Esclavos del cielo

 

(«El proletario»; N° 11; Agosto - septiembre - octubre de 2016)

 

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Finalmente, valorada con la perspectiva del éxito del salto a las instituciones, la voluntad que el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, manifestó de «asaltar los cielos» en la Asamblea de este partido en Vista Alegre, puede ser considerada definitivamente fracasada. Su número de escaños en la convocatoria general de junio se ha quedado lo suficientemente lejos, dado el resultado de los partidos de aquello que Podemos llama «vieja política» o «casta», de resultar capaz de encabezar algún tipo de «cambio» (otra de las vacías palabras fetiche de la formación) como para considerarlo un fracaso. Incluso contando con su alianza con Izquierda Unida, que de por sí resultaba un mentís en toda regla a aquello que el partido afirmaba incluso antes de su constitución, los escaños obtenidos por la cohorte de Pablo Iglesias han sido insuficientes en comparación con sus propias esperanzas de encabezar la llamada «regeneración democrática» al punto de que incluso el partido Ciudadanos puede tener más relevancia en los próximos tiempos que ellos pese a haber obtenido menos de la mitad que  Podemos.

Ahora los politólogos de la facultad de Somosaguas podrán opinar acerca de los condicionantes de este fracaso, podrán refugiarse en las victorias municipales obtenidas un año antes, podrán posponer su «asalto» cuatro años… pero su perspectiva de una victoria fulminante ha quedado hecha añicos. Sus teorías «revolucionarias» acerca de cómo debía llevarse a cabo el cambio, de cómo conectar electoralmente con la población ansiosa del mismo, etc. han demostrado ser tan inútiles como tantas otras que previamente pretendieron justificar el terreno electoral como el único campo de batalla de la lucha de clase, si bien Podemos se ha abstenido sistemáticamente de utilizar este concepto tan «viejo» y «caduco» desde su punto de vista y ha querido sustituirlo por otros más amables y menos «excluyentes» que, según sus modernas teorías universitarias, estarían más en el corazón de la «mayoría social». Excusas y términos a parte, cualquier esperanza en la lucha electoral ha naufragado. Pero, ¿significa eso que Podemos ha fracasado? ¿que no ha cumplido con su función? De ninguna manera. De hecho esta brusca redefinición de su ámbito de influencia y actuación que le ha reportado su tercer puesto electoral se corresponde  con el éxito de su programa real, ese que se escondía y se esconde detrás de las grandilocuentes proclamas que ha lanzado a lo largo de dos años.

 

DEL 29 DE SEPTIEMBRE AL 22 DE MARZO

 

Los orígenes de Podemos no se encuentran, como sus líderes dicen, en un conciliábulo de la Facultad de Políticas de Somosaguas, donde ex falangistas, residuos estalinistas de todo tipo y adalides de la «nueva política» han hecho su carrera los últimos años. Tampoco se encuentran en los platós de las televisiones, como les critican sus detractores. Finalmente, tampoco hay que buscarlos en las calles y plazas del 15 de Mayo, como querrían buena parte de sus votantes, sus aliados electorales y una supuesta «izquierda» del partido.  Los orígenes de Podemos están en el auge de las movilizaciones contra las medidas anti obreras de los gobiernos socialista y popular. Estas movilizaciones comenzaron en 2010 con la huelga general del 29 de septiembre y acabaron con las llamadas «Marchas de la Dignidad» del 22 de marzo de 2014 y no fueron un «estallido democrático» como se dice del 15M, sino una oleada de protestas llevada a cabo por los proletarios y los sectores más empobrecidos de las llamadas «clases medias».

Durante los primeros años de la crisis capitalista mundial (2008 y 2009) el drástico aumento del desempleo fue la nota predominante entre la clase proletaria. Durante ese periodo, en parte por inercia en parte por las malas previsiones económicas que habían realizado los expertos de la patronal y del Gobierno, los salarios no sufrieron una caída tan brusca como hubiera sido esperable. El gasto público no disminuyó sino que aumentó siguiendo la tendencia de los años anteriores que se vio reforzada por la aparición de los planes de estímulo económico vía inversión directa. En lo que respecta a los casos más extremos, donde las medidas anti cíclicas del gobierno no alcanzaban, los subsidios de desempleo garantizaron una estabilidad mínima para los perceptores y sus familias. El primer golpe de la crisis fue capeado en estos años y por lo tanto su impacto sobre la clase proletaria fue más psicológico que físico, si bien esta situación duraría poco.

