Siguiendo a la burguesía y a la pequeña burguesía, sean estas catalanas o españolas, el proletariado sólo logra fortalecer las cadenas que le atan a la explotación capitalista. Frente a las consignas reaccionarias de «república catalana» y de «unidad de España» sólo hay una vía: ¡El retorno a la lucha de clase!

 

(«El proletario»; N° 15; Sept. - Oct. - Nov. de 2017 )

 

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Con la «declaración de independencia» por parte del Parlament de Cataluña, la intervención parcial del gobierno autónomo y la detención  o salida de España de algunos miembros destituidos del gobierno el llamado «procés» parece haber llegado a su clímax.

El gobierno español ha puesto en marcha el artículo 155 de la Constitución, que le habilita para hacerse cargo de las competencias que eran prerrogativa de la Generalitat catalana, aunque no se ha hecho con el control completo de esta ni ha liquidado la autonomía: únicamente ha tomado bajo su control el mando de la policía autonómica y la Consejería de Hacienda, que por lo demás ya estaba intervenida antes del referéndum con el fin de evitar este. Previamente había hecho detener a los líderes de Omnium Cultural y de la Asamblea Nacional Catalana, las dos entidades políticas que han encabezado la movilización social en favor de la independencia de Cataluña. Y, posteriormente, ha encarcelado también a buena parte del Gobierno de la Generalitat, con Oriol Junqueras, vicepresidente económico, a la cabeza. Durante este tiempo, organizaciones de carácter cívico como Sociedad Civil Catalana y grupos de extrema derecha vinculados a ella, han promovido manifestaciones en defensa de la unidad de España en Barcelona, buena parte de las cuales han terminado con auténticas razias en las calles.

Por su parte el bloque independentista ha llevado hasta el final su amenaza de declarar la independencia de Cataluña: después del referéndum y tras varias semanas de dilaciones, que muestran cualquier cosa excepto una determinación firme para cumplir con su supuesto objetivo, la mayoría nacionalista del Parlament catalán (PDeCAT y CUP) votó a favor de un texto ambiguo que sólo una interpretación muy laxa puede considerar que lleva a la independencia catalana. Después de más de cinco años de «procés», un referéndum, un «paro nacional» en el que burgueses, pequeño burgueses y proletarios fueron llamados a movilizarse en defensa del «país», el Parlament acabó por alumbrar un sucedáneo de declaración de independencia en el que se llamaba a continuar con la movilización en defensa de las instituciones políticas catalanas hasta convertirlas en independientes de España a través de un «proceso constituyente». Después de ello, los diputados nacionalistas se fueron a dormir mientras en las puertas de la Generalitat se celebraba un concierto pro-independencia que acabó, como indica la ley, a las 12 de la noche. Dos días después, ante la aplicación del artículo 155 de la Constitución por parte del Gobierno de Madrid, la totalidad del Gobierno catalán y la Mesa del Parlament aceptaron los hechos consumados y se retiraron de sus cargos. Días después llegaron las imputaciones, los encarcelamientos y la marcha de Puigdemont y parte del Gobierno catalán a Bélgica donde han pedido –aún si no formalmente- asilo político.

Hay un aire de farsa en todos estos acontecimientos: pese al dramatismo que le imprimen los programas de televisión a cada paso que se da en un sentido u otro, resulta evidente que no se está ante un conflicto abierto e irresoluble sin la destrucción de uno de los contendientes. El Parlament de Cataluña declara la independencia, la suspende, se ofrece a negociar y vuelve a declararla… para después aceptar su disolución y la cárcel. El Gobierno central español amenaza, se lleva por delante a algunos diputados autonómicos pero deja intacta la autonomía y el conjunto de leyes que, a lo largo de los últimos 25 años han jalonado el camino para el auge del independentismo, después convoca elecciones y afirma desde el primer momento que los miembros del extinto gobierno catalán podrán presentarse.

Pero lo cierto es que la crisis política catalana constituye el punto de ebullición de un conflicto larvado, mucho más complejo y profundo que la escenificación independentista o el aparente autoritarismo del Gobierno español. El tono tragicómico de las últimas semanas, donde lo único real han sido las cabezas abiertas por la policía española y los jóvenes apuñalados por las bandas de extrema derecha que se han paseado a su antojo por Cataluña, esconde un conflicto serio y realmente trascendente. No es la independencia de Cataluña (o la unidad de la patria española, visto desde el otro lado) lo que se ha puesto en juego estos últimos meses y años. La República Catalana nunca ha estado encima de la mesa por mucho que los botiguers de las CUP lo hayan pretendido. Lo que ha sucedido en las últimas semanas ha sido la culminación de unas tensiones larvadas que atraviesan al Estado español y que la crisis económica y social ha hecho aflorar desde hace ya varios años. No es la situación catalana, sino todo el equilibrio político que ha conformado el Estado español desde la Transición, el que se ha visto alterado y no por una declaración de independencia que realmente no ha sido tal, sino porque las fuerzas materiales que empujan al capitalismo y a sus formas políticas a crisis económicas, políticas y sociales cada vez más intensas y difíciles de remontar, llevan de nuevo a la intensificación de la competencia entre las diferentes facciones burguesas de España.

