La huelga de los mineros

(«El proletario»; N° 1; Diciembre de 2012)

 

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La huelga de los trabajadores de la minería que tuvo lugar durante la primavera y las primeras semanas del verano de este año, ha puesto de relieve los principales condicionantes de la situación por la que atraviesa el proletariado actualmente y por la que, de hecho, lleva atravesando desde hace años. En un momento de ausencia total de lucha clasista organizada, como es natural, esta situación responde a un profundo declive no ya de la lucha revolucionaria sino también de la misma lucha sobre el terreno económico más inmediato, aquel en el que el proletariado se enfrenta a la burguesía por la defensa de sus condiciones de existencia. Pero las características particulares del momento de crisis por el que atraviesan España y prácticamente todos los países del capitalismo más desarrollado, han propiciado que la lucha de los mineros cobre una importancia singular. De esta manera tanto la política anti proletaria de los partidos falsamente obreros y de todas las corrientes políticas a su izquierda como la misma necesidad de la lucha proletaria fuera y contra esta dirección conciliadora y derrotista se han mostrado con una intensidad considerablemente mayor de lo que lo había hecho hasta ahora. En este sentido el trabajo que los comunistas revolucionarios deben realizar tanto sobre esta huelga como sobre tantos otros conflictos proletarios que surgen aquí y allá no pasa por el elogio optimista ni por la indiferencia, sino por el esfuerzo por extraer la verificación que estos conatos de lucha obrera aportan a la doctrina marxista que afirma la necesaria reaparición de la guerra social entre proletarios y burgueses (que viene existiendo, de hecho, desde el comienzo mismo del capitalismo). En ese sentido es la propia doctrina marxista, cuyo hilo histórico nuestro pequeño partido ha luchado por mantener indiviso durante las décadas que dura ya la contra revolución burguesa, la que marca las constantes históricas que necesariamente jalonarán el desarrollo de la lucha de clases y los obstáculos que el proletariado deberá salvar si quiere, como es el caso, simplemente poder enfrentarse con éxito a la burguesía para defender sus condiciones de vida y de trabajo.

 

1. La crisis capitalista, también en las minas.

 

Han pasado casi cinco años desde que la quiebra de Lehman Brothers supuso el inicio formal de la crisis capitalista que arrasa el mundo. Desde entonces, todas las perspectivas de recuperación económica que se han podido realizar desde los centros políticos de las principales potencias imperialistas, han resultado ser brindis al sol sin ninguna base real. De hecho, la situación sólo ha empeorado y todas las medidas que se han tomado para intentar revertir esta tendencia únicamente han agravado el caos reinante en toda las ramas de la producción. En el caso de países como España, Grecia, Portugal y tantos otros de la zona europea, es el mismo Estado el que se ha encontrado, en varias ocasiones, al borde de la bancarrota. Su papel de consejo de administración de la burguesía le impone la obligación de garantizar la salvaguarda de los intereses del capitalismo nacional, con la consecuente intervención directa sobre la economía (no únicamente sobre la economía financiera sino también sobre la llamada real) para evitar que el beneficio capitalista descienda. No sólo esto no ha resultado posible sino que es el propio Estado el que ha visto comprometido el papel que desempeña en su otro gran terreno de actuación, que es la contención social del proletariado a través de la gestión de unas garantías mínimas de existencia (Seguridad Social, seguros de desempleo, servicios básicos…, a resueltas de su agotamiento en infructuosos intentos por mantener la producción en niveles de beneficio aceptables para la clase burguesa. Los miles de millones gastados en los rescates bancarios necesariamente tienen que ser extraídos de algún lugar, vía incrementos de impuestos y vía recortes del gasto público. El modelo de Estado del Bienestar que surgió gracias a la espectacular acumulación de capital realizado durante las décadas de la industrialización masiva de España quiebra cuando los réditos obtenidos por el desarrollo económico general del país ya no resultan suficientes y su gasto en las políticas tradicionales, mediante las cuales se intentaba integrar a la clase obrera en el sistema de colaboración entre clases, ya no resulta deseable porque hay cuestiones mucho más urgentes que resolver.

