Cataluña, punto de ebullición del orden burgués

 

(«El proletario»; N° 16; Enero - Mayo de 2018 )

 

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La llamada «cuestión catalana» está en el centro del balance que el marxismo realiza acerca de la constitución del moderno Estado burgués en España. No es por casualidad que, a lo largo de las penosas décadas que se sucedieron desde los inicios del desarrollo del capitalismo en España hasta la consolidación del país como una potencia imperialista en toda regla, incluso para los intelectuales burgueses que buscaban una explicación para lo confuso de la realidad española, la cuestión de la misma existencia de España haya sido un tema de primer orden. Porque España, más que cualquier otro país europeo, ha sido un foco de inestabilidad de primer orden, donde las tensiones sociales han estado tan a flor de piel que todo conflicto, por mínimo que este fuese, entre intereses contrapuestos de diferentes clases o estratos sociales, se ha resuelto durante décadas por la vía de las armas. Y como ruido de fondo de estos enfrentamientos, de las guerras civiles del siglo XIX y XX, de la aparentemente caótica sucesión de gobiernos y cabezas coronadas, la duda acerca de la propia existencia del país como una nación de pleno derecho, siempre ha estado presente. Cada paso en el camino de la modernización en términos burgueses del país, cada jalón en el ciclo de ascenso y decadencia de la clase burguesa, ha estado marcado por el resurgimiento de potentes tensiones centrífugas que, siempre con Cataluña a la cabeza, han acabado por reconfigurar el mapa político nacional en uno u otro sentido.

Así las cosas, para el marxismo la «cuestión catalana» no se plantea, ni se ha planteado jamás, como un «problema nacional» irresuelto, algo que significaría reducir los términos del problema a una variante «retrasada» cronológicamente, de los grandes hitos de la lucha por la libertad nacional de las naciones europeas durante el siglo XIX. Esa tesis, en el fondo no significa otra cosa que colocar a España entre el elenco de países que, en un momento u otro de la historia, según cuando se afirme (1931-36, 1975 o… 2018) no habrían alcanzado un desarrollo capitalista pleno sobre el terreno político, faltando para llegar a este el punto esencial de la sistematización nacional y de la creación de un mercado interno homogéneo. Y, por lo tanto, significa afirmar que aún existe margen de maniobra para una lucha de carácter burgués-progresista, encaminada a salvar los últimos obstáculos del mundo feudal en España: si en Cataluña se plantease, en términos objetivos, un problema nacional asimilable a aquellos que azotaron a las grandes potencias en el curso de su desarrollo, el convulso panorama político español podría tener solución en el marco de un desarrollo pleno de las exigencias democrático-burguesas  que acompañaron al periodo de auge social de la burguesía; España sería, entonces, un país por desarrollar y, en el horizonte de este desarrollo, se colocaría la terrible ilusión de un capitalismo libre de contradicciones, armonioso y capaz de aunar a las diferentes clases sociales en una convivencia cívica y pacífica.

Pero ni la historia de España está incompleta en términos de desarrollo capitalista (más bien se encuentra en un estado de putrefacción idéntico al del resto de las potencias imperialistas), ni la «solución» al «problema catalán» se da en los términos de una sistematización nacional mejor y más perfecta, ni esta daría lugar a un orden burgués libre de los desgarros que el propio orden capitalista lleva en su seno: son las características de un capitalismo híper desarrollado como el español las que abocan, una y otra vez, a una guerra, soterrada o abierta, entre las diferentes familias burguesas que dominan el país desde hace ciento cincuenta años. La guerra comercial, el enfrentamiento por controlar cuotas cada vez mayores del mercado nacional y, muy especialmente, la lucha por dominar al proletariado y utilizarle como carne de cañón en estas rivalidades, no son resabios de épocas precapitalistas, sino la consecuencia de un desarrollo capitalista pleno que no puede hacer otra cosa que abocar, una y otra vez, a la crisis económica y al combate desencarnado entre quienes quieren salvar sus posesiones a costa de las de aquellos con quienes, temporalmente, pudieron ser sus aliados. Esta es la verdad de los «nacionalismos» español y catalán, de sus expresiones constitucionalistas y separatistas en la España actual… pero también es el origen de todas las mentiras que ponen en circulación como coartada ideológica para movilizar detrás de los intereses de las facciones burguesas en liza a la mayor cantidad de proletarios a los que, finalmente, se obligará a luchar en su nombre.

 

En el centro de todo, el Estado.

 

