El programa agrario de las organizaciones obreras españolas en la Guerra Civil (1936-1939)

(«El programa comunista» ; N° 56; Septiembre de 2020)

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Esta es la tercera parte del trabajo sobre los aspectos principales del desarrollo de la lucha de clase del proletariado español durante los trágicos años ´30 del siglo pasado. En las dos entregas anteriores hemos tratado una perspectiva de conjunto acerca de las tesis defendidas por las corrientes oportunistas (socialdemócrata, estalinista, anarquista y de falsa izquierda comunista) en lo referente a dicho periodo (ver El Programa Comunista nº 53, junio de 2018) y, con más detalle, una crítica de esa corriente de «izquierda» comunista enucleada en torno al Partido Obrero de Unificación Marxista que es tomada habitualmente como referente de la singularidad de los acontecimientos de 1936-1939 por las corrientes de la «nueva» izquierda (ver El Programa Comunista nº 54, noviembre de 2020).

 

 

¿Por qué dedicar, ahora, un trabajo específicamente a la crítica de las posiciones oportunistas en torno a la cuestión agraria?

 

La cuestión agraria no es exclusiva de la Guerra de España, ni siquiera es diversa de la que podemos encontrar en países como Italia o... Pero es cierto que en muchos sentidos en la historia de la Guerra Civil se ha tomado como base para las ideologías más diversas y su lectura sesgada de lo ocurrido. Por un lado, para al menos una de estas corrientes, la anarquista, el fenómeno de las colectivizaciones rurales durante el primer año de la guerra es uno de los fenómenos más destacados, su banderín de enganche a la hora de defender el papel que sus organizaciones  y militantes desarrollaron aquellos días. Por otro lado, la imagen que estalinistas y socialdemócratas presentan de la guerra civil como un enfrentamiento entre grandes propietarios agrarios respaldados por el Ejército y un «pueblo» que aglutinaría a proletarios, clases medias urbanas, pequeños propietarios agrícolas, «campesinos», etc., pone un énfasis especial en destacar la figura del terrateniente como desencadenante del conflicto y ejemplo de las «fuerzas feudales» que batieron por las armas al régimen republicano. Pero para nosotros la importancia del desarrollo de las relaciones entre clases en el campo y, por lo tanto, de las organizaciones obreras que lograron influenciar al proletariado rural, no reside en ninguno de estos dos tópicos: ni consideramos a España una excepción en el curso internacional de la lucha de clase del proletariado, y por lo tanto negamos que el proyecto del «socialismo en un solo pueblo» que enarbolaron los anarquistas tenga un valor superior al que nos dan las lecciones de la gran tragedia mundial del proletariado en los años de entreguerras, ni vemos en el caso español el primero de una serie de envites que acabaron con la victoria de las potencias aliadas en la IIª Guerra Mundial. Sencillamente se trata de dar una contribución como partido al balance histórico de la gran derrota del proletariado español a manos de las fuerzas coaligadas de la burguesía y el oportunismo de todos los colores y de hacerlo centrándonos en el terreno en el que este proletariado se mostró más combativo: en el campo.

 

La historia de la Guerra Civil (y de su preámbulo en los años 1931-35 como un enfrentamiento entre un bloque progresista-republicano, tras el cual se encontraban todas las facciones políticas obreras, y un bloque reaccionario-militar, presenta a España como un país atrasado en lo que se refiere a las relaciones sociales predominantes, como una nación semi feudal donde tanto las formas sociales como las libertades que caracterizaban al resto de países del entorno estaban ausentes y en el cual, por lo tanto, se libró una batalla por equipararse a dichos países. En este relato de los hechos, el que España fuese entonces un país predominantemente agrario se presenta como una prueba definitiva del atraso secular que padecía el conjunto de la población. En pocas palabras, esta es la tesis de la revolución democrática pendiente que han enarbolado prácticamente todas las corrientes políticas y sindicales que tuvieron, y tienen aún, prédica entre los proletarios ibéricos de entonces y de hoy. En la primera parte de este trabajo mostramos lo erróneo de esta tesis con un repaso sucinto al periodo revolucionario de la burguesía española que, si bien quedó cerrado en falso en algunos términos, abarcó prácticamente todo el siglo XIX y no se distanció demasiado de los vividos en países como Italia o Francia.

 

A continuación y a modo de introducción, vamos a repetir el esquema que ya expusimos exponiendo con  un poco más de detalle lo referido a la cuestión agraria.

 

-1808-1833. Previamente a la invasión napoleónica de España, este es un país eminentemente feudal (1) en el que la acción reformadora de las corrientes ilustradas ni siquiera ha logrado erosionar la estructura política y económica. La baja densidad de población, el aislamiento de las regiones entre sí y respecto al poder central y la pervivencia de particularismos locales que se remontan a la Edad Media conformaban un país con diferencias muy acusadas en términos políticos, económicos y sociales entre sus partes, pero en conjunto predominaban las relaciones de producción feudales, lo que en el campo significa propiedad por parte de la nobleza y de la aristocracia de la tierra, limitación de los movimientos de los campesinos o de los siervos, persistencia de las rentas agrarias del tipo diezmo, etc. La invasión napoleónica y el comienzo de la Guerra de Independencia traen, en primer lugar, el paso de buena parte de la aristocracia y la nobleza (los reyes los primeros) al bando francés. La presión de un pueblo que representaba la única parte viva de la nación (Marx) produjo una situación de caos generalizado. La debilidad de las fuerzas típicamente burguesas, incapaces de organizarse en partido nacional ni de mantener la guerra contra el invasor, no impidió que algunos de sus representantes más avanzados comenzasen una labor de derrocamiento del orden feudal. Las Cortes de Cádiz (2), el mejor ejemplo de este movimiento, legislan a favor de la supresión de los señoríos jurisdiccionales (3) pero debido a su propio carácter y formación (con revolucionarios y reaccionarios unidos en el interés común de expulsar al invasor) mantuvieron algunos resabios del mundo feudal y, principalmente, la propiedad de la tierra en manos de la nobleza. El programa revolucionario burgués en el terreno agrario queda fijado a partir de estos términos para todo el periodo posterior. El gobierno del Trienio Liberal de 1820-23 pretendió impulsar lo aprobado en Cádiz que había quedado parado con la entrada de Fernando VII, pero nuevamente vuelve la reacción a imponerse. Solo con la entrada de Isabel II en 1833 (v. constitución de 1837) son abolidos definitivamente los señoríos. La propiedad de la tierra seguía en manos de la nobleza a pesar del fin de señoríos y mayorazgos. Los movimientos «liberales» posteriores, encabezados por la baja nobleza urbana y por la burguesía de las ciudades comerciales e industriales de la periferia del país mantendrán los términos básicos de estas reivindicaciones. Por el momento, la ausencia de un movimiento popular de tipo revolucionario, mantiene las exigencias características del campesinado (reparto de tierras, abolición de la propiedad feudal, etc.) fuera de juego.

 

-1833-1868. Tras dos décadas de reacción absolutista (durante las cuales fueron perseguidas y diezmadas las escasas fuerzas burguesas revolucionarias que intentaron defender los puntos programáticos de las Cortes de Cádiz, la lenta inclusión de España en los circuitos económicos y comerciales europeos posteriores al fin de las guerras napoleónicas, la pérdida de las colonias latinoamericanas, etc., fuerzan un lento desarrollo económico y la aparición de una pequeña burguesía rural interesada en la supresión de los derechos feudales sobre la tierra. Las guerras carlistas (4) constituyen el gran enfrentamiento entre las fuerzas burguesas y pequeño burguesas defensoras del ascenso al trono de Isabel de Borbón como garantía de una serie de reformas que les serían beneficiosas en cuanto mermarían el poder de la nobleza feudal y esta misma nobleza feudal y las clases que apoyan a la reacción.

Por otro lado, la gran debilidad financiera del Estado, que se veía atrapado entre las presiones realizadas por la incipiente burguesía para apoyar el desarrollo industrial del país y su escasez crónica de recursos para llevar a cabo estos proyectos, impulsa las llamadas desamortizaciones (1836, 1841 y 1854), consistentes en la venta de las tierras que pertenecían al Estado y a los Ayuntamientos, así como una parte muy importante de las que eran de la Iglesia, para llenar las arcas públicas. La convergencia de estos factores tiene como resultado la consolidación definitiva de una clase social de pequeños y medianos propietarios agrícolas, que pudieron comprar las tierras desamortizadas y que tomaron partido en la lucha política que fue la Iª Guerra Carlista por el bando isabelino. En este momento, buena parte del país comienza a ver una estructura social típicamente burguesa en el campo, si bien entremezclada con formas intermedias de propiedad, como las apacerías, los contratos de enfiteusis y un largo etcétera.