El caso de la minería española es ejemplar a este respecto. Prácticamente desde los años ´30 la minería en España no es rentable. La disposición de las vetas de mineral, que vuelve muy costosa su extracción y la posibilidad de importar carbón desde otras explotaciones más desarrolladas, determinaron la ruina de la minería en el país. De hecho, a excepción de algunas explotaciones, por lo general a cielo abierto, que subsistieron aún hasta los años ´50 merced a las fantasías autárquicas del régimen franquista, únicamente Asturias, León y Palencia continuaron con sus minas abiertas hasta los años ´90. Si lo hicieron fue porque todos los gobiernos, tanto en la dictadura como en democracia subvencionaron de una manera u otra la extracción de carbón por motivos, más que productivos, sociales: se trataba de contener al poderoso movimiento obrero, que tenía a los mineros como su eje central, en estas regiones.

La producción de carbón en España ha sido, a lo largo de estas décadas, fruto de decisiones políticas enmarcadas en un plan general cuyo objetivo era neutralizar temporalmente el paro, los bajos salarios, etc. que pudieran haber dado lugar a nuevos brotes de lucha proletaria como el que sublevó a los obreros asturianos en Octubre de 1934.

El sector de la minería ha sido, por tanto, un sector protegido que, no sin dificultades, incluso aguantó la presión sufrida tras el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea, que consolidó la tendencia a la desindustrialización del país. Pero la actual crisis capitalista ha logrado que incluso las subvenciones que el carbón español recibía hayan desaparecido, abocando a las empresas que las recibían por encargarse de la extracción a cerrar. Este hecho, que fue el detonante de la huelga de los mineros, ejerció también como condicionante del desarrollo de esta, en la medida en que parecía conjugar una posible unión entre proletarios y patrones contra un enemigo común, el gobierno. Victorino, propietario de las principales empresas mineras de Asturias, parecía favorecer tácitamente una huelga orientada no tanto hacia la satisfacción de las necesidades obreras como a salvar la industria, la región o el país entero.

De hecho la condición de trabajadores de una industria protegida ha marcado desde hace décadas a los mineros. Ha determinado unas características especiales en este sector de la producción que imbuía a sus trabajadores de unos intereses parciales sensiblemente diferentes, en lo aparente e inmediato, a los del resto de la clase proletaria. Una fuerte presencia sindical, encargada de gestionar tanto las prejubilaciones como los planes de reconversión industrial en la zona de Asturias, ha sido la correa de transmisión que facilitaba esa integración, de la misma manera que en otras zonas del país el sindicalismo amarillo se encargaba de entregar atada de pies y manos a la clase obrera al altar del beneficio burgués. En eso consiste la conciliación inter clasista y el colaboracionismo del oportunismo político y sindical, que tiene su fuerza principal en su integración en el aparato estatal burgués para proporcionar métodos de contención y de gestión de la conflictividad obrera.

 

2. La crisis, también entre el oportunismo político y sindical

 

Es ahora, cuando es la burguesía la que abandona su papel en la colaboración entre clases, porque ya no puede ni quiere colaborar más, cuando los proletarios vuelven a sentir los despidos, el desempleo y la miseria a su lado y se ven irremediablemente abocados a la lucha. En este momento,  la fuerza social del oportunismo de los partidos falsamente obreros y de los sindicatos colaboracionistas pierde empuje en la medida en que su base, que era su capacidad de negociar el deterioro progresivo pero no fulminante de las condiciones de vida proletarias (en ese sentido ha asumido plenamente el programa del reformismo burgués) conteniendo así las explosiones clasistas y la agrupación obrera independiente, desaparece bajo sus pies. Los llamados privilegios de los que disfrutarían algunos sectores de la clase obrera desaparecen y se llevan con ellos gran parte de la capacidad de maniobra de los agentes de la burguesía entre la clase proletaria.