La primera de la serie de medidas anti obreras que se adoptarían por parte de los gobiernos españoles de estos años la tomó Zapatero en 2010 y consistió en una reforma del sistema de pensiones que elevaba la edad de jubilación a los 67 años. A esta le siguió, pocos meses después, una Reforma Laboral encaminada como siempre a abaratar el despido. Más que por la importancia real de estas medidas las organizaciones sindicales convocaron una huelga general debido a la tensión social que se había acumulado en los últimos meses como consecuencia de la finalización del efecto de las medidas anti cíclicas adoptadas dos años atrás. En efecto, el aumento de la población obrera en desempleo y sin subsidio, la caída drástica de los salarios, etc. habían generado un malestar entre los proletarios que acabó por forzar a los sindicatos a convocar un paro general de 24 horas. Lo hicieron con varios meses de antelación buscando que la huelga no coincidiese con el momento en que más presión podía sentirse entre los proletarios y adecuando fechas y organización a criterios completamente alejados de la lucha que se les exigía.

Aparte de la habitual guerra de cifras entre patronal, gobierno, sindicatos y oposición, la huelga tuvo un significado inequívoco: la política de las organizaciones sindicales, especialmente la de CC.OO. y UGT, iba a ser exactamente la misma que había sido durante los últimos 30 años: convocatoria de una jornada de paros, nula organización incluso de los mínimos esperables en esta convocatoria (sin piquetes, sin presión en los puestos de trabajo, sin presencia en los barrios obreros…), ninguna repercusión sobre los objetivos fijados formalmente, etc. La huelga se convocó, por lo tanto, como una válvula de escape a la tensión acumulada, su objetivo era conducir esta por vías exclusivamente democráticas de lucha, dándole como función primordial reforzar la colaboración entre clases y, sobre todo, agotando y desilusionando al proletariado que participó en ella.

Tanto CC.OO. como UGT han construido su leyenda épica con ayuda de la burguesía y sus voceros. Entre los hitos de esta leyenda se encuentra la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Más allá de la famosa escena de la televisión en negro a las 12 de la noche, la huelga general únicamente sirvió para encauzar la lucha obrera, que venía cobrando fuerza a lo largo de la década mediante enfrentamientos directos con la burguesía y sus proyectos de desindustrialización, por la vía de la protesta simbólica. La inteligencia del gobierno del PSOE al retirar su Plan de Empleo Juvenil para dar apariencia de victoria a UGT y CCOO pero reintroducir el contenido íntegro de esta reforma mediante leyes posteriores, fortaleció esta ilusión acerca de una lucha obrera exquisitamente democrática y respetuosa con las necesidades generales del país.

La huelga de 29 de septiembre se colocó en la cola de este tipo de movilizaciones con las que CCOO y UGT tanto como los partidos de la izquierda parlamentaria y extra parlamentaria habían educado al proletariado en la resignación más absoluta. Pero fue sintomático de la debilidad que empezaba a afectar a esta política de contención el que tanto durante la huelga como en los meses posteriores las convocatorias de sindicatos y organizaciones sociales de todo tipo cobrasen  una fuerza que años antes hubiera sido impensable. La tensión social, sencillamente, era la suficientemente intensa como para que fuese sofocada con un único movimiento.

