¿Fuera de tono?

 

(«El proletario»; N° 11; Agosto - septiembre - octubre de 2016)

 

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A menudo y de distintas maneras, se nos plantea por parte de diferentes personas que se acercan de una manera u otra a nosotros (con verdadero interés por nuestras posiciones, con curiosidad fetichista por la historia del Partido y la IzquierdaComunista de Italia o con abierta animadversión) que quizá las posiciones que defendemos sean tan minoritarias porque van a contrapelo del «momento histórico» que vivimos. ¿No es raro –nos preguntan- defender tesis como la revolución proletaria en un momento en el cual parece que es el llamado movimiento de las clases medias el que tiene más eco? ¿No es extraño plantear la necesidad de mantenerse inmutables sobre el programa comunista cuando por todas partes se expresan anhelos de más democracia?¿Tiene algún sentido permanecer como una escasa minoría aferrada a posiciones que se fijaron hace más de 150 años hoy, precisamente cuando el mundo parece evolucionar más rápido que nunca? ¿No estaremos, en definitiva, fuera de tono?

La respuesta que damos rara vez convence excepto a aquellos que, de alguna manera, comparten nuestras posiciones y, por lo tanto, no se sienten extrañados ante ella. Y esto es así sobre todo porque nuestra respuesta no es personal, no está condicionada por aquello que nuestro interlocutor reclama, sino que se da en los términos de un diálogo histórico que mantenemos con los enemigos de la doctrina marxista con el único y exclusivo fin de defender abiertamente esta, en todos sus aspectos, ante la clase proletaria que deberá hacerla suya. Y que deberá hacerlo no a través de los oídos y el cerebro sino sobre todo mediante el estómago y el lomo. No nos preocupa el hecho de que sólo entiendan la respuesta, hoy en día, quienes de alguna manera ya la comparten. No somos democráticos ni siquiera a la hora de prodigar nuestras respuestas: todo el trabajo del partido consiste en luchar por insertarse entre quienes hoy, pero sobre todo mañana, entienden instintivamente; entre quienes entienden como consecuencia del agudo instinto que desarrolla el proletario que padece en su piel toda la fuerza de la opresión capitalista. Y este trabajo implica no ceder ni un milímetro a lo que es fácil de entender, es decir a aquello que parece evidente porque el dominio de la ideología burguesa le da carta de naturaleza. Fácil de entender son todas las mercancías del espacio cultural, político y doctrinal que hoy adocenan a los proletarios; fáciles de entender son todas las corrientes de pensamiento que aceptan los parámetros básicos que les da la fuerza material del capitalismo; contra esta facilidad van siempre nuestras respuestas.

 

Comunistas a la intemperie.

 

El Partido Comunista Internacional nunca ha sido un cenáculo de pensadores. No ha consistido jamás en una reunión de cráneos privilegiados que hayan elaborado una brillante teoría gracias a sus espléndidas cualidades intelectuales. No es, por lo tanto, una escuela de pensamiento que se pueda aceptar o rechazar siguiendo un criterio de examen individual basado en la conciencia singular del individuo que se mete a ello como quien se adhiere a una corriente filosófica o a otra en función de sus inclinaciones personales. Mucho menos es una construcción de la que se puedan separar las piezas para amoldarlas a otras construcciones diferentes, tomando esto de aquí o aquello de allá, creyendo que nuestra doctrina pueda ser algo parecido a aportaciones aisladas y coyunturales que pueden desgajarse del tronco común. Es cierto que tantos y tantos elementos que han estado ansiosos por elaborar su propia teoría (o la de su grupo) sobre el capitalismo, el proletariado o la sociedad moderna en general, han buscado en las posiciones de nuestra corriente elementos que, por su consistencia, puedan ser el soporte de elaboraciones ulteriores. Esto es inevitable en la medida en que mientras subsista el capitalismo y su división entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, intelectuales de todo tipo que se quieren avecinar al marxismo salvando lo que les es desagradable de este, tendrán carta blanca para levantar su fortaleza de ideas e intentar dominar desde ella los paisajes de la lucha de clases: es todo un sistema social el que les da la garantía de poder hacerlo y cuanto más pretenden no ser lo que son más disfrutan de ella.

