1917

La luz de octubre iluminala vía de la revolución de mañana

 

(«El proletario»; N° 13; Abril - Mayo de 2017 )

 

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El tema de la revolución, y de la revolución de octubre en particular, para nosotros miembros de la izquierda comunista que tiene sus raíces en el marxismo auténtico de Marx y Engels hasta Lenin, es un tema constante, vivo, jamás separado de todas las cuestiones centrales inherentes a la emancipación del proletariado del capitalismo, su lucha revolucionaria por el socialismo y la función indispensable y vital del partido de clase en todo el curso histórico revolucionario que abrirá la vía a la completa eliminación de cualquier antagonismo de clase, de cualquier opresión y  la llegada de la sociedad de especie, el comunismo.

En cualquier revolución, las luchas que preceden a su principal objetivo, se dirigen objetivamente a la toma del poder político, a la conquista violenta del poder. La revolución, afirmaba Engels en polémica con los anarquistas, es la cosa más autoritaria que existe; esto es cierto para todas las revoluciones que ha habido en la historia, cuyo progreso –desde que se desarrollaron las diversas sociedades divididas en clases- no ha sido nunca pacífico porque los antagonismos de clase, generados por los diversos modos de producción que se han sucedido en la historia, son a su vez el resultado del enfrentamiento entre intereses económicos, sociales y políticos, contrastantes entre las clases portadoras del modo de producción más desarrollado y progresista y las clases subalternas, que sufren la presión y la opresión de las clases dominantes y que son violentamente expropiadas y esclavizadas con el fin de apropiarse de los productos de su trabajo. Así ha ocurrido en el sucederse histórico de las sociedades, del esclavismo al feudalismo, de este al capitalismo, pasando de una organización social económicamente menos desarrollada y geográficamente menos amplia a otras cada vez más desarrolladas e internacionalizadas, hasta llegar al capitalismo desarrollado de hoy que, como sucedió para las sociedades de clase que le precedieron, ha alcanzado desde hace tiempo el ápice de su desarrollo progresivo; pasos que nunca tuvieron lugar pacíficamente sino que estuvieron caracterizados por guerras y revoluciones.