El llamado «Movimiento 15M» fue la consecuencia de esa debilidad del oportunismo político y sindical. Este movimiento fue una reacción de la pequeña burguesía ante la situación cada vez más asfixiante por la que le tocaba pasar. Durante los años de bonanza económica previos a la crisis de 2007-2008 esta pequeña burguesía había padecido en sus carnes algunas leyes sobre las que se asienta el crecimiento capitalista: la centralización del capital, la concentración de la propiedad privada, el incremento de los precios, etc. habían desplazado a buena parte de sus componentes de su nicho social tradicional hacia una situación cada vez más precaria. Únicamente el ciclo de crédito barato que había acompañado a los primeros pasos del crecimiento de los años 1996 a 2006, había permitido a buena parte de la pequeña burguesía tradicional no perder su nivel de vida. Movimientos de protesta previos a la crisis capitalista como fueron los de Vivienda digna, etc. ya hacían referencia precisamente a ese desplazamiento que asfixiaba a las nuevas generaciones de la pequeña burguesía colocándolas entre la precariedad laboral (algo que no corresponde únicamente a la clase proletaria) y una brutal presión financiera. Finalmente el estallido no de la burbuja inmobiliaria, sino de la burbuja crediticia sobre la que habían levantado una frágil estabilidad estos estratos intermedios, acabó por colocarles en una situación desesperada.

El «Movimiento 15M» fue la confluencia de esta frustración de la pequeña burguesía, sobre todo de las grandes ciudades, con la incapacidad abiertamente manifestada por el oportunismo político y sindical para encauzar un malestar social que crecía a pasos agigantados. No se debe pensar que esta incapacidad residiese en que los propios proletarios hubiesen roto con la política interclasista del oportunismo sino en que las organizaciones políticas y sindicales que encabezaban esta política contaban ya con muy poco margen de maniobra en su trabajo de conciliar la defensa de los intereses de clase de la burguesía y el control de la clase obrera.  Tuvo, por lo tanto, un carácter pequeño burgués en su orientación y definición política desde el primer momento: estuvo muy lejos de ser una «revuelta popular» al estilo de los movimientos de la plaza Tahrir, de Túnez o de Libia. Característica de esta orientación democrática, que colocaba la reforma del Estado como garantía para la defensa de los intereses de todo «el pueblo», fueron sus exigencias básicas (reforma de la ley electoral, ley de transparencia, reforma de la financiación de los partidos, referéndum sobre el rescate a la banca, etc.) Es decir, una reforma política que acabaría con la crisis y sus consecuencias. ¿Ilusiones? No, invariancia histórica de la ideología de la pequeña burguesía, que en todo momento y lugar en el que se expresa coloca al Estado burgués (libre, eso sí, de la influencia de «los mercados») como tabla de salvación social.

Pero el Movimiento 15M significó el pistoletazo de salida para unas movilizaciones que fueron más lejos de su expresión original en forma de acampada y consensos. Tan sólo dos meses después, por ejemplo, las marchas desde los barrios y los pueblos hasta las Cortes, convocadas en Madrid por las «Asambleas de Trabajadores de Barrios y Pueblos» arrastraron a miles de jóvenes proletarios desde la periferia obrera hasta el centro de la ciudad, marcando lo que sería la tónica de las movilizaciones masivas de los siguientes cuatro años.

Esta consistió, básicamente, en una fuerte movilización de diferentes estratos de la clase obrera (y con ocasión de las huelgas generales de una verdadera demostración de fuerza por su parte) bajo la dirección de un movimiento interclasista estructurado en base a las exigencias políticas de la pequeña burguesía. Así, por ejemplo,  la lucha contra las agresiones contra los trabajadores de la sanidad o de la enseñanza se colocó bajo la bandera de la defensa del sector público (¡en cuyo nombre se despedía y se rebajaba el sueldo!). Las movilizaciones de las dos huelgas generales posteriores se convirtieron en gran medida en un circo de «indignados» cerrando locales comerciales en las arterias comerciales mientras la policía y los patrones se enseñoreaba en los polígonos industriales de las periferias urbanas. Si el oportunismo clásico, el que en España estaba representado por las organizaciones sindicales CC.OO. y UGT y los estalinistas de IU y secuaces, había perdido fuelle, el Movimiento 15M vino para renovar la doctrina de la colaboración entre clases, asumiendo de paso una vertiente callejera algo más violenta y que iba de acuerdo a la tensión existente pero que partía de los mismos principios básicos.

