Cuarenta años de paz

 

(«El proletario»; N° 8; Octubre - noviembre - diciembre de 2016)

 

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En 2015 se cumplen 40 años de la muerte de Franco y del comienzo formal de la Transición a la democracia. Naturalmente, es solo la necesidad burguesa de dotar al régimen constitucional de una historia coherente con sus postulados (superación de la división en clases de la sociedad, régimen de garantías y derechos, etc.) la que puede dar valor a este aniversario. No es muy difícil entender que no es en 1975, ni en 1973 con la muerte de Carrero Blanco, ni en 1969 con el nombramiento de Juan Carlos como sucesor del Caudillo, donde se deben buscar los orígenes del paso de la forma del estado dictatorial a la democrática: hay que remontarse a 1956, año en el que la primera generación de jóvenes burgueses descendientes directos de la facción de la burguesía vencedora en la Guerra Civil, se manifiestan contra las formas dictatoriales de gobierno y pasan a constituir el embrión de lo que, 20 años después, serán  las corrientes políticas que garanticen el correcto tránsito de una fórmula de gobierno a la siguiente.

Pero, en cualquier caso, el año 1975 tiene una importancia de primer orden porque es desde esta fecha que la burguesía ya plenamente democrática hace el balance de su gobierno y le presenta al proletariado los resultados, con el fin de mostrarle que el régimen democrático y parlamen-tario ha supuesto, para él, una mejora en términos absolutos respecto a la situación anterior. Si para la retórica franquista, que perduró incluso cuando el régimen ya se encontraba completamente deformado respecto de lo que había supuesto en un primer momento, fue 1939 el primer año de la salvación definitiva de la Patria, 1975 juega el mismo papel hoy en día, cuando Patria, Raza, Nación y Estado han sido sustituidos en el argot ideológico de la burguesía por Democracia, Parlamento y otros tantos términos más adecuados pero con el mismo contenido anti proletario de aquellos.

 

ESPAÑA NO ES DIFERENTE

 

En los trabajos que nuestro partido realizó al acabar la II Guerra Mundial y que sirvieron para restaurar la doctrina marxista en sus justos términos frente a la corrupción que en este terreno acompañó a la contra revolución encabezada por socialdemocracia y estalinismo, se expusieron claramente los términos en los cuales las potencias democráticas que vencieron militarmente a aquellas dictatoriales (Italia fascista, Alemania nazi y Japón imperial) adoptaron plenamente las fórmulas políticas del fascismo  como modo de gobierno en todo el mundo. Por ejemplo, en nuestros textos El ciclo histórico de la economía capitalista y El ciclo histórico de la dominación política de la burguesía (publicados ambos en El Programa Comunista nº 21) está expuesta claramente la relación que existe entre el paso de las formas liberales de la economía capitalista en sus primeros tiempos a las formas propias del capitalismo imperialista (economía de los trust y monopolios, fusión del capital industrial con el bancario, expansión imperialista) y la evolución del andamiaje político del gobierno de la burguesía:

 

«A medida que la iniciativa privada cede el paso ante el prevalecer de los formidables entrelazamientos de las actividades coordinadas en la producción de mercancías, en su distribución, en la gestión de los servicios colectivos, en la investigación científica en todos los campos, se vuelve impensable ningún tipo de autonomía de iniciativa también sobre el terreno político […]

Así pues, desde hace varios decenios, y con un ritmo cada vez más decido, incluso la política gubernamental de la clase dominante se desenvuelve hacia formas de estricto control, de dirección unitaria, de estructura jerárquica y fuertemente centralizada […]

Este Estado y esta forma política moderna, esta forma que tiende a sustituir generalmente en el mundo moderno a la del liberalismo democrático clásico, no es otra forma que el fascismo moderno.»