El cuadro histórico de la Europa occidental, de 1848 a 1871 –en la época que va de las revoluciones de los años ´40 en París, Berlín, Viena y Milán a la Comuna de París, es decir, el nivel de desarrollo revolucionario del modo de producción capitalista y de la clase que lo representa, la burguesía, y el nivel logrado por la lucha de clase de la nueva clase revolucionaria de la historia, el proletariado, la clase de los trabajadores asalariados- era suficiente para definir de manera científica no sólo el modo de producción capitalista y sus consecuencias económicas, sociales y políticas, sino también las tendencias históricas de su desarrollo cada vez más contradictorio y de sus límites insuperables. No es por casualidad que en ese periodo de la historia de la lucha de clase naciese la primera Asociación Internacional de Trabajadores y el Manifiesto del Partido Comunista. Desde entonces, en la historia de la sociedad dividida en clases –imponiendo violenta y tendencialmente a todo el mundo las relaciones económicas y sociales caracterizadas por el antagonismo fundamental entre el Capital y el Trabajo Asalariado, por lo tanto entre las principales clases sociales existentes, la burguesía y el proletariado-  se puso en perspectiva la gran cuestión histórica de la superación de todo antagonismo de clase, de toda opresión, de toda violencia, de toda guerra y por lo tanto de toda sociedad dividida en clases contrapuestas, en clases dominantes y en clases dominadas, de toda explotación del hombre por el hombre. ¿Utopía? Sí, hubo un tiempo en el cual, no estando presentes las condiciones materiales generales y universales para esta superación, el deseo de vivir y de progresar en paz, sin enfrentamientos y sin opresiones de ningún tipo, se manifestaba como un ideal utópico. Pero desde el momento en el cual el modo de producción capitalista demostraba en los hechos ser capaz de desarrollar técnica y económicamente, a través de la manufactura primero y de la gran industria después, la vida social de los grandes grupos humanos, realizaba objetivamente la gran producción social que estaba en la base de la posible superación de cualquier división de clase.  El hecho es que el capitalismo, mientras se desarrolla, furiosamente, por la vía de la competencia mercantil, la producción social, la dirige con la fuerza (a través del Estado, la propiedad privada, las leyes y las fuerzas armadas y, naturalmente, la obligación del trabajo asalariado como única fuente de supervivencia para la mayoría de las poblaciones de cualquier país) hacia un único objetivo: su apropiación privada. La revolución burguesa capitalista ha hecho dar un gran paso adelante a la humanidad haciéndola salir del atraso y de los fuertes límites en los cuales el feudalismo y las sociedades anteriores a este la obligaban. Y Marx y Engels lo subrayaron siempre, exaltando el gigantesco desarrollo técnico en la producción social traído por el capitalismo, pero, al mismo tiempo, demostrando que el mismo desarrollo del capitalismo constituía un impedimento cada vez mayor al desarrollo de aquellas fuerzas productivas que el capitalismo mismo había comenzado y sostenido. El capitalismo consignaba, objetivamente, a la historia el testimonio del desarrollo de las fuerzas productivas individuando una clase revolucionaria que no era ya la clase burguesa, la clase que se apropia de toda la riqueza social producida y que con el poder político poseído por ella defiende su poder económico, sino la clase de los explotados por excelencia, la clase de los trabajadores asalariados de cuya explotación –y solo de esta explotación- la burguesía obtiene el plusvalor, es decir, aquella parte del tiempo de trabajo que no es pagada por el salario. Para que la producción social suponga ventajas para la sociedad, para toda la sociedad, de todos los hombres que la constituyen, sin distinción de censo, de propiedad, de raza, de género, de nacionalidad, deben ser eliminados todos los obstáculos que impiden su realización. Y el obstáculo principal viene dado por el poder político de la clase dominante burguesa. La clase revolucionaria por excelencia de la sociedad moderna es el proletariado, la clase que no posee nada si no es su fuerza de trabajo, pero que, gracias al desarrollo del capitalismo representa la única fuerza social en condiciones de luchar para liquidar la explotación del hombre por el hombre, por una sociedad organizada universalmente con el fin de satisfacer las exigencias de la vida social humana y no las exigencias del mercado mundial, del beneficio capitalista, de la apropiación privada de la producción social. Las revoluciones de 1838, la Comuna de París de 1871, la revolución de 1905 en Rusia, demostraban no sólo la vitalidad histórica de la clase proletaria, sino también la vía que la revolución proletaria debía seguir para llegar a su objetivo: conquistar el poder político, defenderlo de los contraataques de las antiguas clases dominantes y de las burguesías de los otros países, utilizarlo para iniciar la transformación social y económica del país en el cual la revolución ha vencido y sostener la lucha revolucionaria del proletariado de los otros países. El camino estaba trazado desde ese momento; el marxismo lo ha señalado, definido, transformado en el programa revolucionario de las clases proletarias de todo el mundo, al margen de los tiempos en que la historia de la lucha de clase decida realizar su completo progreso.

Ya en el periodo que va entre 1848 y 1871 estaban presentes todos los factores históricos de desarrollo revolucionario de la sociedad para el paso del capitalismo al socialismo, aunque todavía sólo en el mundo desarrollado en términos capitalistas que entonces estaba representado por Europa occidental, pero del cual se veía claramente la línea de desarrollo mundial,  hasta la vigilia de la Primera Guerra Mundial en la cual los factores históricos no sólo se confirmaban en Europa y en América, sino que emergían potentemente en todas las áreas del mundo, incluso en el menos desarrollado, y sobretodo en la vasta área del Imperio ruso y en Asia. Y es en el área del Imperio ruso donde saltará la chispa de la revolución proletaria, no solo rusa, sino internacional.