Un nuevo oportunismo se fraguó en las plazas. Nuevo por las nuevas caras que lo compusieron, no porque política o teóricamente variase un ápice respecto al viejo. Los jóvenes profesionales, universitarios, militantes de los llamados «movimientos sociales», encontraron en el 15M su inserción en una política a gran escala que venía a rellenar el hueco que los actores de la política tradicional habían tenido que abandonar. Pero incluso este fenómeno tampoco es nuevo. Ni la revolución ni la contra revolución comprometen únicamente a una generación. La guerra entre clases antagónicamente opuestas requiere hoy de todos los esfuerzos, recursos y personas, por parte de la burguesía para que el proletariado no reanude su lucha. Como mañana esta lucha requerirá de cada miembro de la clase obrera para poner fin al infierno burgués que hoy los politiquillos de los Ayuntamientos y el Congreso quieren pintar de color de rosa porque sientan sus personas en los sillones principales.

La base histórica más reciente del oportunismo, base sobre la cual realiza su función de ligar a la clase proletaria al carro de la burguesía, es la gestión de los amortiguadores sociales con que la burguesía alivia en tiempos de bonanza económica la situación de la clase proletaria. El desgaste de la política oportunista, del dominio de los trabajadores por parte de las organizaciones defensoras de la conciliación entre clases, pasa por lo tanto por el desgaste de esos amortiguadores. Especialmente en épocas en las que es la propia burguesía la que ya no está dispuesta a colaborar, épocas en las que forzosamente tiene que  restringir sus concesiones materiales a los proletarios, tanto los sindicatos como los partidos de la izquierda y la extrema izquierda – cada uno en su propio terreno de intervención, estrictamente económico para unos, más general y político para los otros -  pierden tendencialmente el propio sustento de su programa y  de su acción entre la clase proletaria. Pero si bien su capacidad de maniobra entre los proletarios disminuye la influencia que sobre estos ejercen décadas de predominio de su política, años y años del hábito de la colaboración con la burguesía, etc. no desaparece automáticamente. Es por ello que existe el caldo de cultivo para el relevo generacional: nuevos paladines de la democracia toman el relevo en la calle de aquellos que «hicieron la Transición» bajo las mismas consignas que se resumen esencialmente en una: defensa de la subordinación democrática de los proletarios a la burguesía.

Las circunstancias especialmente duras para la clase obrera que trajo la crisis dieron lugar a una serie de exigencias inmediatas relacionadas con la defensa de sus condiciones de existencia que se referían sobre todo a la lucha contra las medidas que el gobierno fue promulgando. Ciertamente la burguesía ha aprendido la lección de sus anteriores batallas contra los proletarios y sabe perfectamente cómo modular este tipo de medidas para golpear, de manera aislada y en momentos diferentes, a los diferentes sectores proletarios. Con ello consigue que la competencia que en el sistema capitalista se hacen los proletarios entre sí, jóvenes contra ancianos, autóctonos contra inmigrantes, empleados contra parados, cobre una relevancia especial a la hora de impedir la solidaridad entre los trabajadores de diferentes sectores productivos y entre todos ellos con los parados. Para lograr atenuar la reacción social ante sus exigencias, que son las exigencias de la valorización del capital en crisis, la burguesía contó, por supuesto, con el arraigo que los principios  democráticos, defensores de la legalidad burguesa a cualquier precio y contrarios a la lucha clasista del proletariado, habían logrado a partir del 15 de Mayo. Los nuevos portavoces de estos principios fueron la cara pública del dominio de la política conciliadora y anti clasista que se impuso a las movilizaciones. Su promesa era clara: la regeneración democrática y la defensa del Estado burgués frente a la propia burguesía acabaría con los males de la clase trabajadora.