El marxismo ha extraído del estudio acerca del desarrollo de las diferentes sociedades humanas, desde aquella basada en los grupos dispersos de cazadores recolectores hasta la más moderna capitalista y burguesa, un esquema inquebrantable acerca de la sucesión y mutua determinación de los factores económicos, políticos y sociales. El orden es el siguiente: modo de producción-clases sociales ligadas a este-Estado en manos de una de estas clases, de la dominante. En el caso de la moderna sociedad capitalista, este esquema se concreta de la siguiente manera: modo de producción capitalista, surgido por la acumulación y concentración progresiva de infinidad de hechos económicos de carácter mercantil que aparecieron en los márgenes de la sociedad feudal; aparición de una clase social, la clase burguesa, que se enucleó en torno a estos hechos económicos aislados y que fue adquiriendo una extensión cada vez más amplia a medida que estos fueron cobrando protagonismo en la vida social del feudalismo: la producción artesanal se amplía, con esta ampliación se estrechan las redes comerciales que van primero de una comarca a otra y, después, de una parte del globo a la opuesta en términos geográficos, reaparece el concepto de nación en su sentido político y no sólo territorial como expresión del ámbito de influencia de esta burguesía (por razones históricas, geográficas, étnicas, etc.). Finalmente, esta burguesía, subproducto del modo de producción capitalista que crece dentro del mundo feudal hasta el punto de hacerse incompatible con el modo de producción previamente existente y que se basaba en la explotación del trabajo servil, choca políticamente con el estamento nobiliario-eclesiástico dominante como reflejo de un choque de mayor amplitud que se estaba produciendo en el subsuelo social. La burguesía, a través de su enfrentamiento diario con las restricciones que la servidumbre feudal le impone, se compacta como clase social con un fin político propio: la supresión del poder nobiliario, de su Estado, su monarquía… y la imposición de su propio poder político a gran escala, más allá de los límites de una u otra ciudad, mediante un Estado que abarque bajo su dominio el conjunto de las relaciones sociales nacionales. 

Por lo tanto, el capitalismo precede a la existencia de una clase burguesa digna de tal nombre. Extiende su influencia nutriéndose de la expansión del mundo feudal, haciendo de muleta de este allí donde no puede caminar por su propio pie (intercambios agrícolas a gran escala, reaparición y generalización de la moneda…) y, finalmente, volviendo obsoleto el sistema de relaciones jurídico políticas encaminadas a la apropiación de la riqueza socialmente producida por parte de los estamentos nobiliario y eclesiástico. Esta fuerza social, cualquiera que sea la sucesión de acontecimientos con la que aparezca, es común para todo el área anglo-europea a lo largo de los siglos XIV-XIX y es el origen de las clases burguesas que, impulsadas por ella, se van a batir contra la fuerza política del feudalismo y del absolutismo. La burguesía nace como una clase enfrentada por el propio dinamismo de la sociedad feudal a los estamentos que en esta detentan el poder político y, por lo tanto, el Estado. Llegado cierto nivel de desarrollo, la misma burguesía buscó acomodo en este Estado, como un reflejo necesario de la preponderancia social que llegó a alcanzar. Y buscó acomodo bien a través de pactos y transacciones con la nobleza, a la que tenía firmemente aprisionada en términos económicos por la relación de dependencia que se había llegado a establecer de esta respecto de aquella, o bien, cuando no hubo otra vía, a través de violentas embestidas revolucionarias que hicieron acopio de todo el malestar social que existía para ponerlo como sustento de la acción política encaminada al traspaso de los privilegios de una clase dominante a otra. El pueblo, el campesinado esencialmente pero también las clases populares de las ciudades, fueron la fuerza de choque de esta burguesía revolucionaria (allí donde no hubo revolución sino pacto social, como en España, fueron en cualquier caso una amenaza esgrimida continuamente en la mesa de negociaciones) Pero este pueblo de poco hubiera servido si no hubiese tenido, a su cabeza, un partido, un programa y una promesa final de victoria que le diese fuerza y homogeneidad en su lucha. El partido fue la propia clase burguesa, dirigida por sus elementos más dinámicos; el programa, la abolición de las trabas feudales al desarrollo capitalista y la consecuente destrucción de las mil y una disposiciones jurídicas sobre las que se levantaba el mundo feudal, abolición y destrucción que se resumen en: conversión de los súbditos en ciudadanos libres, es decir, transformación de la fuerza de trabajo sierva en mano de obra libre. Finalmente, la promesa de victoria se cifraba en la abolición de todos los antagonismos sociales bajo la férula de un nuevo Estado que garantizaría la armonía entre los intereses particulares de todos los individuos, desde el propietario de fábricas hasta el paria que no poseía nada más que su fuerza de trabajo.

El Estado, por lo tanto, si bien se coloca en el último lugar de la sucesión que empieza con la aparición de un nuevo modo de producción, es el punto esencial en el paso de una sociedad a otra: lo es porque, en manos de la nobleza y el clero, es un arma de la reacción social a través de la cual estos estamentos ejercen todo su poder para subyugar a la clase social en ascenso; lo es, cuando la burguesía comienza a acceder al poder, porque desde él se sistematiza el nuevo orden social que hace crecer la potencia social burguesa; y lo es, una vez esta se ha desarrollado hasta el máximo, porque a través de él la burguesía mantiene su poder utilizándolo en su lucha contra el enemigo interno, el proletariado al que el mismo capitalismo ha dado vida, como contra el enemigo externo, el resto de burguesías que pese a ser solidarias en la lucha anti feudal no dejan en ningún momento de competir unas con otras. Mediante el Estado, la burguesía ejerce su dominio, que no tendría fuerza ninguna si no contase con el poder coercitivo de este, y lo ejerce sobre una población, sobre unos recursos naturales, sobre unas fuerzas sociales, que se corresponden con aquellas en las que la burguesía se ha desarrollado: pequeños países como Bélgica, grandes imperios como el británico o territorios de más que cuestionable cohesión interna como España. La burguesía ha surgido en ellos como clase usufructuaria en ese territorio de los beneficios generados por el trabajo asociado que aparece con el modo de producción capitalista. Y por lo tanto es en ellos donde domina a través de su fuerza social que se concentra en el Estado, si bien nunca quita la vista de otros territorios, otras poblaciones, otros recursos naturales que pertenecen a otras burguesías, que están por lo tanto bajo el poder de otros estados burgueses, y por los cuales nunca deja de suspirar.