Queda por explicar el fenómeno más característico del periodo: la aparición de un proletariado rural en la zona centro sur (Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara, Toledo) y sudoccidental del país (Sevilla, Cádiz, Córdoba) como consecuencia del fin de los señoríos jurisdiccionales, miles de antiguos trabajadores que pertenecían a la tierra del señor, quedan desposeídos de esta. Decenas de pueblos de esta región ven cómo sus habitantes se convierten en jornaleros sin tierra, toda vez que las pequeñas explotaciones eran algo prácticamente inexistente en la región y las tierras comunales fueron usurpadas por los nobles. Lo que se produce en un fenómeno de junkerización del desarrollo del capitalismo en el campo. Mientras en el resto del país la pequeña propiedad tiene un peso importante junto con las formas intermedias feudales-capitalistas, en la zona meridional los latifundios en los que la nobleza emplea a los proletarios por medio de empresas (cortijos, haciendas, etc.) en las que sólo existe la relación entre patrón y asalariado, es la norma.

No existía una servidumbre feudal pura en Castilla desde la edad media porque las formas jurídicas (establecidas en el siglo XIV), relajaron su aplicación, liberando ya muchos brazos (que acabaron emigrando a América y en tantas otras guerras). En la zona aragonesa-catalana la servidumbre más ferrea se mantuvo hasta bien entrado el siglo XVI. Lo que existe desde el siglo XV-XVI en ambos reinos es el señorío y el mayorazgo (propiedad feudal) junto a una cierta propiedad capitalista de la tierra (ya desde el siglo XVI, pequeña, pero en desarrollo sobre todo en el siglo XVIII y en el Siglo XIX a partir de las grandes propiedades fomentadas por la corona para el cultivo de tabaco, etc). El desarrollo económico «interno» se produce muy lentamente en el siglo XVIII y solo se acelera tras la pérdida de las colonias (en primer lugar desde 1821 con Argentina etc... y finalmente en 1898 con Cuba). España, como metrópoli, «podía» no desarrollar sus fuerzas productivas porque chupaba de lo que las colonias le daban, sus colonias y sus esclavos...  A pesar de estas formas relajadas de servidumbre, habrá que esperar a la Guerra de la Independecia para ver romperse poco a poco todas las trabas y resabios feudales. El fenómeno más característico del periodo es la aparición del proletariado rural en el sur (o de una clase de jornaleros asimilable a tal). Esto no quiere decir que previamente al siglo XIX no existiese un proto-proletariado en otras regiones del país, porque ya existía la propiedad privada de la tierra en los términos característicos del capitalismo. Pero del siglo XVI al siglo XVIII hablamos de fenómenos marginales, en el sentido de colocados en los márgenes, dentro de un mundo de relaciones precapitalistas. Para el tema que nos interesa, la liberación de grandes masas de proletarios en el sur del país es el fenómeno decisivo: de ahí va a partir la gran fuerza organizativa del proletariado (de nuevo: no es que no existiese previamente, pero el fenómeno asociativo e insurreccional del último cuarto del siglo XIX es consecuencia de este desarrollo).

Otra cosa que hay que comentar aquí es, claramente, que la burguesía revolucionaria española se arredró ya desde 1830/1856 y se convirtió en una burguesía «timorata» como pocas -salvando quizás a la burguesía catalana hasta cierto punto-, la fusión típica de las clases «feudales» con la gran burguesía en España es un producto típico de una burguesía cobarde que muy pronto tuvo miedo y aunque habrá sectores más avanzados (como los federalistas etc de la revolución posterior) los grandes propietarios e industriales se mantuvieron siempre (ya desde Isabel II) en esa típica medianía. 

 

-1868 en adelante. El fracaso de la última intentona de determinados sectores burgueses por hacerse con el control del Estado (Revolución de 1868) tiene en la gran propiedad feudal y en la clase de los propietarios agrícolas acomodados una de sus principales razones. No en vano, tras la Restauración borbónica de 1874, se estableció el conocido como Régimen de la Restauración (consitución de 1876), en el cual la oligarquía terrateniente impuso su dominio sobre las burguesías industriales periféricas, la pequeña burguesía urbana y, por supuesto, el naciente proletariado urbano y rural, cediendo solo en leces concesiones (como la libertad de culto). Hay un predominio político evidente de la oligarquía terrateniente (en la medida en que el Estado le pertenece) y no tanto un predominio económico, con el cual no se podría explicar la crisis de la Restauración, a Maura o a Cambó. Pero sobretodo hay un dominio económico sobre la pequeña burguesía y el proletariado, claro. Dentro de la burguesía española se producen en este momento los primeros alineamientos, «librecambistas» (Cataluña y Castilla) frente a «proteccionistas» (Andalucía y País Vasco). Estos alineamientos se romperán solo al borde de la Primera Guerra Mundial. Dentro de este alineamiento, los «agrarios» se encuentra repartidos en ambos bloques: harineros castellanos (base del capital financiero madrileño), olivareros andaluces (de los que hay que estudiar más su desarrollo).

En este punto, la propiedad feudal ya no es la predominante en el país. Esto no quiere decir que no subsistan regímenes particulares de dependencia hacia la nobleza o el clero, o que se haya producido un reparto de tierras libres entre los campesinos… sino que la tierra, en general, tiene ahora un carácter típicamente capitalista en lo que se refiere a su propiedad (es enajenable, sujeta a tributos, etc.) y las relaciones sociales en torno a ella también (las rentas son de tipo comercial por lo general, está muy extendido el trabajo asalariado, etc.). Esto tampoco implica que la clase burguesa rural sea la predominante: la antigua nobleza aliada a los grandes propietarios enriquecidos durante la primera mitad del siglo y a la Iglesia conforman una oligarquía que extiende sus dominios al incipiente mundo financiero y que va a dominar durante casi cincuenta años un régimen político con el que pretendió mantener el poder frente a las más dinámicas burguesías industriales, concentradas sobre todo en Cataluña y País Vasco. La idea de un desarrollo centralizado tipo francés es extraña al país incluso en este momento (después de aquella revolución «cantonal»), la discusión del desarrollo del campo y las regiones centra el debate político entre librecambistas y proteccionistas, mientras en el campo español en la mayoría de los sitios ambos «partidos», apoyándose en el característico localismo desarrollan el sistema del «caciquismo» a gran escala.

El correlato de esta situación, es el crecimiento de una clase social de jornaleros sin tierra prácticamente asimilables a los proletarios, explotados en cortijos, con jornales de hambre, etc. Será entre esta clase donde crezca el asociacionismo proletario de primera hora tanto en la zona sur del país como entre los emigrantes que poblaron Cataluña, Valencia o País Vasco. Y serán ellos quienes protagonicen las más duras luchas de clase incluso en el periodo republicano de 1931-1936 cuando el progresivo desarrollo del modo de producción capitalista en el campo haga alcanzar un nivel de tensión irresoluble por otra vía.

 

1. LA CRISIS ECONÓMICA Y SOCIAL DEL CAMPO ESPAÑOL EN 1931-1936

 

La cuestión de los posicionamientos de las corrientes y partidos obreros sobre el problema del campo español está delimitada por las fortísimas convulsiones que sufrió este durante el periodo previo a la Guerra Civil. Más allá del mito, del que hemos intentado mostrar su falsedad en los trabajos previos, del enfrentamiento entre fuerzas «progresistas» y «reaccionarias» durante los años de la IIª República, el problema agrario español está en el inicio y en el final del tortuoso camino que supusieron los años ´30 del siglo pasado. No en vano, algunas corrientes de la historiografía contemporánea colocan los enfrentamientos sociales en el campo como el detonante de la Guerra Civil, llegando a afirmar que el propio curso del enfrentamiento militar sigue las líneas de la conflictividad agraria de la época.

En 1931, año de la proclamación de la IIª República, la economía española era fundamentalmente una economía agrícola: el 45% de la población activa estaba ocupada en el campo que, a su vez, era la fuente del 40% del Producto Interior Bruto español. Pero no se trataba de una agricultura atrasada, en los términos en los que la propaganda del Partido Socialista o el Comunista pretendía, para mostrar el carácter «feudal» del país. De hecho el sector agrario presentaba, al menos en algunas regiones del país, un dinamismo mayor que el de la propia industria.

Desde 1900 los productos agrícolas considerados de alto rendimiento, como el viñedo, el olivar, los hortofrutícolas o los almendros fueron ganándole espacio a la producción de cereales y leguminosas, ganándose, donde se efectuaba este cambio, en producción por hectárea y productividad por trabajador empleado en el sector. Además, estos cultivos tenían una función cada vez más marcadamente exportadora, llegándose al punto de que el sector primario se convirtió en el principal agente del superávit de la balanza comercial española y, por lo tanto, la vía para la obtención de divisas que podían fortalecer la inversión industrial y financiera del país.