 

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Si bien cualquier revolución política y social no se ha desarrollado nunca, y no se desarrollará jamás, en un día y una noche, sino en un periodo que, según las condiciones históricas presentes a nivel nacional e internacional, puede ser más o menos largo, la costumbre fija una fecha para recordar el momento culminante. Han pasado, desde Octubre del ´17, cien años, y estamos aún obligados, por condiciones históricas aun particularmente desfavorables a la revolución proletaria, a recordar una revolución pasada en lugar de ocuparnos de la revolución próxima o futura. Es un hecho que ni siquiera nosotros escapamos a esta costumbre, porque «también nosotros estamos influenciados por el modo tradicional de tratar el argumento, y como somos víctimas del abuso de los nombres de personajes ilustres, igualmente lo somos de la manía de las fechas «matemáticas»»(1)

La gran Revolución proletaria, que en Rusia abatió el poder burgués, después de haber contribuido de manera determinante al abatimiento del poder zarista en febrero de 1917, aún hoy es llamada Revolución de Octubre porque el día 26 de octubre, según el calendario juliano en vigor entonces en Rusia, pero correspondiente al 7 de noviembre, según el calendario gregoriano, fue el día en el cual la insurrección proletaria tomó el Palacio de Invierno en Petrogrado, hasta febrero residencia oficial de los zares y después sede del gobierno provisional de Kerensky. Con aquel asalto, el movimiento revolucionario del proletariado ruso, guía de un movimiento revolucionario de las grandes masas campesinas pobres, decretó el fin del poder de la joven burguesía rusa. Se estaba en el apogeo de la primera guerra imperialista mundial (que tenía al poder zarista como beligerante en cuanto miembro de la Triple Entente que comprendía a Gran Bretaña, a Francia y a la Rusia zarista desde 1907, contra la alianza de los Imperios centrales, es decir, el Imperio alemán y el Imperio austro-húngaro), frente a la cual la burguesía rusa, salida del poder con la revolución de febrero de 1917, no hizo sino proseguir el empeño bélico con la misma alianza suscrita por el Zar, demostrando de esta manera que no tenía ninguna intención de romper con la política militarista, anexionista y opresora del zarismo y, por lo tanto, demostrando querer llevar a cabo con mayor vigor –en la perspectiva de la victoria de las potencias imperialistas de la Triple Alianza- una política imperialista propia.

Recordar la fecha del 26 de octubre, viejo calendario, por lo tanto la toma física del poder por parte de la revolución proletaria, tiene un significado particular para nosotros.

Subrayar «una primera lección histórica: aquella contenida en las cartas de Lenin que invocan a no esperar un día, ni tan solo unas pocas horas, para derrocar en Petrogrado al gobierno Kerensky. En efecto, esta gran verdad, o sea que el partido debe saber escoger el momento, determinado en la historia, entre los rarísimos en los cuales la praxis se invierte y la voluntad colectiva puesta en la balanza la hace desbordarse, no quita que la lucha continúe por largo tiempo después de ese hecho, erguido en símbolo: en el resto de Rusia, en las inmensas provincias, entre los destacamentos militares. Y no quita que, incluso después de la primera conquista que repercute de la capital a todo el país ahora liberado a la invasión alemana, la lucha continúe en la liquidación de la guerra, en la eliminación del último partido aliado, el socialista revolucionario de izquierda, y de la Asamblea Constituyente, y en la resistencia de varios años a las rebeliones internas y a las expediciones de guerra civil lanzadas contra la naciente república proletaria» (2)

La conquista del poder por parte del proletariado y la instauración de su dictadura de clase ejercida por el partido comunista revolucionario, daban comienzo a tareas irrenunciables de la revolución proletaria, como la de liquidar la participación de Rusia en la guerra imperialista y, por lo tanto, rechazar cualquier política imperialista de rapiña, de anexión y de opresión nacional; las inherentes al ejercicio del poder –en una revolución que tenía aún graves tareas de desarrollo económico «capitalista» dado el atraso económico de la Rusia de la época- por parte del único partido comunista revolucionario, único por tanto que podía garantizar la coherencia de toda la política interna y externa con el programa revolucionario; las de eliminar todos los obstáculos de la administración estatal precedente, comprendida la Asamblea Constituyente, y de los formalismos de una democracia que daba espacio sobre todo a las clases poseedoras; las de arrancar a las clases poseedoras, a la aristocracia zarista tanto como a la burguesía, cualquier posibilidad de organizarse políticamente en defensa de sus propios intereses de clase y de combatir sobre cualquier terreno, incluido el militar, en cualquier tentativa de rebelarse contra el nuevo poder proletario y el de combatir, a través del armamento de las masas proletarias y campesinas pobres, organizadas en el Ejército Rojo, los ejércitos organizados por los oficiales zaristas y las expediciones militares desencadenadas por las potencias imperialistas deseosas de sofocar el nacimiento de una joven, pero para ellos peligrosísima, república proletaria.