La política seguida por los sindicatos amarillos durante décadas ha estado basada en la defensa de la economía nacional, renunciando incluso a la fuerza contractual que había ejercido durante la época del crecimiento económico a gran escala para garantizar que las reformas que la burguesía debía poner en marcha para consolidar la buena marcha de los negocios encontrase trabas entre la clase proletaria. La desaparición de su margen de maniobra, que estaba definido por las prebendas que aún podía conseguir para algunos estratos de la clase obrera, no hace cambiar esta perspectiva política esencial porque esta es la misma esencia de los sindicatos surgidos en todo el mundo tras la derrota del proletariado en su lucha revolucionaria abierta en la Revolución rusa y sepultada en II Guerra Mundial. La huelga de los mineros ha mostrado claramente la realidad de esta afirmación. Frente a la pérdida de los puestos de trabajo, lejos de organizar una lucha en defensa tan siquiera del puesto de trabajo, han ligado los objetivos de la clase obrera empleada en la minería a la defensa de la economía regional y de las empresas, a la defensa por tanto de las subvenciones estatales de las que los patrones obtienen pingües beneficios. Han circunscrito la lucha a las «peticiones» al gobierno, negándose a utilizar sistemáticamente las armas de la clase proletaria, la principal de las cuales es la huelga sin preaviso y sin servicios mínimos de ningún tipo, buscando conciliar en todo momento las reivindicaciones obreras con las necesidades más apremiantes de la parte de la burguesía que se ve directamente afectada por la competencia entre capitalistas que la crisis acrecienta irremediablemente. Por último, la dirección de estos sindicatos ha boicoteado cualquier tentativa que partiese de los mismos proletarios para organizar la lucha con sus propios medios y llevarla hasta el final, convocando una absurda marcha de delegados sindicales y afines hasta Madrid para rogar a los responsables del sector minero piedad en sus decisiones, sacando la fuerza del conflicto del lugar donde los proletarios eran más fuertes.

Pero la fuerza de que estos sindicatos colaboracionistas disponen hoy día es notablemente inferior a aquella de la que habían disfrutado durante mucho tiempo. No han podido evitar que la rabia proletaria, aun sumamente espontánea y relativamente esporádica, les desbordase en algunos momentos. Esto sucedió, más que por la acción de los trabajadores de la minería, por la fuerza que la represión mostró en determinados momentos, que hizo estallar a amplios estratos de la población obrera de la región asturiana que de por sí ya se encontraban predispuestos a la solidaridad con los mineros en la medida en que su subsistencia también depende, indirectamente, de la industria minera. Los disturbios en los pueblos de la cuenca minera donde la Guardia Civil entraba con tácticas militares para ocuparlos se sumaron así a los habituales cortes de carreteras y ocupaciones de pozos, en los que el enfrentamiento con las fuerzas del orden alcanzó niveles de dureza considerables. La policía representa el orden burgués y, en este momento, ese orden se vuelve especialmente duro para los proletarios, con lo que los métodos policiales deben serlo también para calmar la reacción obrera. Estos estallidos fueron, por tanto, una reacción y no han alcanzado el grado necesario de continuidad ni han vuelto visible prácticamente en ningún lugar la necesidad de generalizar una organización obrera básica que permitiese coordinarlos, volverlos más eficaces, organizar sistemáticamente la defensa de la huelga frente al ataque de la burguesía.