Con la aparición y consolidación del Estado burgués el ciclo de la evolución de la especie humana estaría completo si las fuerzas sociales sobre las que este domina hubiesen llegado a calmarse. Pero, de hecho, el Estado sería innecesario si dichas fuerzas durmiesen para siempre. Pero lo cierto es que la república burguesa, bajo cualquiera de sus formas, fracasa siempre y en todo lugar en sus pretensiones de constituir el grado más elevado de desarrollo humano. Con ella no se acaban las tensiones sociales, no se acaban las guerras, no se acaban los desastres, no desaparecen el hambre ni la miseria… Por ello es necesario el Estado, para que las contradicciones sociales que el modo de producción capitalista engendra no acaben por minar el propio poder de la burguesía. Estas contradicciones enfrentan, como se ha dicho, a las diferentes burguesías, que compiten siempre entre sí por ampliar el beneficio que extraen de su posición predominante en el modo de producción capitalista; enfrentan a las diferentes facciones de una misma burguesía nacional, a los comerciantes con los industriales, a los financieros con los terratenientes… Enfrentan también, a la burguesía de un territorio con su proletariado: una vez que este ha cumplido con su papel de fuerza de choque contra el mundo feudal la burguesía sólo le destina un futuro de explotación incomparablemente mayor que el que padecían en el mundo feudal las clases populares. Y enfrentan, finalmente, a toda la miríada de pequeños estratos sociales, ni burgueses propiamente dichos ni proletarios, que forman las clases medias, resumidas por su papel en la producción como pequeña burguesía. La visión general de la sociedad burguesa sólo es completa si, más allá de proletariado y burguesía, se entiende que las relaciones de producción capitalistas generan continuamente tanto divergencias en la propia clase burguesa como enfrentamientos con todos los segmentos de la población que viven de la explotación general de la mano de obra asalariada pero que no tienen el tamaño ni la fuerza como para imponerse sobre los grandes burgueses que detentan el poder político a través del Estado. Y será precisamente este Estado el que sirva a los sectores predominantes de la burguesía de un país para imponerse sobre quienes no dejan de ser sus rivales más inmediatos.

La forma estatal que más se adecua a esta función de enfrentamiento continuo no es la abiertamente totalitaria, sino la democrática. La burguesía naciente luchó contra la nobleza blandiendo la exigencia de que el Estado representase al conjunto del pueblo. Es decir, que el Estado no estuviese al servicio de una clase cuya fuerza social diuna minoría privilegiada se oponía al rápido desarrollo de las fuerzas productivas sino del conjunto de las clases que encabezaban los profundos cambios que el capitalismo imponía. Claro que, al frente de estas clases, estaba la burguesía, predominante frente a las demás precisamente por el lugar privilegiado que ocupaba en este nuevo orden social. La consigna democrática significaba la liquidación de los viejos privilegios en nombre de una igualdad ideal de todos los «ciudadanos» tras la que se escondía el dominio real de la clase burguesa. No podía, por lo tanto, representar otra cosa que la consolidación de una nueva clase dominante: el modo de producción capitalista simplifica los antagonismos sociales, los polariza en torno a tres elementos centrales, burguesía industrial y propietarios agrarios que forman la clase dominante burguesa, por un lado; y, por el otro el proletariado. En síntesis capital y trabajo asalariado en torno a los cuales orbitan los demás, pero no suprime ni la explotación de la fuerza de trabajo humana en provecho exclusivo de la clase social dominante ni la opresión consiguiente. Por lo tanto democracia sólo podía significar gobierno dictatorial de la burguesía que detenta en su poder los frutos de la explotación y que ejerce la opresión sobre el resto de elementos sociales. Pero mientras que el sistema feudal se conformó históricamente mediante la supeditación progresiva del conjunto de las sociedades de tipo esclavista a un poder absoluto, con una progresiva pérdida de la autonomía de los estratos sociales que eran los elementos centrales de este tipo de comunidades, el sistema burgués se impuso con el concurso en la lucha anti absolutista de buena parte de la sociedad: comerciantes, artesanos, oficiales, campesinos, proletariado urbano, parte del bajo clero y de la baja nobleza… Todos ellos participaron bajo el mando burgués en las luchas revolucionarias del fin del Medievo con el consecuente despertar de todos ellos a la vida social y a la lucha política más allá de las estrechas miras corporativistas del mundo feudal. La burguesía revolucionaria no podía dejar de contar con quienes se habían hecho matar por ella, a riesgo de perecer bajo el impulso que ella misma había despertado. Especialmente peligroso fue y ha sido hasta tiempos muy recientes, excluir abiertamente al proletariado, verdadera potencia social moderna de nivel internacional y que siempre ha contado con la fuerza que le proporciona su papel central en el modo deproducción capitalista.

