Podemos. Un reformismo en busca de dos autores

 

(«El proletario»; N° 5; Octubre de 2014)

 

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La tercera posición alcanzada por la plataforma electoral PODEMOS en las elecciones europeas del 25 de mayo ha dado vuelos a un proyecto reformista que hasta hace unos meses no existía fuera de los cenáculos de la casta universitaria y que sólo ahora comienza a preocuparse de algo que no sea un buen resultado electoral. En perfecta coherencia con el oportunismo socialdemócrata del que es heredero, construyen un partido en torno a un grupo parlamentario y miden su fuerza en función de su capacidad para arrastrar a las urnas a los electores. Pero su verdadera fuerza reside en cómo inoculan en el cuerpo social de la clase proletaria la confianza en la democracia, el parlamento y las elecciones y en su determinación para arrastrar a estos mismos proletarios lejos del camino de la lucha de clase. El desarrollo de este partido, ligado probablemente a otros como IU, representará un importante esfuerzo para someter al proletariado a un programa político basado en la colaboración entre clases.

 

1. Supuesta respuesta económica a la crisis política.

 

A lo largo de los últimos seis años, que es el tiempo que dura ya la crisis económica capitalista, la burguesía se viene mostrando cada vez más evidentemente incapaz de gobernar el país sin abrir, a cada paso, fisuras en su seno. La competencia que los diferentes grupos burgueses se hacen entre ellos en épocas de paz y tranquilidad económica se agudiza en los tiempos de crisis en la medida en que cada uno de estos grupos busca defender sus posiciones (industriales, comerciales, fiscales...) y conquistar otras nuevas frente a los rivales que amenazan con arrebatarles las exiguas oportunidades de negocio existentes. La crisis económica no es, como afirma la nueva izquierda socialdemócrata y la vieja izquierda estalinista (a caballo de las cuales ha hecho su aparición Podemos) una estafa. La crisis económica constituye, simple y llanamente, una consecuencia inevitable del modo de producción capitalista, que produce la riqueza social a través del trabajo asalariado del que extrae una plusvalía cuya apropiación privada dispone la competencia empresarial (base de la competencia nacional e internacional) y con ella la caída de la tasa de ganancia, del beneficio extraído del capital vivo (el trabajo) con el que se debe valorizar una cantidad cada vez mayor de capital muerto (las máquinas, las infraestructuras necesarias para la producción, etc.). Esta caída de la tasa de ganancia, una vez alcanzado cierto nivel, que puede ser mayor o menor pero que siempre acaba por lograrse, imposibilita la producción en términos en que esta sea rentable. La inversión se retrae, el exceso de producción se destruye, los proletarios son arrojados, también como mercancías sobrantes, al paro: la crisis se manifiesta con toda su intensidad y la burguesía, que realmente es una clase al servicio del capital y no la portadora ni mucho menos la inventora de la de este, se lanza sobre los restos aún alcanzables de su antiguo festín para no verse fagocitada ella misma por la terrible fuerza social de la que se ha creído poseedora.

La crisis es la crisis económica del capitalismo y no una estafa, término importado del léxico mercantil que no significa nada cuando se refiere a la existencia de la clase proletaria, que no posee nada que vender excepto su fuerza de trabajo y siempre en desventaja para ella, de manera que no notaría, en cualquier caso, la diferencia entre la explotación estafadora y la explotación legítima. Si la corrupción parece aflorar ahora con mayor fuerza que nunca, si los diferentes gobiernos (socialistas y conservadores) inyectan capital en el sistema bancario o si las potencias capitalistas europeas exigen a su partner monetario español ajustes y recortes, es porque la burguesía también se ve afectada por la crisis, porque constituye una clase también marcada por la competencia salvaje que se deriva de la existencia de la propiedad privada y, sobre todo, porque el capital jamás renuncia a incrementar su beneficio, que es la única manera que encuentra para sobrevivir, aún si esto debe hacerse por encima y en contra de cualquier consideración legal, nacional o moral1. Sólo los hipócritas se asombran del robo, el desfalco o la corrupción, porque fingen ignorar que es todo un modo de producción el que, desde sus inicios, se levanta sobre la expropiación y la destrucción de los competidores más débiles de la misma manera que sólo los cínicos pueden llamar estafa a los excesos visibles de la anarquía productiva capitalista mientras callan sobre la violencia diaria que el proletariado sufre como consecuencia de esta misma anarquía. Sólo, en una palabra, la pequeña burguesía que ahora ve las orejas al lobo, puede creer que la crisis es consecuencia de la mala gestión del capitalismo y no de la misma naturaleza de éste.

