El Estado burgués y la pandemia

(«El proletario»; N° 21; Noviembre de 2020 )

Volver sumarios

 

 

Pocas veces, a lo largo de la historia más reciente, un gobierno ha tenido que mostrar su cara más abiertamente anti obrera en tan poco tiempo. Desde que en el mes de marzo pasado comenzase oficialmente la extensión de la Covid-19 por España, el gobierno PSOE-Podemos, el llamado gobierno más progresista de la historia, ha puesto en marcha una batería de medidas, destinada a cargar sobre las espaldas de la clase proletaria las consecuencias de la crisis económica y social abierta por esta, que no tienen parangón, por lo concentradas en el tiempo, desde el periodo que va de octubre de 1975 a 1977, es decir, de los decretos de contención salarial inmediatamente anteriores a la muerte de Franco a los Pactos de la Moncloa, verdadero programa del conjunto de la burguesía española durante la Transición.

Desde el decreto del Estado de Alarma, que de por sí es un golpe frontal a las libertades mínimas que permite el Estado burgués a los proletarios (reunión, circulación, etc.) hasta todas las medidas de tipo económico y laboral (ERTEs Ingreso Mínimo Vital, etc.) pasando por los proyectos de legislar sobre las comunicaciones privadas a través de la intervención de los servicios de telefonía y mensajería móvil, el gobierno PSOE-Podemos ha desplegado toda la fuerza de la que era capaz para obligar al proletariado a asumir los costes de la «salvación nacional» con la que se han llenado la boca durante todos estos meses. Y lo ha hecho con el consentimiento y el apoyo de todas las organizaciones políticas del arco parlamentario y extra parlamentario así como con la colaboración de las centrales sindicales.

Para lograrlo, ha puesto en marcha una machacona propaganda de tipo belicista («combatir al virus», «ganar la guerra», etc.) y ha forzado todos los resquicios legales posibles para mantener durante meses una especie de Estado de sitio atenuado y, después, dotar a los gobiernos autonómicos de una absoluta libertad a la hora de imponer las restricciones que considerasen necesarias así como las medidas coercitivas necesarias para hacer valer estas.

Cuando en 2014, con la aparición de Podemos, explicábamos que se trataba para la burguesía española de reponer la pata que cojeaba en la silla del oportunismo socialdemócrata capaz, es decir, de dar a luz un partido de Estado capaz de garantizar la viabilidad del modelo institucional creado en 1978, era imposible prever que en apenas seis años formaría parte indispensable de la mayor ofensiva contra las condiciones de vida de la clase proletaria que se ha vivido desde la Transición. Hoy vemos cómo este partido formado inicialmente por profesores universitarios de la Universidad Complutense de Madrid, ha sido una pieza indispensable para la aplicación de todas las medidas anti-obreras de los últimos meses en la medida en que les daba un barniz «izquierdista» y era capaz de movilizar tras ellas, sin apenas oposición, a todas las corrientes políticas y sindicales que tienen un cierto peso entre el proletariado.

Porque estas medidas requerían, para aplicarse, de la fuerza que sólo puede tener un partido de los considerados «obreros», esto es, una corriente política capaz de influenciar de manera significativa a la clase proletaria para inmovilizarla y someter su posible reacción al juego democrático, basado en este caso en un apoyo sin fisuras a las medidas gubernamentales y el ataque al espantajo «fascista» o «ultraderechista» creado en torno a la oposición y a los gobiernos regionales como el de la Comunidad de Madrid.

Quienes afirman que Podemos, o el mismo PSOE, están en el punto de mira de la crítica de determinados sectores asociados a la derecha, a Vox o a los grandes emporios de la prensa, ignoran que, en lo esencial, estos no han dejado de apoyar todas y cada una de las medidas tomadas por el gobierno «progresista», bien por acción bien por omisión, limitando esta crítica a los aspectos más superficiales, con los que se esperaba precisamente mantener vivo el juego democrático. Sin negar los intereses contrapuestos que las diferentes formaciones políticas o mediáticas pueden representar, lo cierto es que en todo momento ha existido un consenso básico acerca de la necesidad de defender las medidas tomadas por el Estado en el terreno sanitario, laboral, etc. y sólo en un segundo plano, cuando la situación se ha encauzado, han reaparecido las disputas de tipo partidista. Porque las medidas diseñadas por el gobierno PSOE-Podemos, representan los intereses del conjunto de la burguesía tanto por su contenido como por la inmediatez con la que han aparecido como respuesta al desorden potencial que traía consigo la pandemia.

