permitiera a los campesinos abandonar los koljkos: su salida masiva redujo el número total de koljkosianos a la mitad. Como observa Trotsky, «la película de la colectivización se vuelve del revés». Para que fuera posible una nueva entrada masiva de campesinos en los koljkos, y para autorizar a Stalin a ensalzar el «éxito de la colectivización», habría que hacerles concesiones de tal manera que se deshiciera socialmente lo que era técnicamente «colectivo» en los koljkos. Pero antes de examinar su contenido, debemos explicar las causas de la propia colectivización.

La opinión común de los estalinistas y de sus oponentes de izquierda era que se trataba de una respuesta necesaria por el chantaje ejercido sobre el poder soviético por la burguesía rural y rica (kulak), cuya importancia no dejaría de crecer a partir de la revolución. Por otra parte, las cifras de que disponemos tienden a indicar la extensión de la producción de los medianos y pequeños campesinos, cuya existencia hizo extremadamente lento el desarrollo del trabajo asalariado en la agricultura, condición indispensable para la eliminación progresiva de la pequeña producción. En estas condiciones, la colectivización no se presenta como un «giro a la izquierda» del estalinismo, como una ambición «socialista» de la burocracia estatal, sino como el único medio, en las condiciones de atraso del campo ruso, para acelerar y empujar -en plena crisis- el curso general de la economía en dirección al capitalismo. Hay buenas razones para creer que, en realidad, Stalin se había embarcado en esta aventura porque le animaban los éxitos de las requisas de grano iniciadas en 1929, los informes favorables sobre el desarrollo de las cooperativas y, sobre todo, su convicción de la débil resistencia campesina en general.

Sin embargo, el determinismo de los hechos, si no la prueba estadística, es probatorio: la «forma koljkos» resultó ser la única posible en las condiciones económicas, sociales y políticas resultantes del flujo y reflujo irreversible de la revolución internacional.

Toda solución política sólo llega al final de un proceso que elimina las soluciones a las que les faltaban las condiciones indispensables; si esto es evidente para las soluciones revolucionarias, es igualmente cierto para las de la contrarrevolución. Tras el esfuerzo sobrehumano del proletariado, el capitalismo en Rusia no podía volver a la forma «subdesarrollada» de vasallaje de la época zarista. Tampoco podía ser eliminado por el socialismo, porque la revolución había sido vencida. El surgimiento, como «solución intermedia», de un capitalismo nacional, es decir, de un centro ruso autónomo de acumulación de capital, sólo fue posible en tales condiciones con la estabilización koljkosiana de la inmensa fuerza de conservación social representada por el campesinado.

Este camino específico, seguido por lo que puede llamarse el capitalismo ruso nº 2, expresa la compleja dialéctica de las convulsiones sociales en la fase imperialista: el modo de producción capitalista es, para la economía rusa de la época, revolucionario, pero sólo es posible gracias a la victoria de la contrarrevolución mundial; la eliminación proletaria de la burguesía rusa, habiendo fracasado en su misión histórica, termina sin embargo con el triunfo de las relaciones de producción burguesas. Se comprende que estos hechos contradictorios, objeto de profunda perplejidad para toda una generación histórica de revolucionarios, dificultan una elucidación por lo demás indispensable.

Sin embargo, se pueden condensar los términos retomando una vieja fórmula lapidaria de Lenin, muy anterior a la victoria de octubre de 1917, y que plantea la alternativa fundamental para la Rusia moderna: ¿el proletariado para la revolución o la revolución para el proletariado? El estalinismo es, después de todo, la realización de la primera parte de la fórmula en detrimento de la segunda: gracias a la sangre del proletariado, la Rusia moderna fundó su Estado-nación. ¿Qué importancia tiene la desaparición física de la clase que históricamente se encargaba de esta tarea? Las relaciones de producción establecidas después de muchos decenios de agitación son las relaciones propias de esa clase y garantizan su reaparición más o menos lejana.