El Partido Comunista Internacional es el heredero por vía única y directa de la Izquierda Comunista de Italia, corriente forjada en la lucha contra las desviaciones anti marxistas de la socialdemocracia y que hizo valer su fuerza, teórica y práctica, contra el revisionismo respecto a los principios del programa comunista revolucionario durante la dura prueba del auge del movimiento proletario en los años de la primera postguerra mundial, durante su reflujo posterior y, especialmente, durante la brutal degeneración a la que llamamos, sintéticamente, estalinismo. Por si cabe alguna duda, mejor dicho para combatir las dudas que voluntariamente se han introducido al respecto en diferentes ocasiones, la Izquierda Comunista de Italia tampoco es una corriente de pensamiento, tampoco es una teoría entre tantas otras del llamado «marxismo heterodoxo» y tampoco admite conjugaciones contra natura con otras «escuelas». La Izquierda Comunista de Italia ha luchado contra la despiadada ofensiva que la contrarrevolución mundial desplegó para liquidar al proletariado revolucionario y que, en primer lugar, consistió en la adulteración del contenido del marxismo revolucionario para pasar después a la aniquilación de los marxistas revolucionarios. Por ello la Izquierda ha combatido tanto sobre el terreno doctrinal como sobre el de la supervivencia física de las fuerzas revolucionarias, luchando por la restauración del marxismo revolucionario sobre sus justas bases tanto como por la formación, aún a reducidísima escala, de las fuerzas físicas del partido comunista. Si se pretende separar ambos momentos del combate, si se pretende desligar la figura de algún «teórico» de la Izquierda del conjunto orgánico de esta y, sobre todo, si se pretende hacer diferenciar entre una Izquierda pura, basada sólo en los principios incorruptos, de la forja del Partido Comunista Internacional, se reproducen de nuevo todos los errores idealistas tan queridos a la burguesía.

La lucha de la Izquierda Comunista de Italia no ha sido única.

La lucha contra la corriente, contra las tendencias sedicentemente comu-nistas, contra los revolucionarismos pequeñoburgueses, etc. constituye en sí misma la historia del marxismo revolucionario. Antes de que apareciese el Manifiesto del Partido Comunista, ya en su libro de crítica a Proudhon, La Miseria de la Filosofía, Marx destruye las posiciones del corporativismo libertario que pretendía que los proletarios librasen su combate no contra el Estado burgués sino contra el principio de autoridad y que dirigiesen su lucha hacia la creación de un régimen de cooperativas perfectamente compatible con el modo de producción capitalista en lugar de hacia la superación de este. Pero es en 1.848 cuando, en El Manifiesto, Marx y Engels realizan la doble tarea de afirmar nítidamente los principios teóricos y políticos del comunismo revolu-cionario y demoler críticamente a las corrientes pseudo socialistas que influenciaban de manera más directa a los proletarios. De esta manera, socialistas reaccionarios, pequeño burgueses, etc. vieron cómo sus posiciones eran puestas en solfa desde la perspectiva que afirma la necesidad de que el proletariado se constituyese en clase, luego en partido político, y que esta  necesidad venía generada por la propia rebelión que en el capitalismo aparece por parte de las fuerzas productivas contra las relaciones sociales de producción. Era el curso de la sociedad burguesa el que ponía a la orden del día la lucha revolucionaria del proletariado, con un contenido político y económico no inventado por ninguna cabeza sino desarrollado por la misma fuerza de la evolución social, y este mismo curso determinaba la necesidad del órgano-partido, centralización disciplinada de la lucha histórica de la clase proletaria bajo una forma de combate, levantado sobre la defensa intransigente del programa comunista. Las corrientes utópicas, los republicanos «sociales», los libertarios y demás corrientes híbridas que se correspondían a un desarrollo aún insuficiente de las mismas fuerzas productivas capitalistas, eran de esta manera puestas fuera de escena a la vez que se liquidaba la tradición sectaria del radicalismo europeo (y queda entonces definida de manera definitiva la secta como aquella que antepone sus intereses a los intereses generales de la clase proletaria, en el sentido de ser aquella que impone su programa, diseñado fuera de la corriente histórica de la revolución proletaria, contra la tendencia natural de la clase de los modernos esclavos asalariados a la lucha política contra la burguesía).

