El delito de odio

 

(«El proletario»; N° 13; Abril - Mayo de 2017 )

 

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El pasado mes de marzo se conoció que la Audiencia Nacional condenaba a una joven a un año de prisión y nueve de inhabilitación para ejercer cargos públicos por una serie de tuits que publicó burlándose del asesinato de Carrero Blanco a manos de ETA. Para juzgarla, la Fiscalía y la Audiencia Nacional sacaban a relucir el últimamente tan popular delito de odio. Unos meses antes, el cantante del grupo Def Con Dos era igualmente condenado, esta vez por el Tribunal Supremo, por un delito similar. En octubre de 2.016 varios jóvenes del pueblo de Alsasua, en Euskadi, fueron arrestados y procesados de nuevo por un delito de odio después de que participasen en una pelea de bar en la que dos guardias civiles y sus novias fueron golpeados. A día de hoy dos de estos jóvenes permanecen aún en prisión a la espera de juicio. En febrero del mismo año, el caso de los titiriteros, en el que dos cómicos fueron detenidos y llevados a prisión por utilizar un cartel alusivo a ETA y Al Qaeda en una representación callejera, fue ampliamente seguido por toda la prensa nacional.

Son sólo una muestra de la serie de «delitos de odio» y similares con que las autoridades españolas se están prodigando a la hora de detener, procesar y encarcelar a diferentes personas vinculadas de una manera u otra (a veces de manera muy lejana) a grupos, colectivos o asociaciones de la extrema izquierda. Podríamos citar más casos, como el de una tienda de ropa en el barrio madrileño de Vallecas en la que la policía irrumpió para secuestrar el material que estaba a la venta acusando a los dueños de «incitar al odio». O el del posible juicio, también por odio, a los participantes en una protesta contra un festival de música que programaba entre sus actuaciones la de un cantante hebreo que apoyaba públicamente los asentamientos de colonos israelíes en la Franja de Gaza.

Se trata, todos ellos, de delitos de bajo nivel, de hechos que hasta el momento eran tolerados y que se consideraba que entraban dentro de la llamada libertad de expresión por tener todos ellos connotaciones políticas. Pero en los últimos años las diferentes instancias judiciales, entre ellas la Audiencia Nacional, tribunal de excepción heredero del Tribunal de Orden Público franquista, se han lanzado a sancionar legalmente a todos aquellos que la policía y la fiscalía les presenta acusados por estos delitos. De hecho las penas impuestas son considerablemente duras si se tiene en cuenta que tantos otros delitos, sin duda alguna más peligrosos en términos sociales, no tienen consecuencias penales para los acusados.

Según el código penal español los delitos de odio son aquellos que  «fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad».

Es decir, el delito de odio parece encaminado a proteger a las víctimas de minorías étnicas, sexuales, etc. de la discriminación y las agresiones que pudieran sufrir. Visto esto, resulta difícil imaginar cómo las víctimas del terrorismo (en su mayor parte militares, policías y jerarcas del Estado), la Guardia Civil o un cantante sionista israelí podrían requerir de protección o cuál es la naturaleza de su condición minoritaria y, por lo tanto, susceptible de ser discriminado o violentado.

La respuesta a esta pregunta la da el propio Ministerio del Interior en su informe anual sobre los delitos de odio:

En 2.015 se contabilizaron en España 1.328 incidentes relacionados con los delitos de odio. De estos incidentes, teniendo en cuenta el motivo por el que la víctima sufrió la agresión,  9 fueron por antisemitismo, 17 por aporofobia (odio al pobre), 70 por creencias o prácticas religiosas, 226 por discapacidad, 169 por orientación o identidad sexual, 505 por racismo o xenofobia, 308 por ideología y 24 por razones de sexo.