Más allá del modelo clásico de revolución burguesa que estamos utilizando en estas páginas en la medida en que resume perfectamente todas las fuerzas sociales en liza y a todos los actores que entraron en el juego en un momento u otro –modelo clásico pero que rara vez se encuentra, siendo mucho más comunes las formas mixtas, distorsionadas por diferencias nada despreciables pero que, en fin, parten del mismo punto y llegan al mismo resultado- en las amplias zonas de Europa central durante el siglo XIX, en Rusia antes del octubre proletario y en las colonias africanas y asiáticas durante el siglo XX, la irrupción de una burguesía revolucionaria de carácter nacional, que luchaba simultáneamente contra las clases feudales – o pre feudales – y contra la sumisión impuesta, en el caso colonial, por las metrópolis plenamente capitalistas, también necesitó del concurso del proletariado para alcanzar su libertad. Y al despertar a la lucha social a la potentísima fuerza proletaria le obligó a colocar en su programa exigencias democráticas que permitiesen ligar a dicha fuerza a su acción revolucionaria.

La democracia, que involucra a todos los estratos de la sociedad en la defensa del Estado, es por ello la forma política preferida por la burguesía. Forma, decimos, porque el fondo nunca deja de ser, por muy democrático que sea el Estado, la dictadura de clase de la burguesía. A través de ella permite parcelas accesorias de poder a los estratos pequeño burgueses, que obtienen legislaciones favorables para su peculiar condición social, a la parte de la burguesía que no detenta directamente el poder, pero que busca hacerlo precisamente movilizando democráticamente al resto de clases sociales… y sobre todo al proletariado, al que logra interesar por el mantenimiento de un Estado que parece posible reformar mediante un continuo progreso social. Por ello la democracia ha sido la bandera no sólo de la burguesía revolucionaria sino, también, de la burguesía más reaccionaria, que ha tenido en ella el principal garante de la salvaguarda de sus intereses de clase.

 

En el centro del Estado español, Cataluña.

 

No es el momento de entrar a fondo en la cuestión de cómo se forma el moderno Estado español. Nos basta por ahora con señalar que el dinamismo de los reinos peninsulares en la Edad Media y el Renacimiento y su posterior declive y caída dejaron su impronta en este, pero no fueron su base. Ni España es una identidad que nace con la lucha contra Al Andalus, ni Euskadi es una unidad racial… ni Cataluña es la herencia del Reino aragonés.

España como nación a la que se corresponde un Estado nace en el siglo XIX, concretamente el punto de partida es el auge de las clases burguesas y pequeño burguesas durante la guerra contra el invasor francés. En esta guerra se conforma el partido revolucionario de la burguesía, con un programa liberal anti feudal que tiene por centro la soberanía nacional contra los privilegios feudales y los particularismos locales. El conjunto de guerras, pronunciamientos y revoluciones que componen el siglo XIX va a dar como resultado la creación de un mercado único en todo el territorio, la sistematización nacional y una fórmula de Estado que comporta un pacto de transacción entre la nobleza terrateniente y la burguesía financiera.

El primero de estos puntos, la aparición de un mercado único en todo el territorio, significa la desaparición de fueros y leyes locales propias, la supresión de las fronteras internas, la unificación de pesas y medidas (característica es la aparición de una moneda única, la Peseta, de origen catalán) y la libre circulación de mercancías, capitales y personas por todo el país. A su vez implica, en un fenómeno de mucho mayor calado, la plena conformación capitalista de España con la definitiva desaparición de prácticamente todas las formas precapitalistas de vasallaje económico, la inversión en infraestructuras que implicaban la movilización de grandes cantidades de capital, la formación de una industria de cierto nivel, etc. En este ámbito es Cataluña la que destaca sobre el resto de regiones españolas: la industria textil, pujante desde el siglo XVIII, el comercio sobre todo hacia los restos de las colonias (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) que también comenzó en el s. XVIII, dieron la base para un cuerpo social capitalista que, por ejemplo, dio lugar al primer ferrocarril nacional (Barcelona-Mataró) fue el principal de España y forzó  la aparición de un primer proletariado organizado en torno a sociedades de resistencia y una creciente influencia de Cataluña en las medidas de política económica del gobierno central.

Respecto a la sistematización nacional, el desarrollo del capitalismo en España generó la unidad nacional. No sin trabas, puesto que el medio físico y la abigarrada composición social del país permitieron pervivir los particularismos locales dando en muchas ocasiones estos la base para el peculiar desarrollo económico de una región determinada.

Finalmente, la aparición, tras una lenta fragua en el horno de las guerras civiles, de un Estado burgués resulta algo incontestable. La pervivencia del dominio de las clases feudales y la pervivencia de la estructura monárquica del Estado no pueden esconder que los intereses de estas clases ya eran plenamente capitalistas y que, si bien el origen de buena parte de ellas es agrario, en España estamos ya ante una agricultura plenamente capitalista. La pugna entre liberales y conservadores, finalmente consagrada en el sistema de turnos tras la Restauración de 1874 supone, realmente, la alternancia en el poder de los partidos vinculados a las explotaciones cerealistas y olivareras, los dos principales productos del campo español. Queda excluida del Estado la potente burguesía catalana, que no encuentra un acomodo directo en ninguno de los gobiernos, tradicionalmente en manos de la oligarquía castellana, pero que actúa conjuntamente con el partido cerealista castellano en defensa de medidas de protección económica arancelaria para favorecer el mercado interno al que dirigen sus productos y en la defensa de la guerra contra los independentistas cubanos, contra los que exigen la más dura de las manos.