En 1978, año de la entrada en vigor de la Constitución española, el antiguo Estado salido de la Guerra Civil abrió sus formas políticas y jurídicas fundamentalmente para poder incluir en su seno a las corrientes socialdemócrata y estalinista, encargadas en el nuevo régimen democrático de constituir el enganche entre el proletariado y el Estado, y las facciones nacionalistas periféricas, esencialmente catalanas y vascas. De esta manera se garantizaba, por un lado, la puesta en marcha del mecanismo democrático que constituye el eje del dominio de clase de la burguesía a través del juego parlamentario e institucional y, por otro lado, la inclusión de la representación política de las burguesías vascas y catalanas en el Estado. Si por el lado del proletariado las únicas «concesiones» las tuvo que hacer precisamente la clase de los explotados, aceptando íntegramente la nueva forma del Estado y aparcando todas sus exigencias políticas y económicas, por el lado de la ordenación territorial del país se llegó a una fórmula de consenso en la que los dos principales partidos regionales, PNV y CiU, tenían garantizada una posición preeminente en el Parlamento español a la vez que se les concedía la gestión del proceso de descentralización. Con ello se lograba un esfuerzo común (capitaneado por el PSOE y con el auxilio del PCE) por parte de todas las facciones burguesas por aplacar la tensión social que empujaba a amplios sectores de la clase proletaria a la lucha en fábricas y barrios y la integración de las burguesías locales vascas y catalanas en el marco político y jurídico español reconociendo el peso político especial que debían tener en virtud de su fuerza económica. Esos fueron los verdaderos términos del pacto de la Transición: represión y engaño democrático para los proletarios a la vez que se daban papeles principales a los burgueses de Euskadi y Cataluña en el gobierno del país. De esta manera se pretendía salvar tanto la conflictividad social creciente como la tensión secular que se deriva del desarrollo desigual de las regiones del país y la consecuente pervivencia de potentes fuerzas centrífugas que, periódicamente, enfrentan económica y políticamente a las clases burguesas de estas regiones.

Casi cuarenta años después el equilibrio político al que se llegó en la Transición se ha resquebrajado. Ese equilibrio había sido la consecuencia de la reordenación del Estado burgués que había forzado la crisis capitalista de 1974: con él se intentaba modernizar la estructura estatal dando cabida tanto a las fuerzas políticas prohibidas durante el franquismo y que podían forzar a la clase proletaria a soportar las exigencias de la burguesía, PSOE y PCE, y a las fuerzas políticas que representaban a las burguesías vasca y catalanas que habían cedido durante 40 años la representación institucional al Estado central ante la necesidad de un esfuerzo centralizador que evitase el colapso del Estado al que se llegó durante los años ´30. Hoy, la crisis capitalista que estalló en 2007 ha hecho que los enfrentamientos continuos pero larvados entre las distintas facciones de las burguesías locales vuelvan a salir a la superficie poniendo en cuestión los pactos alcanzados desde 1978 en adelante.

Por parte de la burguesía catalana, la crisis especialmente intensa que ha sufrido la región y que ha hecho tambalearse su predominio económico en España ante la pujanza de otras zonas del país, le movió a plantear nuevas exigencias, sobre todo en el terreno de la transferencia de competencias fiscales por parte del Estado hacia la Generalitat. Para ello volvió a azuzar la tensión que siempre está presente en un país con una configuración territorial como España y donde los regionalismos y los particularismos locales nunca se podrán superar. Con ello no sólo movilizaba las fuerzas disponibles hacia objetivos que no eran nacionalistas pero que se planteaban como tales, sino que, también, lograba poner en marcha la presión de las clases pequeño burguesas tan duramente golpeadas por la crisis y en las que los sentimientos «nacionales» más mezquinos nunca han desaparecido. A su vez, a través de estas clases pequeño burguesas y de sus exigencias de «más democracia» e «independencia» lograba si no movilizar, sí acallar la tensión social que un proletariado abrumado por el desempleo y los bajos salarios acumulaba en su cuerpo social.