Significativamente esta involucración de otros sectores proletarios en la lucha minera, mostrando su solidaridad de clase frente a una situación que afecta cada vez más duramente a la clase obrera, tuvo un gran eco fuera de las zonas mineras. Especialmente en Madrid, donde las organizaciones sindicales mayoritarias en la minería (CC.OO. y, sobre todo, SOMA-UGT) llevaron la «Marcha Negra». Aquí lo que iba a ser un recibimiento simbólico a los caminantes se convirtió en una inmensa manifestación ilegal que colapso la entrada a la ciudad. Esto resulta especialmente relevante porque la dinámica de manifestaciones en que se había sumido la ciudad desde que apareció el movimiento 15M fue asumida, en lo que tiene de ocupación de la calle pese a que la legalidad democrática lo prohíba, por primera vez por numerosos grupos de trabajadores. Si el 15M supuso un temblor de tierra protagonizado por elementos de las clases medias, estudiantes, profesionales, etc. ante la degradación de sus expectativas de vida y con una proyección esencialmente democrática y completamente ajena a la lucha de clase proletaria, el recibimiento a la marcha minera manifestó un profundo malestar entre la clase obrera tanto con la situación que padece como con la contención en que las centrales sindicales colaboracionistas la sumen que dejó de lado momentáneamente la composición y la política interclasista del movimiento de los indignados para expresar una solidaridad muy inmediata con una lucha que se presentaba como un revulsivo ante la sensación de impotencia que cunde entre los trabajadores, ahogados en protestas inútiles y políticas de lucha abocadas a un callejón sin salida. La violencia de clase ejercida por los mineros, la huelga prolongada… fueron recibidas con una simpatía espontánea que reflejaban objetivamente que el sacrificio por el interés nacional y la solidaridad con la burguesía son completamente contrarios a los intereses proletarios.

 

3. Del trotskismo al anarquismo… todos detrás de la política del sindicalismo amarillo

 

El último aspecto relevante a señalar acerca de la lucha de la minería gira en torno a la repercusión que esta tuvo entre los distintos grupos de la izquierda extra parlamentaria. Como es natural todos sintieron la necesidad de apoyar la lucha de la minería, revelando a través de la manifestación de este apoyo su concepción de la lucha de clases y el programa que tienen al respecto de ella.

En un comunicado del 9 de julio, Izquierda Anticapitalista, último refrito de los falsificadores hispanos de la lucha que llevó a cabo Trotsky, afirmaba:

¡Que se libere inmediatamente la ayuda al carbón y que se nacionalice la minería, bajo control de las organizaciones de los trabajadores y populares!, porque solo así se garantizará la producción y el empleo y solo así se evitará que buena parte de la subvención al carbón se la lleven empresarios privados, que luego subcontratan y explotan miserablemente a los mineros.

Hay que exigir que se ponga en pie un plan de industrialización y de obras públicas y sociales que dé trabajo a las cuencas mineras. Y hay que decir muy alto que ¡sí hay dinero! para todo esto si se deja de dar un solo euro más a los banqueros y se suspende el pago de la inmoral e ilegítima deuda pública, poniendo todos esos recursos al servicio de un plan de rescate de los trabajadores y el pueblo.

Es decir, que estos pretendidos revolucionarios que han hecho de la coyuntura política su razón de ser, pregonan la necesidad de que la burguesía hispana mantenga no sólo el empleo sino también ¡la producción! a través de la gestión obrera (de los sindicatos obreros, se entiende) subordinada a la nacionalización. Es decir, el Estado como patrón único empeñado, como todos los patrones, en mantener una producción que únicamente puede ser rentable gracias a la explotación que sufren los proletarios empleados. Distinguen por tanto entre un tipo de capital que sería nocivo (aquel capital financiero que deliberadamente confunden con «los bancos») frente a otro capital, el capital productivo, que habría que defender haciendo una alianza entre proletarios y burgueses para reconducir la economía nacional, esa excusa habitual de todos los partidos y sindicatos anti obreros, a través de una inversión pública para la cual todos los trabajadores deberían sacrificarse. Los presupuestos del Programa de Transición al que, se supone, se refieren, han sido convertidos simplemente en una defensa a ultranza del monopolio estatal burgués de los sectores industriales, algo para nada novedoso en la historia del capitalismo que, de hecho, ha mantenido esta política de manera recurrente hasta hace apenas dos décadas en muchos sectores productivos sin que se lograse ninguna mejora sustancial para los proletarios (basta con ver la situación actual, derivada de aquella de entonces). El capital financiero, imposible de desligar del capital industrial desde que el inicio de la fase imperialista del capitalismo le diese lugar a través de la sumisión de la producción industrial al capital bancario, resultará finalmente indispensable (seguro que mediante una «nacionalización de la banca») para que este proyecto resultase viable. ¿En qué se diferencian estas propuestas respecto a la política sindical que ha derrotado a los mineros sino es en que plantean de manera más enrevesada pero idéntica el principio de la colaboración entre clases?