El tipo social nacido de la forma koljkosiana encarna el largo proceso histórico que fue necesario para llegar a este resultado. Como trabajador de la granja colectiva, el koljkosiano -que recibe una fracción del producto proporcional a su rendimiento laboral- se asemeja al asalariado industrial, pero no llegará a serlo hasta el final de una nueva evolución de duración imprevisible, porque, gracias a su pequeña parcela, no es un propietario sin reservas, sino un dueño de los medios de producción, aunque se limite a 2 o 3 hectáreas de tierra, unas cuantas cabezas de ganado y su pequeña casa. En este último aspecto parece ser similar a su homólogo occidental, el pequeño productor de parcelas, pero a diferencia de éste, arruinado por la competencia de prestamistas, bancos y mercados, no puede ser expropiado: lo poco que le pertenece está garantizado por la ley. El koljkosiano es, pues, la encarnación de un compromiso perpetuo concluido entre el Estado exproletario y la pequeña producción.

Una condición indispensable para el socialismo es la concentración del capital. La toma por parte del proletariado de formas ultracentralizadas como los trusts, los cárteles, los monopolios -posibles porque la propiedad y la gestión hace tiempo que se han dividido allí- se vuelve impensable, salvo al precio de prolongadas convulsiones, para una miríada de micropropietarioskoljkosianos. No sólo esta perspectiva socialista está definitivamente desterrada de Rusia, sin una nueva revolución, sino que la simple concentración capitalista tropieza con tales dificultades que aún hoy Rusia se esfuerza por alcanzarla retomando desde el principio el proceso histórico ya emprendido por los países subdesarrollados. Este es el sentido del restablecimiento de los principios de competencia y rentabilidad, con los que probablemente cuentan los dirigentes rusos para eliminar a los koljkos no competitivos y, en una larga perspectiva que examinaremos, transformar a sus miembros en verdaderos asalariados.

Por tanto, el «colectivismo» rural ruso no es socialista, sino cooperativo. Preso de las leyes del mercado y del valor de la fuerza de trabajo, presenta todas las contradicciones de la producción capitalista sin contener su levadura revolucionaria: la eliminación del pequeño productor. Pero ha permitido al Estado-nación ruso, apoyado firmemente en el campesinado así «estabilizado», realizar, a costa de indecibles sufrimientos de la clase proletaria, su acumulación primitiva y llegar a su único elemento del capitalismo moderno: el industrialismo de Estado.   

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VIII. TODOS LOS DEFECTOS DE LA AGRICULTURA CAPITALISTA SIN SUS VENTAJAS

 

El socialismo es ante todo la abolición de las relaciones de intercambio basadas en el valor; la destrucción de sus categorías fundamentales: el capital, el salario, el dinero. Estas categorías son mantenidas por los koljkos en su transformación del pequeño productor rural, cuya posición social cristalizan ya sea a través de la renumeración en dinero (o productos comercializables) como compensación por el trabajo en la finca cooperativa, o a través de la explotación del campo y el ganado de propiedad personal, cuyos productos pueden igualmente ser vendidos en el mercado. Así, lejos de ser un tipo de «socialismo», los koljkos se acercan más bien a los llamados sistemas de «autogestión» que en ciertos países subdesarrollados, habiéndose independizado políticamente, disimulan, con una usurpación de términos idéntica a la del precedente ruso, el papel de puente histórico que desempeñaron entre la arcaica producción natural anterior al capitalismo y su pleno desarrollo.

Después de haber examinado las motivaciones políticas de la «colectivización forzosa», y de haber subrayado en particular el apoyo que a través de ella encontró la contrarrevolución estalinista en el inmenso campesinado soviético, debemos mostrar ahora que precisamente por esta vía -tortuosa pero de características inconfundibles- se estableció un auténtico capitalismo nacional sobre las ruinas de la revolución de octubre.

La figura del koljkosiano refleja bien el estancamiento económico y social de una revolución que, dentro de sus fronteras nacionales, no pudo superar la etapa de una transformación histórica burguesa.

En cambio, los koljkos, un compromiso necesariamente impuesto por el abandono de la estrategia revolucionaria internacional, no han dejado de ser el principal obstáculo para el rápido desarrollo del capitalismo en Rusia. Es un obstáculo no en la medida en que representa una supervivencia imposible de eliminar de un «viejo rumbo» en dirección al socialismo, como siguen afirmando los trotskistas a pesar de todas las negaciones de los hechos; por el contrario, demuestra qué pesado tributo histórico ha pagado el proletariado a la contrarrevolución que, habiendo cancelado la perspectiva del socialismo, ni siquiera ha ofrecido la contrapartida de crear sus premisas económicas y sociales más radicales.