Algunas de estas partidas parecen razonables: orientación sexual, racismo, discapacidad… Pero la cosa cambia cuando se llega a la penúltima de ellas: ideología. De acuerdo a la interpretación que las instancias jurídicas están realizando sobre el delito de odio, profesar y manifestar una ideología que llame al odio, es un delito. El caso más reciente es el de varios jóvenes que fueron acusados de este delito por golpear a una joven neonazi a las puertas de un bar de copas. No se les acusó de un delito de lesiones, daños, etc. Se les acusó de un delito de odio. Es decir que el juez consideró que la ideología de los agresores era constitutiva por sí misma de delito.

Esta es la realidad acerca de la utilización del delito de odio. Una buena parte de los acusados por este motivo lo son realmente por razones ideológicas, de hecho un 23% de los delitos de odio lo son por esta causa. Resulta llamativo que sea el segundo motivo más importante después del racismo y que supere ampliamente a los delitos que se colocan bajo este paraguas en el caso de las agresiones por orientación sexual. Es evidente que existe una utilización deliberada de esta causa jurídica para detener y encarcelar por motivos ideológicos, como muestran los casos que hemos señalado más arriba.

En el sistema democrático español, según la Constitución y el resto de leyes del Estado, no se persigue la libre expresión ni la libertad de ideas, que forman parte de los derechos inalienables de cada ciudadano. Y esto es cierto. En las cárceles y comisarías del país no duerme nadie por un delito de «expresión» o «ideas». Sin embargo en los últimos años hemos visto cómo acudir a una manifestación puede implicar una multa exorbitada que difícilmente los ingresos de un trabajador pueden pagar. Si se es detenido durante la manifestación, se puede pasar varios meses en la cárcel por un delito de odio o de terrorismo, como es el caso de los miembros de Errepresioari Autodefentsa tras su detención en la manifestación de Pamplona. Si se participa en un piquete durante una huelga, se puede ser acusado de «atentado contra el derecho al trabajo», tipificación penal pensada para perseguir a los empresarios que violan las leyes básicas que protegen a los trabajadores pero que se dirige realmente contra los trabajadores y que supone un máximo de 6 años de prisión.

La represión, en todos estos casos, es exquisitamente democrática. Ya no existen detenciones masivas por manifestarse, ni por reunirse, ni por editar prensa o repartir panfletos. No porque no existan estas detenciones, sino porque se elabora una casuística jurídica democrática que permite procesar a quien se manifiesta, reúne o a quien publica un periódico, argumentando que su acto incurre en un genérico delito de odio. Doble ventaja: dadas las resonancias del término delito de odio (que parece enfocado únicamente a proteger a las minorías socialmente vulnerables) se logra un amplio consenso en torno a él. Por otro lado, se señala de manera muy precisa a quien va a ser receptor del golpe represivo, aprovechando el entramado jurídico para individualizar.

La democracia no necesita, salvo en momentos excepcionales, mantener con grandes despliegues de fuerza el orden burgués. Durante la mayor parte del tiempo lo hace golpeando sólo a los elementos que se destacan contra ese orden, justificando la represión por razones «cívicas» y mostrando públicamente el ejemplo a quienes pretendan seguir ese camino. Es un método más eficaz porque economiza los gastos en credibilidad frente al conjunto de la población, no desgasta la idea de justicia igual para todos que cada democracia ha colocado al frente de su sistema jurídico y permite colocar a quien ha sido golpeado por la represión como culpable no de un delito político sino de un atentado contra la convivencia del conjunto de la sociedad.