Con todo esto, la estructura productiva en el campo distaba mucho de dar de sí todo lo que podía: la distribución de la propiedad, la escasa inversión en medios técnicos y abonos y el sistema proteccionista, que elevaba artificialmente los precios interiores y exteriores, especialmente del cereal, eran signos de un desarrollo todavía en ciernes. Pero de estos tres elementos, ninguno puede decirse que caracterice al campo español como un mundo pre capitalista en el sentido que se le ha intentado dar: el predominio de las pequeñas explotaciones en la mitad norte del país junto con la amplia extensión de sistemas de arrendamiento y aparcería, que fragmentaban las grandes superficies agrícolas, no es una característica de la agricultura feudal sino, más bien, de la emergencia de un campesinado propietario o semi propietario de pequeñas explotaciones agrarias que va «robando» cada vez más espacio a la vieja oligarquía terrateniente y, por lo tanto, fortaleciéndose social, económica y políticamente. Por otro lado, la escasa mecanización del campo y el uso todavía muy extendido de los sistemas de barbecho en todas sus variantes, dicen sólo de la baja productividad real frente a la potencial de la empresa agrícola, pero no ponen en entredicho que esta sea propiamente una empresa en el sentido capitalista del término. Es más, es precisamente en la zona de las grandes explotaciones agrícolas donde las relaciones laborales típicamente capitalistas están más extendidas y donde las formas intermedias de generación y distribución de la renta agraria aparecen con menor frecuencia. Finalmente, las medidas proteccionistas, tomadas por todos los gobiernos desde la depresión agrícola mundial de 1880 responden a las exigencias del partido agrario, especialmente del radicado en el sur y el centro de España y centrado en la producción de cereales, pero también a las exigencias de los productores industriales catalanes, y es la base de un pacto de convivencia entre ambos que caracterizó el desarrollo político del país, en términos puramente burgueses, desde comienzos del siglo XX.

No se trata, por lo tanto, de un problema estrictamente económico. El atraso en la productividad, las bajas rentas, etc. no fueron la causa de la tensión social que arrasó las relaciones entre señores y jornaleros o entre arrendatarios y terratenientes porque estas ya eran características del campo español incluso antes de comienzos del siglo XX y, de hecho, durante el primer cuarto de este, su agudeza se fue atenuando. Se trata, por lo tanto, de rechazar la falsa idea, extendida desde las tribunas de PSOE, PCE, CNT e incluso el POUM, de que el problema se planteaba en los términos de una revolución burguesa, podemos decir como la de 1789, en el campo español. De hecho, las bases del desarrollo que debían haber dado lugar a una revolución de este tipo, ya estaban fermentando desde mucho antes de 1931. Son las relacione sociales capitalistas las que priman mayoritariamente en el país en general y, en particular, en el mundo rural, y es la confrontación esencial que se deriva de ellas, la que enfrenta a burguesía y a proletariado, la que está en el centro del problema social del campo durante el periodo estudiado.

¿Significa esto que en el campo español, en 1931, no queda espacio para reformas de corte democrático-burgués y que el único dilema que se presenta es el del triunfo o la derrota de una revolución netamente proletaria y comunista? Obviamente no. El desarrollo de las relaciones de producción capitalistas avanza de manera mucho más lenta en el campo y la agricultura que en la ciudad y la industria por motivos evidentes, entre los cuales el mayor rendimiento en términos de beneficio que se obtiene en el ámbito industrial, la mayor capacidad para desarrollar el trabajo asociado en este, etc. Es por ello que, aunque en los términos fundamentales la base para una revolución de tipo burguesa-democrática pueda haber desaparecido, como es el caso que estudiamos, buena parte de los efectos colaterales que esta debía producir pueden seguir pendientes y ser necesarios e incluso deseables para buena parte de la población agraria. De hecho, el «programa máximo» de la revolución burguesa en el campo, es decir la nacionalización de la tierra y la eliminación de la figura del gran propietario rentista, que únicamente generaliza de manera definitiva el modo de producción capitalista en el campo, sin tocar siquiera las bases de este, ha quedado muy lejos de los términos en los que la revolución burguesa se ha desarrollado, probablemente a excepción de en Rusia… donde fue la clase proletaria y su partido quienes lo llevaron a cabo. Por lo tanto, las medidas intermedias como el reparto de tierras, la liquidación de las rentas abusivas y, por supuesto, el fin de cualquier resabio más característicamente feudal, como eran las obligaciones con los señores o la Iglesia, desde luego que tenían un sentido en 1931, pero únicamente como un paso intermedio en los mismos términos en los que lo podían tener las exigencias democráticas en ámbitos como la libertad de expresión, de culto, etc.

Las luchas entre las diferentes clases sociales del campo, incluso desde antes del periodo republicano, lo muestran. En un primer momento, en el periodo que Marx define como el despertar de «la cuestión social en los términos modernos» (ya en 1856, pero sobre todo desde 1868), el asociacionismo proletario bajo la bandera de la Iª Internacional se extendió tanto en las ciudades industriales y comerciales como en el campo, dando este algunas de las secciones más importantes de la Internacional que pudieron mantenerse vivas, incluso pasada la derrota del movimiento cantonalista (5). Durante este periodo, especialmente en Andalucía, que es la región para la cual está mejor documentada esta «cuestión social», a cada «año malo», entendiendo por esto un año de malas cosechas y por lo tanto de hambre, le sucedían revueltas de jornaleros y pequeños propietarios. Este movimiento «mixto», en el sentido de que participan en él clases sociales diferentes, caracterizadas todas por el padecimiento de una pobreza extrema durante los periodos de escasez, tuvo inicialmente una impronta republicana y se caracterizó por la participación de líderes obreros de orientación libertaria que arrastraban a grandes masas de campesinos a acciones como la toma de Jerez en 1892 por los campesinos de la región, basadas en un rápido y audaz  golpe de fuerza y una igualmente rápida derrota a manos del ejército. En estos movimientos los proletarios del campo siempre jugaban un papel determinante, si bien política y organizativamente se colocaban a la zaga de las fuerzas típicamente pequeño burguesas de las principales ciudades agrícolas: imponían la ocupación de tierras y cedían el terreno de la reivindicación política a los representantes de los partidos republicanos y federalistas.

Lentamente la evolución económica en el campo, en el que van acabando los «malos años» al menos en los términos tan duros del siglo XIX, va configurando un movimiento de jornaleros y semi-jornaleros organizado para la lucha inmediata y no sólo para la insurrección de un día. Los principales ciclos de lucha, que coinciden con los del proletariado industrial de la ciudad, fueron el de 1903-1905, causado por la gran conmoción nacional que supuso la pérdida de Cuba, la última colonia americana del país, el de 1909-1911, a consecuencia de las levas forzosas de soldados para la Guerra del Rif y el de 1918-1920, conocido como el «trienio bolchevique».

Durante el primero, de 1903 a 1905, la fuerza organizada en un sentido netamente proletario todavía era muy débil: la serie de huelgas que se dan en toda la región andaluza tiene más el carácter de una sublevación de tipo antiguo, en el que las exigencias salariales y relativas a las condiciones laborales tienen un peso secundario frente a la acción espontánea, popular y semi insurreccional. Pero ya durante el segundo periodo y sobre todo durante el tercero, la lucha de clase en el campo tomó un carácter proletario mucho más marcado. Los centros obreros, organizados sobre todo por las corrientes libertarias primero y por la CNT después, aglutinaron en algunos pueblos a prácticamente la totalidad de los campesinos, entendiendo por estos a jornaleros y semi jornaleros, que completaban con un salario la renta que les daba su tierra en propiedad. Desde ellos se lanzaron las grandes huelgas de 1918 donde las exigencias salariales, es decir, las necesidades de la parte puramente proletaria del campesinado, tienen un peso decisivo. Y también en ellos se realiza la primera gran delimitación de terrenos entre los jornaleros puros y los pequeños propietarios: los primeros tienen intereses de tipo salarial, reducción de las jornadas laborales, empleo para los parados, acabar con el sistema de destajos, etc. y utilizan la huelga como arma de combate específicamente económica y no como manera de hacerse con el control del municipio. Los segundos no sólo tienen interés en mantener salarios bajos por la parte que les toca como compradores de mano de obra, sino que rechazan que las huelgas se transformen en acciones de tipo laboral, que les perjudican directamente al no permitirles explotar sus propiedades. Desde este momento, que coincide con la crisis política de 1917-1919, el auge del sindicalismo en Barcelona, Zaragoza y otras ciudades, en el campo español, especialmente en la zona sur, aparece un movimiento de tipo proletario, organizado en sindicatos de clase (CNT en primer lugar, posteriormente UGT) y con exigencias específicamente clasistas. En un magma social que había permanecido aparentemente indiferenciado, si bien continuamente espoleado hacia la lucha por las condiciones de extrema miseria en que vivían jornaleros y pequeños propietarios, se delimitó el terreno que correspondía a cada clase social. El mito del jornalero «hambriento de tierra», que responde precisamente a una reivindicación de ese magma interclasista como verdadera expresión de la lucha de clase en el campo, topa con la realidad de una clase proletaria fuertemente organizada, en Andalucía desde luego, pero también en amplias zonas de Castilla, en el interior de Valencia y, en fin, en todos los lugares donde se había dado una evolución similar, basada en la conformación de un proletariado sin tierras y una burguesía y pequeña burguesía poseedoras.