Pero, de la misma manera que la merma de la capacidad de reacción de las centrales sindicales colaboracionistas y los partidos del oportunismo clásico les sumió en un impasse que les impedía canalizar el malestar existente, la debilidad material del Movimiento 15M y de sus derivados le impedía, a medio plazo, controlar la calle. Si se observa la evolución de las movilizaciones en España durante el periodo tratado en este epígrafe puede verse una tendencia creciente a la participación de los proletarios en ellas que acompaña a un progresivo abandono de los principios rectores del Movimiento 15M. La participación masiva en las huelgas generales (no sólo en las manifestaciones sino, de manera muy significativa, en los piquetes nocturnos en barrios y pueblos obreros), la acogida que en Madrid se dio  a la «Marcha Minera» de julio de 2012, más que por su contenido reivindicativo por el arrojo con el que se habían enfrentado los mineros a la Guardia Civil, la solidaridad que en tantos lugares despertó el conflicto de los vecinos de Gamonal, los diversos conflictos laborales que se respaldaron en la calle… Hasta concluir con las «Marchas de la Dignidad» de 2014. Durante todo ese tiempo los proletarios no rompieron con la dirección interclasista que organizaba y mantenía las movilizaciones. Su fuerza era demasiado grande para una clase obrera completamente privada de la experiencia de la lucha de clase pasada y todavía fuertemente constreñida en la ilusión de que era posible vencer sin luchar abiertamente. Pero precisamente durante este tiempo el sensible y progresivo cambio de tono de las movilizaciones indicaban que algo de experiencia sí se iba recabando al paso de los años, que las bridas con que el proletariado salió a la calle a partir de 2010 podían desgastarse a medida que la situación económica empeoraba y los cantos de sirena democráticos no llegaban nunca a buen puerto. Finalmente, el 22 de marzo de 2014 las «Marchas de la Dignidad» arrastraron a varios centenares de miles de proletarios madrileños a la calle convocados no por las organizaciones sindicales tradicionales ni por el 15 M, sino por una miríada de grupos de extrema izquierda que difícilmente, en una ciudad como Madrid, habían reunido nunca a más de un centenar de personas. Al margen de la violencia con que se respondió a las agresiones policiales y que acabó, a efectos prácticos, con una derrota moral de los antidisturbios, algo que indignó mucho más a los formadores de opinión profesionales que toda las agresiones de la policía contra manifestantes pacíficos juntas, el 22 de marzo significó que el proletariado podía responder espontáneamente a cualquier convocatoria que tocase la fibra sensible de la rabia acumulada y que, por lo tanto, podía marchar en cualquier dirección y no sólo en las que el folclore de los movimientos de las plazas o la representación oficial de CC.OO., UGT, IU, etc. habían marcado.

Después del 22 de marzo comenzó la historia oficial de Podemos.

 

Del 22 de marzo a los «ayuntamientos del cambio» y la frustración electoral.

 

Pasado un tiempo desde su aparición como líder de Podemos, Pablo Iglesias explicó a algunas revistas interesadas en conocer de cerca el «fenómeno Podemos» cómo el incremento de sus apariciones televisivas, comenzando por las cadenas derechistas y llegando incluso a la prensa rosa, formaban parte de una estrategia para volver visible a su partido. Es de las pocas cosas en las que Iglesias no se equivoca, aunque invierte los términos de la cuestión. Es sabido que Pablo Iglesias, que entonces sólo era el presentador de un programa de televisión «alternativo» en una cadena de escaso alcance, fue llamado por los directores de Intereconomía como «líder de izquierdas» para explicar por qué aparecían, en el idilio del 15M con los métodos de lucha pacíficos, grupos de jóvenes que, bajo la consigna «Asedia el Congreso», se enfrentaban violentamente con la policía. De ahí a ser cooptado por las cadenas de referencia de la izquierda, La Sexta y Cuatro, sólo pasaron unos meses. Y después del 22 de marzo y las «Marchas de la Dignidad» todos los medios de comunicación fueron una especie de plataforma de Podemos. Esto podría verse como algo anecdótico si no fuese porque, desde ese momento, todas las manifestaciones, convocatorias, movilizaciones, etc. desaparecieron del mapa. Podemos, sin ser aún un partido, sin tener una red organizativa mínima pero con el apoyo de todos los medios de comunicación, logró cinco escaños en las elecciones europeas de 2014. El eco mediático en torno a ellos se volvió ensordecedor, el propio Instituto Nacional de Estadística les daba vencedores de unas hipotéticas elecciones generales llegando al punto de decir que era el partido que más había crecido en un año… Mientras los líderes de CC.OO. y UGT se apresuraban a una esperpéntica firma de la paz social con el gobierno y todos los convocantes habituales de los años anteriores desaparecían prudentemente. Pablo Iglesias tiene razón al explicar que su salto al estrellato y sus posteriores logros electorales fueron consecuencia de una estrategia. Claro que sí, pero con la salvedad de que no se trataba de su estrategia.