Y a propósito de la república democrática burguesa y de su Asamblea Constituyente que debía promulgar la nueva Constitución y las leyes parlamentarias, vale la plena pararse un momento. Es sabido que Lenin, desde las Tesis de abril, sostiene que la república no debe ser parlamentaria sino sostenerse sobre el sistema de los Soviets. Estamos aún en presencia de una revolución democrático-burguesa, de tareas de doble revolución visto que el proletariado es la clase protagonista del movimiento revolucionario que sacude a Rusia de arriba abajo. Y es precisamente esta característica peculiar de la revolución en Rusia la que demuestra cómo la república democrático-burguesa, en un país históricamente proyectado a pasar del feudalismo, del zarismo, a la democracia burguesa, al capitalismo, puede ser tomada a cargo y conducida a su rápida superación sólo con la condición de que sean los proletarios y su partido de clase quienes conduzcan la revolución ya operativa sobre el terreno de la revolución proletaria, aplicando métodos, medios y objetivos de la lucha revolucionaria del proletariado.

La Asamblea Constituyente, en manos de la burguesía, habría dado lugar a una Constitución y a unas leyes parlamentarias de signo decididamente burgués. La Asamblea Constituyente fue disuelta, los diputados mandados a casa y el poder debía pasar práctica, completamente, a manos del Comité Ejecutivo Central Pan-ruso de los Soviets. Es Lenin quien escribe el decreto de disolución de la Asamblea Constituyente, en el inicio de enero de 1.918, tres días después de haber escrito la Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado, verdadero núcleo de la primera Constitución soviética, declaración que la Asamblea Constituyente había rechazado firmar. Esta decisión –como está escrito en la Estructura citando el texto del decreto de disolución de la Asamblea Constituyente- «parte del hecho de que la Revolución Rusa desde el inicio ha creado los Soviets, que estos se han desarrollado contra las ilusiones de colaboración con los partidos burgueses y las «formas engañosas del parlamentarismo democrático-burgués», y «han llegado práctica-mente a la conclusión de que la liberación de las clases oprimidas sin la ruptura con estas formas y con cualquier forma de conciliación es imposible». Esta ruptura «se ha realizado con la Revolución de Octubre, que ha puesto todo el poder en manos de los Soviets» Aquella ruptura provocó la reacción de todas las clases poseedoras y «en la represión de tal resistencia desesperada ha demostrado plenamente ser el inicio de la revolución socialista». Es la experiencia directa la que ha persuadido a las clases trabajadoras de que el viejo parlamentarismo burgués había tenido su tiempo (incluso en Rusia, donde apenas había nacido) y que no era el medio útil para proceder a la realización del socialismo «que no las instituciones nacionales, generales, sino sólo las de clase, como el Sóviet, están en condiciones de vencer la resistencia de las clases poseedoras y de colocar los fundamentos de la sociedad socialista» (3). Con la Estructura subrayamos la grandeza de este texto porque «no se basa sobre contingencias particulares del concreto desarrollo ruso» sino sobre «argumentos de principio extraídos no de la historia transcurrida sino de la misma historia de la revolución proletaria y comunista mundial, sobre la incompatibilidad entre la democracia parlamentaria y la realización del socialismo, que seguirá al violento abatimiento de los obstáculos sociales, de las formas tradicionales de producción, como está escrito en el Manifiesto»(4)