Esta peculiar configuración del Estado responde, efectivamente al enfrentamiento entre fuerzas contrapuestas: el hecho de que en España no haya habido una revolución burguesa propiamente dicha impidió que la burguesía industrial accediese al poder directamente, quedando este como monopolio de la oligarquía terrateniente y financiera. Es, sin duda, una «aplicación» imperfecta del modelo clásico de revolución burguesa pero su consecuencia fue únicamente que el poder político nacional fuese extremadamente débil en la medida en que no era capaz de agrupar en su seno a todas las fuerzas burguesas del país. Sólo el ejército, pasado ya con armas y bagajes al terreno de la conservación social, vertebraba plenamente la nación.

Este periodo de formación imperfecta del Estado nacional tiene como consigna característica (algo que conservará a lo largo del siglo XX) la defensa de la unidad nacional. Esta fue la divisa frente a las fuerzas centrífugas que no dejaban de amenazar la estabilidad del país y, sobre todo, la consigna de las fuerzas centralistas agrarias contra las exigencias de los industriales catalanes que se volvían cada vez más perentorias a medida que crecía su poder económico. La bicefalia nacional, con una capital económica en Barcelona y una capital administrativa en Madrid, donde reposaba el peso de siglos de Imperio, es un buen reflejo de la pugna real en torno al poder del Estado: la fuerza industrial y mercantil en Cataluña, el resto de fuerzas en Madrid y una sistemática exclusión de la primera por las segundas que se explica por la debilidad del desarrollo capitalista de España, pero no por la inexistencia de un sistema capitalista y de un Estado burgués.

Cataluña, una burguesía catalana que, en un primer momento y frente a la debilidad de las relaciones capitalistas en el resto del país, puede ser llamada así, representó la fuerza más dinámica del desarrollo capitalista de España. Y este excesivo desarrollo local constituyó la fuente de todas las tensiones, sociales y políticas, con el resto del país. De hecho estas tensiones no afloraron definitivamente hasta que la guerra contra EE.UU. en 1898 no dio lugar a la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. La consecuente pérdida del principal mercado para sus productos desvinculó los intereses económicos de la burguesía catalana respecto de los intereses del resto del país, dando lugar al auge del nacionalismo catalán sobre el terreno político. Este se constituyó como la defensa de un particularismo local de base económica (el especialmente intenso desarrollo capitalista en la región) que requería el reconocimiento de una autonomía que le permitiese desmarcarse de las políticas, mucho más atrasadas en todos los términos, que emanaban del Estado central.

Todo el misterio, toda la leyenda, del nacionalismo catalán, se cifra en este hecho: es una reacción por parte de la región más moderna en términos capitalistas contra el atraso del capitalismo nacional, que se traducía en un fuerte conservadurismo por parte del Estado central. La exigencia nacionalista jamás fue la independencia, sino un reconocimiento de la singularidad regional y lograr una influencia decisiva sobre el Estado español que protegiese los intereses de la industria local.

¿A qué queda reducido, por lo tanto, el proyecto nacionalista catalán? ¿Es correcta la tesis que defiende la existencia de una Cataluña netamente diferenciada de España en términos económicos, políticos y sociales y que, por lo tanto, exige la independencia como etapa ineludible de la revolución burguesa?

En la primera parte de este epígrafe hemos explicado el modelo clásico de aparición del Estado burgués a partir de la clase social que lo sustenta y del modo de producción que da lugar a esta. Hemos explicado igualmente la naturaleza de clase del Estado, que se considera burgués una vez que cumple las funciones de garantizar el poder social de la burguesía, al margen de la composición sociológica del mismo. En España existe este Estado burgués al menos desde mediados del siglo XIX, cuando las clases gobernantes del Antiguo Régimen han sido cooptadas para el mundo capitalista a través de la presión irresistible de la generalización de los intercambios mercantiles colocados en el centro de la vida económica. Si estas clases detentan aún en exclusiva grandes cuotas del poder, si el Estado sigue estando blindado al acceso de la parte más viva de la burguesía, esto únicamente se da porque precisamente el Estado tiene la función de defender el estatus quo del que disfrutan determinados sectores de las clases dominantes, sean estos puramente burgueses o algo mixto con los restos nobiliarios. El Estado, en fin, es una función social y en la medida que la cumple debe ser considerado en los términos de esta.

Este es el sentido de la secular lucha de la burguesía catalana contra el centralismo madrileño, no un enfrentamiento entre clases sociales opuestas (que implicaría un enfrentamiento entre modos de producción diverso) sino una lucha de competencia puramente capitalista en la cual la fuerza de las clases altas españolas logra contener las pretensiones catalanas durante un cierto tiempo. Este es, por ello, el sentido del nacionalismo catalán: no una vindicación de independencia política, sino una exigencia de apertura del Estado y, en la medida de lo posible, de control de este por parte de los burgueses industriales de Cataluña. En la medida en que toda guerra requiere una bandera y, sobre todo, en la medida en que todas las clases que han librado guerras revolucionarias con anterioridad al proletariado han recurrido a una bandera ideal, que se abstrajese de la realidad social que realmente prometía su triunfo, la burguesía catalana echó mano del mito de la nación feudal independiente, libre, soberana y democrática frente al despotismo opresor castellano. Sólo así deben ser consideradas las imágenes bucólicas de un pueblo libre y oprimido cuya causa era la del progreso.