Al señalar los retrasos y las dificultades económicas de la Rusia actual, de los que los economistas y políticos occidentales creen poder deducir un «fracaso del comunismo», pretendemos, en cambio, establecer sus verdaderas causas, echando por tierra no sólo las mentiras del estalinismo y las ilusiones de quienes afirman la supervivencia de los «logros socialistas» en Rusia, sino también las críticas dirigidas a Lenin por haber tomado imprudentemente el camino del capitalismo de Estado.

Los koljkos ni siquiera pertenecen a esta última categoría, además de no ser un «logro socialista». Sus beneficiarios son los campesinos que han aportado una parcela de tierra y un determinado número de cabezas de ganado al fondo colectivo (y si no lo tenían, lo hacía el Estado). El koljkosiano participa en la valorización colectiva de todas las parcelas reunidas y de la dotación de ganado así constituida, recibe una parte del producto de esta valorización proporcional al número de días de trabajo que ha dedicado a ella, mientras que dispone de un trozo de tierra y de un cierto número de cabezas de ganado, cuyos productos utiliza a voluntad.

Tanto por su condición como por su psicología social, el koljkosiano es tan ajeno al socialismo como lo puede ser el agricultor norteamericano o el frutero de una cooperativa. Por la forma en que se le paga por su trabajo en la granja colectiva, se asemeja al trabajador asalariado, pero también al pequeño accionista de los países capitalistas, ya que, al igual que él, recibe una parte de los beneficios de la empresa. Además, la disponibilidad de su minúsculo patrimonio le otorga una posición idéntica a la del agricultor de parcelas en Occidente. El «personaje» de la sociedad rural rusa más parecido al proletariado de los países capitalistas occidentales, y por tanto susceptible de comportarse como tal, es el trabajador sovjko. Pero la de los sovjkos, o empresa estatal, representa sólo una pequeña parte de la producción agraria rusa.

El koljkos, se mire por donde se mire, es el factor social y económico más reaccionario de la sociedad soviética, debido no sólo a la psicología conservadora de sus miembros, sino también al peso que representa sobre la única clase moderna: el proletariado.

Es fácil comprender cómo, habiendo escapado de la inanición y la expropiación gracias a los koljkos, el pequeño productor rural no escatimó su sangre, en la última guerra mundial, para defender, junto con las fortunas del Estado estalinista, las garantías de supervivencia y estabilidad que éste le aseguraba. Pero hay que ver la estructura económica y social rusa en su conjunto para entender cómo esta supervivencia y estabilidad se debe en última instancia a la superexplotación del proletariado.

La mediocridad de las condiciones sociales del campo ruso no debe engañar: el sistema koljkosiano no sólo acentúa las distorsiones fundamentales del carácter capitalista de las relaciones de producción, sino que constituye el principal obstáculo para la elevación general del nivel de vida. Impuesta por la estrategia política del estalinismo, que había separado el destino del Estado ruso del del proletariado internacional, la forma koljkosiana se ha vuelto casi inestimable hasta el punto de que sólo puede ser eliminada -como desearía la actual dirección soviética- por la competencia de una forma de mayor productividad, cuya aparición, salvo una convulsión general, parece aún lejana. Unas pocas cifras bastan para fijar las ideas al respecto: los rendimientos medios de los cereales, que, aunque aumentaron (de 1913 a 1956: El porcentaje de la población campesina, que sigue siendo elevado, es una prueba característica de la baja productividad agrícola (42% frente al 12% en EE.UU. y el 28% en Francia), y la pésima situación de la cabaña ganadera que, aparte de un crecimiento espectacular de la cría de cerdos (+ 63%), ha registrado un descenso de cerca del 20% desde 1913 en el caso del ganado vacuno de carne y leche.

Este defecto del sistema koljkosiano no sólo radica en sus insuficiencias constitutivas, sino también en su futuro: al vender los tractores a los koljkos, cuyos servicios había alquilado previamente, el Estado ruso se privó del único medio de presión que tenía a su disposición para imponer la producción de productos básicos indispensables, cuya cantidad y precio había fijado él mismo antes de la famosa reforma de Jruschov. Así, el mismo promotor de esta reforma se vio golpeando el campo y exhortando infructuosamente a los koljkosianos a producir trigo en lugar de cebada y avena, lo que permitía la cría de cerdos, mucho más rentable. Así, en el régimen del pseudo «socialismo» ruso, el afán de lucro de las empresas koljkosianas prevalece sobre las necesidades alimentarias de un «pueblo» ¡que se supone que es el poder!