 

Para la burguesía que luchó contra los envites del proletariado internacional al acabar la I Guerra Mundial, el fascismo, en cualquiera de sus variantes nacionales, significó un cambio en la forma del dominio que ejercía sobre la sociedad. Acosada tanto por el caos económico aparecido tras la guerra como, sobre todo, por la lucha de clase del proletariado que tuvo su culmen en la Revolución Rusa dirigida por el Partido Bolchevique y que se extendió por toda Europa, la burguesía tuvo que renunciar definitivamente a las fórmulas del gobierno democrático liberal que la acompañaban, con distintas variantes locales, desde su aparición como clase dominante. Estas fórmulas habían caducado no sólo porque para vencer sobre el proletariado que se había dotado de órganos centralizados de combate había que utilizar métodos similares y por lo tanto completamente diferentes a aquellos que la democracia proporcionaba, sino también porque el propio desarrollo capitalista había hecho inviables las unidades productivas aisladas, compitiendo entre ellas, derrochando valiosos recursos. El desarrollo de las fuerzas productivas, tanto el de la fuerza productiva-proletariado como el de la fuerza productiva-capital, se rebeló contra las formas de propiedad que sustentaban el gobierno liberal de la burguesía; para intentar salvar la vida a aquellas la burguesía hubo de renunciar a este, es decir, para mantener su dominio de clase inalterado en el contenido tuvo que modificar la forma en que este se ejercía. El fascismo fue, por lo tanto, la continuación natural del dominio de clase de la burguesía después de que la posibilidad de mantener este democráticamente se agotase y adquirió sus características esenciales no de una supuesta regresión a épocas pre burguesas sino de la manera con que la burguesía tuvo que luchar para que su etapa en la historia no desapareciese.

 

«Desde el punto de vista económico, el fascismo puede definirse pues como una tentativa de autocontrol y autolimitación del capitalismo, tendente a frenar con una disciplina centralizada los efectos más alarmantes de los fenómenos económicos que tornan incurables las contradicciones del sistema.

Desde el punto de vista social, puede definirse como la tentativa de la burguesía (que había nacido con la filosofía y la psicología de la autonomía y del individualismo absolutos) de darse una conciencia colectiva de clase, y de contraponer sus propias formaciones y encuadramientos políticos y militares a las fuerzas de clase amenazantes que se determinan en la clase proletaria.

Políticamente, el fascismo constituye la fase en que la clase dominante descarta como inútiles los esquemas de la tolerancia liberal, proclama el método de gobierno de un único partido y liquida las viejas jerarquías de sirvientes del capital demasiado gangrenadas por el empleo de los métodos del engaño democrático.

Por último, en el plano ideológico, el fascismo no sólo revela no ser una revolución, sino ni siquiera un recurso universal seguro de la contra revolución burguesa, al no renunciar, porque no puede hacerlo, a enarbolar una mitología de valores universales. A pesar de haberlos invertido dialécticamente, se apropia de los postulados liberales de la colaboración de clases; habla de nación y no de clase; proclama la igualdad jurídica de los individuos; y sigue presentando falazmente su propio andamiaje estatal como la emanación del conjunto de la sociedad»

(Extraído de El ciclo histórico de la dominación política de la burguesía, en El Programa Comunista nº21)

 

Puede verse, a la luz de la cita anterior que es un buen ejemplo del trabajo de nuestro partido sobre el terreno de la lucha teórica, que la variante franquista española del fascismo fue la encargada de realizar un programa de ajuste económico, político, social e ideológico análogo al que Mussolini o Hitler realizaron en Italia y Alemania. Pero mientras que estos dos países vieron caer los regímenes fascista y nazi que llevaron a cabo de manera expeditiva este programa de salvación burguesa, el franquismo sobrevivió en el poder durante casi cuarenta años. Estos cuarenta años vieron realizarse la modernización definitiva del aparato productivo del país: la industrialización de los principales sectores económicos, la tecnificación del campo y el progresivo abandono de la mano de obra sobrante en este, la renovación del sector bancario y la llegada de las inversiones del capital extranjero. El franquismo, además de asumir las tareas previamente expuestas, realizó también la labor de puesta al día, en relación a sus vecinos europeos, de las fuerzas productivas del capitalismo español y lo hizo en gran medida impulsado por el crecimiento económico derivado de la reconstrucción post bélica que fermentó en toda Europa y América durante los llamados Treinta Gloriosos. Esto implicó que mientras que en Europa se mostraba claramente la continuidad indisoluble entre la labor realizada por los regímenes fascistas y sus sucesores democráticos tanto en el terreno económico como en el político y social, en España pudiese mantenerse en pie la ficción de que las fórmulas comunes a toda la burguesía internacional se mantenían como una peculiaridad derivada de la pervivencia de un vestigio político ya liquidado fuera de ella. De esta manera, las consecuencias de la industrialización acelerada que el proletariado sufrió en sus carnes podían ser vinculadas por la naciente «oposición democrática» a características propias del franquismo y no a las necesidades del desarrollo del capitalismo español, que en esta época realizó su despliegue definitivo y aún hoy día la burguesía pone en 1975 el diapasón entre un régimen de opresión y uno de libertad, delimitando las tensiones sociales que quedan a un lado de este como propias de una dictadura (y por lo tanto legítimas) y las que quedan al otro como anatemas de la libertad conseguida (y por lo tanto terroristas, por usar la jerga actual).