Para el marxismo no se presenta ningún enigma a la hora de explicar el auge de Podemos. Los partidos no se crean, se dirigen. Y la burguesía encontró a unos dirigentes que, temporalmente, resultaban convenientes. Podemos pudo presentarse a las elecciones europeas arropado únicamente por las televisiones ligadas al PSOE, sin haber conformado tan siquiera un mínimo núcleo organizativo que le permitiese realizar la campaña, porque representaba un programa claro e inequívoco que tanto los medios de comunicación como el resto de grupos políticos estaban dispuestos a apoyar: la canalización de la tensión social por la vía de la lucha democrática, electoral e institucional. Este programa, puntal del partido, apareció claramente como la única alternativa en un momento en que esta tensión social parecía llegar a cotas que implicaban que en los próximos tiempos costaría contenerla, Podemos apareció como una función en que se anulaban las variables más peligrosas. Es por eso que Podemos, inicialmente una candidatura que no podía tener más éxito que intentos anteriores similares, se creó sólidamente sobre la base de un único punto: reconversión de las movilizaciones sociales en esfuerzo parlamentario, refuerzo de la confianza en el Estado burgués y en sus instituciones como único ámbito donde es posible la lucha, regeneración de la ilusión democrática como única alternativa al deterioro de las condiciones de existencia del proletariado. Por supuesto con una condición insalvable: vaciamiento de las calles. Condición que, por supuesto, se cumplió.

Un año después, sin que Podemos hubiese explicado qué se obtuvo con sus escaños en el Europarlamento y sin que dijese ni una palabra acerca de qué mejoras tangibles se han logrado con su elección, aparecieron las «Candidaturas del Cambio». Se trataba de agrupaciones de las fuerzas locales de Podemos combinadas con distintos grupos de la extrema izquierda extra parlamentaria y con, según el lugar, Izquierda Unida para las elecciones municipales y autonómicas de 2015. En las grandes ciudades, las más golpeadas por la crisis, estas candidaturas lograron un número considerable de votos. En Madrid, Barcelona, algunas ciudades gallegas, Zaragoza y Cádiz, llegaron a gobernar. En otras ciudades han apoyado al PSOE para su investidura. Sin duda resulta significativo que, donde gobiernan, las candidaturas ligadas a Podemos lo hacen apoyadas por el PSOE, partido sobre el que recae la responsabilidad de las agresiones más brutales contra la clase trabajadora de los últimos cuarenta años amén de unos cuantos casos importantes de corrupción y, por supuesto, el terrorismo paraestatal de los GAL.

¿Cuál es el balance a un año vista de la victoria de estas candidaturas? La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, ya dejó claro el resultado que se obtendría de él aún antes de poder hacerlo cuando afirmó que su programa electoral no era tal, sino un conjunto de «sugerencias». Que, por lo tanto, las promesas con que había arrastrado a sus electores acerca de combatir el desempleo, acabar con los desahucios, crear una banca pública, etc. eran simples buenos deseos de los que no debería esperarse mucho. Por supuesto que en Madrid sigue habiendo desahucios, el paro no ha remitido, la banca pública no existe… Y es que el verdadero programa de todas las candidaturas del cambio no estaba escrito en papel, su verdadero programa era reagrupar sobre el único terreno de la ilusión democrática y de la participación electoral a los proletarios. Hacer abandonar cualquier atisbo de lucha de clase en favor de la mediación institucional. Las exageraciones de su programa electoral se explican así. Obviamente un Ayuntamiento no puede cumplir con ellas, no puede crear una banca pública, no puede parar las órdenes judiciales de desahucios… Un Ayuntamiento, legalmente, no puede hacer otra cosa que gestionar el crecimiento urbanístico, el tráfico y poner en marcha pequeñas medidas más cercanas a la caridad que a cualquier tipo de solución a los «problemas sociales». Pero no se trató, en ningún momento, de lo que un Ayuntamiento podía hacer, sino en aquello que los proletarios debían hacer: confiar en las instituciones, aceptar el camino de la lucha exclusivamente democrática, etc.