«La lección contenida en estos datos de la historia –subraya el texto de la Estructura- es tanto más grandiosa en cuanto el contenido de estas empresas es totalmente de clase, y consagra el nombre de socialista y comunista a la revolución de Octubre y al Estado de los Soviets dirigido por el Partido Bolchevique, en toda su acción política, en cuanto y en tanto esta tiene un centro solo, no en un sistema de medidas para gobernar la Rusia y administrarla, sino en la inagotable lucha por la Revolución comunista de Europa» (5)

El gran valor histórico de la revolución de Octubre es precisamente este: las medidas que el poder bolchevique apenas instaurado toma van todas en la dirección de la Revolución comunista de Europa, no en el sentido de que de inmediato correspondan medidas económicas «socialistas», sino en el sentido de que las decisiones políticas tomadas, incluso en un país económicamente aún muy atrasado, pero desarrollado de manera suficiente para haber generado un proletariado moderno muy organizado, con experiencia de lucha no sólo de fábrica sino también revolucionario (ver 1905) y política-mente internacionalista y orientado a la lucha por el socialismo –y en este sentido, un proletariado mucho más avanzado que otros proletariados de Europa- son todas decisiones coherentemente revolucionarias, y en la época bastaba decir: ¡socialista! ¿La demostración? Bastan algunos ejemplos.

Comenzamos por el Estado.

Sabemos que la revolución burguesa, abatido el poder feudal que se configura en el poder de un monarca y de una dinastía, sustituye a la máquina estatal de la aristocracia con la propia; pero la democracia burguesa, a diferencia del absolutismo feudal que declara abiertamente que su máquina estatal es de clase y defiende los intereses de la clase dominante, pone al servicio de su propio poder de clase un Estado que pretende sea «de todo el pueblo», por lo tanto colocado por encima de las clases, si bien esto nunca fue cierto. El poder proletario –que es el poder de la mayoría del pueblo- no es un cambio de guardia en el mismo Estado burgués, que en realidad es el defensor de los intereses capitalistas de la minoritaria clase burguesa, sino que se instaura con la única condición de destruir la máquina estatal burguesa y sustituirla con un Estado-no Estado, para decirlo con Engels, porque el objetivo histórico de la revolución proletaria no es el de mantener a la sociedad dividida en clases, sino el de superar esta división transformando de arriba abajo el modo de producción capitalista (que genera la división de la sociedad en clase dominante y en clases subalternas) en un modo de producción social, es decir, que satisfaga todas las exigencias de vida y de desarrollo de la especie humana y no del mercado. Por ello el nuevo poder proletario, después de haber destruido la máquina estatal burguesa, simplifica al máximo la burocracia, elimina el ejército profesional, elimina cualquier privilegio de posición y económico para los funcionarios públicos (todos los funcionarios son pagados con salario de obrero, son elegibles y revocables en cualquier momento… grandes lecciones de la Comuna de París), etc.: en Rusia, el poder a los Soviets, significaba implicar a la mayoría de la población en la administración pública, cierto que bajo la guía atenta y férrea del poder político bolchevique que tenía la tarea de defender la revolución victoriosa en Rusia de cualquier ataque interno y externo, y mantenerla en el camino revolucionario internacionalista e internacional. La república no debía por lo tanto ser parlamentaria, sino que debía apoyarse sobre el sistema de los Soviets, excluyendo el voto de los no trabajadores, porque, como la Comuna de París, la nueva máquina estatal debía ser un organismo de trabajo, legislativo y ejecutivo al mismo tiempo.