Sin embargo, esto no significa que el destino de los propios koljkosianos sea celestial. Por el contrario, parece que, después de todos los gravámenes sobre la producción bruta de los koljkos (que incluyen exactamente las mismas partidas que en todas las empresas capitalistas occidentales, y en particular una tasa de inversión del mismo orden de magnitud), queda muy poco para «repartir» entre los socios. Este hecho, al obligar al koljkosiano a complementar su escaso «salario» con la venta de los productos de su campo personal, agrava aún más la anarquía del abastecimiento de su producción.

De hecho, el bajo rendimiento de los cereales (que siguen siendo la base del suministro alimentario ruso) se combina con la independencia de facto de los koljkos, y por tanto su tendencia a producir preferentemente no lo indispensable, sino lo que más rinde, disminuyendo así la oferta de productos básicos en el mercado oficial y elevando los precios en el mercado privado. De hecho, el koljkosiano gana tanto por la venta de los productos de su parcela en el mercado como por el trabajo en los koljkos. Para hacerse una idea del precio que tiene que pagar el asalariado urbano por su sustento, basta con saber que en 1938 las tres cuartas partes de los productos agrícolas puestos en el mercado procedían todavía de las parcelas individuales y menos de la cuarta parte restante era aportada por los koljkos propiamente dichos; incluso hoy, la mitad de los ingresos globales del koljkosiano están constituidos por los frutos del trabajo en su parcela.

No hay espacio aquí para relatar cómo se impuso la «reforma Jruschov» de los koljkos a los dirigentes soviéticos (véase nuestro Diálogo con Stalin (3)), pero sí demuestra que la economía rusa -y en particular su talón de Aquiles, la agricultura- obedece a las leyes inexorables del capitalismo. El único criterio irrefutable del socialismo es el triunfo del valor de uso sobre el valor de cambio: sólo cuando esto se ha hecho realidad puede decirse que la producción sirve a las necesidades de los hombres y no a las del capital. La agricultura seudosocialista de la URSS ilustra descaradamente el caso contrario: son las leyes del mercado y no las necesidades más básicas de los trabajadores las que determinan, cuantitativa y cualitativamente, la producción de koljkos.

El propio desarrollo de la economía rusa en general, que le permite y obliga a la vez a acceder al mercado mundial, ilumina aún más sus contradicciones. La competencia internacional exige bajos costes de producción, de ahí la bajada de los precios agrícolas para poder alimentar a la mano de obra asalariada sin pagarla en exceso. Esta es una de las contradicciones fundamentales del capitalismo, ya que, debido a los límites naturales impuestos en el sector agrícola a la rotación del capital, éste se dirige preferentemente hacia la industria. El aumento de la productividad agrícola, que el capitalismo occidental ha conseguido en todo caso gracias a la industrialización de los cultivos y a la expropiación secular del pequeño productor, es mucho más difícil de conseguir para el capitalismo ruso debido al inamovible sector koljkos que el poder soviético sólo se esfuerza en «seleccionar», fomentando los koljkos excedentarios a costa de los deficitarios.

Se puede imaginar qué grado de explotación debe imponer este poder a sus asalariados industriales para conseguir igualmente bajar los costes de producción, añadiendo así a la miseria endémica del sector agrario, por las condiciones que hemos esbozado, la explotación de los trabajadores.

El capitalismo ruso, como todos los jóvenes capitalismos, arroja la luz más cruda sobre todas las contradicciones del capitalismo en general. Sus lacayos internacionales no podrán callar por mucho tiempo el carácter explotador del supuesto «socialismo en un solo país», manteniendo indefinidamente la superstición que en todos los países desarma al proletariado frente a su propia burguesía.   

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IX. LA REALIDAD DEL CAPITALISMO RUSO

 

La prueba de la explotación de la fuerza de trabajo no sólo reside en el hecho de que la clase trabajadora sólo recibe una parte del producto social, mientras que la clase que no hace nada se apropia de una gran tajada para su propio consumo. Tal «injusticia» no contendría en sí misma la perspectiva de la posible y necesaria desaparición del capitalismo. Lo que condena irremediablemente a esta última en el plano histórico es la necesidad en que se encuentra de transformar una parte cada vez mayor del producto social en capital. Esta fuerza social ciega sólo sobrevive exasperando cada vez más sus propias contradiccionesy por tanto también la revuelta de esa clase que es su primera víctima.