De hecho, si realmente el régimen democrático posterior a la Transición hubiese sido un cambio radical frente a la opresión franquista, si hubiese derribado las bases sobre las que se levantó este y que son las propias del capitalismo desarrollado en todo el mundo desde la entrada en la fase imperialista (es decir, concentración del capital, dominio del capital financiero sobre la actividad productiva, formas totalitarias de gobierno, etc.) España no habría estrenado una nueva democracia sino que, sencillamente, habría vuelto al régimen de turnos previo a la dictadura de Primo de Rivera en el terreno político y a la tradicional alianza del capital industrial catalán con la burguesía agraria castellana en el terreno económico. Obviamente ni el desarrollo de la industria se iba a invertir ni la democracia liberal tal y como la conoció el país iba a volver. La muerte de Franco en 1975 no dio lugar a una restauración democrática española en sus términos liberales, sino a una democracia idéntica a aquella aparecida en las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial que habían asumido los postulados fascistas como modo de gobierno y que obedecían a las leyes inapelables del desarrollo del capitalismo en su fase más avanzada. Concretamente la naciente democracia española obedeció a un modelo determinado tanto por el que se había impuesto en el resto del mundo treinta años antes como por el de  nuevas necesidades que al dominio de la burguesía se le presentaron con la llegada de la crisis capitalista mundial de 1973.

 

NI REFORMA NI RUPTURA

 

En los libros de texto se enseña que durante la Transición se enfrentaron dos posiciones acerca de cómo dejar atrás el régimen franquista: reforma o ruptura. Dando como algo obvio que el capitalismo español no sufrió una ruptura ni una reforma en el proceso de Transición, que las fábricas de automoción no se extirparon del suelo ni se repobló el campo andaluz ¿se produjo quizá una ruptura en el terreno político? Parece claro que no. Más aún ¿podía alguna facción de la burguesía española encabezar un proceso de reforma? La respuesta, de nuevo, es que no. En un texto de 1946, nuestro partido definió el reformismo  como la característica de los movimientos que, pese a que no buscan desbaratar brusca y violentamente las instituciones tradicionales, advierten que las fuerzas productivas empujan demasiado fuerte y propugnan modificaciones graduales y parciales en el orden vigente. Estos movimientos no han aparecido en la historia de manera aleatoria sino respondiendo a momentos cruciales del desarrollo de esta en los que este empuje de las fuerzas productivas se combina, aún, con la posibilidad de ciertas reformas políticas que eviten el estallido social:

 

La clase capitalista aparece en la historia como una fuerza antiformista y sus energías imponentes la conducen a franquear todos los obstáculos, materiales e ideales; sus pensadores derriban los antiguos cánones y las antiguas creencias de la manera más radical.

A las teorías de la autoridad por derecho divino las sustituyen las de la igualdad y libertad política, de la soberanía popular y se proclama la exigencia de institutos representativos, pretendiendo que, gracias a estos, el poder sea expresión de la voluntad colectiva libremente manifestada.

El principio liberal y democrático en esta fase aparece netamente revolucionario y antiformista, tanto más cuanto que no se realiza por vías pacíficas y legalistas sino que triunfa a través de la violencia y el terror revolucionario, y es defendido de retornos restauradores con la dictadura de las clases vencedoras.

En la segunda fase, ya estabilizado el sistema capitalista, la burguesía se proclama exponente del mejor desarrollo y del bienestar de toda la colectividad social y recorre una fase relativamente tranquila de desarrollo de las fuerzas productivas, de conquista con su propio método de todo el mundo habitado, de intensificación de todo el ritmo económico. Esta es la fase progresiva y reformista del ciclo capitalista.