Si hemos tomado el desarrollo de la España del siglo XIX para evidenciar el papel del nacionalismo catalán como cobertura ideológica en una lucha por el control de un Estado ya burgués es porque en ese siglo se resume todo lo que esta lucha entre las clases dominantes dará de sí a lo largo de los años posteriores. Y porque lo muestra de manera especialmente clara: poco tiempo después de que el nacionalismo catalán floreciese, con la crisis del Régimen de la Restauración, ya ni siquiera los propios burgueses recurrirán al mito de la Cataluña oprimida por España porque serán ellos mismos quienes tengan una influencia decisiva sobre el Estado y los diferentes gobiernos. Las Mancomunidades, el predominio político de Cambó, la fuerza de la Lliga Regionalista sobre el resto de fuerzas políticas nacionales… son características de un momento en la historia de España en el cual el desarrollo del capitalismo en el conjunto del país comienza a igualarse al que ya existía en Cataluña y es entonces cuando la burguesía catalana cobra un papel central en el Estado.

Punto esencial en este desarrollo que consolidó la fuerza de la burguesía catalana en el Estado español es la I Guerra Mundial seguida de sus consecuencias sobre el terreno de la lucha política interburguesa y de la lucha de clase del proletariado sobre todo en el terreno económico inmediato. A la conocida posición neutral del país, que se correspondió con una posición de equilibrio determinada tanto por la debilidad política y económica del mismo (debilidad que le colocaba, por otro lado, en el lugar deseado por las potencias imperialistas contendientes) como por las posiciones enfrentadas en el seno de la propia clase dominante entre aliadófilos y germanófilos (socialistas e industriales en el primer bando, oligarcas terratenientes en el segundo)se superpuso la política comercial de la burguesía catalana: en un momento en el cual los flujos de mercancías y capitales estaban suspendidos en toda Europa, las fábricas catalanas comenzaron a trabajar al máximo rendimiento que su débil capacidad les permitía. Suministros de bienes de primera necesidad a los países del bando aliado, productos manufacturados, industria ligera… Parte del botín de la guerra de rapiña que dejó a la civilizadísima Europa convertida en un cementerio de cadáveres proletarios fue a parar, durante los años 1914-1918 a la también civilizadísima burguesía catalana. Por otro lado, cientos de miles de proletarios del campo fueron arrastrados por la ola de crecimiento económico hacia las principales ciudades de Cataluña (Barcelona, Mataró, Reus…) aumentando exponencialmente la población obrera de la región. La visión general del impacto de la guerra imperialista en España tiene, por lo tanto, la siguiente forma: Por un lado, posición privilegiada de la burguesía catalana, que aprovecha una situación que el resto de la clase dominante del país es incapaz de rentabilizar, convirtiéndose por lo tanto en una especie de vanguardia en lo que a desarrollo económico y político se refiere. Por otro lado y como consecuencia de la concentración de capital en la región catalana, fuerte aumento de la lucha de clase del proletariado que responde tanto a las penosas condiciones de existencia en la industria local como a la gran esperanza que le aporta la revolución comunista en Rusia con el desarrollo de sus organizaciones de clase sobre el terreno de la lucha económica, colocándose al frente de la lucha obrera en todo el país.

De hecho, cuando se vio enfrentada a la presión sindical de la clase proletaria organizada en la Confederación Nacional del Trabajo, será la propia burguesía catalana la que en 1923 imponga la dictadura de Primo de Rivera que supuso tanto la disposición de todos los medios del Estado para liquidar el movimiento obrero como para impulsar un programa de reforma económica que aumentase la inversión de capital en España, la mejora de las infraestructuras, el comercio exterior, etc.

Las agitaciones posteriores del nacionalismo catalán tienen un carácter muy diferente. El hecho de que la burguesía catalana lograse un papel central en el Estado español no supuso el fin de las particularidades catalanas. Como el desarrollo del capitalismo en España no homogenizó todo el territorio nacional ni evitó la pervivencia de islas súper industrializadas en un mar esencialmente agrícola y de pequeña industria. Las contradicciones sociales que esta situación generaba no se solucionaban con la influencia burguesa catalana sobre los gobierno de Madrid: el mundo capitalista es cualquier cosa menos un remanso de paz y en él las tensiones latentes, sólo temporalmente aplacadas por los periodos de prosperidad, vuelven a aparecer en la superficie cuando, inevitablemente, esta prosperidad da lugar de nuevo a la crisis social. La burguesía, por fuerte que sea su Estado, por capaz que sea de involucrar en este a todas las facciones de su clase, es incapaz de evitar que la guerra, abierta o larvada, sea el destino de su mundo. Y por ello es incapaz de evitar que todos los problemas que la imposición de su poder de clase deja abiertas vuelvan a restañar en cada sacudida adversa.