La masacre de los proletarios de París tras la revolución de junio de 1848, que en pocos días superó el número de muertos habidos durante todos los años del Terror tras la revolución de 1.789, mostró hasta qué punto el Manifiesto tenía razón al respecto de la necesidad de la acción política, independiente de la burguesía y enfrentada al resto de corrientes, pero también mostró la debilidad de un proletariado todavía poco desarrolla-do. La reacción burguesa que cubrió Europa, sepultando todos los brotes revolucionarios desde Budapest hasta Madrid, tuvo su correlato en el aislamiento que Marx, Engels y su reducido círculo de camaradas, padecieron desde entonces como precio a pagar por mantenerse firmes sobre las posiciones que habían defendido durante el ascenso de la oleada revolucionaria y que ahora les servían para prever también la dureza de su reflujo. Todo el trabajo de elaboración teórica que abarca desde el balance de la lucha revolucionaria en Francia hasta El Capital, está forjado durante los duros años de la reacción y se inscribe en la defensa, precisión y exposición continua y reiterativa de las mismas posiciones que aparecen en el Manifiesto. Fue tan sólo un puñado de revolucionarios quienes mantuvieron encendida la luz de la intransigencia política y programática contra tantos y tantos que se dejaron seducir (y a su vez se convirtieron en seductores ellos mismos) por la elaboración de programas quiméricos acerca de insurrecciones, golpes de mano, bloques con partidos burgueses… La contrarrevolución, entonces como siempre, tiene como uno de sus principales campos de batalla la aniquilación de las bases teóricas que han iluminado el momento insurreccional y le han mostrado su camino. Y, entonces como siempre, libra su combate mediante la sugestión y la persuasión ejercida sobre los revolucionarios para que acepten el camino sencillo, el pacto, la transacción… a fin de remontar más rápido el camino del retorno a la lucha, de sumar más adeptos, de, en fin, desnaturalizar sus posiciones para lograr que estas sean más aceptables a cualquiera.

Fueron de nuevo Marx y Engels quienes combatieron la siguiente ola reaccionaria, la que tuvo lugar después del asesinato de los miles de communards que se habían levantado en Francia instaurando la primera dictadura proletaria de la historia. De nuevo fueron ellos quienes lucharon contra la degeneración posibilista que se instaló entre los socialistas de diversos países y que proponía, otra vez, el pacto con facciones burguesas progresistas, los bloques políticos con los republicanos, etc. A quienes pretenden dividir la obra de ambos revolucionarios en una vertiente teórica y otra práctica y que hacen esto para separar a unos Marx y Engels revolucionarios (teóricos) de otros supuestamente reformistas (prácti-cos), debería bastarles con estudiar la relación entre el periodo que va de 1.871 a la consolidación de los Partidos Socialistas en Europa y el periodo posterior a las revoluciones de 1.848: en ambos es recurrente la lucha intransigente de los dos por defender, sin variar una coma a consecuencia de las derrotas sufridas, la perspectiva revolucionaria basada en los principios comunistas. Estos principios se habían definido para todo un periodo, el que abarca desde el triunfo de la revolución burguesa hasta el triunfo de la proletaria, para las victorias y para las derrotas, consecuencia ambas de las mismas fuerzas en liza aún si en un caso predominaban unas frente a otras, y todo el trabajo de Marx y Engels consistió en defenderlos en bloque frente a los ataques que, en las diversas situaciones desfavorables, se lanzaron contra ellos por parte de aquellos que creían haber encontrado un atajo en la renuncia a alguna de las partes integrantes del marxismo revolucionario.