Denunciar la existencia de esta fuerza ciega en la Rusia autodenominada «socialista» no es, pues, «atacar y difamar el comunismo», como pretenden los estalinistas acérrimos, sino denunciar su más descarada falsificación; significa dirigir la aversión instintiva de los trabajadores a las manifestaciones visibles del capitalismo contra su esencia interna, contra sus categorías asesinas, el salario, el dinero, la competencia; significa mostrar que el movimiento proletario ha sido derrotado porque, en Rusia y en otras partes, ha capitulado ante estas categorías.

Otros han descrito la feroz explotación de la fuerza de trabajo en Rusia. Nos limitamos aquí a ilustrar sus causas a la luz de una de las leyes más características del capitalismo: la del desarrollo creciente, propio de todos los países burgueses, de la sección productora de bienes de producción (sección I) en detrimento de la sección (II) productora de bienes de consumo.

«No mantequilla sino cañones», esta fórmula de Hitler, de la que se burlaban ayer los que la imitan hoy con su «force de frappe» y sus «disuasiones», podría traducirse así al ruso: no zapatos sino maquinaria, no industria ligera sino pesada, no consumo sino acumulación. Unas pocas cifras bastan para demostrarlo: de 1913 a 1964, la producción industrial global de Rusia se multiplicó por 62; la de la Sección I por 141, la de la Sección II por 20. Teniendo en cuenta el aumento demográfico entre estas dos fechas, la sección de bienes de producción creció 113 veces, ¡y la de bienes de consumo 12 veces!

Pero mucho más importantes son los efectos sociales de este contraste entre producción y consumo. El «atraso» de la industria ligera puede superarse, sus deficiencias pueden remediarse, pero la economía rusa ya no se librará de la contradicción inseparable del capitalismo: acumulación de riqueza en un polo y miseria en el otro.

El  ingeniero, el técnico o el especialista ya tienen su villa en el Mar Negro, mientras que a los trabajadores no cualificados, los tártaros, los kirguises, los calmucos, arrancados de su vida rural o natural, no les queda más que la miseria encarnada en Italia por los inmigrantes del Sur, en Francia por los argelinos o los portugueses.

Que hoy en día este aspecto monstruoso del «modelo ruso» de socialismo no llene de indignación a los trabajadores es el crimen más grave por el que el veredicto de la historia tomará al estalinismo. Ha reducido los términos «socialismo» y «capitalismo» a etiquetas diferentes para indicar el mismo contenido.

Cuando los obreros y trabajadores aceptan el trabajo a destajo, la jerarquía salarial y todos los demás aspectos de la competencia entre vendedores de mano de obra como algo eterno, es fácil para el intelectual oportunista -convencido de que el principal mérito de la revolución de octubre fue sacar a Rusia de su atraso económico- equiparar el socialismo con la acumulación de capital. El hecho de que todo el Tercer Mundo en revuelta contra el imperialismo adopte a su vez esta concepción muestra el alcance de una derrota del movimiento proletario que no sólo ha destruido la fuerza viva de la clase obrera, sino que ha alterado profundamente su conciencia política. Seguir esta espantosa «vía al socialismo» condenaría a los proletarios de todos los países del mundo a desandar, uno tras otro, el horrendo calvario que ha sido el capitalismo en todas partes.

Sólo recuerda lo que era en Rusia bajo Stalin. Los planes quinquenales -demasiado fáciles de admirar para el intelectual occidental que no ha tocado una herramienta en su vida- eran literalmente un infierno laboral, una ventisca de energía humana. Al suprimir las garantías más elementales de los trabajadores, con la institución del «Código delTrabajo», la condición del asalariado ruso fue llevada al mismo nivel que la del asalariado francés bajo el látigo policial del Segundo Imperio; doblegaron a los trabajadores a los métodos infames del estajnovismo, reclutando mano de obra mediante la represión; lo dilapidaron en «logros» a menudo inútiles; llamaron sabotaje a los frutos de la negligencia burocrática, y les hicieron pagar por ello en juicios de una monstruosidad medieval a los así llamados»trotskistas».

Estos «excesos estalinistas» no se debieron, como afirman hoy quienes les deben sus sinecuras como burócratas o políticos, a las «condiciones específicas» del «socialismo ruso», sino a las condiciones generales y universales inherentes a la génesis de todo capitalismo. La acumulación original del capitalismo británico mató a miles de campesinos libres; la del capitalismo naciente de Rusia convirtió a los ciudadanos en matones políticos para convertirlos en mejores trabajadores forzados. Durante la Segunda Guerra Mundial, los dirigentes de la NKVD, la policía política, a la que le faltaba mano de obra en los campos de concentración, hicieron esta edificante autocrítica: ¡no estábamos lo suficientemente atentos en nuestra labor de vigilancia!