Por su parte, el grupo anarquista que publica la revista mensual «Todo por hacer», en su número de julio de 2012, intenta explicar la necesidad de la lucha obrera mediante el ejemplo de aquella de los mineros:

El ataque que estamos sufriendo está siendo general, pero las respuestas a día de hoy son puntuales, aisladas, vagas. La respuesta de los/as trabajadores/as del sector minero no puede ser más coherente: lanzar un órdago en defensa de sus intereses, haciendo saltar la paz social más allá de sus puestos de trabajo para forzar al oponente –que ya ha tomado su decisión- a retroceder. Su lucha ha saltado a los titulares (a los/as protagonistas les ha costado lo suyo...) por la contundencia y la espectacularidad de sus métodos. Pero sus reivindicaciones sólo pueden tener éxito si las entienden (¡y las entendemos!) como una batalla en el contexto de un conflicto más amplio: donde reconocen la necesidad evidente de romper el aislamiento de las luchas parciales de manera que las reivindicaciones sean entendidas de manera más beligerante. Pero ni explican en qué consisten estas reivindicaciones, ceñidas aún al marco de la colaboración entre clases, ni mucho menos, como se superaría esa parcialidad. Cuando intentan dar respuesta a esta cuestión, citando a su vez otro texto llamado «Rompamos el aislamiento de la lucha de la minería», disponible en www.alasbarricadas.org, afirman:

«Los proletarios responden defendiendo intransigentemente sus intereses y necesidades. El proletariado no puede defender sus intereses desde el aislamiento, desde el corporativismo, defendiendo su sector como algo salvable en un mundo insalvable. Para los proletarios se trata de echar abajo este dique de contención, de romper el aislamiento de las luchas, de consolidar estructuras donde organizarnos, de destruir las ilusiones reformistas, de llevar la lucha hasta sus últimas consecuencias. La situación en que todos nos encontramos es trágica y la solución no pasa por buscar una salida sectorial, la solución pasa por destruir una sociedad basada en la tasa de ganancia, en la esclavitud asalariada, una sociedad en la que la producción no posee otra base que las necesidades de valorización. Allí donde este cordón sanitario se resquebraja surge la posibilidad de que este conflicto asuma abiertamente su propia naturaleza, la de ser una expresión de un conflicto global, un conflicto que concierne a las bases mismas de un sistema basado en la apropiación de los medios de vida por el capital, un sistema donde la tasa de ganancia lo decide todo.»

Es decir, que luchar contra el aislamiento pasa por… romper el aislamiento. La aparente oposición entre reformas parciales y lucha revolucionaria se supera… con la lucha revolucionaria. Ignorar el complejo sistema de condicionantes que determinan la subordinación de la clase proletaria a los intereses burgueses a través de los mecanismos de que dispone la clase dominante para integrar precisamente estos conflictos en una perspectiva derrotista y terminar todo análisis de las luchas obreras que pueden aparecer con una llamada a la revolución significa pensar que los obreros serán iluminados, en el curso de su lucha, por esa etérea conciencia de clase que hace pasar, siempre en el terreno de la especulación idealista, de la lucha inmediata a la lucha «contra el capital y el estado» mecánicamente, a través de un proceso de superposición simple de consignas. A la larga esta posición espontaneísta sobre la lucha de clases lleva a un seguidismo práctico de la política del sindicalismo amarillo y del oportunismo político de estalinistas y socialdemócratas, cuya fuerza está precisamente en la concreción de unas prácticas derrotistas que aparentemente son las únicas posibles para los trabajadores. Las «ilusiones reformistas» tienen una base material bien real, la de la colaboración entre clases cotidiana que el proletariado vive en todas partes. Y esta colaboración no se rompe, sin más, mediante un proceso de concientización espontánea, sino a través de la experiencia cotidiana que el proletariado extrae de sus luchas parciales, experiencia que deberá suscitar la necesidad por mantener en el tiempo organizaciones clasistas de amplio alcance precisamente para poder afrontar con más determinación estos conflictos parciales. Al proletariado se le planteará entonces la necesidad de luchar como clase, pero no a través de consignas mecánicas sino de un largo proceso de victorias y derrotas que irá colocando sobre el terreno del enfrentamiento directo con la burguesía a un sector cada vez más amplio de la clase obrera que comprenderá y demostrará con sus actos la negativa a colaborar con su enemigo de clase utilizando para ello medios y métodos de clase que contrarresten el peso de la competencia entre trabajadores que el capitalismo genera.