La crisis de 1929 abrió en España el periodo de la II República, caracterizado por la incapacidad de la burguesía para controlar tanto al proletariado como las tendencias centrífugas de la economía que amenazaban el frágil equilibrio nacional logrado en las dos décadas precedentes. El «problema catalán» reapareció con fuerzas renovadas, involucrando esta vez a la pequeña burguesía local que, golpeada por la crisis económica, se colocó bajo la bandera del independentismo como vía para asegurar su pervivencia social. En una situación en la cual la caída del beneficio capitalista exasperaba la competencia en los negocios burgueses, el independentismo se presentaba como una solución basada en una barrera que frenase esta competencia separando a la «nación catalana» de sus rivales españoles. Apoyándose en la debilidad secular del Estado español, especialmente aguda en tiempos de crisis, esta pequeña burguesía obtuvo satisfacción casi total de sus exigencias, en parte porque con ello confiaba la propia burguesía catalana en construir un muro de contención contra el repunte de la lucha de clase del proletariado. Hasta dos veces se proclamó la República catalana en el periodo que va de 1931 a 1939 y en ambas se mostró cuál es el destino que le espera, siempre, a la pequeña burguesía: o la sumisión a fuerzas sociales mucho más potentes (1931-Maciá proclama una independencia que al momento queda sin efecto en vista de los acontecimientos en el resto de España) o su derrota a manos de estas mismas fuerzas (1934-derrota de la Generalitat insurrecta con sólo un par de disparos de advertencia). No deja de resultar significativo que, precisamente en el momento en el cual el Estado burgués español se tambaleó con más fuerza, durante el golpe de Estado de julio de 1936, la pequeña burguesía catalana se abstuviese de otra intentona independentista: entonces fueron los proletarios quienes gobernaron la calle y la Esquerra Republicana y Companys a la cabeza sintieron el verdadero peligro de no contar con el respaldo de España.

Pese a que la nueva mitología nacionalista catalana cifra en la caída de la República (que para esta mitología fue un oasis de paz y democracia) la nueva pérdida de las «libertades catalanas», realmente la toma del poder por parte de Franco no significó nada nuevo en la relación entre Cataluña y España. Es cierto que la autonomía se liquidó definitivamente, pero por parte de la República y un año antes de que las tropas nacionales fueran acogidas entre vítores por los burgueses de Barcelona. Esta supresión, tomada en su vertiente franquista, simplemente formó parte de un proyecto de concentración de todas las fuerzas disponibles con el fin de acabar con la tensión social que se vivió en España. Fue, en el más puro sentido burgués, un ejercicio de ahorro destinado a conformar un auténtico partido único de la burguesía que no permitiese tendencias disgregadoras en su seno, durante los primeros años del régimen de Franco, porque la amenaza interna y la situación mundial creada por la segunda guerra imperialista lo exigían. A partir de 1959, con el inicio del llamado «desarrollismo», porque la buena marcha de los negocios hacía a todos los burgueses marchar al unísono, la burguesía catalana, privada de una influencia directa y abierta sobre el Estado, soportó perfectamente esta situación  (con diferencia mejor que la vivida en los terribles días del ´36) y colaboró directamente con ella. Sólo cuando una nueva crisis hizo emerger de nuevo la tensión social a la superficie, cuando las formas autoritarias del Estado franquista no permitían gobernar el país con la fluidez necesaria, hizo de nuevo su aparición la reivindicación nacionalista y otra vez lo hizo como vía para obtener un lugar, esta vez ya legalmente reconocido, en el Estado democrático.

 

En cualquier país capitalista, la paz sólo es una tregua temporal de la guerra.

 

La crisis capitalista de los años ´70 se saldó, en España, con una profunda reestructuración del Estado burgués. Si hemos traído a colación una larga explicación acerca de la naturaleza de clase de este estado y  de las luchas intestinas acontecidas en su seno hasta los años del franquismo (con todo su aparato de justificación ideológica) no es por hacer un esfuerzo historiográfico, sino porque los treinta años que van desde la unión de todas las fuerzas burguesas del país detrás de la Constitución hasta el estallido de la crisis mundial de 2007-2008, y los casi cuarenta que han transcurrido desde entonces hasta hoy, constituyen la demostración de que ni siquiera el plan mejor elaborado por los técnicos burgueses puede evitar la vuelta periódica al enfrentamiento en el que resurgen las tensiones que están en la base material del desarrollo del capitalismo y del moderno Estado burgués en España.

Los Pactos de la Moncloa, continuación de la legislación económica de los últimos años del franquismo encaminada a minimizar los costes laborales de la producción nacional, fueron la base de la acción mancomunada de todas las fuerzas burguesas y sus aliados oportunistas para salvar las necesidades inmediatas que la crisis capitalista mundial planteaba al capitalismo en esta región del mundo. Detrás de este inmenso esfuerzo por garantizar un mínimo de colaboración entre esas fuerzas burguesas en el terreno económico, pudo venir la Constitución, un pacto político más general y con horizontes más amplios en el que ya entraron en juego las primeras diferencias insalvables planteadas por los representantes políticos de los distintos actores en juego: al tener un planteamiento con más recorrido temporal cada una de las fuerzas representadas intentó garantizarse un margen de acción mayor. De ahí la ambigüedad de la Constitución sobre terrenos básicos como la unidad nacional, garantizada siempre manu militari pero susceptible de ser alterada legalmente por las amplias zonas grises del texto constitucional, la incapacidad de centralizar funciones básicas del Estado como la propia educación, la cuestión lingüística, el ámbito fiscal… La Constitución de 1978 garantizó… que nada estaba garantizado plenamente. Y abrió la vía al desarrollo del verdadero corpus legal fundamental del Estado español, es decir, a los Estatutos de autonomía, las legislaciones específicas de cada territorio, que llegan al punto de permitir a los gobiernos locales contar con su propia policía, sus propias embajadas comerciales en otros países, su propio sistema tributario, etc.