El Ayuntamiento de Madrid, cumplida su tarea de tranquilizar la calle, ha podido dedicarse a las tareas propias de la institución. Bajo el mandato de Manuela Carmena, aparte de las estridencias de la memoria histórica y los pleitos con algunos inversores internacionales, la burguesía ha continuado con sus negocios. La promesa de la «remunicipalización de los servicios públicos» ha quedado en agua de borrajas y el capital privado sigue sacando beneficio de los servicios de limpieza y la gestión de los locales públicos a la vez que empeora el servicio que en este ámbito presta en los barrios obreros, y sus trabajadores sufren un incremento cotidiano de la explotación y la represión laboral. Es más, incluso continúan en pie los grandes proyectos de inversión, como el Plan Chamartín, que prevé ampliar la zona norte de la ciudad construyendo decenas de nuevos edificios en una ciudad con graves problemas para el acceso a la vivienda,  y que únicamente ha visto recortada su parte más salvaje. Nuevos acuerdos se firman con las constructoras, como el Complejo Canalejas, cesión de Ahora Madrid al grupo Villar Mir que invertirá 500 millones de euros. O la futura «rehabilitación» de zonas deprimidas, que sin duda dejará pingües beneficios a los adjudicatarios con los 16 millones de inversión bianual prometidos.

En Barcelona, una ciudad históricamente más problemática para la burguesía en lo que se refiere a la lucha de la clase proletaria, Barcelona En Comú, la candidatura capitaneada por Ada Colau, se estrenó en el Ayuntamiento ayudando a Telefónica a liquidar la huelga de los técnicos. Después de prometer durante la campaña que no renovaría los contratos con la multinacional en caso de que esta no cediese ante las exigencias de los trabajadores, una vez llegada al cargo puso todo su empeño para, acompañada por los antidisturbios, lograr que los trabajadores abandonasen la ocupación de la sede del Barcelona Mobile WorldCongress. Posteriormente se ha enfrentado tanto a los trabajadores del Metro como a los de autobuses de Barcelona cuando estos han convocado huelgas exigiendo mejoras en sus condiciones de trabajo. Por supuesto, como en Madrid, al margen de estos conflictos en los que ha tenido que asumir abiertamente el papel de defensa de los «intereses de la ciudad», léase de la burguesía, Barcelona en Comú ha continuado la labor comenzada por sus predecesores y consistente en convertir la ciudad en un paraíso para el turismo de lujo mientras se degradan las condiciones de vida de los vecinos.

Existen tantos casos para este balance como ciudades gobernadas por Podemos y sus aliados electorales. Como el de Cádiz, donde su alcalde insta al gobierno a invertir en la industria militar local que vende sus buques de guerra a países tan «democráticos» como Arabia Saudita. Y tan significativos como estos casos son las justificaciones que sus protagonistas han dado sobre ellos. Los partidos del oportunismo clásico, estalinistas y socialdemócratas, justificaban ante los proletarios la renuncia a la lucha a que les forzaban mediante las ilusiones parlamentarias e institucionalistas con una supuesta táctica gradualista, que partiría de las pequeñas reformas locales para, poco a poco y sin asustar a la burguesía, finalizar en la conquista definitiva del poder. Los nuevos «partidos del cambio» poco o nada justifican ante una base social compuesta ya esencialmente por cuadros de la pequeña burguesía profesional más vinculados a la gestión técnica que a ningún tipo de tarea política:  su total dependencia de los partidos tradicionales a los que sólo hace pocos meses denominaban como «casta» y que son quienes, en el juego parlamentario, les han dado el bastón de mando, indica sus verdaderas servidumbres, a quién rinden cuentas y, en fin, para quién trabajan.