Este civismo que coloca la igualdad ante la ley para todos los ciudadanos, pretendiendo que los derechos políticos y la seguridad jurídica rezan igual para cualquier miembro de la sociedad, independientemente de la clase social a la cual pertenezca, esconde detrás de la máscara de la represión mesurada y proporcional la verdadera opresión que sufren los proletarios, la que se levanta sobre la realidad de  la explotación del trabajo asalariado. Esta explotación se manifiesta, sin que lo eviten las leyes que supuestamente deben proteger e igualar al proletario y al patrón (a aquel que no posee sino su fuerza de trabajo para sobrevivir y cuya única libertad es la de vender esta para no morir de hambre y a aquel que es libre para explotar a cuantos proletarios le permita su capital) en todas las circunstancias de la vida cotidiana. Se manifiesta en las desgracias que golpean a los proletarios en el puesto de trabajo, acabando tantas veces con la muerte, bien por la insuficiencia de medidas de seguridad bien por la absoluta ausencia de estas. Se manifiesta en los despidos que dejan a los proletarios en la calle pese a las leyes y los convenios colectivos que supuestamente deben protegerles. Se manifiesta en la identificación violenta, la reclusión y la expulsión de los proletarios que huyen de la guerra, la miseria y el hambre. Se manifiesta cuando los proletarios son dejados en condiciones de extrema emergencia, y esto durante mucho tiempo, cada vez que tienen lugar terremotos, inundaciones y otras catástrofes naturales. Y se manifiesta, también, en la esclavitud de la prostitución y en la violencia de todo tipo que las mujeres, autóctonas y sobre todo extranjeras, sufren de parte de organizaciones criminales que de hecho operan a la luz del día. Todas estas manifestaciones de la verdadera situación que el proletariado padece en la sociedad capitalista, del verdadero significado de su libertad, son (junto con tantas otras agresiones que los proletarios sufren diariamente) la prueba fehaciente de aquello que pueden esperar de la igualdad jurídica, del imperio de la ley, etc.

En el caso de las recientes detenciones y encarcelaciones por motivos de odio, la burguesía está ensayando una represión a pequeña escala que, en su momento, cuando sea necesario, pueda ser aplicada sobre estratos más amplios de la clase proletaria. Por lo pronto policía, jueces y fiscales sólo se están ensañando con jóvenes sumamente imprudentes que hacen declaraciones altisonantes en las redes sociales, algunos artistas, etc. Es una represión localizada sólo entre quienes se comportan de manera algo infantil, ventilando temas graves con bastante ligereza y a través de medios que, desde luego, no son los adecuados para ningún tipo de lucha política. Es, por lo tanto, una especie de sistema de prueba que el Estado burgués está comenzando a poner en marcha. Lo que revela es que, en el futuro, no va a haber ninguna compasión con quienes se coloquen más allá del orden democrático.

Durante los años 2.011-2.014, en momentos de relativa efervescencia social, la burguesía no tuvo más remedio que dejar hacer. Si bien la represión no desapareció en ningún momento, ésta más que un carácter explícitamente político tenía uno de salvaguarda del orden público más inmediato. Este periodo de relativa libertad finaliza con la aparición de Podemos y sus compañeros de viaje municipalistas, con su ascenso a las instituciones. Desde ese momento la calle se vacía, se acaban las grandes huelgas y las manifestaciones. La burguesía traza una línea: a un lado de esta se encuentra la alternativa democrática de la nueva política, que llama a la lucha exclusivamente a través de medios electorales, pacíficos y respetuosos con el orden social. Al otro lado queda el resto. Y contra este resto, sean jóvenes imprudentes, grupos de música, colectivos políticos extraparlamentarios, etc. se comienzan a dirigir golpes represivos que van creando el marco jurídico que se utilizará, en un futuro no muy lejano, para atacar con más intensidad a todos aquellos que renieguen de las alternativas que el marco democrático ofrece a los proletarios.

El Estado español no ha destacado nunca por ser especialmente liberal en lo que se refiere a derechos sociales. Ha concedido, es cierto, algunos espejismos de libertades civiles, sobre todo en ámbitos asociados al ocio y a la cultura, consciente de que ese terreno le resulta beneficioso a la propia clase burguesa como elemento de control social. Pero ha mantenido siempre una intensa presión sobre cualquiera que haya traspasado los límites permitidos, manteniendo situaciones llamadas excepcionales para combatir cualquier tipo de tensión social. Es el caso de Euskadi, pero también la represión contra los presos sociales, los muertos a manos de grupos parapoliciales de la extrema derecha, etc. A partir de ahora veremos cómo esta situación comienza a generalizarse. De manera en absoluto contradictoria, a medida que las esferas de la legislación tradicionalmente dirigidas a la clase burguesa (derecho tributario, mercantil, etc.) rebajan sus exigencias a la hora de juzgar a los involucrados en delitos de este tipo, el código penal, el que se aplica sobre los proletarios tanto en delitos sociales provenientes de la pobreza y la miseria como en delitos políticos, incrementará su alcance, afilará sus armas y se volverá más despiadado.