La crisis capitalista ha mostrado toda su fuerza y su profundidad al  llevar a la burguesía a una lucha tan intensa entre sus diversas facciones. A día de hoy todas las fuerzas centrípetas que el esfuerzo común de la clase capitalista había puesto en juego históricamente, desde la forma del Estado hasta la misma unidad del país, parecen ponerse en cuestión en la medida en que aparecen tensiones hasta ahora larvadas que llevan al enfrentamiento con cualquier competidor, interno o externo, que exista. Esta disgregación muestra con más claridad la realidad de un sistema social organizado para mantener al proletariado sujeto firmemente a las necesidades del capital y evidencia que los mecanismos de representación política y cohesión entre clases que existen únicamente tienen como función permitir el desarme político del proletariado inoculándole la ilusión de que en democracia los antagonismos entre clases han desaparecido (o prácticamente) y que únicamente las instituciones burguesas pueden mejorar sus condiciones de existencia. En resumen, la crisis capitalista ha desgastado, aún más, la confianza depositada en el parlamento, el gobierno o la Corona y ha contribuido a alejar a la clase proletaria de la sumisión a los métodos democráticos por los cuales la burguesía creía hacer valer sus intereses de clase.

Ciertamente, no se trata de que la crisis económica haya desembocado en una crisis social en la que el proletariado haya reencontrado el terreno de la lucha de clase abierta, pero es que tal cosa sólo sucederá como consecuencia de la acumulación progresiva (y en cierta manera poco visible) de una tensión social que tiene en este sensible desengaño uno de sus síntomas. De hecho, a lo largo de los últimos años la tensión social no ha hecho más que crecer. Este hecho se ha expresado en el progresivo aumento de las huelgas que han surgido como respuesta de los trabajadores a las exigencias de austeridad que de una manera u otra ha impuesto la burguesía, en el arrastre de estas mismas huelgas a otros sectores de trabajadores diferentes a los directamente implicados a través de manifestaciones y diversas expresiones de solidaridad, en las grandes manifestaciones  reivindicativas en las mayores ciudades del país, etc. Y si bien todas estas expresiones del descontento proletario han estado controladas por las fuerzas del oportunismo político y sindical, este mismo oportunismo ha comenzado a sufrir una renovación en sus formas (grupos dirigentes, siglas y formas de actuación) como consecuencia del propio desgaste que los partidos pseudo obreros y los sindicatos colaboracionistas que lo componían han sufrido como consecuencia de su lucha explícita contra cualquier hecho que pudiese alterar la sumisión del proletariado a la clase burguesa dominante, por pequeño que este fuese.