Ahora la cuestión de la guerra imperialista. Toda la propaganda bolchevique por la lucha contra el militarismo imperialista y contra la guerra de rapiña conducía al único resultado posible: la guerra imperialista, si podía acabarse durante su desarrollo, sólo podía serlo mediante la intervención de la revolución proletaria. Solo el poder proletario revolucionario habría tendido la fuerza y el interés en liquidar la guerra, al menos respecto al país, al territorio, en el cual la revolución hubiese vencido. Los Estados imperialistas estaban interesados en sofocar cualquier movimiento revolucionario y, razón de más, si era victorioso, aliándose de manera más o menos estrecha contra él pese a continuar enfrentándose en la guerra imperialista. La Comuna de París había clarificado muy bien este aspecto, que Marx puso en evidencia y que Lenin retomó punto por punto. Y la victoriosa Revolución de Octubre no hizo sino confirmar el interés de todas las potencias imperialistas de sofocar y acabar con cualquier tentativa revolucionaria producida por el proletariado del propio país, y tanto más por la revolución proletaria victoriosa. Durante tres largos años, en una guerra civil prolongada, el poder proletario en Rusia resiste a todos los ataques internos y externos desencadenados por las fuerzas de conservación aristocráticas y burguesas, pero finalmente venció. Y venció también porque el poder proletario, representado por el partido bolchevique de Lenin, demostró con los hechos que las palabras pronunciadas durante años en la propaganda no eran promesas ilusorias, sino que respondían exactamente a un programa político bien definido previamente y seguido con la máxima disciplina política y práctica que sólo un partido de clase, bien organizado, disciplinado, compacto y coherente con la teoría marxista en la cual funda sus principios, su programa, su táctica y su organización, y capaz de no desviarse de la ruta prefijada a causa de cualquier variación de situación, puede garantizar a la clase obrera y a su lucha por la emancipación del capitalismo.

La revolución proletaria vence en Rusia cuando la guerra imperialista mundial está aún en curso; el nuevo poder proletario trata de liquidar la guerra, es decir, cancelar la participación de Rusia en la guerra y, para ello, debe no sólo rechazar los acuerdos de guerra que el gobierno Kerensky había suscrito con los aliados de la Triple Entente, sino acordar una paz separada con «el enemigo», con el Imperio alemán. El congreso pan-ruso de los Soviets que asume el poder el 26 de octubre, adoptó esa misma tarde el decreto sobre la paz, preparado por Lenin, primer acto del nuevo poder. Con este decreto se propone a todos los países en guerra el inmediato inicio de negociaciones «para una paz justa y democrática» y se dice inmediatamente qué se entiende con esta fórmula: «Una paz inmediata, a la cual aspira la gran mayoría de los obreros y de las clases trabajadoras de todos los países, agotadas, extenuadas y martirizadas por la guerra, una paz sin anexiones (es decir sin conquista de tierras extranjeras, sin incorporaciones forzadas de otros pueblos) y sin indemnizaciones» (6) La posición internacionalista de los bolcheviques se extrae de este simple texto: se habla en nombre de todos los proletarios del mundo proponiendo, apenas conquistado el poder político en Rusia, el inicio inmediato de negociaciones de paz. El 7 de noviembre la propuesta fue transmitida a todos los gobiernos en guerra; pero la propuesta de paz fue dirigida simultáneamente a todos los pueblos de las naciones en guerra porque, al mismo tiempo, «nosotros luchamos contra la mixtificación de los gobiernos que, de palabra, están todos por la paz, por la justicia, pero que, de hecho, conducen guerras de conquista y de rapiña» (7). Los «aliados» franceses, ingleses, etc. amenazaron con atacar a Rusia si esta osaba concluir una paz separada con los alemanes. La propuesta de paz por parte del gobierno del Soviet no era un ultimátum, sino que se apoyaba sobre la extrema fatiga de las masas beligerantes para presionar a los gobiernos para que negociasen. «El gobierno cree –continúa el texto de Lenin- que continuar con esta guerra para decidir cómo las naciones potentes y ricas deben repartirse a las naciones débiles conquistadas es el mayor delito contra la humanidad y proclama solemnemente su decisión de firmar inmediatamente las condiciones de una paz que ponga fin a esta guerra» (8), a las condiciones arriba recordadas y, naturalmente, con «la más completa claridad y con la exclusión total de cualquier ambigüedad y secreto».

