La cuestión de las nacionalidades en España

 

(«El proletario»; N° Especial Cataluña; Octubre de 2017 )

 

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Reproducimos a continuación la parte del artículo La cuestión de las nacionalidades en España dedicada a Cataluña. Este artículo se publicó en los números 23 y 25 de la revista El Programa Comunista en los años 1977 y 1978. En él se pretendía dar una visión general, pero no por ello poco precisa o ambigua, acerca de la relación entre los principios marxistas, el programa del partido y el problema específico que la cuestión nacional en España había supuesto a lo largo del tiempo. No es necesario variar ni una sola coma de lo escrito entonces. Es más, la serie de artículos que en El Proletario se ha publicado sobre la cuestión catalana, pueden considerarse perfectamente como una reafirmación de las posiciones defendidas en ese artículo. El texto completo puede consultarse en nuestro sitio web.

 

 

Dándonos la clave de la persistencia de fenómenos regionalistas bien entrado el siglo XIX, Marx esboza en 1854 la historia de la monarquía española que, «exhibe todos los síntomas de larga y nada gloriosa putrefacción» y que «debe ser más bien catalogada junto con formas asiáticas de gobierno», a la cabeza de un «conglomerado de repúblicas mal regidas».

«¿Cómo explicar empero el singular fenómeno consistente en que tras casi tres siglos de una dinastía habsburguesa seguida de otra borbónica –cada una de las cuales se basta y se sobre para aplastar a un pueblo- sobrevivan más o menos las libertades municipales de España, y que precisamente en el país en que, de entre todos los estados feudales, surgió la monarquía absoluta en su forma menos mitigada no haya conseguido sin embargo echar raíces la centralización? La respuesta no es difícil. Las grandes monarquías se formaron en el siglo XVI y se asentaron en todas partes con la decadencia de las antagónicas clases feudales –la aristocracia y las ciudades-. Pero en los demás estados de Europa la monarquía absoluta se presentó como un foco civilizador, como la promotora de la unidad nacional. Fue en ellos el laboratorio donde se mezclaron y elaboraron los diversos elementos de la sociedad de modo tal que indujo a las ciudades a abandonar la independencia local y la soberanía medievales a cambio de la ley general de las clases medias y del común dominio de la sociedad civil. En España, por el contrario, mientras la aristocracia se sumía en la degeneración sin perder sus peores privilegios, las ciudades perdieron su poder medieval sin ganar en importancia moderna.

«Desde el establecimiento de la monarquía absoluta vegetaron las ciudades en un estado de continua decadencia […] Al declinar la vida comercial e industrial de las ciudades se hizo cada vez más escaso el tráfico interior y menos frecuente la mezcla de habitantes de las distintas regiones, se descuidaron los medios de comunicación y se abandonaron los grandes caminos. Así la vida local de España, la independencia de las regiones y municipios, la diversidad del estado de la sociedad, fenómenos basados originariamente en la configuración física de país y desarrollados históricamente por la diversidad de los modos como las distintas regiones se emanciparon de la dominación mora para formar pequeñas entidades independientes, todo eso se vio finalmente reforzado y confirmado por la revolución económica que agotó las fuentes de la actividad nacional. Y así, la monarquía absoluta encontró ya en España una base material que por su propia naturaleza repelía la centralización; además, ella misma hizo cuanto estuvo en su poder para impedir que se desarrollaran intereses comunes basados en una división nacional del trabajo y en una multiplicación del tráfico interior –única y verdadera base para poder crear un sistema administrativo uniforme y el dominio de leyes uniformes-. Así, pues, la monarquía absoluta española, a pesar de su superficial semejanza con las monarquías absolutas de Europa en general, debe ser más bien catalogada junto con las formas asiáticas de gobierno. Como Turquía, España siguió siendo un conglomerado de repúblicas mal regidas con un soberano nominal al frente. […] A pesar de ser despótico, el gobierno no impidió que subsistieran en las regiones los varios derechos y costumbres, monedas, estandartes o colores militares, ni siquiera sus respectivos sistemas fiscales.