 

Estado de alarma y restricciones fundamentales.

 

En el suplemento nº2 a El Proletario nº19, explicábamos que el Estado de Alarma, en el ordenamiento constitucional español, permite no tanto hacer frente con respuestas firmes y rápidas a problemas puntuales como poder gobernar el país en un momento de crisis social aguda. Tal y como decíamos entonces, el Estado de Alarma sólo se ha aplicado dos veces en España (una en 2010 con la crisis de los controladores aéreos y Zapatero en el poder y otra ahora) pese a que situaciones que lo justificasen han existido en muchas más ocasiones. Pero la función de esta parte de la legalidad española, que consiste en la potestad del Gobierno para suspender los derechos fundamentales así como el normal funcionamiento de las Cortes, a la hora de hacer frente a una situación excepcional, es precisamente dotar a la burguesía de una especie de «puerta de atrás» constitucional con la cual gobernar el país sin hacer caso de la legalidad ordinaria.

El gobierno PSOE-Podemos ha estirado al máximo las ventajas que le aporta la existencia de este recurso legal para hacer frente a una situación tan grave como la que se vive actualmente: en un primer momento, imponiendo un durísimo control sobre la población, interviniendo la economía y militarizando el país. Después, limitando el derecho de circulación y reunión de manera arbitraria, estableciendo franjas horarias para salir a la calle, etc. Finalmente, pasando por encima del gobierno autonómico de la Comunidad de Madrid e imponiendo un Estado de Alarma parcial, restringido a la capital y a algunos pueblos de las inmediaciones.

En todo momento estas medidas se han justificado hablando de la necesidad de un «confinamiento» de la población, de una restricción de la movilidad que sería la mejor manera de atajar la extensión del virus y de una limitación de la actividad productiva que permitiría anular focos de contagios masivos. Pero, ¿realmente los hechos se corresponden con estas afirmaciones? Lo cierto es que casi ocho meses después del comienzo de las normas relativas a la pandemia, el resultado de estas medidas es muy pobre: el virus sigue extendiéndose, el número de infectados continúa creciendo, el sistema sanitario vuelve a estar literalmente colapsado… Viendo los resultados, podría pensarse que para este viaje no hacían falta estas alforjas. Pero lo cierto es que si se va más allá, no sólo de la propaganda sino también de la misma terminología confusa que se ha impuesto en los medios de comunicación para referirse a la situación que vivimos, las medidas coercitivas que se han tomado no son exactamente tal y como se presentan.

El confinamiento como tal, como restricción absoluta de la movilidad a un determinado ámbito (el domicilio, el barrio, el pueblo o la ciudad) no ha existido más que durante dos semanas en marzo y abril y aun así de manera muy relativa. Las normas promulgadas por el gobierno bajo el Estado de Alarma limitaron los movimientos de la población a los indispensables: acudir al trabajo, asistencia médica, compra de bienes de primera necesidad, etc. Basta con decir esto. La mayor parte del día, para cualquier proletario, está ocupada por el trabajo y los trayectos en transporte necesarios para acudir al puesto de trabajo. Si esta actividad estaba exenta de las restricciones del Estado de Alarma, es tanto como decir que este no afectaba a la mayor parte de los movimientos del país. Sólo durante las dos semanas de la llamada «hibernación económica» (del 26 de marzo al 9 de abril), los movimientos laborales se suprimieron mediante el real decreto ley que prohibió, el 29 de marzo, la realización de actividades económicas «no esenciales». Durante el resto del tiempo que duró el anterior Estado de Alarma (a fecha de cierre de esta edición se ha decretado un nuevo Estado de Alarma hasta el 9 de mayo de 2021) las limitaciones a los movimientos laborales vinieron dada básicamente por el cierre de las empresas y, en mucha menor medida, por el «incentivo al teletrabajo». Durante este tiempo, la movilidad estuvo restringida sólo durante el tiempo libre. Si el «confinamiento» era la vía para atajar la extensión del virus, desde luego que se asumió que esta sólo se reduciría parcialmente.

Las medidas posteriores al Estado de Alarma, la llamada «nueva normalidad», tampoco son medidas que regulen de manera drástica y completamente novedosa la vida social. Lo esencial, la actividad productiva, continúa exactamente igual que antes en la mayor parte de los casos. Todas las normas de prevención que se presentaban como esenciales en la «guerra contra el virus» se han reducido a guardar una distancia de 2 metros entre personas y ponerse mascarillas. A partir de ahí, se hacen todas las excepciones necesarias para que estas ridículas normas no tengan que cumplirse allí donde no se puede, es decir, en los puestos de trabajo y en el transporte público. Finalmente, todo ha quedado en limitar el aforo en sitios públicos (bares, etc.) y prohibir las reuniones privadas de más de un determinado número de personas.