Los proletarios, que inevitablemente se verán empujados a luchar una y otra vez a medida que sus condiciones de existencia se deterioren, deberán experimentar la represión en su propia piel. Pero también deberán aprender de ella una serie de lecciones políticas y prácticas. Sobre todo el hecho de que el derecho, más allá de las declaraciones sentimentales sobre la igualdad ante la ley, es el arma con el que la burguesía sanciona legalmente tanto la explotación de la clase proletaria como la represión sobre ella cuando se rebela. Esta es la única verdad de todos los códigos legales tanto de las democracias, donde el dominio de clase se ejerce veladamente, como de las dictaduras, donde se ejerce de manera explícita.

 Para luchar, los proletarios deberán vencer el respeto por la ley que décadas de sumisión a la burguesía les han impuesto. Para avanzar en su lucha deberán, además, enfrentarse a esta ley, de la cual no pueden esperar sino que consagre los derechos de explotación y rapiña de la clase enemiga. Frente a ellos se colocarán quienes pretenden que el Estado burgués debe garantizar la libertad de expresión, quienes denuncian que este tipo de represión es un «exceso» debido a un gobierno con tendencias autoritarias. La izquierda tradicional y la nueva izquierda de Podemos y similares quieren que los proletarios vean al Estado no como el garante de los intereses de clase de la burguesía, que reprime preventiva o abiertamente para amedrentar a los elementos de la clase proletaria que toman el camino de la lucha abierta, sino como una entidad situada por encima de las clases sociales y que debe defender unos «derechos» colocados también por encima de estas. Pero es la propia burguesía la que cuenta con ellos para que defiendan los verdaderos límites de todas las libertades y derechos, cuenta con ellos para que logren que los proletarios confíen tanto su lucha general sobre el terreno político  como la defensa de sus intereses más inmediatos únicamente a los mecanismos de cohesión social, al sistema democrático y a las instituciones parlamentarias.

Contra ellos, para no permanecer en la condición de esclavos del capitalismo, para no ser tratados como objetos que no sirven más al capital, o como obstáculos fastidiosos a eliminar o arrojar a prisión, los proletarios deberán reconquistar las más antiguas tradiciones de la lucha de clase contra la clase burguesa dominante, deberán volver a combatir por sí mismos, por sus propios intereses, uniéndose en una lucha anticapitalista única. Deberán reorganizarse sobre el terreno económico inmediato de manera independiente de la burguesía y de la pequeña burguesía, que tienen todo el interés en mantener al proletariado sujeto a las ilusiones democráticas y en reprimirlo cuando se rebela contra las intolerables condiciones de supervivencia y de trabajo a las cuales se encuentra constreñido. Solo así la clase proletaria logrará resistir a la presión económica, social, política e ideológica de la burguesía; sólo así el proletariado volverá a ser la única clase social en condiciones de combatir, en todos los países, contra cualquier tipo de opresión utilizando los medios y los métodos de la lucha de clase en la perspectiva de la propia emancipación de la esclavitud salarial; emancipándose a sí mismo, el proletariado emancipará a toda la sociedad humana de un modo de producción, el capitalista, que tiene como fin no la satisfacción de las exigencias de vida de los seres humanos, sino las exigencias de beneficio y de mercado del capital. Es sobre la vía de la reanudación de la lucha clasista que los proletarios encontrarán a su partido de clase, el único órgano político, como la historia de las luchas de clase ha demostrado, en condiciones de guiarlo victoriosamente a la revolución y a la superación de la sociedad capitalista que vive exclusivamente de la explotación del hombre por el hombre.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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