«[…] Y así pudo ocurrir que Napoleón –al igual que todos sus contemporáneos- que consideraba a España como un cuerpo inanimado, sufriera la fatal sorpresa de descubrir que si el Estado español había muerto, la sociedad española estaba llena de vida, y cada parte de ella rebosaba capacidad de resistencia.» 1

«En ausencia de una clase moderna con desarrollo suficiente, y siendo el ejército y la monarquía las únicas fuerzas a nivel estatal, los movimientos revolucionarios democráticos decimonónicos no serán más que la yuxtaposición de movimientos provinciales, al arrastre de pronunciamientos militares y de conflictos dinásticos.»2

Pero ya «en 1856 la revolución española ha perdido no sólo su carácter dinástico, sino también su carácter militar […] Esta vez el ejército ha estado completamente solo contra el pueblo, o más exactamente, sólo ha luchado contra el pueblo y contra la Guardia Nacional. Con otras palabras: ha terminado la misión revolucionaria del ejército español […] La nueva revolución europea hallará a España madura para cooperar con ella. Los años 1854 y 1856 fueron fases de transición por las que tuvo que pasar para llegar a esta madurez.»3

Y Marx, que en 1854 escribía que «la cuestión social en el sentido moderno de la palabra no tiene base en un país aún subdesarrollado» como España4, dos años más tarde exclamará, entusiasta y con un deje de sorpresa:

«En 1856 no tenemos ya simplemente la corte y el ejército de un lado contra el pueblo del otro, sino que además tenemos en las filas del pueblo las mismas divisiones que en el resto de la Europa Occidental […] Esto suministra una nueva ilustración del carácter de la mayoría de las luchas europeas de 1848-1849 y de las que tendrán lugar en adelante en la porción occidental del continente. Existen por una parte la industria moderna y el comercio, cuyas cabezas naturales, las clases medias, son contrarias al despotismo militar; por otra parte, cuando empiezan su batalla contra ese despotismo arrastran consigo a los obreros, productos de la moderna organización del trabajo, los cuales reclaman la parte que les corresponde del resultado de la victoria. Aterradas por las consecuencias de una tal alianza involuntariamente puesta sobre sus hombros, las clases medias retroceden hasta ponerse bajo las protectoras baterías del odiado despotismo. Este es el secreto de los ejércitos permanentes en Europa, incomprensibles de otro modo para el futuro historiador. […] El que esta lección haya ido a darse también en España es algo tan impresionante como inesperado»5

En un país cuya decadencia acentuó el aislamiento económico y social de sus distintas regiones, la monarquía necesitó apoyarse activamente en el ejército para consolidar y centralizar su poder. Conjuntamente con la Iglesia –que «hacía tiempo había dejado de identificar sus intereses con los de la España feudal» y que «gracias a la Inquisición se convirtió en el instrumento más formidable del absolutismo» 6 el ejército, además de ser ya la «ultima ratio» contra «la canalla», se volvió uno de los pilares fundamentales del régimen estatal español, es decir, del centralismo burocrático de Madrid.

La derrota de las sucesivas insurrecciones populares hasta la de 1856 no significó empero un puro y simple retorno a la monarquía absoluta del Viejo Régimen Respondiendo a las incontenibles exigencias del desarrollo burgués, el poder vencedor debió –en medio de avances y retrocesos, de crisis palaciegas y ministeriales en cascada- hacerse el heredero de las tendencias, aún en su primer estadio, de las transformaciones burguesas efectuadas desde arriba, quemando las etapas de las monarquías absolutas que cobijaron el ascenso de la burguesía europea. 7

Mientras la monarquía se aburguesaba, el poder político, sostenido por el ejército, administrado por una burocracia corrupta y voraz, dirigida por camarillas con un personal proveniente sobre todo de Castilla y Andalucía –estará al servicio de la especulación y del enriquecimiento típicamente burgueses de una «oligarquía» compuesta por especuladores, grandes industriales, propietarios terratenientes y mineros, abogados y generales.