Con este cuadro de la evolución económica del campo español y de las relaciones entre las diferentes clases sociales que la padecieron, pretendemos mostrar, de manera sumamente esquemática, que el desarrollo de las contradicciones sociales características del modo de producción capitalista estaba presente, aún de manera embrionaria y localizada únicamente en determinadas regiones, a la hora de la pretendida «revolución burguesa» de 1931. La crisis de 1929, que tuvo un impacto especialmente duro en el campo español, cerrándole buena parte de los circuitos comerciales extranjeros y provocando un descenso muy acusado de los precios en el mercado interior, etc., agravó las condiciones de existencia de todas las clases sociales subalternas en el campo: del proletario al pequeño propietario, del aparcero al yuntero… y de todas las clases sociales de las ciudades agrícolas que vivían en contacto estrecho con el campo y que requerían de él y de su producto para existir.

Como es sabido, la llegada del régimen republicano en 1931, supuso la imposición de un régimen democrático con la esperanza de que este pudiese frenar la escalada de luchas proletarias que comenzaba a crecer y que amenazaba con acabar no sólo con la monarquía sino con la mucho más profunda estabilidad de la sociedad burguesa. Y la República trajo, en primer lugar y como proyecto principal ya desde el momento en que se conforman las Cortes Constituyentes, una Reforma Agraria que pretendía calmar la agitación en el campo.

En el contexto de una fuerte crisis agrícola, que implicó principalmente una caída de la renta de la tierra, tras la cual el fin de la explotación de miles de hectáreas, la expulsión de los arrendatarios de tierras en las que habían estado durante décadas, etc., la Reforma Agraria buscaba atenuar las consecuencias de esta crisis mediante dos tipos de leyes:

-las primeras, aquellas referidas a la propiedad de la tierra. Se basaron, por un lado, en los proyectos de expropiación de los grandes latifundios en los que buena parte de la tierra permanecía sin cultivar, con el fin de entregárselo a los jornaleros y a los pequeños propietarios. Y, por el otro, en la puesta en «laboreo forzoso» de los terrenos no explotados. A esto se sumó la liquidación definitiva de las cargas señoriales sobre determinadas tierras, revisión de los contratos de arrendamiento, etc.

-las segundas, las medidas de carácter laboral. La principal de estas medidas fue la fijación de un salario mínimo por jornada. Tras esta, la «ley de términos municipales» que impedía a los propietarios agrícolas de un municipio contratar a jornaleros de otro diferente si en el suyo había trabajadores desempleados.  Finalmente, todo un sistema de «jurados mixtos» (6) y otros mecanismos de mediación encaminados a resolver las «diferencias» entre patronos y trabajadores.

Como se puede ver, estas medidas van en dos direcciones. Por un lado, se trató de crear una capa de campesinos propietarios y de arrendatarios bien establecidos, que permitiese conformar un colchón entre los grandes propietarios y los proletarios puros del campo. Obviamente, esto se hizo sin la intención de dañar en absoluto los intereses de los grandes propietarios de tierras, estableciendo un sistema de compensaciones, etc., previo al asentamiento de los nuevos propietarios que, por su lentitud deliberada, implicaba que el reparto llegaría a tardar más de cien años en completarse.  En cualquier caso, esta medida basada en los repartos y en la liquidación de los últimos resabios de propiedad feudal, así como en la regularización de todas las tipologías intermedias de contratos de arrendamiento, contaron siempre con el visto bueno incluso de los grandes propietarios. Hubiera constituido, en caso de haberse llevado a cabo, una buena forma de neutralizar el impulso de lucha proletario, no tanto porque se hubiese transformado a los proletarios en propietarios sino porque se hubiese logrado el apoyo a la República de los campesinos de aquellas regiones del país donde este reparto tenía sentido, dada la estructura de las explotaciones agrarias, y con él se hubiera neutralizado la fuerza que el proletariado jornalero tenía como revulsivo para la lucha de clase en el campo por todo el país. Es necesario recordar que, si bien con la llegada de la derecha al gobierno en 1933 (7) la Reforma Agraria impulsada durante el bienio precedente por el PSOE y los partidos republicanos se frenó, los repartos de tierras continuaron, incluso se hicieron a un ritmo mucho mayor que el de los dos años previos, demostración de que en defensa de sus intereses de clase, la burguesía es capaz de mirar mucho más allá del conflicto inmediato.

Por otro lado, esta misma lucha forzó a la burguesía a realizar muchas concesiones en el terreno estrictamente laboral: salarios, condiciones de trabajo y fin de la represión contra el movimiento proletario organizado, fundamentalmente. En este caso, el objetivo fue, sencillamente, evitar la quiebra del régimen recién advenido. La desesperación y el hambre que cundió entre los jornaleros y los agricultores pobres dieron lugar a una serie de movimientos más o menos espontáneos que, de 1931 a 1934, pusieron al campo en pie de guerra. La reacción de la burguesía fue sacrificar los intereses más inmediatos de las clases propietarias del campo para intentar frenar la escalada hacia la guerra entre clases. Con ello se lograron dos cosas: 1) la legislación no llegó a las grandes propiedades, donde se concentraban la mayor parte de los proletarios. A lo largo de los tres primeros años del régimen republicano se suceden las huelgas exigiendo el respeto por parte de los propietarios de las nuevas leyes. El gobierno republicano-socialista, interesado en mantener a los proletarios del campo a raya, permite a los propietarios ejercer presión para anular de una manera u otra la aplicación práctica de la legislación. 2) Se reprimen con el salvajismo habitual los movimientos huelguísticos que se suceden. El segundo logro de estas medidas de tipo laboral es arrojar a los brazos de la reacción agraria a los pequeños propietarios: mientras que el latifundista ignoraba la ley republicana, el pequeño propietario que contrataba esporádicamente a asalariados para completar las faenas de su explotación, vio como los salarios se encarecen, las organizaciones obreras crecían… y su, ya de por sí, escasa renta se esfumaba. Con ello se fue configurando un movimiento anti proletario entre los estratos más bajos de los propietarios agrícolas que se alineó con los postulados de la gran burguesía, nutriendo las organizaciones católicas y falangistas en las ciudades agrícolas.

 

2. PRINCIPALES ACONTECIMIENTOS DEL PERIODO MÁS CONVULSO (1931-1936)

 

Los años que van de 1931 a 1936 fueron los más convulsos en el campo español. Las épocas de mayor agitación previas a este periodo, las que hemos descrito más arriba de manera muy sumaria, fueron realmente una preparación para el gran enfrentamiento entre clases que tuvo lugar en el periodo estudiado. La conformación de las dos grandes corrientes sindicales, anarquista y socialista, la extensión de la huelga como arma de combate exclusivamente proletaria y la delimitación de un frente de batalla en el cual el contingente proletario aparece con una bandera y unas reivindicaciones propias entre el resto de las clases en liza (muchas de las cuales intervienen junto a este proletariado en sus luchas reivindicativas, pero ocupando un espacio cada vez más limitado a sus propias exigencias)... son fenómenos que eclosionaron a partir de 1.931 y llegaron a su cénit en los años 1.936-1.937 dando lugar al hecho más característico del periodo republicano y la Guerra Civil: la incapacidad por parte de los grandes propietarios rurales y del propio gobierno republicano para contener la fortísima marea de agitación agraria que sacudió el país.

Basta con hacer un breve repaso a los acontecimientos que toda historia del periodo cita como decisivos para comprobar que esta agitación agraria estuvo en el centro de la inestabilidad del régimen republicano y del inicio y desarrollo de la propia Guerra Civil.

Castilblanco, 1931: después de dos jornadas de huelga generalizada en el campo extremeño, los trabajadores de Castilblanco, un pueblo de Badajoz, se enfrentan con la Guardia Civil y linchan a los agentes que intentaron reprimir una manifestación. Este hecho, que tuvo lugar el 31 de diciembre, dio comienzo a una semana de fortísimos enfrentamientos entre jornaleros y proletarios de la ciudad por un lado y Guardia Civil por otro: Épila, en Zaragoza, dos muertos entre los jornaleros; Jeresa, Valencia, durante una huelga de campesinos la Guardia Civil asesina a cuatro manifestantes; Arnedo, La Rioja, la Guardia Civil asesinó a 11 obreros durante una huelga de una empresa de calzado.

Insurrección del Bajo Llobregat: el 18 de enero de 1932, los mineros de esta zona de Cataluña se levantan en armas haciéndose temporalmente con el control de algunos de los pueblos más relevantes de la región proclamando el «comunismo libertarios» El Estado se hace rápidamente con el control de estas zonas, pero la insurrección tiene eco en pueblos de Valencia y Aragón, donde los jornaleros atacaron a la Guardia Civil haciéndose con el control de las localidades hasta el 27 de enero.