Coherentemente con lo dicho, el gobierno de los Soviets abolió la diplomacia secreta, manifestó su firme intención de llevar las negociaciones de manera absolutamente pública, comenzó de inmediato la publicación integral de las negociaciones secretas confirmadas o concluidas por el gobierno de los grandes propietarios de tierras y de los capitalistas desde febrero a octubre de 1917, y declaró incondicional e inmediatamente abrogado todo el contenido de dichos tratados (precisamente porque en la mayor parte de los casos se trata de ventajosos privilegios para los grandes propietarios de tierras y para los capitalistas rusos, de mantenimiento y ampliación de las anexiones de los gran-rusos). Bien diversa y opuesta la actitud de la URSS estalinizada antes, durante y después de la segunda guerra imperialista mundial; aquella URSS que se quería hacer pasar por un país de «socialismo realizado» y como ejemplo y guía mundial para cualquier proletario.

Era obvio, a las potencias imperialistas no les bastó que la nueva Rusia soviética intentase hacer la paz en casi cualquier condición; ella representaba un enemigo mucho más potente que cualquier otro enemigo burgués beligerante, porque su fuerza no residía sólo en un poder conquistado en un gran país, sino en los lazos de clase que el proletariado revolucionario ruso tenía y podía estrechar aún más con los proletarios de los países beligerantes, proletarios que ya tendían a combatir a las clases dominantes como en Alemania y en Italia. La fuerza de la revolución proletaria en Rusia se apoyaba ciertamente sobre un proletario experto, generoso, disciplinado, dispuesto al sacrificio, maduro desde el punto de vista del internacionalismo, pero el verdadero peligro para la clase burguesa de los países imperialistas estaba constituido por los proletarios de sus propios países porque, si hubiese tenido éxito su movimiento revolucionario, era todo el sistema capitalista, e imperialista, mundial el que hubiese sido puesto contra las cuerdas. Por ello, la iniciativa de los bolcheviques de negociar la paz con todos los países beligerantes, políticamente coherente y socialmente necesario no sólo de inmediato, sino también con vistas al desarrollo del movimiento revolucionario en el resto de países europeos, fue considerada por el imperialismo alemán y por los imperialismos francés e inglés como una debilidad del poder proletario apenas conquistado, debilidad de la cual aprovecharse: todos juntos contra el poder de los Soviets, si bien se continuaba la guerra de rapiña entre los imperialismos antagonistas. El tratado de Brest-Litovsk es conocido a aquellos que nos siguen desde hace tiempo [Ver nota sobre Brest Litovsk en pág. 6]. Allí se decidió el fin de la guerra entre Rusia y Alemania, después de negociaciones extenuantes y, sobre todo, después de que Alemania, no respetando ningún pacto suscrito, retomase su avance sobre los países Bálticos, Polonia y Ucrania. Las negociaciones de paz se iniciaron el 2 de diciembre, y vieron alternarse por parte bolchevique a las delegaciones de Loffe, de Trotsky y finalmente de Sokolnikov. Los bolcheviques esperaban la reacción de los proletarios de Alemania y de Austria y esperaban también que el ejército alemán, empeñado como estaba en el frente occidental, no reanudase el avance sobre el Este. Pero el movimiento proletario alemán y austriaco, desde hacía tiempo intoxicado por el oportunismo democrático burgués al respecto del cual los espartaquistas no tuvieron la firmeza teórica, política y organizativa necesaria para vencer a la influencia debilitante del kautskismo y del centrismo, no aprovechó la oportunidad que la revolución rusa daba a un proletariado que había demostrado ser capaz de movilizarse con vigor y continuidad contra la guerra, tanto antes como durante ella. «El 3 de marzo de 1918 finalmente la paz-horca fue firmada. Pasaban a Alemania Estonia, Letonia y Polonia. Ucrania se convertía en Estado vasallo, una indemnización debía ser pagada por Rusia. Pero todo ello, sobre el cuadrante de la historia, debía durar solo pocos meses, hasta la derrota alemana en noviembre y el armisticio general con los occidentales victoriosos. La crisis de Brest-Litovsk había debilitado a Alemania y no a Rusia» (9).