 

La Revolución burguesa de 1868-1874

 

Así como la crisis de 1847 suscitó la revolución de 1848 en Francia y en Alemania, la de 1866-1867 desencadena la revolución de 1868 en España. Dirigida por la burguesía catalana (que se plantea en el terreno de la nación española), todo en ella se transforma en farsa, aun antes de haber podido asumir visos de tragedia. La burguesía catalana no buscó fundar y fundir la unidad nacional española en la lucha de las masas revolucionarias de toda España que se enfrentaban con clases y fuerzas (monarquía y ejército) de alcance suprarregional: ante el pavor a la acción revolucionaria de sus propios obreros y de las masas campesinas, lo buscó en el ejército mismo y en la sombra fetichista de una nueva monarquía burguesa.

Debiendo contar con un apoyo popular, sus jefes demócratas buscan la alianza con círculos militares que, con Prim, sostenían que «la más absoluta reserva con el pueblo puede únicamente darnos buen resultado»8, y su primer gobierno es una ensalada de camarillas políticas que habían marcado toda la historia de la monarquía anterior. Victoriosa gracias a la acción revolucionaria de los movimientos populares provinciales, el gobierno provisional –cuyo «temor a verse desbordado por la «izquierda» parecía superior al que pudiera inspirarle la derecha»9 – se encarga de desarmar a las milicias. A la cabeza dd un movimiento necesariamente antidinástico y republicano, el gobierno «revolucionario» se declara por el principio monárquico y obra para crear una nueva dinastía, derrotando para ello con anterioridad al movimiento republicano, y basa el régimen en el pucherazo heredado de la monarquía isabelina. Debiendo barrer con todo el pasado, el gobierno de «la Gloriosa», no sólo reconoce la deuda pública, sino que acentúa su dependencia financiera respecto a los reyes de la Bolsa; no sólo no toca las estructuras agrarias, sino que masacra al campesinado revolucionario mientras sus parlamentarios disertan sobre los «Derechos del Hombre». Cuando a pesar de lo absurdo de la empresa –vestir una revolución republicana con una monarquía repudiada por las clases contrarrevolucionarias y por las masas revolucionarias- la burguesía debe a disgusto aceptar que Amadeo de Saboya sea «el primer rey en declararse en huelga» (Engels), serán las Cortes monárquicas las que proclamarán la I República, por no tener solución de recambio, y atemorizadas por el rugido que sube de la calle. Su primer gobierno estará compuesto (¡como en 1931!) por monárquicos y republicanos. Su primera preocupación fue la de volverse «presentable» de cara al pasado, ordenando (con Pi y Margall como ministro de Gobernación) restituir a los antiguos Ayuntamientos en sus prerrogativas, «usurpadas» por las Juntas revolucionarias que eran el pilar mismo de la República.

Habiendo debido ser –que no fue- el instrumento de la lucha insurreccional contra el pasado, la República se enfrentó por el contrario con la insurrección de los mismos republicanos «intransigentes», por una parte, y por otra con la de las masas obreras que seguían a los anarquistas, los cuales por primera vez –pero no por última- demostraron «cómo no debe hacerse una revolución»10. Y los republicanos en el poder, que habían tenido un respeto puntilloso del pasado, masacraron a los obreros, campesinos y pequeña burguesía urbana, su única defensa contra la reacción.

Respetuosa de un ejército esencialmente pretoriano –«yo no he querido nunca hacer un ejército republicano», dirá Salmerón, uno de sus jefes de gobierno, soplándole su secreto a la futura IIª República11- bastó al final con el simple pronunciamiento de un general en campo abierto para que la República, moribunda de tanto haber luchado… contra sí misma, fuese sepultada sin dar ni siquiera un último suspiro.

Así como la revuelta del proletariado de París de junio de 1848 arrojó a la burguesía alemana en los brazos de Bismark, la Comuna de París –cuyo espectro obsesiona a la burguesía en la revuelta de los internacionalistas de 1873- terminó por arrojarla a los brazos de la Restauración borbónica12.

Esta última encontró su más sólido apoyo en la aristocracia madrileña y en la alta burguesía catalana, que termina así por atribuirle el papel político de fundador de la nacionalidad española.