Parece obvio que si el virus debía ser combatido mediante la restricción de la movilidad y el cierre de los lugares más concurridos, el virus no ha sido combatido sino de manera muy superficial. Si a esto le sumamos que toda una serie de medidas que se supone iban a ser decisivas, entre las cuales el establecimiento de servicios de rastreo para controlar los contactos de las personas contagiadas por el virus, las cuarentenas tanto a los contagiados como a los contactos, la realización de test de detección masivos, etc. no se han realizado en ninguna parte del país, la llamada «guerra contra el virus» se va a perder.

Entonces, si las medidas tomadas no han tenido un carácter sanitario, si no se han seguido los propios criterios epidemiológicos que se abanderan como base de estas medidas, ¿cuál ha sido su función?

Cualquier suceso en el mundo capitalista nace, se desarrolla y, llegado el caso, muere, de acuerdo a la naturaleza de este mundo. Un virus, como es el caso, salta de los animales al ser humano y se extiende hasta convertirse en pandemia porque sigue los vectores que conforman el cuerpo social: trabajo, transporte, ocio, familia, etc. Se convierte en pandemia, por lo tanto, porque existe como producto característico de una sociedad. Infecta y mata en la medida en que ataca cualquier parte de esta forma social volviéndola inútil y amenazando con ello al resto de partes. La situación creada por la aparición del Sars Cov-19 no consiste simplemente en la extensión de una enfermedad mortal, es decir, la sociedad capitalista no se ha visto súbitamente enfrentada a la muerte y ha debido de tomar medidas para evitarla. La muerte no natural (en catástrofes, accidentes laborales, otras enfermedades…) no es precisamente algo raro en esta sociedad y la clase burguesa dominante no la ha tomado nunca como una amenaza, más bien la ha aceptado como algo inevitable dentro de su mundo. Por lo tanto, lo dramático para esta clase dominante, que es la que tiene en sus manos los resortes del Estado y la capacidad de acción política, económica, militar, etc. que estos le confieren, no es que una pandemia amenace la vida de unos cuantos millones de individuos, sino que esta pandemia amenaza el curso normal de la vida en su sociedad, es decir, la extracción de plusvalor a la clase proletaria, la realización del ciclo del valor del capital, el comercio a gran escala de mercancías y capitales, etc.

La aparición súbita del virus, su rápida extensión, la alta tasa de contagio (aún si la letalidad es relativamente baja) y las consecuencias impredecibles que puede tener en un futuro inmediato: estos son los puntos verdaderamente críticos de la situación para la burguesía. El virus, en pocos meses, ha logrado poner en serios aprietos la gestión cotidiana de la vida que la burguesía debe realizar. Ha amenazado con bloquear el flujo de mano de obra a los centros de trabajo y ha dificultado la reposición de esta mano de obra que se realiza mediante la inversión en infraestructura y personal sanitarios (en el sector público y en el privado). A partir de aquí, son los elementos normales de la vida en la sociedad capitalista los que naturalmente han extendido el riesgo y, por lo tanto, sobre los que se ha debido intervenir. El problema es que intervenir sobre ellos implica, de igual manera, paralizarlos. Si el principal problema de la extensión del virus es que puede dañar a una parte considerable de los trabajadores de una gran ciudad obligándoles no sólo a dejar de producir sino a consumir unos recursos sanitarios que estarían, en condiciones normales, destinados a controlar la existencia de otras enfermedades, paralizar la actividad productiva más allá de unos cuantos días seguramente es un remedio al menos igual de malo que la enfermedad. Y es sobre esta situación que la burguesía ha debido intervenir utilizando todos los recursos a su alcance para minimizar su alcance. ¿El alcance de la enfermedad? No. El alcance de sus consecuencias económicas y sociales.