Insurrección de enero de 1933: una acción programada por elementos de la CNT y de la FAI da lugar a enfrentamientos con las fuerzas de orden en Madrid, Cataluña y Asturias. En el campo, siempre pronto a estallar, los jornaleros se hacen con el control de Casas Viejas (Cádiz) y Castilblano (Córdoba) En la primera de estas localidades, la acción del ejército conlleva el fusilamiento de una familia entera de jornaleros que se atrincheró en su casa (son los famosos Sucesos de Casas Viejas) mientras que en la segunda el ejército no lo tuvo tan sencillo y se vio obligado a combatir calle por calle en el pueblo, matando a numerosos obreros y fusilando a los líderes del movimiento.

Insurrección de diciembre de 1933: como fin del «ciclo insurreccional», un nuevo levantamiento iniciado por la CNT-FAI prende en el campo, especialmente en Aragón, con un esquema similar: derrota de la Guardia Civil en los pueblos implicados, asalto y quema del registro de la propiedad, retención como rehenes de las figuras notables del pueblo, entrada del ejéricto y represión. El saldo fue de 75 muertos por parte de los jornaleros y campesinos.

Huelga de jornaleros de junio de 1934: fue la culminación de este periodo de agitación y su punto de máxima tensión. Durante diez o quince días, dependiendo de la localidad, la huelga se extendió con enfrentamientos con la Guardia Civil, ocupación de tierras, etc. Después de su derrota, el movimiento jornalero quedó desarticulado durante al menos dos años. El hecho de que a esta huelga se sucediese, con tan sólo cuatro meses de diferencia, la insurrección de Asturias de octubre de 1934, permite entender la inmensa fuerza proletaria que se puso en juego en el conjunto del país durante estos meses. En ambos casos, la dirección del movimiento a cargo del PSOE y la UGT, implicaron la derrota de este.

Ocupaciones de tierra en la primavera de 1936. Sin ser un movimiento estrictamente proletario, porque en él tuvieron un peso decisivo los pqueños propietarios que combianaban el trabajo asalariado con la explotación de sus parcelas de tierra, el fenómeno de las ocupaciones de tierra tras la victoria del Frente Popular en 1936 supuso una puesta en marcha, a la fuerza y por la vía de los hechos, de la Reforma Agraria que este llevaba en su programa y que realmente no tenía ningún interés en aplicar. Episodios de este momento, como la ahora llamada «revuelta campesina de Extremadura», en la que los «yunteros» (poseedores de yuntas que alquilaban bueyes para arar tierras) alcanzaron dimensiones insurreccionales y precipitaron los acontecimientos que llevaron al golpe de Estado de julio del ´36. Este movimiento de ocupaciones tuvo su continuidad directa, tras el golpe de julio, en una ocupación ya masiva e imparable que movillizó al conjunto de clases no propietarias del campo durante la segunda mitad de 1936 y la primera de 1937.

 

3. POSICIONAMIENTO DE LAS ORGANIZACIONES OBRERAS

 

Respecto a estos acontecimientos, las grandes organizaciones políticas y sindicales que tenían fuerza e influencia entre los proletarios y, especialmente, entre los proletarios del campo, tomaron posiciones diferentes.

Por un lado, la CNT y la FAI, sindicato de predominio anarquista la primera y organización anarquista específicamente creada para controlar la CNT la segunda. A su dirección pertenecen las tres oleadas insurreccionales de 1932 y 1933 que hemos mencionado. De acuerdo a las posiciones defendidas por sus líderes (especialmente García Oliver y Buenaventura Durruti) la estrategia sindical en el campo debía centrarse en abandonar las reivindicaciones básicas por cuestiones de salario, tiempos de trabajo, etc. y pasar a organizar movimientos insurreccionales que implicasen la toma inmediata del control de las localidades donde el sindicato tuviese la fuerza suficiente y la proclamación del llamado «comunismo libertario» De acuerdo a estos mismos líderes, estos movimientos no tenían como objetivo el éxito, entendido este como desarrollo de un plan insurreccional, guerra contra las fuerzas del enemigo y triunfo sobre ellas, sino «conmocionar» al proletariado español y dar lugar a una reacción en cadena que generase una revolución generalizada. Puede resultar difícil de entender que se lanzase a movimientos insurreccionales a decenas de miles de jornaleros y campesinos con la única expectativa de ser reprimidos por el ejército y la Guardia Civil, pero este el hecho de que fuese así da una idea clara tanto del nivel de tensión existente en el campo durante aquellos años, que permite que sucesivamente diferentes pueblos de distintas provincias, vean un movimiento de este tipo en sus calles como de la incapacidad política y organizativa de la corriente anarquista, que no pudo tan siquiera elaborar una táctica que fuese más allá de los límites locales. Desde 1933 la CNT y la FAI quedaron prácticamente desarticuladas en el campo como consecuencia de la represión y del abandono por parte de buena parte de los jornaleros que habían secundado sus movimientos y que quedaron completamente desmoralizados. De hecho, esta táctica, llamada «gimnasia revolucionaria» fue el detonante de la escisión que paralizó a la CNT desde 1933 y que implicó la salida del sindicato de las organizaciones locales contrarias a la práctica insurreccional tal y como se venía planteando. Estas corrientes, llamadas «treintistas» por las treinta firmas que seguían a su documento fundamental, rompieron no sólo con la propia CNT sino con cualquier tentativa de organizar a los jornaleros de las regiones más pobres de España (Andalucía y Extremadura) conformando un nuevo sindicato de corte reformista y de implantación únicamente urbana.

Por otro lado, el Partido Socialista, la UGT y su sindicato de trabajadores rurales (FNTT, Federación Española de Trabajadores de la Tierra) Respecto a la UGT, nunca tuvo un papel demasiado relevante en el campo. Excepción hecha de algunas ciudades como Valladolid, donde el crecimiento de la organización sindical se dio por confluencia entre los proletarios dedicados a la construcción de las vías férreas con los trabajadores rurales de la zona, en las áreas de mayor sindicalización del campo, el papel predominante siempre estuvo en manos de la CNT. De hecho, la propia organización agraria del sindicato, la FNTT, se creó en 1931 y sólo contaba con 45.000 jornaleros afiliados. Su protagonismo creció gracias a la debacle sufrida por CNT tras sus intentonas insurreccionales, algo que permitió que este sindicato tomase en sus manos la agitación por reivindicaciones inmediatas centradas en el cumplimiento de la legislación laboral aprobada por el gobierno republicano-socialista de 1931. La huelga de 1934 fue prácticamente obra suya y, por lo tanto, también lo fue la responsabilidad en su deficiente organización, la falta de un objetivo definido y la posición timorata de esta Federación a la hora de enfrentarse a la reacción de los grandes propietarios de tierras. Por parte del PSOE, implicado desde el primer momento en el gobierno republicano de 1931-1933, su política estuvo centrada en la defensa de la Reforma Agraria en los términos que hemos explicado más arriba, llegando incluso a boicotear la huelga de 1934 al impedir a la UGT de Sevilla lanzar una huelga en solidaridad con los proletarios del campo.

En lo que respecta al POUM, no existía antes de 1935. En su lugar, el Bloque Obrero y Campesino, antecedente inmediato del partido de Andrés Nin, tenía una implantación considerable entre los pequeños propietarios de tierras y los arrendatarios de Cataluña, especialmente en el sector de la vid. Así, su papel fue importante en la defensa de las exigencias de estos pequeños arrendatarios, que exigían la prolongación de sus contratos y la ruptura de los términos en que estos estaban firmados hasta el momento. Estas exigencias, que fueron recogidas por el gobierno de la Generalidad de Cataluña, provocaron la reacción del gobierno central en 1934 (controlado en la fecha por el Partido Radical) que, apoyándose en la propia burguesía catalana, propietaria de la mayor parte de los campos de cultivo de la vid, restableció las condiciones perjudiciales para los arrendatarios. En general, el Bloque Obrero y Campesino estaba prácticamente identificado con las organizaciones de arrendatarios (llamadas rabassaires por la rabassa, nombre en catalán de la vid), llegando en algunos municipios a constituir una misma organización. Su política, por lo tanto, se centró en la defensa de estas organizaciones de arrendatarios y colonos, ignorando por completo aquello que sucedía fuera de este estrecho radio de acción.

Finalmente, el PCE no tenía prácticamente ninguna fuerza ni en el terreno agrario ni en ningún otro: no fue hasta 1936, con la unificación de las Juventudes Socialistas (dirigidas por Santiago Carrillo) con las Juventudes Comunistas, que el PCE comenzó a tener algo de implantación en el país.

 

4. EL CAMPO EN LA GUERRA CIVIL

 

El conjunto de estos movimientos en el campo y las posiciones que las diferentes corrientes con influencia entre el proletariado mantuvieron respecto a ellos, no pasarían de haber sido algo importante pero sin una trascendencia mayor si no fuese porque, tras el golpe de Estado que dio comienzo a la Guerra Civil, la situación de relativo vacío de poder que se creó en los primeros meses dio lugar a una gran ofensiva por parte de los jornaleros y los campesinos más empobrecidos que prácticamente hicieron desaparecer (incluso físicamente) a los patronos, burgueses y grandes propietarios. En la historiografía anarquista, que ha creado un mito en torno a este movimiento indentificándolo con uno de sus aspectos más importantes, las colectivizaciones agrarias, lo que se produjo durante los primeros meses de la guerra fue la implantación en buena parte del campo español de su anhelado «comunismo libertario». Y en gran medida es así como este movimiento ha pasado a ser conocido señalándose como una variante específicamente española de las «vías nacionales al socialismo». Lo cierto es que el movimiento de jornaleros, pequeños propietarios, arrendatarios, etc. para ser calibrado correctamente debe entenderse como un formidable empuje de la lucha de clase en el campo, posiblemente el mayor que existió desde 1917, pero sin pretender que haya ningún tipo de novedad en lo que se refiere a los términos en los que esta se desarrolla normalmente.