La notable estabilidad de la Restauración reside no sólo y no tanto en el florecimiento de los negocios que la acompaña13, ni con el hecho de que la monarquía de los Alfonso XII y XIII continúa la adaptación del poder estatal a las necesidades crecientes del desarrollo capitalista14, sino en la pérdida de toda veleidad revolucionaria por parte de la burguesía, definitivamente cobijada «bajo las alas del odiado despotismo»14.

Por cierto que, excluida del poder político15, la monarquía no fue un lecho de rosas para ella -¿pero acaso lo fue para sus congéneres el reinado de Luis Bonaparte en Francia o el del régimen junker de Bismark en Alemania?-; sin embargo la monarquía termina por satisfacer sus exigencias fundamentales. Conjuntamente con los cerealistas castellanos, la burguesía industrial logra en 1891 un arancel aduanero que le libra definitivamente el monopolio del mercado español, de modo que desde entonces «el eje Bilbao-Barcelona-Valladolid determinó las decisiones económicas de España»16

La crisis de 1867 había dado lugar a una revolución nacional; la de 1898, consecutiva al «desastre» de Cuba, en un país aun socialmente atrasado17, suscitó sólo una tentativa de… reforma del funcionamiento del sistema electoral en Cataluña; y los burgueses, que treinta años antes habían tan siquiera descendido a la calle para imponer sus exigencias de clase, trocaron esta vez las armas por las papeletas electorales. Entonces, la burguesía catalana había por lo menos tratado de hacerse con el Estado; esta vez se lanzó al «asalto de»… la administración de los asuntos provinciales en un «combate» de pacotilla de nunca acabar, apoyándose en un movimiento político que hacía su hincapié en la nacionalidad catalana. En la continuidad de su acción histórica, ella acentuó aún más su rechazo de transformaciones burguesas radicales aún pendientes (cuestión agraria, peso de la Iglesia, centralismo burocrático), trocándolas por tentativas impotentes dentro de la estructura estatal. Así nació el movimiento político y nacionalista catalán.

 

Nacimiento del nacionalismo catalán.

 

El absolutismo español, hasta el primer tercio del siglo XIX, dejó a los pueblos de España vivir una vida provincial, cuyo aislamiento estaba también favorecido por los factores geográficos. Muy temprano, en el siglo XVII, Portugal se independizó mientras que otras provincias, que en realidad podían llegar a abrazar nacionalidades bien diferenciadas, con una lengua, una cultura y una economía propias, como la catalana y la vasca se mantuvieron relativamente inconexas unas de otras. En particular, Cataluña había alcanzado en los siglos XIV y XV un desarrollo importante y brillante, constituyendo en el mar Mediterráneo una potencia comercial de primer orden, rival de las Repúblicas italianas. En 1640 tendrá lugar una revuelta nacional victoriosa contra la corona de Castilla, y sólo tras la guerra de sucesión (1714), la independencia del Principado será abolida definitivamente, sin que el absolutismo llegue a crear las condiciones de una unidad nacional española. Cataluña será tratada como una provincia bajo ocupación extranjera, controlada por la burocracia castellana.

En los primeros tres cuartos del siglo XIX, Cataluña fue casi el único centro de desarrollo industrial en España, de ese desarrollo burgués que no sólo modela la sociedad moderna, sino que suscita también la expansión de los factores de nacionalidad, como el de la lengua18. Ese desarrollo innato en todo capitalismo, que en el terreno social tropezó con la política estatal de represión de las expresiones sociales y culturales de otras nacionalidades19. Mientras el desarrollo social moderno era irradiado en España desde provincias periféricas (Cataluña y País Vasco), Madrid sólo exportaba burócratas. El centralismo burocrático de Madrid, región que no poseerá industria moderna hasta los años cincuenta de este siglo, feudo de especuladores parásitos y terratenientes absentistas, fue portador –como todas las dolorosas y lentas revoluciones blancas- de antagonismos que iban a infectar una sociedad que acarreaba ya tantas escorias malolientes de una sociedad en putrefacción. El choque entre el capitalismo catalán y la continuidad estatal de la monarquía, así como la colisión entre esta y la sociedad preburguesa vasca en el siglo XIX, alimentará y exacerbará los odios de nacionalidad, cuya capitalización política será la obra de los nacionalismos periféricos.