La Covid-19 obviamente no va a destruir la economía capitalista, ese no ha sido nunca el miedo que ha tenido la clase burguesa a la hora de enfrentarse a esta enfermedad. Aún si la extensión del virus provocase una destrucción masiva de capital, por cualquier de las vías que esto puede producirse, esto no dejaría de ser una situación incluso beneficiosa en la medida en que a esta destrucción le seguiría una reinversión a tasas de beneficio altísimas. No, el problema es el fuerte desgarro social que se produce cuando una parte sustancial de la economía se ve afectada por la pandemia. Es decir, la paralización de buena parte de la actividad económica se volvió, en marzo, una exigencia para la propia burguesía, que está obligada como clase a garantizar en primer lugar sus intereses generales. Hecho esto, el problema pasó a ser que la «hibernación económica» no iba a tener una repercusión idéntica en todos los sectores productivos, mucho menos en todas las empresas. Gigantes financieros como el Banco Santander, sin estar completamente libres de los efectos adversos de la crisis a medio plazo, tienen un margen de maniobra mucho mayor que la pequeña y mediana industria a la hora de resguardarse de la situación. En un país como España, donde el tejido empresarial está compuesto en buena parte por empresas de tamaño medio y pequeño (o microscópico si se tiene en cuenta la gran cantidad de autónomos que existe) las condiciones económicas de buena parte de estas empresas no eran lo suficientemente holgadas como para asumir un parón productivo sin desaparecer mientras este durase, con lo cual toda la estructura productiva nacional podía verse seriamente dañada, con lo que esto conlleva de aumento del desempleo, la pobreza… y la conflictividad social.

La intervención del gobierno más progresista de la historia ha ido encaminada precisamente a intentar salvar esta situación… sin afrontarla. Es por ello que en ningún momento se ha impuesto un confinamiento duradero en el tiempo, aun sabiendo que la movilidad (especialmente la laboral) es el principal vector de extensión del virus. Es por ello que el Estado de Alarma se levantó bruscamente para «liberar» al país justo al comienzo de la campaña turística del verano. Y es por ello, sobre todo, que las medidas que realmente se han tomado han ido dirigidas a simplemente atenuar el impacto de los contagios sobre la actividad productiva. De esta manera, sus intervenciones se han desarrollado en dos ámbitos:

El primero, imponer desde el principio un control social férreo. Restringir drásticamente todos los derechos esenciales, desplegar a tantos efectivos policiales y militares como ha sido posible, utilizando todas las leyes a su alcance para justificar una intervención despótica de estos, desde la famosa ley mordaza (que lejos de derogar ha llevado hasta su máxima expresión) a las maniobras del Ejército «tomando» pueblos con el pretexto de desinfectarlos. En pocas palabras, ha puesto en funcionamiento toda la capacidad represiva del Estado que es posible en tiempos de paz, creando una situación desconocida desde la declaración de los estados de guerra durante la última década del franquismo. El objetivo estaba bien claro: el Estado trata de neutralizar cualquier posibilidad de que la crisis social abierta por la pandemia tuviese un mínimo recorrido.

El segundo, el desarrollo de toda una legislación económica encaminada a amortiguar el shock que la pandemia produjo en el funcionamiento normal de la producción. Para ello ha utilizado todos los recursos financieros posibles para garantizar que la mano de obra quedase inutilizable y que las empresas no viesen su solvencia amenazada. Para el primer caso, la legislación laboral, con los ERTEs a la cabeza, ha sido básicamente una subvención del precio del trabajo a las empresas con vistas a que estas no tuviesen que despedir y recontratar, con todas las dificultades que esto les hubiese acarreado. Por ley, todo trabajador que a causa de la pandemia pudiese ser despedido, ha pasado a un estado de hibernación productiva en el que veía su sueldo reducido en un 25% y con la obligación de trabajar cuando la empresa se lo requiriese. Por otro lado, se lanzó desde el primer momento toda una línea especial de financiación del capital constante en forma de créditos blandos vehiculados por el Instituto de Crédito Oficial (por lo tanto, cargados a los recursos del Estado) para evitar quiebras y cierres.

Intervención despótica y contundente del Estado, tanto en lo referente al control social como a la intervención económica. Policía en la calle y subvenciones a las empresas a costa del salario de los proletarios. Esas son las medidas que realmente ha tomado el gobierno PSOE-Podemos y han ido dirigidas no a salvar a la población del contagio, no a evitar la muerte de los ancianos en las residencias, no a reforzar los servicios sanitarios, sino a evitar una quiebra económica generalizada y el desborde de la tensión social que probablemente esto hubiera provocado.