Este creciente malestar que los proletarios han manifestado constituye uno de los focos de inestabilidad política del país. No se trata, de nuevo, de que la lucha proletaria, aún ausente en términos generales, haya hecho imposible la gobernabilidad del país para la burguesía, sino de que esta, que ha aprendido perfectamente las lecciones de la historia de las revoluciones y las contrarrevoluciones, debe realizar los debidos movimientos preventivos, a fin de que el curso que inevitablemente seguirá en los próximos años su política de clase encaminada a remontar la crisis a costa de someter y explotar aún más al proletariado no abra la vía a una situación en la que el proletariado se coloque abiertamente como clase enfrentada a la burguesía y su sociedad. Estos movimientos preventivos tienen, a su vez, su coste en términos políticos puesto que sólo pueden ser realizados a costa de minar la aparente paz social con que la burguesía pretende gobernar y requiere, por lo tanto, de la colaboración de las nuevas y viejas formas del oportunismo que deben amortiguar la fractura social impidiendo que la colaboración entre clases se resquebraje, haciendo al proletariado asumir los sacrificios impuestos para la buena marcha del país en nombre de un esfuerzo común cuya recompensa sería el retorno a una idílica situación previa a la crisis que se presenta como solución a todos los males.

 

2. El  mismo collar para el mismo perro.

 

En este sentido, Podemos no innova en absoluto. El oportunismo político y sindical, la socialdemocracia, el estalinismo y su fuerza organizada en los sindicatos colaboracionistas, tuvo una función histórica de primer orden a la hora de contener, en los años ´20 del siglo pasado, la fuerza del proletariado que amenazaba a la sociedad burguesa con su movimiento revolucionario, que tuvo su mayor logro en la Revolución bolchevique de 1917. Enfrentado a este movimiento, el oportunismo lanzó, con todas las fuerzas de que disponía (fuerzas ideológicas y políticas pero también militares y represivas) su órdago a la clase proletaria: la lucha contra el capitalismo debía realizarse, exclusivamente, dentro de los márgenes que permite la colaboración democrática entre clases, utilizando exclusivamente vías legales, dentro de las cuales el parlamentarismo debía ser la primera opción, para desbancar a la burguesía, siempre de manera pacífica. El oportunismo encabezado tanto por el Partido Socialista Alemán y los equivalentes europeos y americanos como por el estalinismo como forma más acabada de la contra revolución que debía ligar al proletariado a la defensa de la patria burguesa en la II Guerra Mundial, exigía del proletariado el respeto a la nación y la democracia como condición inexcusable para la lucha de clase, es decir, exigía al proletariado que depusiese sus armas revolucionarias, que abandonase el objetivo prioritario que es la toma del poder y que, por tanto, renunciase a la revolución, única vía por la cual la burguesía puede ser aniquilada. Entonces, hace casi cien años, la lucha abierta del oportunismo contra el proletariado revolucionario, encabezado por su partido de clase, tuvo como resultado el reforzamiento del poder de la burguesía, que dispuso de las mejores armas para liquidar al enemigo de clase mediante la contra revolución organizada por la fuerza combinada de fascismo, socialdemocracia y estalinismo. De una vez y para siempre, quedó grabado en la historia que los falsos partidos obreros, a los cuales se añadía el partido estalinista una vez consumada la contra revolución en Rusia, lucharán por todos los medios contra el proletariado difundiendo la ilusión de que el Estado burgués no es un Estado de clase, sino un organismo por encima de las clases que permitiría al proletariado emanciparse una vez este hubiese conseguido la mayoría democrática.

Hoy el proletariado no se encuentra, obviamente, en la situación de auge revolucionario que se vivió, durante unos años, al acabar la I Guerra Mundial. Las décadas que median entre la contra revolución que liquidó la vanguardia revolucionaria del proletariado y nuestra época son décadas de dominio asfixiante de la burguesía y la clase proletaria aún no ha remontado su camino de lucha abierta contra el capitalismo. Este dominio de la burguesía se ha asentado sobre dos bases. En primer lugar el crecimiento económico derivado de la reconstrucción post bélica, que permitió a las burguesías nacionales establecer pactos sociales de amplio espectro para garantizar que una parte de la plusvalía arrancada al proletariado (plusvalía que, por otro lado, era cada vez mayor) se convirtiese en amortiguadores sociales encaminados a permitir un nivel de vida mejor para la clase obrera. En segundo lugar la socialdemocracia y el estalinismo jugaron la función de hacerse garantes de este nuevo «pacto social» para la consecución del cual señalaron al proletariado la vía de la conciliación entre clases. La socialdemocracia europea, sumada a los partidos falsamente llamados comunistas aparecieron como la fuerza contractual de la clase proletaria y, desde luego, nunca más como una amenaza revolucionaria.