La pérdida de Cuba en 1898 es una señal de alarma para el capital industrial, que ha crecido también como industria pesada en el País Vasco, en tanto que el Estado central, controlado por la famosa «oligarquía», que sólo se preocupa por enriquecerse, no mediante la producción, sino mediante el escamoteo de la riqueza ya creada por otros –como dice Marx de la Monarquía de Julio- es incapaz de impulsar y asumir la dirección de las transformaciones exigidas por el desarrollo burgués.20

Lejos de entablar una lucha para barrer con ese magma monárquico-clerical-agrario-especulador que gangrena las heridas desgarradas del capitalismo en expansión, y tras un intento fallido de ponerse a remolque de un enésimo general –Polivela-, pero ni siquiera ya para una intentona insurreccional, sino para apoyarlo como ministro conservador de un enésimo recambio ministerial con miras a conseguir, no el poder, sino una relativa autonomía fiscal como la que estaba en vigencia en el País Vasco, la burguesía catalana se convierte en bloque al nuevo credo del nacionalismo catalán.

El catalanismo surgirá de la confluencia de restos del republicanismo federal, del carlismo y del conservadurismo regionales. Su primer acto de afirmación política, la presentación al rey de una Memoria en defensa de los intereses morales y material de Cataluña», en 1885, resultó de la constitución de un bloque de industriales, monárquicos, republicanos, católicos y librepensadores, o sea, de un cóctel original de la impotencia y reacción de las décadas anteriores.

Su principal teórico y primer dirigente político, Prat de la Riba, fundador de la Lliga Regionalista (donde pactarán los industriales y los terratenientes catalanes), es el inspirador de un federalismo concebido como el único medio capaz de asegurar la continuidad y la coexistencia «armónica» (pacífica, se diría hoy) de los «particularismos» de las distintas regiones de España. El nacionalismo catalán no apuntó a la destrucción del régimen político y social de una España que arrastraba tantas inmundicias del pasado, entre las cuales se hallaba el centralismo burocrático de la monarquía, sino a dar a la burguesía catalana un margen relativo de autonomía en la órbita estrecha de sus propios asuntos regionales «en concordia» con la sórdida realidad de la España surgida de la Restauración.

Los dos «caballos» políticos de la Lliga serán, por una parte, el respeto de la legalidad y, por otra, la «moralización» electoral… en Cataluña, en oposición al caciquismo generalizado, por el cual las mayorías parlamentarias y el control de las instituciones locales eran digitadas y «hechas» directamente desde Madrid, en el Ministerio de Gobernación. Pero si en Cataluña la eliminación del caciquismo acompañó la organización política autónoma de la burguesía en una región predominantemente industrial –el proletariado por su parte estará influenciado en su gran mayoría por el «apoliticismo» anarquista- su liquidación en las regiones agrícolas (principalmente en Andalucía y Extremadura) presuponía la revolución agraria de la cual los nacionalistas catalanes y vascos jamás quisieron saber nada.

La «gran conquista» del nacionalismo en los treinta primeros años del siglo fue la «Mancomunidad» (1913), simple organización de carácter administrativo que no quitaba al Estado central ninguna atribución que no hubiera ya concebido a las Diputaciones provinciales. Esta organización, que agrupaba a las cuatro diputaciones catalanas, permitía a la burguesía local administrar la política de comunicaciones, de transportes, los servicios públicos, las finanzas locales y la educación. El hecho de que su primer presidente haya sido precisamente el ideólogo y jefe del nacionalismo catalán, Prat de la Riba, reducido así a recoger las prebendas que el Estado central se dignaba a otorgarle, es la expresión más elocuente de la cobardía de la burguesía catalana y del nacionalismo que la representaba.

El levantamiento obrero que tuvo lugar en Cataluña contra la guerra de Marruecos, en julio de 1909, no era como para cambiarle las agallas a una burguesía «que no olvidó la experiencia» y que «comenzó a aspirar por una política de mano de hierro y de orden público a toda costa»21, en un país que había entrado en un proceso acelerado de industrialización»22.