Las medidas sanitarias, la contratación de rastreadores, la ampliación y refuerzo de hospitales y atención primaria en los ambulatorios, las cuarentenas preventivas… Son medidas que se han dejado de lado, que no se han tomado sino de manera simbólica, porque no tienen sentido dentro del plan de salvamento económico puesto en marcha por el gobierno. ¿Qué hubiera significado poner rastreadores de posibles contagiados en ciudades como Madrid o Barcelona? Bloquear el flujo de mano de obra a las empresas, precisamente lo que se ha querido evitar a toda costa. ¿Qué hubiera implicado que la Seguridad Social hubiese permitido bajas laborales por cercanía a personas contagiadas? Exactamente lo mismo. La burguesía reacciona salvando aquello que para ella es vital y la salud de los proletarios sólo lo es en la medida en que les permite ser explotados.

 

La democracia, el virus más potente que infecta al proletariado.

 

A la hora de tomar estas medidas, el gobierno PSOE-Podemos ha contado con la colaboración unánime de toda la izquierda parlamentaria y extra parlamentaria. No hace falta recurrir al ejemplo de Bildu votando a favor del Estado de Alarma (por lo tanto de la militarización también del País Vasco… digno epílogo para un nacionalismo, armado o no, que siempre ha hecho frente común con la burguesía nacional española), porque el ejemplo más significativo ha sido el silencio atronador que reinó en todos los medios «de izquierdas» durante los meses que duró el Estado de Alarma en todo el país. Desde las grandes organizaciones sindicales, que en un primer momento boicotearon todas las iniciativas que surgieron en los puestos de trabajo por parte de los proletarios para parar la producción ante la falta de medidas sanitarias y que después han aceptado toda la legislación laboral sin chistar, hasta los grupos y grupúsculos situados a la izquierda de Podemos, la burguesía ha encontrado un camino completamente diáfano para imponer sus exigencias más duras. Sólo cuando las Comunidades Autónomas se hicieron cargo de la gestión de la «nueva normalidad», estas corrientes de izquierda y extrema izquierda comenzaron a levantar la voz… ¡Contra los gobiernos locales del Partido Popular! El juego democrático, verdadero virus con el que la burguesía neutraliza la acción de clase del proletariado, llegaba así a su máxima expresión: una pandemia que ha dejado más de 40.000 muertos en el país, ante la cual la burguesía ha sacrificado sin pestañear a los sectores más vulnerables de la población (los ancianos, por supuesto, pero también los residentes en centros de atención para personas discapacitadas, a los que también se prohibió acudir al hospital), queda reducido a un problema de gestión política por parte de los gobiernos de uno u otro signo. El nivel superior de este juego democrático se alcanzó cuando el propio gobierno PSOE-Podemos tendió la mano al gobierno madrileño del PP para proporcionarle todo el arsenal legal necesario para imponer nuevas restricciones… y el propio Podemos llamó a manifestarse contra el gobierno popular, olvidando por supuesto su responsabilidad en el gobierno nacional.

De esta manera, mientras que la burguesía ha podido imponer las medidas más duras que se recuerdan en décadas, sus agentes entre la clase proletaria, comenzando con Podemos, IU, etc., convertían la tensión social que lentamente se había ido acumulando en un juego pre electoral. Cuando el Partido Popular de la Comunidad de Madrid impuso las restricciones a la movilidad por barrios, afectando estas especialmente a los principales barrios y pueblos proletarios de la región, fueron estas mismas corrientes políticas las que hicieron todo lo posible para esterilizar la reacción que pudieron suscitar dirigiéndola no a una respuesta contra la burguesía que tiene en el PSOE y en Podemos a sus mejores aliados, sino contra el gobierno conservador local que únicamente seguía las normas dictadas desde el gobierno nacional.

Mientras que la pandemia no ha remitido (ni lo hará, al menos no por las medidas para combatirla que se vayan a tomar) el circo democrático ha arreciado. La burguesía sólo es capaz de retrasar por un tiempo limitado la explosión de una situación que comienza a hacer mella en sus propias filas. Los enfrentamientos entre partidos políticos, además de para animar el show parlamentario, sirven para calibrar cómo las diferentes partes de esta burguesía luchan entre sí para salir lo menos dañados posibles de esta situación. Y para este fin utilizan a la clase proletaria, a la cual lanzan contra un enemigo imaginario (la derecha, la izquierda…) para por un lado utilizarles como carne de cañón en sus luchas internas y, por el otro, neutralizar su fuerza de clase que es precisamente la que debería manifestarse con más vigor ante una situación que en los próximos tiempos se va a volver difícilmente sostenible.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

Volver sumarios

Top