La historia del marxismo es, por lo tanto, la historia de la lucha contra las desviaciones que recurrentemente aparecen. Pero no es la historia de una mayoría de adherentes que combaten contra herejías minoritarias. De hecho es la historia de pequeñas minorías (Marx, Engels y sus amigos cabían todos en un salón durante la dura época de su exilio en Londres mientras que sus rivales políticos llenaban salas de banquete) que permanecen sobre la línea del marxismo mientras que los acontecimientos históricos fuerzan a amplias mayorías, sobre todo de intelectuales y adherentes al marxismo de orígenes no proletarios, a abandonarlo, a buscar mediante alteraciones programáticas o componendas políticas, que privilegian aquello que supuestamente puede obtenerse de manera inmediata frente a la mucho más lejana perspectiva revolucionaria. Este inmediatismo, que se ha concretado siempre en forma de ataques contra las minorías marxistas a las que se acusaba de sacrificar lo posible a lo quimérico, ha tenido como base la misma afirmación: la realidad de hoy en día muestra evidentemente que el proletariado no hará la revolución. Y concluye: se debe transitar por los caminos de la reforma, del Parlamento, de la acción exclusivamente sindical, de la defensa del país… Y contra este inmediatismo, fundamento de todo oportunista, han combatido los marxistas en nombre de la certeza científica de la ineluctabilidad de la revolución y, consecuentemente, la necesidad de no abandonar el programa revolucionario, de no trastocarlo por ninguna novedad política, de no permitir modificaciones teóricas al respecto.

Esa fue la batalla de Marx y de Engels, como lo fue también la de Lenin, librada en los albores de la 1ª Guerra Mundial contra la degeneración oportunista y socialpatriótica de la socialde-mocracia internacional, que había lanzado a los proletarios la consigna de participación en el esfuerzo bélico para defender a la patria en peligro. Entonces el internacionalismo proletario fue escamoteado por el nacionalismo más ramplón con la excusa de que con él se defendían libertades inmediatas necesarias para la lucha proletaria. La consigna de revolución contra la guerra imperialista, trocada en defensa de esta última para favorecer un futuro en el que los enemigos de la civilización y por lo tanto del proletariado (Francia, Inglaterra y Rusia o los Imperios Centrales según quien profiriese la consigna) fuesen eliminados definitivamente. La revolución bolchevique mostró la falsedad de estas proclamas, reveló su carácter oportunista y anti proletario porque demostró que la sociedad capitalista ya se había desarrollado lo suficiente y que, por lo tanto, en toda el área Europea y americana la revolución proletaria estaba al orden del día por encima de las exigencias coyunturales de tal o cual país, por encima de valoraciones específicas acerca de la necesidad de progresar aquí pacíficamente… Y si esta demostración fue posible fue gracias a la defensa, en posiciones siempre minoritarias y completamente a contracorriente, que el Partido Bolchevique hizo del marxismo revolucionario y de todas las implicaciones que este conlleva enfrentado a las diferentes situaciones de la sociedad burguesa.

Esta es por tanto la respuesta que nosotros damos a aquellos que nos preguntan por la Izquierda y por el mismo Partido, por su oportunidad y su sentido. La Izquierda resistió a la peor oleada oportunista que haya existido, a aquella que encabezó políticamente la contrarrevolución rusa, y que se dio, contrariamente a las anteriores, sobre el terreno de la lucha armada y no sobre el de las ilusiones de un desarrollo capitalista pacífico y armonioso. La Izquierda representó la única corriente que no rompió teórica ni políticamente su lazo con las posiciones que el duro trabajo de restauración de la doctrina marxista de Lenin había colocado de nuevo a la cabeza de la lucha revolucionaria. Y lo hizo cuando la IIª Guerra Mundial y la victoria sobre los regímenes nazi-fascistas elevó al estalinismo a la categoría de adalid de la libertad y la democracia y cuando este presentó al marxismo que decía defender como una doctrina justificadora de los regímenes burgueses «progresistas» que se asentaron en Europa. La lucha entonces se daba, además de por la supervivencia física de los militantes (el estalinismo continuó en las carnes de los compañeros del Partido de entonces lo que empezó en Rusia con la vieja guardia bolchevique) por la defensa de la doctrina marxista. Y esta defensa, que pasaba sobre todo por volver a colocar la teoría sobre sus justas bases mediante la crítica de la adulteración estalinista, se realizó contra todos los teóricos, intelectuales y mercaderes ideológicos varios que defendían el carácter no revolucionario del marxismo, que defendían que, a la luz de las alianzas anti fascistas, este adquiría ahora la forma de una herramienta de lucha por el progreso y la civilización compatibles con el capitalismo. Estos se veían refrendados por el auge económico, que alejaba cualquier crisis revolucionaria, y por la progresiva integración de los proletarios en organismos para estatales que se convertían en la panacea de la colaboración interclasista (a cuya cabeza estaban los PCs participando en los gobiernos post-bélicos).