Como es sabido, el 19 de julio de 1936 los proletarios de Barcelona, organizados mayoritariamente en la CNT, pararon la sublevación de las tropas acuarteladas en la ciudad venciéndolas en las calles. Después de este hecho, el país pareció paralizarse: los militares sublevados sólo habían logrado controlar algunas zonas y no muy importantes: las colonias africanas, Navarra, parte de Galicia, Castilla la Vieja, etc. mientras que el empuje de los proletarios catalanes catalizó rápidamente las fuerzas obreras en las principales ciudades del país (Madrid, Valencia, etc.) que lograron vencer también al ejército. A esto le siguió un amplio movimiento en el campo con el cual los jornaleros y los campesinos más pobres se hicieron con el control de la mayor parte de los pueblos que quedaron en la zona republicana. Una vez tuvo lugar esto, se formaron comités de gobierno local en los que estaban representadas las principales fuerzas leales a la República, predominando siempre CNT y UGT como representantes de los proletarios que habían frenado la sublevación militar.

A partir de aquí, tuvieron lugar dos fenómenos: 1) Las famosas colectivizaciones: el comité se apodera de la práctica totalidad de la tierra, expropiando a los grandes propietarios y a aquellos propietarios pequeños y medianos que se pusieron de parte de los militares. La tierra, por lo tanto, pasa a ser de propiedad municipal y se trabaja de manera colectiva, organizándose de igual modo el reparto de los productos tanto de esta tierra como del resto de actividades productivas del pueblo. Dependiendo de la localidad, subsiste o no a pequeña propiedad considerada «republicana», es decir, cuyos dueños no se habían pasado al lado sublevado. 2) Allí donde no aparecen las colectividades, se forman cooperativas de producción y consumo en las que la tierra no pertenece al municipio pero que, a efectos prácticos, funcionan de manera parecida a la colectividad propiamente dicha.

Según los datos que proporcionan los historiadores de la materia, 1/3 parte de la tierra del país fue colectivizada de una u otra manera, cantidad esta que representaba 2/3 partes de la tierra cultivable. Por otro lado, allí donde las columnas militares anarquistas avanzan, especialmente en la zona de Aragón, se impone un régimen en aquellos pueblos que caen bajo su dominio.

¿Qué implicó este movimiento «colectivizador»? Allí donde predominaba la gran propiedad, esta pasó a titularidad del municipio, coexistiendo o no con pequeñas propiedades residuales que en muchos casos acabaron por cederse a la colectividad bien fuese por presión por parte de los trabajadores de esta, bien por efecto económico de la competencia que sus productos le hecían. Como buena parte de estas tierras no estaban cultivadas o lo estaban con técnicas rudimentarias, la colectivización supuso en muchos casos la modernización de la producción. Donde predominaba la pequeña propiedad, las tierras tendieron a agruparse, rompiendo la estructura de las pequeñas explotaciones que, por su naturaleza dispersa y fragmentaria, no podían mecanizarse. De nuevo, esto supuso una modernización de las técnicas productivas. Por lo demás, las colectividades funcionaban como propietarias del producto agrario, cuyo excendente o bien intercambiaban con otras colectividades o bien vendían en el mercado nacional. Se entiende que en ambos casos se trata de intercambios de tipo mercantil, con referencia a una unidad de cuenta monetaria, etc. De hecho uno de los fenómenos más particulares de este proceso fue la proliferación de monedas locales que, los comités anarquistas, una vez abolido el dinero «oficial» ponían en circulación para que ocupasen el lugar de este. Por lo tanto, economía local, cerrada sobre las fronteras municipales, con circulación monetaria, contabilidad de tipo empresarial, etc. Económicamente es fácil darse cuenta de que las colectividades estaban muy lejos de suponer ningún tipo de comunismo.

Realmente la colectivización de las tierras, bajo cualquiera de las formas en que apareció, constituyó un paso inmenso y acelerado en el camino que la revolución burguesa había dejado inconcluso: supusieron una reforma agraria ampliada y más profunda que la propuesta por los gobiernos republicanos, pero que iba en el mismo sentido. En lugar de propiedad individual de la tierra, se pasó a la propiedad municipal que obviamente sigue siendo propiedad privada incluso en términos locales. En lugar de apropiación privada de la riqueza fruto del trabajo asociado (caso de los jornaleros) apropiación municipal de la misma subsistiendo mediante el comercio con otras colectividades o con compradores privados la redistribución de la plusvalía entre agentes privados. El campo español, donde pervivían unas relaciones sociales capitalistas pero muy atrasadas, se puso al día en pocas semanas, profundizando en los términos típicamente capitalistas de la propiedad pero mediante la acción sindical. En cierto sentido, se llevó la propia revolución burguesa en el campo todo lo lejos que se podía hacer, liquidando incluso a la propia burguesía y colocando al proletariado rural a la cabeza de este movimiento.

De esta manera, ¿supusieron las colectividades un paso en el sentido de la revolución socialista? En términos económicos, no: únicamente terminaron de consolidar el proceso de conformación de las relaciones sociales capitalistas que había comenzado a generalizarse cien años antes. En términos políticos, tampoco: si bien es cierto que en un primer lmomento implicaron el fortalecimiento de la clase proletaria del campo, que se impuso por la fuerza,  inmediatamente después la absoluta falta de perspectiva y organización política, el repliegue del movimiento hacia posiciones localistas, basadas en la «construcción municipal del socialismo», etc. desorientó definitivamente a la clase proletaria que acabó siendo aplastada por las fuerzas contrarrevolucionarias.

El «movimiento de las colectivizaciones» acabó siendo suprimido por la vía militar: por un lado, el avance del ejército sublevado desde África hacia Madrid hizo un alto en los principales focos proletarios (Sevilla, Badajoz, etc.) para aniquilarlos. Por otro lado, las fuerzas burguesas y pequeño burguesas organizadas en torno al PCE y a sus batallones militares, lanzaron su ofensiva primero contra las colectividades de Castilla la Mancha durante 1936 y, finalmente, contra las de Aragón en el verano de 1937 (inmediatamente después de los sucesos de Mayo de 1937) liquidando a los líderes revolucionarios y suprimiendo sus organizaciones.

¿Cuál fue el papel de las organizaciones «proletarias» ante esta situación?

Resumimos las características esenciales que mantuvieron las organizaciones con mayor presencia entre la clase obrera.

En primer lugar, es necesario referir un punto básico que une a todas ellas: la defensa de la guerra como una lucha anti fascista que la clase proletaria debía llevar a cabo inapelablemente, implicó defender que la zona sublevada en su conjunto formaba parte del enemigo. Lo cierto es que, especialmente en la zona de Castilla la Vieja y Galicia, una gran cantidad de pequeños propietarios oprimidos por las deudas, ahogados por la crisis agraria, etc. veían cómo sus hijos eran reclutados para servir en el ejército. Estos hijos de campesinos tenían un interés directo en la solución del problema agrario si bien no en los términos en los que se había dado en las colectividades, sí en unos que les permitiesen salir de la miseria crónica en la que vivían. Las organizaciones obreras de la zona proletaria les olvidaron. Constitiuyendo como lo hacían una buena parte del ejército nacional, la cuestión agraria podía suponer entre ellos un revulsivo que les hiciese proclives a la propaganda y el encuadre proletario, pero la doctrina de la «guerra antifascista» impidió que tan siquiera los sectores minoritarios de la CNT, proclives a romper con la política interclasista de esta, pudiesen acercarse a la defensa de un programa coherente con las aspiraciones de los pequeños propietarios agrícolas que habían quedado detrás de la línea del frente. Así, se dio el caso que, una vez liquidadas las organizaciones obreras en las zonas que conquistaba, el gobierno sublevado tuvo que permitir que los campesinos que ocuparon tierras antes de 1936 las conservasen durante algún tiempo, temiendo una posible ruptura de su retaguardia. Las fuerzas políticas y sindicales del Frente Popular o asociadas a este, temiendo más la revolución proletaria que a las tropas de Franco, no tuvieron absolutamente ningún interés en explotar esta situación.