El mecanismo democrático parlamentario en esta segunda fase burguesa vive paralelamente al direccionamiento reformista, interesando a la clase dominante en hacer su propio ordenamiento como susceptible de explicar y manifestar los intereses y las reivindicaciones de las clases trabajadoras. Sus gobernantes sostienen que pueden satisfacerlas con providencias económicas y legislativas que subsisten en los márgenes jurídicos del sistema burgués. Parlamentarismo y democracia no tienen ya el carácter de consigna revolucionaria, pero asumen un contenido reformista que asegura el desarrollo del sistema capitalista, conjurando choques violentos y explosiones de la lucha de clase.

La tercera fase es aquella del moderno imperialismo, caracterizado por la concentración monopolística de la economía, por el surgimiento de los sindicatos y trust capitalistas, de las grandes planificaciones dirigidas por los centros estatales. La economía burguesa se transforma y pierde los caracteres clásicos del liberalismo por los cuales cada patrón de empresa era autónomo en sus elecciones económicas y en sus relaciones de intercambio. Interviene una disciplina cada vez más estricta de la producción y de la distribución; los índices económicos no resultan ya del juego libre de la competencia, sino de la influencia de asociaciones entre capitalistas en primer lugar, de órganos de concentración bancaria y financiera después y finalmente del Estado. El Estado político, que en la acepción marxista era el comité de intereses de la clase burguesa y la tutelaba como órgano de gobierno y de policía, deviene cada vez más un órgano de control y también de gestión de la economía.

 

(Tracciato d´impostazione en I testi del partito comunista internazionale, vol.1; Edizioni il programma comunista)

 

A la hora de producirse la Transición del régimen franquista a la democracia, no sólo España sino la totalidad de los países capitalistas del mundo se encontraban desde hacía varias décadas en la tercera fase, en la fase imperialista. Esto significa que la burguesía española, definitivamente inmersa en el juego de alianzas y rivalidad con el resto de burguesías nacionales, únicamente podía dar como respuesta a los problemas de fluidez de las relaciones capitalistas de producción y de su propio gobierno una respuesta acorde con las características del estado totalitario, heredero y continuador de la forma franquista. Ninguna veleidad reformista, en el sentido histórico del término, le estaba permitida a ninguna de las facciones burguesas en un momento en el que, a lo sumo, podían reestructurar el aparato estatal de la misma manera que unos años después reestructurarían la economía nacional de acuerdo a un plan centralizado.

El dominio burgués sobre la sociedad permaneció inalterado tanto en su contenido como en sus formas. La legalidad, principio básico de la sociedad burguesa mediante el cual la clase dominante somete jurídicamente a las clases subalternas con el recurso a la fuerza como ultima ratio, permaneció inmutable adecuando tan sólo una serie de preceptos para abrir la posibilidad de existencia legal a las fuerzas políticas capaces de integrarse en la estructura estatal y jugar en ella el papel de elementos de contención social. Es decir, el código legal franquista admitió en su seno a los que hoy se conocen como «agentes sociales» para que desarrollasen desde él la labor de encuadrar tanto al proletariado como a otros estratos sociales en los márgenes del orden vigente. Una serie de derechos se reconocieron en términos sumamente limitados (asociación, siempre sancionada por el Estado; prensa, obligada a respetar la legalidad; huelga, limitada por las disposiciones gubernamentales) y siempre bajo la amenaza de ser suspendidas por el desarrollo de una legislación específica (como sucedió con la ilegalización de las organizaciones del ámbito abertzale a partir de los primeros años de este siglo). El resto de puntos críticos, especialmente los que atañen más directamente al proletariado, permanecieron en esencia inalterados y, poco a poco, fueron endureciéndose más aún (policía, prisiones, etc.)

El Estado, forma jurídica superior de la sociedad dividida en clases, también permaneció inmutable. El famoso harakiri de las Cortes franquistas escenificó perfectamente el traspaso de poderes de unos representantes de la burguesía a otros que prometían no alterar nada. De esta manera la unidad nacional ha continuado siendo el punto basilar sobre el que se ha desarrollado la democracia actual y al que se consagran todos los esfuerzos que la burguesía exige una y otra vez al proletariado. El Ejército, moldeado a partir de la victoria del bando franquista en la Guerra Civil, fue rápidamente asegurado en sus funciones y a través de él la burguesía nacional ha materializado parte de su inserción en las alianzas estratégicas con otras burguesías. Finalmente, la monarquía, diseñada al detalle por el entorno más cercano a Franco, ha cumplido la labor de colocar un punto de referencia por encima de la disputas coyunturales de las facciones burguesas, exactamente la misma función que cumplió el dictador cuando el régimen franquista comenzó su apertura al exterior.