De nuevo la defensa del marxismo corrió a cargo de una reducidísima minoría contra la cual se han lanzado desde entonces las consabidas acusaciones de «ser poco realista», de «defender principios obsoletos», etc.  Y así continuará siendo mientras los efectos de la contrarrevolución mundial perduren, mientras una nueva oleada de luchas proletarias dirigidas contra la sociedad burguesa no cobre forma como consecuencia del agudizarse de las contradicciones del capitalismo. Mientras esto no llega las acusaciones serán las mismas y la ideología de la contrarrevolución continuará ganando terreno: incluso las armas de la crítica se desarrollarán en las más duras condiciones posibles.

 

Doctrina del camello y el ojo de la aguja.

 

Si el marxismo, que es la ciencia que estudia las condiciones de emancipación del proletariado, es una corriente necesariamente minoritaria en épocas de reflujo de la lucha revolucionaria es debido a que sólo en los momentos álgidos de la lucha de clase sus postulados teóricos se vuelven evidentes. En 1.871 el ejemplo de los communards volvió evidente la necesidad de la dictadura del proletariado como única vía posible para hacer frente a los envites de la burguesía desalojada del poder, y cerró por el momento la discusión acerca de la posibilidad de la transición pacífica del mundo burgués a la sociedad comunista del futuro. En 1.917 la toma del poder en Rusia mostró la inevitable necesidad del partido comunista, centralizado sobre la base del programa del socialismo científico, para la toma del poder y el ejercicio de la dictadura proletaria, arrastrando a estas posiciones a todas las corrientes que en Europa y América se oponían tanto al rechazo de lucha violenta por el poder como de la centralización política de la misma que implica el partido. Pero entre estos momentos, de la derrota de la Comuna del ´71 a las vísperas de la Revolución de Octubre, tanto como después del segundo, cuando triunfó la contrarrevolución, lo que parecía evidente se perdió en la oscuridad de la reacción victoriosa. De hecho esta reacción no ha hecho otra cosa que verificar y apoyar las posiciones del marxismo revolucionario porque ha triunfado allí donde estas posiciones flaquearon a la hora de imponerse. Es por eso que los marxistas extraemos la confirmación de nuestra doctrina a través de las lecciones de las contrarrevoluciones.

Estas contrarrevoluciones tienen como principal logro, además de la represión sobre quienes encarnaban físicamente la continuidad del programa revolucionario, colocar un misil en la línea de flotación de la teoría marxista. De esta manera cuestiones básicas sin las cuales no puede explicarse el triunfo proletario allí donde existió, son las primeras en ponerse en duda. Y, apoyándose de hecho en la liquidación física a manos de la reacción de los militantes comunistas que las habían defendido, aparecen centenares de psicofantes de las distintas «nuevas políticas» a colocar sus remedios para todos los males. Estos remedios consisten, siempre y sin excepción, en una crítica demoledora de los principios básicos del marxismo, a cuya aplicación achacan las derrotas revolucionarias. Así, de la lucha política del proletariado, independiente de las distintas corrientes burguesas «progresistas» o «de izquierdas», se pasa a la defensa de los bloques de todo tipo con cualquier tendencia que se reclame «de oposición». Del partido comunista, órgano de la revolución que centraliza y dirige el asalto revolucionario, a formulaciones abstractas que rechazan toda organización sobre el terreno de la lucha política. De la defensa integral del programa comunista, que pasa por el combate contra las fórmulas democráticas, pacifistas e interclasistas, a la cesión en todos los ámbitos donde es posible «adaptar la lucha a las nuevas circunstancias», valiéndose de giros tácticos que se justificarían con la posibilidad de llegar a un mayor número de personas.