Por parte de la burguesía del resto del país, buena parte de la cual (valenciana, andaluza… pero también vasca) tiene un firme interés en hacerse con parte de los mercados que están controlados por la burguesía catalana, como el transporte de pasajeros y mercancías por el arco del Mediterráneo, la «crisis catalana» ha permitido focalizar todos los problemas de política interior en un solo punto, movilizando a su vez un sentimiento nacional español que prácticamente estaba desaparecido desde hacía cuarenta años y que tiene como consigna la «defensa de la unidad de España». Así, además, mediante el recurso a grandes manifestaciones patrióticas, se ha permitido volver a mostrar su cara más desafiante ante cualquier brote de tensión social: ha fortalecido sus fuerzas de choque allí donde ya contaba con ellas y ha creado otras nuevas donde nunca había alcanzado. Estas fuerzas de choque, que hoy se manifiestan únicamente como la parte callejera del «bloque constitucionalista» serán utilizadas, mañana, en caso de necesidad, contra los proletarios cada vez que estos manifiesten una posición clasista independiente de cualquier política burguesa.

Como telón de fondo de este enfrentamiento, más allá del circo que la prensa exhibe cada día y en el que cada detalle es elevado al nivel de tragedia contribuyendo así a magnificar el peso de los particularismos locales y nacionales, está una exigencia que se presenta de manera continuada: democracia. Los partidos y asociaciones catalanistas exigen respeto a la democracia, votaciones en referéndum, nuevas votaciones plebiscitarias… Los partidos constitucionalistas españoles exigen respeto al marco democrático de 1978, otras elecciones… Ambos bandos exactamente iguales en lo que respecta a esta exigencia. Mientras el conflicto real se ventila sobre el terreno de la competencia económica, de la lucha por las cuotas de mercado, por la influencia sobre unos sectores de la producción u otros y por la consiguiente fortaleza política para imponer cada uno de los criterios, a la clase proletaria se le lanza una única consigna: democracia. No sólo al votar, porque también se le intenta movilizar mediante manifestaciones democráticas, mediante convocatorias en defensa de las instituciones, de los gobiernos, del país… Aunque la burguesía pueda luchar entre sí, su política respecto a la clase proletaria es siempre, tendencialmente,  y en todo lugar la misma: la democracia como manera de vincularla a las exigencias nacionales, como vía para unirla al carro de la defensa de la patria, del bien común, de la economía, del Estado… Democracia como exigencia general y común a todas las clases de la sociedad, desviando al proletariado de la lucha por la defensa exclusiva de sus intereses, utilizando medios y métodos de clase, enfrentándose a su enemigo burgués por todos los medios, combatiendo la competencia entre proletarios de la que se nutre la burguesía para dominar.

Pero la clase proletaria no puede esperar nada ni de las exigencias «nacionalistas» catalanas, ni de la «unidad de España», ni de la participación en las instituciones del Estado, en los referéndums o en las elecciones autonómicas. Como no puede esperar nada ni de la burguesía catalana que durante siglos ha estado a la vanguardia de la explotación del proletariado en España ni de la pequeña burguesía local que tiembla por ver su negocio zozobrar. No puede esperar nada, tampoco, de la burguesía española que exige la sumisión de todos los intereses particulares, especialmente de los intereses de clase del proletariado, al bien superior que representa la unidad nacional. Y mucho menos de la pequeña burguesía españolista que a la vez que saca las banderas constitucionales manda a sus hijos a dar palizas en las calles.

La clase proletaria sólo tiene un interés: hacer desaparecer la explotación que se nutre de su sudor y de su sangre para aumentar las ganancias capitalistas. Y para ello debe cumplir con una obligación inmediata: romper con cualquier política basada en la colaboración entre clases, rechazar con toda la fuerza posible la influencia que la pequeña burguesía, republicana y nacionalista o españolista y centralista, ejerce sobre ella a través de la imposición de métodos de lucha democráticos e institucionales que sólo pueden llevarla a la derrota. Rechazar, con ello, cualquier particularismo local elevado al rango de bandera por la que luchar, cualquier defensa de la patria, cualquier alianza con su burguesía «nacional».

Para vencer la clase proletaria sólo puede contar con sus propias fuerzas, con la asociación clasista para la lucha sobre el terreno económico inmediato, en defensa de sus condiciones laborales y salariales en cada empresa. La respuesta de los proletarios a las consignas no debe ser el hermanamiento con los capitalistas y con los gobernantes en defensa de un dominio político que es netamente anti proletaria. Esta perspectiva puede parecer hoy utópica y poco «concreta», pero es la única que concretamente puede ser asumida por la reanudación de la lucha proletaria, que se se refiere únicamente a los intereses de la clase, a los intereses de la propia causa histórica que consiste en acabar de una vez por todas con el régimen de explotación del hombre por el hombre, con el sistema capitalista que no puede hacer otra cosa que colocar en el centro de sí mismo al capital, a la producción de capital, a la valorización del capital, obligando a los seres humanos a satisfacer con su trabajo no las necesidades de su vida y de la vida social, sino las necesidades del mercado, por lo tanto las necesidades del capital.

 

¡Contra todo particularismo o localismo que divida a la clase proletaria!

¡Contra la política de colaboración entre clases que se impone al proletariado!

¡Por la reanudación de la lucha de clase!

 

05-10-2017

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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