En lo que respecta a la CNT y a la FAI, a estas organizaciones, como hemos dicho, correspondió buena parte de la obra colectivizadora. En 1936 la CNT había celebrado el Congreso de Zaragoza y allí definió una suerte de «programa agrario» que se basaba únicamente en la implantación de su «comunismo libertario» en el campo una vez estallase la revolución. En la práctica, esto fue lo que llevaron a cabo en la multitud de municipios donde tomaron el control una vez derrotadas las fuerzas militares o una vez entraron en ellos las columnas anarquistas que partieron de Barcelona y Madrid. Es necesario señalar, en este punto, un hecho para nada irrelevante: una vez el golpe de Estado fue frenado en las principales ciudades del país, el mapa del conflicto en ciernes diferenciaba dos campos, republicano y nacional, que a grandes rasgos se corresponde con el mapa  de los diferentes tipos de distribución de la propiedad de la tierra: donde predominaba el gran latifundio, triunfaron las fuerzas republicanas. Donde lo hacía el minifundio, lo hicieron las nacionales. Esto es debido a que fueron los contingentes proletarios los que liquidaron la intentona golpista en casi todas partes. Donde estos contingentes faltaban, lugares por otro lado en los que el proletariado era numérica y organizativamente débil en las ciudades, los militares y las bandas falangistas y carlistas pudieron hacerse con el control tanto de las ciudades como del campo. El programa anarquista, basado en la feliz idea de la implantación inmediata del «comunismo libertario» vía colectivización de la tierra, no atendía al conjunto de necesidades del campesinado español: allí donde predominaban los jornaleros y asalariados del campo, ete pudo tener éxito a la hora de movilizar a estas masas proletarias. Pero donde los regímenes de tenencia y explotación de la tierra hacían predominar al pequeño propietario, este programa contribuyó a desplazar a la población del campo hacia la órgita de influencia conservadora, algo que no necesariamente tendría que haber sucedido si las necesidades de este estrato de la población, obviamente no proletario pero no por ello necesariamente reaccionario, hubieran estado representados en el programa de los libertarios o de cualquier otra corriente. A las organizaciones anarquistas corresponde, por lo tanto, la política de dispersión y fragmentación del gran frente proletario del campo que se creó durante todo el periodo republicano y, especialmente, tras el golpe de Estado. Como escribíamos más arriba, el repliegue casi inmediato de las fuerzas obreras que habían impuesto las colectivizaciones a un terreno localista y municipalista abrió el camino hacia su disgregación vía militar por parte de las fuerzas burguesas organizadas por Franco y el PCE. En la visión de los líderes de la CNT y la FAI, las colectividades debían constituir el apoyo económico que la retaguardia prestase a los «frentes antifascistas» a los que acudían tanto los obreros de las ciudades como los del campo y, por lo tanto, subordinarse a las necesidades del Estado republicano, director del esfuerzo bélico en todos los sentidos. El famoso dilema entre «ganar la guerra o hacer la revolución» con que se resumen las luchas entre las corrientes escoradas a la izquierda dentro del anarcosindicalismo y aquellas más dispuestas a pactar de inmediato con el gobierno del Frente Popular, no tuvo relevancia ninguna en el campo. Mientras que en las ciudades la toma de la calle los días 19, 20 y 21 de julio por parte de las masas proletarias chocaba con el dominio político de la burguesía, más que visible en tanto los principales centros del poder eran naturalmente urbanos, y por lo tanto podía plantearse esta disyuntiva, en el campo el control inmediato por parte de las organizaciones de jornaleros y campesinos pobres de los municipios no chocó con la presencia de ninguna fuerza estatal leal a la República: estas sencillamente desaparecieron, razón por la cual la política anarquista de subordinación al Estado burgués se vuelve mucho más aguda, puesto que no existía ningún elemento capaz de hacer frente a la fuerza organizada de los proletarios que justificase esta cesión. Es más, desde que el 23 de julio, en Barcelona, la reunión plenaria de sindicatos y militantes de CNT tomó la decisión de «compartir» el poder con los restos del Estado burgués aún en pie (que pronto mostraron ser mucho más que simples ruinas) se aceptó también subordinar el potencial revolucionario de los proletarios del campo a las exigencias bélicas de la burguesía y la pequeña burguesía republicanas. Como es sabido, estas exigencias pasaban por dejar avanzar a los militares sublevados sin oponer resistencia. Como consecuencia, en poco más de tres meses buena parte de los proletarios del campo en el oeste peninsular padecieron la represión salvaje que ejercía el ejército nacional allí por donde pasaba.

Para finalizar esta parte, se debe añadir que la política seguida por la FNTT-UGT fue prácticamente idéntica a la de los anarquistas. Mientras las bases proletarias se hacían con el control de los municipios donde constituían la mayoría sindical, tanto la Federación como la UGT y el PSOE imponían la subordinación política y militar al gobierno republicano, que desde septiembre estuvo encabezado por el líder socialista Largo Caballero. El resultado, por lo tanto, fue el mismo.

Respecto al POUM conviene detenerse un poco más. Como es sabido, este partido pretendía representar una suerte de oposición marxista anti estalinista y estar alejado igualmente de las posiciones de Trotsky, con el que elementos como Andrés Nin habían roto precisamente a la hora de fundar esta organización. El POUM adhirió poco después de su fundación al Frente Popular y, llegado el momento del alzamiento militar, movilizó a sus militantes para combatir junto a los miembros de CNT. Tras ello, Andrés Nin fue nombrado Consejero de Justicia del gobierno autonómico de Cataluña mientras que el resto de líderes del partido participaban de una manera u otra en los organismos de guerra creados por este gobierno y por el del Frente Popular. En lo que respecta a la cuestión agraria, el POUM había continuado la política del Bloque Obrero y Campesino en lo que respecta a la base social compuesta por los rabassaires catalanes y, para el resto del país, defendían su programa de la «revolución democrático-socialista» [ver La guerra de España (2) La supuesta «izquierda» comunista española frente a su «revoución democrática» en El Programa Comunista nº 54, para profundizar en el significado de esta consigna] A grandes líneas este programa puede sintetizarse en la afirmación de que en el campo español predominaban, en 1936, las relaciones de producción feudales y en que, de hecho, este campo era la base sobre la que se levantaba la fuerza de la nobleza en España. La «revolución democrático-socialista» debería liquidar este predominio profundizando en una reforma agraria que liquidase las viejas trabas feudales allí donde subsistían las pequeñas explotaciones e impusiese las cooperativas agrarias de campesinos y jornaleros allí donde predominasen las grandes explotaciones.

¿Subsistía, en el campo español de la fecha, un régimen feudal? A tenor de lo expuesto resulta obvio que no, al menos en términos generales. ¿Qué sentido tenía, entonces, defender una revolución de tipo «democrático» en el campo? Podría afirmarse que pese a no subsistir un conjunto de relacione sociales precapitalistas, el desarrollo de la economía agraria en el país había creado una masa de campesinos empobrecidos y de jornaleros que tendrán interés en una revolución agraria que supusiese un reparto de la tierra y el surgimiento de cooperativas de producción y consumo allí donde fuese posible. Pero esto es válido prácticamente para cualquier país capitalista, desarrollado o no. Excepción hecha de algunos países como Francia, la revolución agraria apenas ha tenido lugar en ninguna parte. Aún en países donde predomina un modo de producción capitalista altamente desarrollado, con una industria a pleno rendimiento, una clase burguesa perfectamente definida, un proletariado moderno, etc. las relaciones sociales en el campo casi nunca presentan esta nitidez. Achacar esto a la pervivencia del mundo feudal supone afirmar que la burguesía es capaz de resolver los problemas relativos a la economía agraria que su modo de producciónno hace realmente más que exacerbar. El POUM veía, precisamente donde aparecía el fenómeno de los nuevos proletarios del campo, en la extensión del régimen del salariado también en el mundo agrícola, un resabio precapitalista. Es por ello que su programa agrario no contiene ni una mención a la lucha de los jornaleros en los términos en los que esta se estaba planteando: más bien pretendía reducir esta progresiva delimitación del campo proletario a un último estertor de la revolución burguesa y, por lo tanto, subordinar el cada vez mayor movimiento de jornaleros a los límites políticos republicanos. Finalmente, su participación en las instancias gubernamentales hasta el momento en que fue expulsado de ellas por la presión del PCE les hizo correr igual suerte que a la corriente anarquista: la política agraria de la República en guerra fue un continuo sacrificio de las fuerzas proletarias ante el enemigo militar, algo de lo que se hizo partícipe el propio POUM.

Respecto al papel jugado por el PCE en el ámbito agrario, basta con tener en cuenta un dato para ver la relevancia real del conflicto social en el campo durante el periodo estudiado. El PCE mantuvo en su poder, durante toda la Guerra Civil, el control del Ministerio de Agricultura. Como hemos dicho, el Partido Comunista de España era una organización minúscula hasta 1935, cuando entra en el Frente Popular y comienza un proceso de fusión tanto con las Juventudes Socialistas como con el también reducido Partido Socialista de Cataluña para dar lugar al PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña). Ambos movimientos, amparados en el giro favorable a los Frentes Populares dado por la III Internacional stalinista en 1935, sirvieron para conformar un partido de cierta envergadura que, tras los primeros días de la guerra, sirvió de instrumento tanto a la política del imperialismo ruso en España como a las necesidades de una pequeña y mediana burguesía nacional avasalladas por la fuerza que había mostrado el movimiento obrero.