Por último, el engranaje del colaboracionismo sindical, desarrollado ya desde el Fuero del Trabajo y perfilado en las dos últimas décadas del franquismo, si bien perdió al Sindicato Vertical, vio cómo se mantenía el andamiaje legal capaz de mantener esta colaboración. El mismo andamiaje que permitió a los sindicatos democráticos, una vez adheridos definitivamente al plan de reajuste económico del capitalismo nacional, insertarse en el Estado y gestionar buena parte de los amortiguadores sociales que han constituido la base de la paz social durante cuatro décadas.

El resto de instituciones estatales pueden reducirse a los términos expuestos arriba. Especialmente claro es el caso de los partidos políticos, que por encima de sus vaivenes electorales, han constituido el partido único de la democracia, capaz de imponer la disciplina política y social, sobre todo desde que promovieron los Pactos de la Moncloa como verdadero programa político, económico y social que aún hoy se mantiene con plena vigencia.

La democracia española ha avanzado por el terreno trillado del fascismo. Ha asumido sus principios básicos dentro de un molde renovado que permite una mejor adecuación a las exigencias que el fin del periodo de bonanza de la segunda postguerra puso sobre la mesa. Todas las discusiones acerca de si las cosas podrían haber sido diferentes olvidan que los regímenes políticos, cualquiera que sea su nombre, no son la causa sino el efecto del decurso social, que se encuentra a su vez férreamente determinado tanto por el grado de desarrollo de las fuerzas productivas como por el choque de estas con las relaciones jurídicas de la propiedad capitalista, cuyas consecuencias la burguesía trata continuamente de evitar.

 

VIEJAS RESPUESTAS A FALSAS PREGUNTAS

 

La crisis capitalista mundial ha provocado convulsiones en las principales potencias capitalistas. Los programas de ajustes y austeridad han sido la primera respuesta que la burguesía ha dado para frenar la caída de la tasa de beneficio e intentar mantener a flote las diferentes economías nacionales. En ningún caso estas medidas han supuesto un cambio en la trayectoria que había seguido el capitalismo durante las últimas décadas. No se trata de que bajo algún tipo de presión «popular», hasta 2008 el capitalismo hubiese sido obligado a asumir formas y características «sociales» mientras que ahora ha torcido su rumbo y recae en la barbarie y en el despotismo. Se trata simplemente de que la crisis capitalista ha puesto al descubierto un curso que la época de bonanza previa mantenía velado.

La crisis de 2008 y todas las consecuencias políticas y sociales que ha traído no son otra cosa que una manifestación de las fuerzas materiales sobre las que se levanta el modo de producción capitalista y no ha provocado ningún cambio, drástico ni suave, en el contenido de este, como tampoco ha implicado el paso a una nueva etapa de su desarrollo. Ni siquiera en el terreno de la estructura política y jurídica de la nación ha conllevado ningún tipo de modificación. La aparición sobre el tablero electoral de nuevas fuerzas políticas que pretenden representar los intereses de un vago y heterogéneo «pueblo» son una versión rediviva del oportunismo político clásico que se desarrolló a lo largo de las décadas del crecimiento económico en toda Europa y que, en España, una vez acabado el régimen franquista, disfrutó durante décadas del poder como única fuerza capaz de llevar a cabo la reestructuración política y económica del país.