Si para el marxismo fue evidente, desde los artículos que escribió Marx sobre España, que la lucha por la disolución de las formas sociales pre burguesas se realizaría no en el sentido de una súper centralización al estilo francés, sino por la vía federal, las lecciones de siglo y medio mostraron a la burguesía española que, incluso en la fase de desarrollo imperialista, resulta imposible contener las tendencias que marchan en ese sentido y que la combinación de un Estado hipertrofiado y altamente centralizado, fórmula común a todos los estados modernos, con unos amplios márgenes de actuación para las diferentes fuerzas burguesas locales que impidiese que toda la estructura legal saltase con el mínimo revés, era la única fórmula aceptable en un país donde, además, la estructura económica se caracteriza por el predominio de la pequeña empresa, forma de organización de por sí incapaz de dar la base para la centralización.

Obviamente esta fórmula política y legal constituyó únicamente una fórmula de apaciguamiento temporal de las tensiones desatadas por la crisis de 1975. Mediante ella se pretendía abrir la puerta a un desarrollo del sistema institucional que garantizase su cuota de influencia a las fuerzas sociales que intervinieron en ella a la vez que se levantaba un aparato político, la democracia de las autonomías, que permitiese involucrar a la clase proletaria en el funcionamiento del propio Estado partiendo de los niveles más básicos del gobierno local. A través de esta fórmula se logró crear un amplio estrato pequeño burgués vinculado a la gestión autonómica, con unas capas proletarias firmemente vinculadas a él entre sectores favorecidos por las disposiciones de la política local (profesores, vinculados directamente a la gestión del bilingüismo; trabajadores de las grandes industrias, vinculados a las prebendas autonómicas a las grandes empresas de cada sector para que se instalasen en su territorio; funcionarios sindicales, interesados en la captación de subvenciones autonómicas, etc.) e interesado en la participación democrática en las instituciones locales, mucho más susceptibles de ser influenciadas por exigencias locales y corporativas que el Estado central. Todo esto constituye el desarrollo particular de la democracia en España desde 1975, democracia que tiene mucho más que ver con la «democracia orgánica» franquista que con el ideal liberal del siglo XIX, de la misma manera que las democracias italiana, francesa o alemana tienen más que ver con el modelo fascista que con sus respectivos modelos de Estado previos a la Iª Guerra Mundial. Si en esos países se confirmó la tesis marxista acerca de la necesidad para la burguesía de concentrar al máximo los resortes de intervención económica en manos del Estado y de imponer un dominio totalitario sobre el proletariado mediante vías democráticas, en España esta confirmación tuvo el extra de ver también ratificada la imposibilidad de lograr una unificación plena del propio país.

Hoy, la lucha entre el frente «nacionalista» catalán y el sector «unionista» español, constituye el punto de ebullición de las tensiones que este «modelo» político y legal nunca pudo liquidar. Por el contrario, sólo consiguió preparar la base para que, en el actual contexto de fuertes convulsiones sociales, emerjan con una fuera redoblada. La crisis capitalista mundial se extendió en España por los canales que la configuración institucional había creado, siguiendo la línea de menor resistencia y erosionándolos a su paso. Un fuerte intervencionismo estatal sobre el terreno económico, idéntico al del resto de potencias imperialistas pero que deja amplios márgenes de maniobra a cada burguesía local sobre su territorio, ha constituido la base para el enroque de estas burguesías sobre sus exigencias irrenunciables. Todo el aparato organizado para la intervención económica, desde las Cajas de ahorros que canalizaban el capital de la pequeña burguesía local hacia la inversión internacional a gran escala, hasta la lucha por acaparar las instalaciones de la gran industria de la automoción en los respectivos límites autonómicos de cada facción de la burguesía, se puso en marcha desde 2008 como arma de agresión contra los competidores nacionales, y esto determinó el enfrentamiento sobre el terreno político. Convergencia i Unió, origen del actual Junts per Catalunya, era el partido que monopolizaba la representación de los «intereses catalanes» en el ámbito del Estado central porque era la formación política que centralizaba la gestión de la economía local, porque surgió como órgano encargado de esta función. Esquerra Republicana de Cataluña, representaba los intereses de la pequeña burguesía profesional y rural, vinculada tanto a los programas autonómicos de distribución de rentas como a la propia administración autonómica. Ambas tardaron poco en coaligarse en un frente unido contra las exigencias del Estado central, es decir, del resto de competidores nacionales, y en defensa de un marco fiscal más generoso para los intereses del capital radicado en Cataluña. El «nacionalismo», el Procés, el referéndum y la «República», vinieron después, cuando les fue imprescindible luchar sobre el doble terreno del enfrentamiento contra el Estado central y de la movilización social interna, especialmente del proletariado, con el fin de neutralizarlo.

La llamada «cuestión catalana» no se liquidará ni con el procés, ni con la represión estatal. En Cataluña se juega la implosión del «diseño» del Estado español: para salvar las consecuencias de la crisis capitalista de 1975, se puso en marcha una serie de reformas políticas que compatibilizasen la necesidad del capitalismo «español» de competir con sus rivales exteriores con las exigencias de cada una de las facciones burguesas que se nutren de ese capital. Todo el ensamblaje institucional posterior es, por lo tanto, un equilibrio tan inestable como el propio sistema capitalista. El retorno de la crisis capitalista ha evidenciado esto. Si en Cataluña ha saltado la liebre, y parece que el resto de competidores se aprestan a darle caza todos a una, las tensiones que han aflorado no dejarán inmune a ninguno de ellos, y no tardarán en volver las armas unos contra otros.

 

 

Partido comunista internacional

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