La Comuna de París, había echado atrás a la burguesía catalana; la «Semana Trágica» de 1909 resucitó dramáticamente el espectro de su pesadilla histórica; y la Revolución de Octubre, ocho años más tarde, no hizo más que acentuar sus rasgos completamente contrarrevolucionarios.

 


 

1. España Revolucionaria, artículo del New York Daily Tribune, del 9 de septiembre de 1854, Ed. Trotta, 1998.

2. Cfr. Karl Marx, La revolución española, artículo del NYDT del 21 de julio de 1854 y Revolución en España, artículo del NYDT del 18 de agosto de 1854. Op. Cit.

3. Marx, Revolución en España, NYDT, 18 de agosto de 2018.

4. Marx, Convocatoria de las Cortes Constituyentes NYDT, 4 de septiembre de 1854

5. Marx,  Revolución en España, Op. Cit.

6. Marx, España Revolucionaria , Op. Cit.

7. En 1834 y 1836 se promulgan sendas leyes liquidando todo obstáculo jurídico a la producción industrial; este último año es también el de la supresión de los mayorazgos y vinculaciones civiles, y el año siguiente será el de la desamortización y obligación de venta de las tierras de la Iglesia, que abre la vía a la incorporación al mercado de la mayor parte de la tierra. La ley de desamortización será confirmada en 1855, y exige también la división de las tierras comunales. Es de este proceso que surgirá tanto la feroz lucha entre las dos vías (campesina y junker) del desarrollo burgués agrario como la sistematización final de la estructura agraria española. En 1837 se deroga el diezmo eclesiástico. Desde 1839 se inicia el desarrollo minero, el de la red de caminos (que se duplica entre 1843 y 1853) y el gigantesco boom de los ferrocarriles, con la construcción de 4.800 km. de vías en el periodo 1856-1868. Las décadas de los años cincuenta y sesenta serán las de la especulación y affairisme desenfrenados.

8. Tuñón de Lara, La España del siglo XIX, Akal, 2000.

9. Ibid.

10. Engels, Los Bakuninistas en acción, en Op. Cit.

11. Tuñón de Lara, Ibid.

12. «(La burguesía catalana) creía (sic) que se podía trastocar las viejas estructuras españolas sin hacer efectivamente la revolución, en el sentido estricto de la palabra. Pero sobre todo, ella temía, al lanzar la revolución, ser desbordada por las masas obreras que manifestaban con violencia su impaciencia […] Al detenerse a mitad de camino, al rehusar asumir sus responsabilidades, ella firmó el acta de defunción de la Iª República y, sobre todo, el de la revolución burguesa» (J. Rossinyon, Le Probléme national catalan», Ed. Mouton, París, 1974).

13. «El año 1876 marca, por otra parte, el comienzo de un periodo de loca prosperidad económica para los industriales catalanes que dura hasta 1886 y que se conoce con el nombre de la febre de l´or. La agricultura conoce una euforia indescriptible […] La industria sabe aprovechar esta riqueza agraria, así como el crecimiento considerable de las exportaciones para progresar con un ritmo continuo, en particular en los sectores algodoneros y lanero. El número de nuevos negocios en los terrenos financiero, bancario y ferroviario, fundados sobre todo «en la especulación más que en la verdadera creación de riqueza», es impresionante […] Es también el momento en que las finanzas catalanas dominan, sin discusión, toda la escena económica hispánica» (J. Rossinyol, Op. Cit.) Por otra parte, de 1876 a 1900 la red ferroviaria duplicaría su longitud.

14. Promulgación del Código Civil, de la Ley Hipotecaria, de la Ley de Enjuiciamiento Civil y Criminal.

15. «Durante los sesenta y ocho años que transcurren entre 1833 y 1901 hubo 902 ministerios, contando con los presidentes de gobierno, y del total sólo 24 fueron catalanes» (A. Balcells, Cataluña contemporánea I (Siglo XIX), Ed Siglo XIX, Madrid)

Esa realidad ha persistido en la historia de España del siglo XX: «Hemos demostrado en varias ocasiones, la escasa participación catalana en los círculos dominantes de España: el ejército, la Iglesia, el mundo académico y, sobre todo, el mundo de la política y de la administración. Una cifra a título de ejemplo: según el cuadro de ascensos del año 1958, entre los tres magistrados del Tribunal Supremo, ninguna había nacido en las cuatro provincias catalanas, en tanto que el 16% de ellos había nacido en Madrid. Entre los 50 ministros que tuvo el régimen entre 1938 y 1960, sólo el 6% habían nacido en Cataluña, contra el 32% nacido en Madrid y el 16% nacidos en las provincias vascas y navarras» (La Vanguardia, 23 de febrero de 1967, citado en J. Rossinyol, Op. Cit.)