La experiencia directa de los estratos más combativos del proletariado en la lucha de clase sobre el terreno, afrontando la presión y la represión de los capitalistas y de su Estado, mostrará materialmente no sólo el problema de organizar las fuerzas proletarias de manera adecuada para luchar y no dejarse aplastar por las fuerzas sociales, políticas y militares de la clase dominante, sino también el problema de un rumbo político de clase, más general de manera que se pueda dar una única perspectiva a los proletarios de los diversos sectores económicos; rumbo político de clase que no es el simplemente prolongamiento de la lucha clasista inmediata, por dura y combativa que sea esta. Esto se deriva del programa histórico de la clase proletaria, condensado a través de sus luchas revolucionarias, tanto de las victorias como de las derrotas, de más de 160 años de historia e iluminado por la teoría marxista, base fundamental del partido político de clase, del partido comunista revolucionario. El encuentro del proletariado con el partido comunista revolucionario no podrá llegar sino a través de la reanudación y el desarrollo de la lucha de clase, de la lucha dirigida constantemente hacia intereses de clase del proletariado antagonista a los intereses de la economía de la empresa o de la nación, antagonista a los intereses de la paz social y de la colaboración entre proletarios y capitalistas en la cual se empeñan desde hace muchas décadas las fuerzas del oportunismo político y sindical.

Esto que escribimos no es un deseo ni mucho menos una realidad que se encuentre cerca. Para los marxistas revolucionarios es una certeza que la lucha de clase proletaria a gran escala volverá a aparecer sobre el terreno de la historia, pero también lo es que el proletariado no encontrará en la lucha inmediata, aún generalizada, la solución a los problemas en que le sume el sistema capitalista, basado en la extorsión de la plusvalía mediante el trabajo asalariado y en la propiedad privada. Para acabar con este sistema de explotación y miseria la clase obrera deberá luchar abiertamente por arrebatar el poder político a la clase burguesa y ejercer a través de él una dictadura despótica que, en el plano económico, significará también una intervención centralizada sobre la producción y la distribución con el fin de lograr la transformación socialista de la sociedad.

 

El proletariado se constituye en clase, luego en partido. Esta máxima resume la batalla crucial que deberá librar la clase proletaria para llevar hasta el fin su lucha. Porque sólo en el partido comunista, internacional e internacionalista, existe la posibilidad de centralizar todos los esfuerzos que los distintos sectores de la clase obrera realizarán en todos los países para sacudirse el yugo de la explotación del hombre por el hombre. Y sólo esta lucha, exquisitamente política, puede llevar al proletariado a su meta última.

 


 

1.  A estos sindicatos nuestro partido ya en la II post guerra los había llamado precisamente tricolores (por los colores de las banderas nacionales de las repúblicas europeas) y los había mostrado como opuestos a la tradición histórica de los sindicatos rojos donde el proletariado luchó hasta entonces.  La definición política que subyace en esta denominación no ha variado en absoluto desde aquel momento.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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