Respecto a la paz de Brest-Litovsk, se recuerda que en el partido bolchevique se desarrolló una gravísima crisis. Una corriente, considerada «de izquierda», era contraria a la paz separada y a la aceptación de condiciones tan gravosas; esta corriente estaba por la «guerra revolucionaria», es decir, por conducir la guerra contra los imperialistas considerando a esta «guerra» ya no «imperialista» porque en Rusia el poder había sido conquistado por los trabajadores. Y si esta «guerra revolucionaria» se perdiese, se habría perdido «combatiendo». Hacer la paz y aceptar las condiciones deshonrosas puestas por el enemigo, para esta corriente significaba «traicionar» al movimiento revolucionario internacional; si se debía sucumbir, que se hiciese… combatiendo.

Contra esta posición se elevó el gigante Lenin con su fe en la revolución europea, a a favor de la que  se ponían entonces diversos factores, por otra parte. Son muchas las intervenciones de Lenin para batir a las posiciones aparentemente radicales que querían la «guerra revolucionaria» en vez de la paz «deshonrosa», a costa de perder el poder apenas conquistado. Basta acudir a los escritos contenidos en los volúmenes 26 y 27 de las Obras completas (10) para comprender cuánta razón tenía Lenin al oponerse, una vez más solo, contra muchos compañeros del partido que estaban desviándose de manera grave. La brújula seguida por Lenin, siempre y no sólo en esta ocasión, ha sido constantemente la revolución socialista internacional que en Rusia se había iniciado, pero que no acababa ni debía acabar en Rusia. Después de haber conquistado el poder proletario en Rusia, dada la situación internacional objetivamente revolucionaria provocada por la misma guerra imperialista mundial y por el nivel alcanzado en la lucha de clase de los proletarios de Europa, y después de haber liquidado la guerra –punto de llegada fundamental, quizá el más vital, de una lucha muy larga que duraba desde 1914 y en un cierto sentido desde 1900- «¿qué debe hacer el partido revolucionario apenas llegado al poder? Combatir dura y largamente, para no perderlo. Lucha que, para ambas partes, no puede dar cuartel al vencido» (11)

Brest fue una etapa del camino que debía conducir de la guerra imperialista a la guerra civil en todos los países, como se había declarado en 1914, y aun antes, por el marxismo revolucionario.

En la etapa de Brest la Revolución Europea tomaba una marcha gloriosa. Sobre la línea política revolucionaria, el poder ruso de Octubre mantenía en su puño, con todas las cartas en regla, la bandera roja. Desde entonces, en espera de la revolución proletaria en Europa, otros países gigantescos caracterizaron la política revolucionaria de los bolcheviques, compartida y sostenida plenamente por la corriente de la Izquierda comunista de Italia, como demostraremos en la próxima entrega.

 


 

(1) Cfr. Struttura economica e sociale della Russia d’oggi, ed. Il programma comunista, 1976, p.224.

(2) Ibidem, p. 225, (3) Ibidem, p. 231, (4) Ibidem, p. 232, (5) Ibidem, p. 225.

(6) Cfr. Lenin, Informe sobre la paz, en, vol. 27, Ediciones Progreso, Moscú, p. 231.

(7) Ibidem, p. 234, e la (8) Ibidem, p. 232.

(9) Cfr. Struttura economica e sociale della Russia d’oggi, cit., p. 236.

(10) Por ejemplo: en los volúmenes 27 y 28 de las Obras,Esquema de programa de las negociaciones de paz –Por el pan y la paz- Para la historia de una paz desgraciada-Sobre la fraseología revolucionaria -¡La patria socialista está en peligro! –Informe a la sesión del Comité Ejecutivo Central de toda Rusia, 23 de febrero de 1918 –La posición del CC del POSDR(b) sobre la cuestión de la paz separada y anexionista –Una lección dura pero necesaria –Extraño y monstruoso –Una lección de seria responsabilidad-VII Congreso del Partido Comunista (bolchevique) de Rusia: informe sobre la guerra y la paz –La tarea principal de nuestros días –IV Congreso extraordinario de los Soviets: Informe sobre la ratificación del tratado de paz.

(11) Cfr. Struttura..., cit., p. 241

 

 

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