Después de las elecciones municipales y diversos comicios autonómicos, la hora de Podemos llegó definitivamente con las elecciones generales de diciembre de 2015 y su corolario en junio de 2016. El hecho de que en ambas haya obtenido los mismos resultados, pese a que en el periodo transcurrido entre ambas haya llegado al punto de postularse para ganar en votos al PSOE, arroja a Podemos definitivamente a la oposición. En España, como en el conjunto de países del capitalismo desarrollado, el bipartidismo parlamentario es el mecanismo que mejor permite a la burguesía ejercer su gobierno democrático sobre el proletariado, dirigiendo y concentrando las fuerzas en dos corrientes de tipo cambista que garantizan la estabilidad estatal al margen de las posibles variaciones electorales. Todo ello en el marco de una progresiva e irreversible subsunción de los poderes legislativo y judicial al poder ejecutivo, algo que exige, precisamente, la continuidad que sólo el sistema bipartidista garantiza. Tanto Podemos como su primo carnal Ciudadanos juegan el papel de partidos-muleta llamados a reforzar este sistema conformando a efectos prácticos una extensión en la bancada parlamentaria de los dos grandes partidos políticos nacionales. Ninguno de los dos, y así lo han mostrado los resultados electorales (característicos de un sistema electoral que precisamente está diseñado para eso), tienen ningún tipo de autonomía y únicamente pueden actuar como apoyo al gobierno de turno. Fuera de este apoyo el papel que Podemos ejercerá previsiblemente como «oposición parlamentaria» está sumamente limitado por el simple hecho de que en las democracias blindadas características de los países capitalistas desarrollados, la oposición parlamentaria no existe, no tiene ninguna función, excepto cuando el partido en el gobierno cae por su propio peso y se reactiva para cumplir con su turno en el sistema. De hecho la vía parlamentaria que propone Podemos está marcada en España por la existencia de un acuerdo inicial, los Pactos de la Moncloa, que determina su alcance máximo. Estos pactos constituyeron el programa sobre el cual, a la muerte de Franco, se constituyó el partido único de la burguesía: sometimiento del proletariado a las exigencias del capital español y represión de toda tentativa por su parte de romper este marco. La base del Parlamento, de creación posterior a la firma de estos planes, es el respeto a este acuerdo general. Podemos dialoga con el PSOE pretendiendo atraerle «a la izquierda». Miente consciente o inconscientemente: en ningún momento se plantea la ruptura con los Pactos de la Moncloa. Podemos quiere llevar a la «sociedad civil» al Parlamento. Miente: jamás se revertirá ninguno de los acuerdos que precisamente han golpeado con más dureza a la realidad proletaria que se mistifica bajo el engañoso término de «sociedad civil». Podemos únicamente no miente cuando habla de retornar al pacto social de la Transición: miseria y represión para los proletarios, eso sí lo puede garantizar, si no como «partido de gobierno», ciertamente como «partido de la coalición de gobierno» o de «sostén del gobierno».

Los próximos cuatro años verán la desaparición de Podemos como estructura organizada sobre las bases que hoy le mantienen. Su función la ha cumplido antes de entrar en el Parlamento nacional y consistía precisamente en consolidar la fuerza de este, del sistema democrático y electoral que tiene en él su puntal. Pero precisamente será la fuerza del sistema parlamentario la que convertirá a Podemos en un partido al uso difícilmente distinguible de cualquier otro.

Existe una invariancia histórica del oportunismo pequeño burgués  que reside en una función que este siempre debe cumplir: ligar al proletariado a los intereses de clase de la burguesía mediante su aceptación del mecanismo democrático. Toda la supuesta novedad de Podemos puede reducirse a este hecho constante, que será el que desarrolle con menor intensidad en los próximos años y que es el que ha desarrollado con ejemplar minuciosidad Syriza en Grecia. Las futuras convulsiones sociales, que hoy pueden parecer muy lejanas, pero que son inevitables por mucho que la burguesía y sus partidos prometan reformas «a fondo» que permitan sortearlas, lanzarán al proletariado a la lucha. En esta lucha deberá contar con la experiencia de estos últimos años tanto como con la claudicación parlamentaria que ya empieza a cobrar una forma clara. Y en esta lucha se encontrará con el nuevo oportunismo de Podemos y sus adláteres como un adversario declarado que, si no puede reconducir de nuevo la tensión social hacia los cauces democráticos y no logra impedir la reaparición del enfrentamiento clasista, dispondrá de todos los medios y en todos los ámbitos para combatir abiertamente al proletariado no excluyendo el hacerlo incluso con posiciones explícitamente de derechas.

A fin de cuentas, para eso llevaron a Pablo Iglesias a las televisiones.

 

 

Partido comunista internacional

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