En España este proceso fue cronológicamente diferente, si bien las líneas fundamentales coinciden plenamente. Al término de la Guerra Civil, que la República y el posterior régimen franquista consagraron a la exterminación de los elementos más combativos de la clase proletaria y a la destrucción de los organismos de clase que existían en el país, el régimen franquista atravesó por diferentes etapas. Las últimas, las que se abren con el Plan de Estabilización de 1959, se corresponden plenamente con la política de amortiguación social que las democracias occidentales habían desarrollado (comienzo de la Seguridad Social, de las prestaciones por desempleo, etc.) si bien de manera mucho más tenue y sin que los agentes socialdemócratas y estalinistas tuviesen el peso que alcanzaron en otros lugares. Las luchas proletarias que se desarrollaron desde los años ´60 hasta la muerte de Franco fueron la prueba de que, además del crecimiento económico y la política de redistribución de una parte de los beneficios, es imprescindible el concurso de los agentes burgueses entre el proletariado, es decir de socialdemocracia, estalinistas, etc. La llegada de la democracia fue la consagración de esta necesidad: se abrió paso a un régimen similar al de Francia o Italia precisamente para que la ilusión democrática corrompiese al proletariado de la misma manera que lo había hecho en estos países tan cercanos.

Hoy, la crisis capitalista que comenzó en el año 2008 ha tenido un efecto devastador sobre la constitución política de España. La base de la colaboración entre clases (que era el conjunto de «derechos sociales» de que disfrutaba el proletariado a cambio de permitirse explotar en el puesto de trabajo) se ha visto mermada notablemente. En pocas palabras, la crisis de sobreproducción que apareció sobre un plano mundial y que golpeó con especial fuerza a España, cuya economía es especialmente dependiente del sector exterior vía importaciones y exportaciones de capital financiero, ha colocado a la burguesía nacional en situación de utilizar todos los recursos disponibles para paliar los estragos sufridos en términos de ganancias y beneficios. Todos los recursos económicos, y entre ellos aquellos que se consagraban a financiar la sanidad pública, la educación, las subvenciones a determinados sectores productivos, las prestaciones por desempleo, etc. se han dedicado a permitir que el capital invertido sea aun mínimamente rentable. El rescate bancario o la intervención de empresas en situación de quiebra han consumido todos los fondos disponibles y las inversiones estatales en sanidad y otros sectores (inversiones realizadas gracias a las exacciones impositivas que sufre, sobre todo, el proletariado) que garantizaban la subsistencia del proletariado.

Con este cambio en las relaciones económicas en que las bases del frágil Estado del Bienestar que existía en España han sido completamente erosionadas, ha aparecido el descrédito entre los proletarios de las fuerzas políticas que aparecían como garantes de dicho Estado del Bienestar. Los sindicatos, vinculados directamente a la estructura estatal y con la divisa «defensa de la economía nacional» por delante, han perdido su poder contractual desde el momento en que la burguesía no podía negociar nada con ellos. Con ello perdieron, al comienzo de la crisis, gran parte de su fuerza para contener al proletariado. Los partidos de la socialdemocracia y el estalinismo (PSOE e IU) mostraron ante los proletarios su incapacidad para reconducir siquiera mínimamente la situación puesto que su empeño era, de nuevo, salvar la situación de crisis a cualquier precio. No se trata de que estos elementos políticos y sindicales hayan perdido completamente su fuerza ante el empuje del proletariado afectado por la crisis, situación que se correspondería con una crisis revolucionaria que no ha existido en ningún momento, sino de que han visto como su influencia en la clase obrera mermaba en la medida en que esta clase les exigía llevar a cabo una política de oposición a las medidas anti obreras de la burguesía que no estaban en condiciones de realizar. Como consecuencia de esto, su política, esta sí defendida en cada momento, de facilitar la colaboración entre clases, se ha visto debilitada aunque sólo sea por el hecho de que sus defensores han perdido gran parte del crédito del que gozaban.