El programa de estas fuerzas políticas, tanto en el terreno local como en el general, consiste en una renovación democrática que reestablezca el «consenso» político y social que dio lugar a la Transición. De esta forma, todas las afirmaciones realizadas por PODEMOS y las diferentes candidaturas de Unidad Popular que han surgido y continuarán surgiendo hasta las próximas elecciones generales, vienen a refrendar la necesidad de apuntalar las fisuras que han aparecido en el edificio del Estado burgués.  El «consenso» de la Transición significó el pacto realizado por las distintas facciones de la burguesía y de sus agentes entre el proletariado (los partidos llamados socialista y comunista así como el conjunto de los sindicatos democráticos) para adecuar los resortes del Estado a las nuevas necesidades que se imponían, garantizando la pervivencia de las estructuras básicas del régimen franquista que eran las propias de todos los estados totalitarios del mundo capitalista. Así como entonces la democratización significó redoblar la presión que este Estado ejercía sobre el terreno económico (y por lo tanto sobre la existencia cotidiana del proletariado) hoy la «regeneración» democrática cubre las nuevas necesidades que tiene la burguesía, una vez que la crisis económica ha evidenciado, sacando en todo el mundo a las clases subalternas a la calle, que el pacto social previo era un pacto contra estas clases y especialmente contra el proletariado.

Un nuevo régimen es inviable. El desarrollo de la fase imperialista del capitalismo es el que ha determinado la configuración del Estado fascistizado, sea cual sea el mito demo-liberal al que se remita, como única forma viable para la burguesía que aspira a prolongar indefinidamente su dominio de clase. La época histórica del reformismo se acabó con los sueños pacifistas que dieron lugar a la I Guerra Mundial y no es posible ninguna reforma que altere sustancialmente la definitiva versión totalitaria del sistema institucional burgués. Si hasta entonces el reformismo podía levantarse sobre la ilusión de ciertas capas del proletariado de ser incluidas progresivamente dentro del sistema capitalista en unas condiciones aceptables, hoy se ha cerrado la puerta incluso a la más mínima colaboración entre clases. Ni la burguesía está dispuesta a colaborar ni va a intentar algo que no sea gestionar el retardo de futuros estallidos sociales. Para esta labor va a exigir a sus aliados, a aquellas fuerzas políticas que buscan la participación del proletariado en la democracia parlamentaria moderna, que se encarguen únicamente de gestionar sus políticas de ajuste, garantizando en todo momento y por encima de cualquier otro postulado, la buena marcha de la economía nacional y la imposición de una férrea disciplina al proletariado. Esta es la realidad del programa de «regeneración» democrática y a medida que estas fuerzas políticas vayan ocupando sus lugares, tanto en el gobierno como en la oposición, el proletariado podrá comprobar cómo todas las ilusiones reformistas se disipan ante la imposibilidad de lograr tan siquiera mínimas mejoras en ningún ámbito.

En el periodo de entreguerras, durante los años de mayor tensión social que ha conocido el mundo capitalista,  nuestra corriente, la Izquierda Comunista de Italia, afirmó que la secuencia histórica no sería de ninguna manera FASCISMO-DEMOCRACIA-REVOLUCIÓN porque entre los dos primeros términos de la serie no existía una oposición real y el primero debía seguir al segundo (y no al revés). En su lugar, colocó los términos así: DEMOCRACIA-FASCISMO-DICTADURA DEL PROLETARIADO. Noventa años han dado la razón a esta posición. De las democracias liberales se pasó al fascismo y a las formas fascistas del Estado que han perdurado hasta hoy. En ambos momentos históricos el contenido real, dado que ni democracia ni fascismo tienen ninguna energía histórica propia, ha sido la dictadura de la clase burguesa. En este sentido, los comunistas veremos en el incremento de la presión burguesa sobre el proletariado, en la liquidación de cualquier vestigio democrático, un acercamiento a nuestra revolución. Para nosotros la alternativa histórica real continúa siendo: DICTADURA BURGUESA O DICTADURA DEL PROLETARIADO.

Pese a que las fuerzas del partido revolucionario sean escasas hoy día hasta el punto de no representar otra cosa que el más pequeño embrión del partido compacto y potente que deberá dirigir el asalto revolucionario, todas nuestras energías están encaminadas a preparar, en cada pequeño conflicto, en cada grieta que se abre en la sociedad burguesa, la lucha por la dictadura del proletariado, forma despótica del poder revolucionario que extirpará mediante el terror rojo el terror reaccionario de la burguesía y organizará la transformación socialista de la sociedad.

Ninguna coyuntura especial, ninguna reforma de este o aquel aspecto del capitalismo y de su Estado, cabe en esta perspectiva, que es la que el desarrollo del propio capitalismo ha puesto a la orden del día.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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