Fue en el campo donde este aspecto del papel jugado por el PCE tuvo más relevancia. El auge del proceso colectivizador tuvo como consecuencia inmediata un aumento de la presión económica, política y social sobre los pequeños propietarios de tierras que, o bien se resistieron a participar en este o bien lo hicieron forzados por las circunstancias. En el terreno económico, muchos pequeños propietarios perdieron sus tierras en favor de las colectividades o vieron disminuir el beneficio obtenido por la venta de sus productos por la competencia que estas les hacían. En el terreno social, fueron marginados de la vida municipal. Finalmente, en el terreno político perdieron el poco ascendente que habían logrado a lo largo de las décadas pasadas sobre la vida política municipal. El problema era considerablemente más grave en la región de Aragón. En ella el predominio de la pequeña propiedad agraria no fue obstáculo para que las columnas anarquistas que partieron de Cataluña hacia Zaragoza impusieran regímenes de colectivización forzosa en cada población donde entraban. Aquí los pequeños propietarios desposeídos constituían en muchos casos una mayoría de la población. Esto dio lugar a una masa de pequeños propietarios directamente perjudicados por las colectivizaciones y contrarios por lo tanto a ellas. Este grupo social se identificaba con las reivindicaciones históricas de la reforma agraria, pero no con el modelo de expropiación que se impuso al comienzo de la guerra. El PCE los encuadró políticamente para utilizarlos como fuerza de choque en el enfrentamiento que comenzó a planear contra los proletarios organizados sobre todo en la CNT.

El punto culminante de este encuadre fue la creación, en 1936, de la Federación Campesina, una organización satélite del partido que agrupaba tanto a los pequeños propietarios como a los grandes poseedores de tierras que dirigían realmente la política del partido. Partiendo de su escasa implantación social en el campo, donde como hemos dicho las fuerzas de la pequeña burguesía y de la gran burguesía rural habían quedado desarticuladas por la acción conjunta de los jornaleros y los campesinos pobres organizados en la CNT  y en la FNTT socialista, la función de la Federación Campesina tuvo dos vertientes.

Por un lado, fue un instrumento económico a través del cual el Ministerio de Agricultura del PCE vehiculó los créditos agrícolas. De esta manera, se buscaba cercenar las vías de financiación que las colectividades necesitaban para comprar semillas, abonos, fertilizantes... pero también para dar salida nacional e internacional a su producción, priorizando la recepción de fondos por parte de los pequeños propietarios a los que, de esta manera, se ayudaba a salir del control de las colectividades.

Por otro lado, en ella se reclutaron buena parte de los efectivos que las columnas militares dirigidas por el PCE tuvieron en el mundo rural. En este sentido, las fuerzas militares del PCE acudieron en ayuda de los pequeños propietarios, especialmente en la región de Castilla la Nueva, desde el comienzo de la guerra, requisando los suministros y los bienes de las colectividades, disolviendo las cooperativas que competían con aquellos e incluso fusilando a algunos de los líderes obreros del campo.

Contando con esta base social que le proporcionaba las dos vías de acción señaladas, el PCE pudo actuar con relativa libertad desde el Ministerio de Agricultura donde, por otro lado, no encontró oposición digna de tal nombre por parte de anarquistas o socialistas. Así, ante el torbellino social desatado en el campo por el inicio de la guerra, el PCE respondió desde el Ministerio legalizando «aquellas expropiaciones hechas a las propiedades de los terratenientes aliados del bando sublevado». Como se ve, esta argucia permitía, a la vez que mantener cierta posición «respetable» entre los proletarios del campo, situar implícitamente fuera de la ley las expropiaciones de aquellos propietarios que no habían huído al bando nacional, es decir, la mayoría. Con ello se tenían las manos libres para actuar militarmente contra prácticamente todas las colectividades del país.

Cuando, en junio de 1937, la presión ejercida sobre las colectividades y la represión llevada a cabo durante y después de los «sucesos de Mayo» amenazó con provocar una ruptura entre el gobierno republicano y los pueblos controlados por las organizaciones obreras, algo que se hubiera traducido en una paralización de los trabajos de recogida de la cosecha de cereal, el Ministerio de Agricultura legalizó temporalmente las expropiaciones sobre las que se asentaban las colectividades. Una vez terminada la cosecha, volvió a ilegalizarlas.

Este juego de tira y afloja, en el que las fuerzas anti proletarias enucleadas en torno al partido estalinista iban debilitando lentamente a los proletarios del campo ante la pasividad de sus supuestos líderes anarqusitas y socialistas, duró hasta agosto de 1937. En esta fecha, las escuadras militares de Líster (oficial del ejército republicano a las órdenes del PCE) entraron en el municipio de Caspe, sede del Consejo Regional de Defensa de Aragón (organismo creado por los anarquistas en su avance a Zaragoza para regular la vida económica de la zona que controlaban) y disolvió tanto este como las colectividades agrícolas que dependían de él. Posteriormente, detuvo a 700 militantes de CNT en la región, descabezando con ello la organización anarcosindicalista y acabando definitivamente con la fuerza de este sindicato.

Con este acto, que supone a todos los efectos el fin de cualquier fuerza independiente del proletariado en la Guerra Civil, se consolidó la política agraria del gobierno republicano: defensa de los medianos y grandes propietarios agrícolas, liquidación del movimiento obrero rural y, a partir de ahí, oferta de paz al bando franquista sobre la base de la pacificación militar, pero sobre todo social, del país.

 


 

(1) Entiéndase aquí que el «despotismo asiático» del que habla Marx en sus escritos sobre el periodo es sólo un símil que no busca buscar una excepción española al mundo feudal que constituía prácticamente toda la Europa de la época. Las características específicas que aparecen en España tras el «acto fallido» que fue la monarquía absoluta de los Reyes Católicos en el siglo XV (primera monarquía de este tipo en todo el mundo) matizan las relaciones políticas predominantemente feudales del país sobre todo en lo referido a la existencia de un Estado omnímodo pero incapaz de hacerse cargo del conjunto del país, desmembrado de este manera entre la influencia de las diferentes autoridades locales. Pero en ningún caso esto puede entenderse en el sentido de que España no fue un país feudal según el modelo clásico.

(2) Cortes Generales reunidas en ausencia del rey Fernando VII (que estaba «preso» de franceses) y que lanzan un programa de corte anti feudal a todo el país, si bien con escasa fuerza práctica para imponerlo.

(3) Los señoríos jurisdiccionales eran la forma jurídica a través de la cual la nobleza gobernaba sobre la población, restringiendo su movimiento, aplicando leyes locales que tenían en el noble a su único garante, etc.

(4) Las tres guerras carlistas, de las cuales la más importante es la primera (1833-1840), son una serie de enfrentamientos librados entre los partidarios de la Infanta Isabel (heredera al trono de su padre, Fernando VII, gracias a la modificación de la ley que impedía la herencia a las mujeres) y el pretendiente Carlos de Borbón. En el trasfondo de estas guerras está el enfrentamiento entre la burguesía progresista aliada con las clases populares del campo, interesadas en el fin de las restricciones feudales a la propiedad privada, y los partidarios de un retorno al absolutismo feudal clásico, aliados a su vez de los pequeños propietarios agrícolas vasco-navarros que buscaban el mantenimiento de régimen particular concedido por los Fueros locales que les permitía la propiedad de pequeños lotes de tierra  y el uso de las tierras comunales.

(5) El movimiento cantonalista, que supuso el final de la Iª República española (1873-1874), consistió en una serie de sublevaciones de corte republicano y federalista en las buena parte de las ciudades comerciales del país (Cartagena, Alcoy, Valencia…) y en algunos municipios agrícolas del oeste andaluz. Fue aplastado militarmente por el Estado tras lo cual se impuso el Régimen de la Restauración borbónica. El texto clásico de Engels, Los bakuninistas en acción describe el curso de los acontecimientos y la posición de los partidarios de la corriente bakuninista en ella.

(6) Los jurados mixtos fueron un ente de arbitraje entre patrones y trabajadores en caso de conflicto laboral auspiciado por el gobierno. Se trató de un proyecto puesto en marcha ya durante la dictadura de Primo de Rivera por Pablo Iglesias (consejero del Ministerio de Trabajo) con el fin, claro, de crear una mínima estructura de colaboración entre clases sobre el terreno más inmediato con la cual desactivar el sindicalismo de clase. En la práctica más inmediata, tanto durante la dictadura de Primo como durante la República, se buscaba el trasvase de obreros de la CNT, que rechazó siempre estos jurados mixtos, hacia la UGT que, aceptándolos, podía lograr más ventajas para sus afiliados.

(7) Las elecciones de 1933 las ganó la Confederación Española de Derechas Autónomas, un conglomerado de monárquicos, regionalistas y carlistas que hicieron de la lucha contra la Reforma Agraria una de sus banderas.

 

 

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