Los puntos esenciales del marxismo son las primeras víctimas de la contrarrevolución y toda la realidad, la vida cotidiana, de la sociedad marcada por la contrarrevolución parece dar la razón a este hecho en la medida en que  arroja una visión inmediata en la cual aquellos puntos esenciales no parecen tener sentido: el proletariado está alejado de la lucha sobre su terreno de clase y, por lo tanto, parece que las características de esta lucha son, por naturaleza, ajenas a él. Pero contra esta «realidad»  comúnmente aceptada, la defensa del marxismo revolucionario, que entiende perfectamente su lugar minoritario porque ya estaba contemplado en su doctrina, afirma que, contra todas las innovaciones, contra todas las correcciones propuestas… contra todo afán de modificar las armas del combate cuando una batalla se ha perdido sin atender al curso general de la guerra, las condiciones para la reaparición de la lucha revolucionaria del proletariado siguen siendo las mismas:

La lucha de clases es consecuencia de las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, que polarizan la sociedad en dos extremos enfrentados, proletariado y burguesía. Si estas contradicciones parecen atenuarse en los periodos de crecimiento económico, si la polarización parece suavizarse entonces, en el fondo estas no hacen más que desarrollarse de manera larvada, ocultas tras el aparente bienestar generalizado. El modo de producción capitalista obedece a las mismas leyes sea cual sea su apariencia temporal y estas llevan inevitablemente hacia la progresiva acumulación de los factores de crisis. Estas crisis plantearán de nuevo abiertamente el conflicto entre proletariado y burguesía en la medida en que supondrán la desaparición de los amortiguadores sociales que hoy contienen la tensión. Las teorías del desarrollo pacífico, de la desaparición del proletariado (o, lo que es lo mismo, de su lucha de clase) son características de las épocas de auge económico: el retorno de la lucha de clases mostrará su vacuidad.Si hoy el Estado burgués, coaligado temporalmente en alianzas regionales, intercontinentales, etc. parece que puede intervenir decididamente para evitar el desarrollo de las contradicciones del modo de producción capitalista, esto es así precisamente porque la tarea del poder burgués es la defensa de las relaciones de producción capitalistas, en plena consonancia con lo que siempre ha afirmado el marxismo. Su fuerza la extrae de la subordinación del proletariado a la clase burguesa y sus recursos de la explotación de este por aquella: su papel aparentemente neutral en la lucha de clases, o la equivalente visión libertaria de un Estado autónomo respecto de las fuerzas sociales en liza, caerá tan pronto como se vea obligado a evidenciar su papel de defensor violento de la sociedad capitalista.

La lucha de clase del proletariado es, esencialmente, una lucha política. Por lo tanto su órgano indispensable es el partido comunista, que reúne en su seno a la parte más avanzada del proletariado, aquella que defiende por encima de sus intereses particulares los intereses históricos de la clase proletaria. El Partido Comunista es por lo tanto indispensable para la lucha contra el poder burgués, a cuyas formas súper centralizadas y totalitarias, tal y como se han desarrollado progresivamente, responde con la centralización de las luchas del proletariado y su dirección hacia un objetivo único: destrucción del Estado burgués, sustitución de este por la dictadura proletaria consistente en el gobierno del proletariado en armas, organizado para la destrucción de la resistencia burguesa y para la intervención despótica en la economía.