Lo ocurrido en pasadas huelgas generales, el conflicto de la minería, pero también múltiples episodios aislados como aquellos de Gamonal o las huelgas de limpieza en Madrid y Alcorcón, son ejemplos de que la clase proletaria, a través de sectores particulares enfrentados a situaciones especialmente difíciles, puede romper con la política de la colaboración entre clases, que es la política de la contención de la lucha y de la claudicación ante los intereses de la burguesía. Aún si esto aparece sólo como una tendencia potencial (que para nosotros, comunistas revolucionarios, es confirmación de nuestras posiciones) basta para que se haya producido una fuerte sacudida que tiende por su parte a reorganizar las fuerzas del oportunismo político.

El movimiento del 15 de Mayo apareció en un momento en el cual las huelgas parciales aumentaban, se multiplicaban los pequeños conflictos sociales, etc. y todo ello redundaba en un aumento de la tensión social aún contenida. El estallido social canalizó esta tensión, orientándola hacia cauces diferentes a los habituales de la socialdemocracia y el estalinismo pero con idéntico objetivo político: la reforma del Estado como garantía para que clases medias y proletariado recuperasen el estatus quo previo a la crisis. Si bien el 15 de Mayo, en lo que quedó de representación política, es un movimiento típico de las clases medias presionadas por la situación económica, estas transmitieron su política hacia el proletariado que, en sus manifestaciones, hizo completamente suyos los planteamientos políticos de estas y continuó siendo su prisionero.

Pero estos planteamientos políticos conducen a un equilibrio completamente precario: por un lado son una actualización de los planteamientos previos, de aquellos que durante décadas han dominado a la clase proletaria, y por lo tanto son igualmente ineficaces a la hora de lograr siquiera ligeras mejoras para los proletarios. Por otro lado contienen una práctica (manifestaciones callejeras, violación de la legalidad, etc.) que desborda los cauces habituales de la política oportunista y que permite a los proletarios mostrar parte de su fuerza como clase. La persistencia de la crisis económica, con el continuo empeoramiento de las condiciones de existencia de los proletarios, transmitió una tensión  que espoleó aún más al proletariado. La experiencia del estallido social de mayo de 2012 no pasó en balde para la clase proletaria, que desde entonces fue aumentando su presión sobre las fuerzas políticas del oportunismo político y sindical hasta el punto de volverlas relativamente inútiles en su función de controlar la tensión existente.

Como hemos explicado, el oportunismo no es un problema de personas o siglas, es una función social generada por el cuerpo vivo de la sociedad burguesa que ata al proletariado a los intereses de la clase enemiga. Su objetivo es aniquilar, aún desde sus manifestaciones más embrionarias, cualquier atisbo de ruptura de la colaboración entre clases y, por lo tanto, de ruptura en la confianza en el Estado como organismo que estaría por encima de las clases sociales y que podría garantizar la convivencia pacífica de estas. Da lo mismo si el oportunismo se cubre con las formas habituales de la socialdemocracia o el estalinismo o con otras, porque estas son formas históricamente determinadas por el enfrentamiento entre proletariado y burguesía, consecuencia de las características de este enfrentamiento.