Todas estas atrocidades se cometieron adorando a un falso ídolo, ¡cantando las alabanzas del socialismo mientras se sacrificaba a la producción! El auge industrial de la posguerra favoreció esta superstición: según Stalin, al no ser el capitalismo decadente capaz de desarrollar las fuerzas productivas, la «prueba» del socialismo en la URSS se encontraba en la curva ascendente de los índices de producción, mientras que los del Occidente capitalista estaban estancados. (Mientras tanto, para los «comunistas» occidentales, miembros de los gobiernos burgueses de «reconstrucción patriótica», las huelgas se convirtieron en «armas de los trust»).

La ilusión debía durar lo suficiente para que la economía occidental cobrara un nuevo impulso. Esta es una constante en la historia del capitalismo: la tasa de aumento de la producción disminuye a medida que el capitalismo envejece. Esta tasa, que fue tanto más alta para el joven capitalismo ruso porque partió casi de cero, disminuirá más tarde, como lo hizo para los capitalismos más antiguos. Si la tasa de aumento anual de la producción fuera realmente un criterio de socialismo, habría que admitir que Alemania Federal y Japón, considerablemente rejuvenecidos por la destrucción de la guerra y cuyas tasas de producción galopan, ¡son más socialistas que Rusia! En este último país, en efecto, el aumento medio anual de la producción se ralentiza progresivamente: 22,6% de 1947 a 1951; 13,1% de 1951 a 1955; 9,1% de 1959 a 1965. Este hecho, que se repite en la historia de todos los capitalismos, confirma que la economía rusa no escapa a ninguna de sus características esenciales.

El farol estalinista sobre la irresistible marcha de la producción rusa tuvo que desmoronarse tras servir de pretexto primero en la «guerra fría» y luego en la «distensión» entre rusos y estadounidenses. Los «milagros» de la producción soviética, a pesar de la fanfarria de Jruschov, no sólo no convencieron a los capitalistas estadounidenses de la «superioridad del sistema socialista sobre el capitalista», sino que el promotor de la «emulación pacífica entre sistemas diferentes» tuvo que reconocer la necesidad de que Rusia se pusiera en la escuela técnica de Occidente.

Con las consignas lanzadas por el economista ruso Lieberman - productividad del trabajo, rentabilidad de las empresas - se caen los últimos velos que ocultan la realidad del capitalismo ruso. En la URSS, la fase de la acumulación originaria de capital ha terminado: la producción rusa se esfuerza por acceder al mercado mundial y, por tanto, debe plegarse a todas sus exigencias. El mercado es un lugar donde las mercancías se enfrentan entre sí. Decir mercancía es decir beneficio. La producción rusa también es una producción con fines de lucro.

Pero este término debe tomarse en su sentido marxista -la plusvalía destinada a convertirse en capital- y no en el sentido vulgar de «ganancia del amo». Bajo este burdo disfraz era fácil para los estalinistas negar su existencia, ya que la propiedad privada de los medios de producción no existe en Rusia.

En cuanto a sus oponentes de izquierda, que incluso admiten que la fuerza de trabajo rusa es explotada, en su mayoría se encierran en el mismo criterio legal y puramente formal, invocando la existencia de una «burocracia» que monopolizaría arbitrariamente el producto nacional. Esta explicación no explica nada: la «burocracia» siempre ha aparecido, en mayor o menor medida, en correspondencia con la génesis y el devenir de todos los grandes modos de producción, y es la naturaleza de estos modos de producción la que determina sus tareas y privilegios, no ellos los que la determinan. Además, las estructuras del capitalismo moderno tienden a unificarse, tanto en sus «expresiones tradicionales» en Occidente como en Rusia. La de Europa y América se «burocratiza» hasta el punto de que, habiendo disociado desde hace tiempo la propiedad y la gestión, la función del Estado se vuelve decisiva y genera toda una mafia de «gestores» y empresarios que son los verdaderos dueños de la economía. El de Rusia, retrocediendo, «liberaliza», es decir, afloja el control de la producción, presume de las virtudes de la competencia, del comercio y de la libre empresa, aunque este proceso no es sencillo sino contradictorio, por razones políticas y sociales que seguramente tendremos ocasión de examinar en el futuro.