16. R. Carr, España 1808-1939, Ed. Ariel, Barcelona, 1969.

17. En 1900, el 68% de la población activa trabajaba en el agro, el 16% en la industria y el 16% en los servicios.

18. En 1966, alrededor de 8 millones de españoles vivían en Cataluña, Valencia y Baleares, de los cuales se estima que más de 7 millones hablan el catalán. En Cataluña, el 90% de las «amas de casa» entienden el catalán, el 77% lo hablan, el 62% lo leen y el 38% lo escriben; en el País Vasco, los porcentajes son, respectivamente, 48, 46, 25 y 12, y ello a pesar de los siglos de castellanización forzada. «Los hijos (de los trabajadores inmigrantes) hablan el catalán como si fuese su propia lengua materna. Cataluña nacionaliza a los inmigrantes» Escribe un autor burgués citado por J. Rossinyol, op. Cit. Exageración nacionalista aparte, es indudable la persistencia tenaz del catalán (Datos extraídos de FOESSA, «Informe» 1305, citado por S. Payne, «El nacionalismo vasco, de sus orígenes a ETA» Ed. Dopesa Barcelona, 1974)

19. En 1768, el catalán es prohibido en las escuelas primarias y secundarias, aunque prácticamente sólo fue abolido en la enseñanza hacia los años 1860. Apuntando al idioma catalán y al vasco, un real decreto de 1902 se ve todavía obligado a exigir a los maestros de las escuelas primarias del aprendizaje del catecismo en castellano. Décadas más tarde, el franquismo lanzará una campaña intimando a todos los españoles  «hablar la lengua del imperio».

20. Como muestra un botón: «Si el problema de los transportes es general en toda España, es sin embargo mucho más grave en Cataluña, por su mayor producción económica. Ahora bien, no solamente esta no ha podido jamás tener una red de ferrocarriles y una red rutera en relación con la importancia del país, sino que, además, ha debido sufrir continuamente un atraso importante respecto a regiones en donde […] era apenas necesario movilizar otra cosa que no sea la cosecha de cereales […] Estas graves malformaciones, de las cuales sufre la economía catalana, ha sido tanto más duramente resentidas –escribe un beato del catalanismo- que la participación catalana en la financiación de los gastos del Estado, por medio de contribuciones fiscales diversas, ha sido siempre muy superior, proporcionalmente hablando, a la de todas las otras regiones […] El Estado percibía en Cataluña (en 1930) más de tres veces y media lo que correspondería normalmente por su población, pero gastaba dos veces menos de lo que hubiera correspondido, teniendo en cuenta solamente su población» (J. Rossinyol, op. Cit) Es a esa «altura» que la burguesía catalana ha elevado siempre los grandes problemas históricos: ¡al balance anual de entradas y salidas!

21. Vicen Vives, «Historia de España y de América» vol. V Barcelona, 1974. Por su parte Cambó, jefe político del nacionalismo catalán, reconoció públicamente en diciembre de 1911 que la burguesía catalana «se hallaba más dispuesta que antes a contentarse con el pacto secreto que habían sellado Barcelona y Madrid; pacto que convertía a Castilla en tributaria económica de Cataluña y a Cataluña en tributaria política de Castilla» (citado en G. Brenan, El laberinto español, Ed. Ruedo Ibérico, París, 1962)

22. El consumo industrial de energía eléctrica pasa de 21 millones de KW/h en 1901 a 119 millones en 1912. La población activa en la industria pasa de 1,1  millones en 1910 a 1,6 millones en 1920 y a 2,2 millones en 1930.

 

 

Partido comunista internacional

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