Podemos es una forma parcialmente renovada de este oportunismo. Más allá de su discurso pretendidamente innovador (casta en lugar de clase, movimiento en lugar de partido… y tantos otros sinsentidos). Podemos supone la puesta al día de las viejas fórmulas de la socialdemocracia tradicional que ha gobernado en España desde el ´82 hasta el ´96 y luego de 2004 a 2012 con consecuencias tan conocidas para el proletariado. No es que la socialdemocracia del PSOE y el estalinismo del PCE-IU se hayan perdido para siempre, de hecho Podemos es poco más que un compartimento estanco de IU, de donde viene su líder Pablo Iglesias y a la que siempre han defendido sus elementos más destacados. Se trata de que Podemos llega donde estos grupos políticos no pueden llegar, es decir, a recuperar la tensión social que en los últimos años se ha manifestado en la calle a través de huelgas, manifestaciones y todo tipo de conflictos, para reconducirla hacia el ámbito electoral. Su programa electoral, conformado aún antes de que el propio partido se haya constituido como tal, es una amalgama de las consignas que las diferentes movilizaciones han proclamado en los últimos años y que van desde la nacionalización de la banca hasta la prohibición de los EREs sólo para las empresas con beneficios. Este programa electoral busca, a través de los cuidados altavoces mediáticos que la burguesía le ha proporcionado y que le han permitido estar presente en todas partes sin contar con un mínimo estable de militantes capaces de hacer arraigar el partido en ningún lugar, mostrar la compatibilidad de la lucha de clases con el marco legal del Estado burgués. El centro del problema es el siguiente: el Estado ha caído en manos de unos sátrapas que han roto el pacto social de 1978 (el pacto social, recordamos, de los Pactos de la Moncloa con que la burguesía española logró la cohesión interna necesaria para reducir al proletariado tal y como la crisis de 1975 requería), pero puede ser rehabilitado en sus funciones originales y garantizar de nuevo el bienestar y la paz social. Perfecto ejemplo de un partido anti proletario, que dedica todos sus esfuerzos en difundir la ilusión de que la burguesía, de la que el Estado depende directamente, puede garantizar una situación aceptable para la clase obrera. Punto por punto, el programa electoral de Podemos es un esfuerzo por solventar la lucha de clases mediante la confianza en la burguesía, mediante la aniquilación de la independencia de clase del proletariado.

Ciertamente Podemos no es un partido que se dirija al proletariado. Su electorado potencial son más bien los estratos de la pequeña burguesía más duramente tocados por la crisis económica y con más miedo a la crisis social y los proletarios que disfrutan de una posición social más estable. Pero es que son estos estratos sociales los que más influencia han ejercido sobre el proletariado en los enfrentamientos sociales de los últimos años. Ellos han dado una forma concreta a la tensión que el proletariado ha ejercido, han vehiculado sus exigencias hacia los términos en que se han manifestado (defensa del Estado, reformas sociales, etc.) y han difundido en su seno los medios legalistas y pacifistas de lucha. Encumbrando a los proletarios más acomodados y a la pequeña burguesía empobrecida a los altares de la representación parlamentaria renovada, Podemos cumplirá la doble función de reforzar la influencia de estas capas sociales sobre el proletariado y de renovar la confianza de este en los métodos democráticos de lucha, que habrán reconocido la justeza de sus exigencias.

Podemos lucha por alcanzar un  éxito electoral mayor del que otras formaciones similares han logrado en ocasiones precedentes. Esta es la base de su fuerza: o logra el éxito y su línea de posiblismo extremo se confirma, o desaparece. Porque Podemos ha inscrito en su bandera: renuncia a cualquier exigencia desmedida, el logro real no es la imposición de estas exigencias sino poder ser incluidos en el sistema parlamentario. A partir de ahí, insisten, todo estará hecho. Esto a día de hoy, se manifiesta en el hecho de que Podemos ni tan siquiera existe más allá de las listas electorales que ha presentado a las elecciones. No tiene militantes. No tiene partido. Su fuerza es la presencia mediática (que excluye, por su misma lógica, la militancia política) y el éxito logrado. Podemos buscará, en los próximos meses a sus propios autores. Los que puedan consolidar a esta fuerza anti proletaria como una alternativa real para la burguesía.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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