 

*     *     *

 

Aplicados a la historia económica de Rusia, los criterios expuestos al principio de esta serie de artículos nos permiten rastrear la génesis del capitalismo ruso.

Los salarios y la acumulación de capital son claramente incompatibles con el socialismo. Impuestas a la revolución de octubre por el atraso económico del país, dejaban abierta la perspectiva del socialismo futuro en la única y estricta medida en que su empleo se limitaba a satisfacer las necesidades de la vida social en Rusia y se subordinaba estrictamente a la estrategia de extensión internacional de la revolución.

Abandonada esta estrategia, y traducida la «coexistencia pacífica» en una lucha por el mercado mundial, Rusia tuvo que proclamar a la luz del día la primacía en su economía de las categorías universales del capitalismo: competencia, beneficio.

Ciertamente, aparecieron sin la existencia de una clase burguesa dominante, de la que, sin embargo, la burocracia asegura un intermedio, que se acerca a su fin. Pero esta clase no puede permanecer indefinidamente bajo tierra, oculta, casi clandestina, como sigue siendo hoy.

En su nombre actúan los viajantes de comercio políticos que cierran acuerdos comerciales en las capitales extranjeras, así como los militares que reducen con el terror cualquier deseo de emancipación por parte de los «partidos hermanos» de Europa Central o de los Balcanes. Los diplomáticos que «ayudan» a los países árabes o a Vietnam del Norte y los tanques que vigilan Checoslovaquia son igualmente instrumentos de la futura burguesía capitalista rusa.

Opresor militar antes de ser un competidor «viable», ejecutor del trabajo forzoso antes de extorsionar la plusvalía a la manera refinada de sus rivales occidentales, el capitalismo ruso ha recorrido, en medio siglo de estalinismo, el camino marcado por la sangre, la violencia, la infamia y la corrupción que es la vía principal de todo capitalismo.

La lección que hay que aprender de esto se puede resumir en unas pocas frases. La posibilidad del socialismo en Rusia estaba condicionada a la victoria de la revolución comunista europea. La impostura estalinista, al hacer pasar las actuales relaciones de producción rusas por relaciones no capitalistas, borró toda distinción, incluso la más elemental, entre socialismo y capitalismo y destruyó la única arma real del proletariado: su programa de clase.

La esencia de este programa es, en el plano político, la dictadura del proletariado; en el plano económico, la abolición del intercambio mercantil basado en la explotación de la fuerza de trabajo. De estas dos condiciones para el socialismo, la revolución de octubre sólo logró la primera, y sin poder mantenerla más que unos pocos años, mientras que no pudo -y sus dirigentes lo sabían- lograr la segunda.

La dictadura del proletariado murió en el curso de la degeneración del partido bolchevique. Éste, al convertirse en un instrumento del Estado soviético en lugar de su amo, hizo imposible tanto la victoria internacional del proletariado como la extinción del Estado, punto fundamental del marxismo. Mientras que, en el plano social, la «Constitución democrática de 1936» daba la supremacía a la inmensa masa conservadora del campesinado, en el plano económico Rusia se sometía definitivamente a la ley del valor, al mecanismo de acumulación del capital, cuyas fuerzas irresistibles iban a reproducir en Rusia, sin la ayuda de la revolución internacional, los mismos defectos y monstruosidades que en todas partes.

En un momento en que la lógica inexorable de los hechos revela incluso a los ojos más incrédulos sus infamias y contradicciones, la denuncia del falso socialismo ruso es el primer requisito para el retorno del proletariado internacional a sus objetivos revolucionarios y la rehabilitación, a los ojos de los explotados del mundo, de los principios fundamentales del comunismo.

 


 

(1) Bilan d´une révolution, publicado en Programme Communiste, Nos 40 / 41 / 42, octubre de 1967 a junio de 1968. Después como folleto aparte en 1991.

(2) Sobre el impuesto en especie, Lenin, Obras Completas, tomo XII, Ediciones Progreso, Moscú (1972).

(3) Diálogo con Stalin se publicó originalmente en cuatro partes en el periódico quindicenal del partido  «il programma comunista» con el título Dialogato con Stalin en octubre-diciembre de 1952. Para una reedición que incluye, además material relacionado, puede consultarse la nuestra de septiembre de 2022, disponible en www.pcint.org.

 

 

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