Si el capitalismo se levanta sobre la explotación de la clase proletaria, genera de la misma manera la respuesta de los proletarios ante ella. El asociacionismo obrero para la lucha inmediata de defensa económica es vital para que la lucha de clase resurja a gran escala; no es concebible que las masas proletarias luchen sobre el terreno de clase, con medios, métodos y objetivos de clase, sin la organización de sus fuerzas sobre el terreno de la defensa inmediata, ni que su lucha se desarrolle directamente, sin más, sobre el terreno específicamente político. La lucha desarrollada sobre el terreno inmediato, con organizaciones económicas de clase, es vital para que los proletarios extraigan la experiencia, reconozcan a su enemigo de clase –la burguesía- y comiencen a conocer a enemigos más insidiosos como los oportunistas, los colaboracionistas, los agentes de la burguesía en las filas proletarias, y comiencen a defender sus propias organizaciones inmediatas de defensa económica. Y es en esta lucha en la cual el poder burgués, representado por las asociaciones patronales y por el Estado, ataca con cualquier medio legal e ilegal, pacífico y violento, las organizaciones obreras, donde los proletarios fuerzan a la burguesía a desvelar con los hechos su dominio político, llevando inevitablemente el enfrentamiento del terreno económico inmediato al terreno más general y político. Sólo si los proletarios se organizan para la lucha en organizaciones inmediatas de clase, el Partido de clase –que no es un constructor de organizaciones sindicales- tiene la posibilidad de intervenir, importando la experiencia histórica del movimiento proletario de clase, para influenciarla y dirigirla hacia la lucha de clase y la lucha revolucionaria. Sólo en esta perspectiva el asociacionismo obrero podrá volver a ser la escuela de guerra, como subrayaba Lenin a comienzos del siglo XX, del proletariado preparándolo para su revolución de clase.

Las características aparentemente novedosas del desarrollo capitalista, la supuesta «emergencia de las clases medias», las «nuevas formas de lucha», etc. no representan ninguna variación respecto a la forma clásica que el marxismo ya ha explicado.  Estas constituyen fenómenos accidentales en medio de la lucha de las dos clases principales. En una época como la actual, en la que pese a la cada vez más dura situación del proletariado este no alcanza a reaccionar con el suficiente vigor como para hacer saltar las correas que le unen al carro burgués, es normal que estas supuestas novedades sociológicas tengan gran predicamento. De hecho ellas mismas constituyen tanto una confirmación del papel que el marxismo siempre ha asignado a las clases medias (incapaces de presentar un programa histórico propio, directamente vinculadas a la conservación social excepto cuando el proletariado consigue arrastrarlas a su lado o neutralizarlas) en la medida en que todas las exigencias que los nuevos movimientos sociales (indignados, Occupys varios, etc.) giran en torno a exigencias de conservación social de base democrática y reformista, que refuerzan la confianza en el Estado burgués colocándolo idealmente por encima de las clases sociales y del propio desarrollo histórico e influenciando con todo su peso al proletariado, al que paralizan y contribuyen a desviar de sus objetivos históricos.

La defensa del marxismo, la lucha por su restauración sobre sus bases correctas, ha supuesto buena parte del trabajo del Partido desde el momento de su conformación. Esta lucha excluye cualquier cesión ante las pretendidas novedades y supone una continua afirmación de los principios básicos del comunismo revolucionario. Nuestra posición minoritaria está sobradamente explicada por la naturaleza del mismo programa comunista, que sólo se afirma claramente ante amplios sectores del proletariado cuando la lucha revolucionaria tiene lugar. En nuestro aislamiento no hay ningún tinte voluntarista, ningún empeño mesiánico: somos perfectamente conscientes de que sus raíces se encuentran en un férreo determinismo histórico del que mucho menos están libres quienes pretenden violentar la realidad con sus novedosas ocurrencias teóricas y políticas.

Pero precisamente por eso, en situaciones tan duras como la actual, cuando esta lucha parece completamente ausente y los escasos destellos de la misma que se pueden observar son tan fugaces, el Partido reivindica la integridad de su trabajo orgánico sobre los puntos que arriba hemos señalado. Un trabajo que hoy puede reducirse al esfuerzo de registro y exposición científica de los fenómenos del mundo capitalista, pero que supone igualmente una lucha por exacerbar cualquiera de las grietas que aparecen en la sociedad burguesa y que progresivamente se irán ampliando hasta que por ellas pase no sólo un camello, sino toda una clase social que luche por liquidar la época de la burguesía en la historia.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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