La violencia contra las mujeres es parte integrante de la violencia de clase que se expresa en una sociedad en la que las relaciones sociales dependen estrechamente de las relaciones burguesas de producción y propiedad

(«El proletario»; N° 22; Enero - Abril de 2021 )

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En la sociedad en la que la vida depende del capital y de la explotación del trabajo asalariado, en la que la clase burguesa domina a través de la propiedad privada de los medios de producción y, sobre todo, de la apropiación privada de la producción social; en la sociedad en la que el Estado y sus leyes son los defensores más eficaces de la dominación burguesa sobre la sociedad; en la sociedad en la que la supervivencia de las grandes masas trabajadoras depende exclusivamente del salario y el salario depende exclusivamente de la conveniencia que tenga el capitalista de emplear o no a los trabajadores; en la sociedad en la que el agua, el aire, los recursos naturales y la propia fuerza de trabajo son mercancías; en una sociedad así la violencia contra las mujeres es parte integrante de la violencia de clase que, con el capitalismo, ¡sólo se ha convertido en cotidiana, en normal!

Con el progreso industrial, la masa de trabajadores ha aumentado, en comparación con la clase dominante burguesa, y la explotación de la fuerza de trabajo asalariada se ha ampliado, implicando no sólo al trabajador masculino, sino también a la trabajadora y a los niños trabajadores. La burguesía «no deja a nadie atrás» -así reza su propaganda incluso ante la pandemia de Covid-19-, de hecho, ¡siempre ha explotado a todo ser humano desde su nacimiento!

Si en un tiempo la mujer sufría una forma particular de opresión, la doméstica, viéndose obligada, para vivir, a ocuparse de la casa, de la comida, del vestido, de los hijos, mientras su marido, su padre, el hombre de la familia iba a trabajar a las órdenes de un patrón, el progreso social provocado por la gran industria la ha arrastrado a las fábricas y a las oficinas, añadiendo así a la opresión doméstica la opresión salarial. Es por esta razón que Lenin resumió la condición de la mujer en el capitalismo como una doble opresión. La condición de esclava doméstica no se supera, y mucho menos se borra, convirtiéndose en asalariada: en realidad, la supuesta «independencia» económica que la mujer habría «ganado» frente a su hombre y su familia es un falso paso hacia la emancipación de la esclavitud doméstica, porque la oprime dentro y fuera del hogar; mientras la sociedad esté organizada a imagen y semejanza de la clase dominante burguesa, con sus relaciones de producción y propiedad, la mujer siempre sufrirá la doble opresión, siempre será considerada propiedad privada a disposición de su padre, marido, hermano, en definitiva, de la familia.

El capitalismo, al atraer a las mujeres y a los niños menores de edad a los procesos de producción, además de ampliar la explotación sobre toda la familia proletaria, ha incrementado simultáneamente la competencia entre los proletarios, pues a la ya existente entre los proletarios varones (por los diferentes grados de educación y especialización, por la diferente edad y nacionalidad y por la disposición a cobrar menos que otros) se ha añadido la competencia entre el proletariado masculino y el proletariado femenino.

Las luchas del proletariado masculino no podían dejar de involucrar, tarde o temprano, al proletariado femenino, arrancándolo, en cierto sentido, de la condición de opresión doméstica por la que -sobre todo en lo que respecta a los niños- las mujeres se sienten física y moralmente comprometidas de forma directa. El curso histórico de estas luchas ha conducido, en los países más industrializados, con la conquista de toda una serie de derechos políticos y económicos que nunca se habrían obtenido si hubieran dependido únicamente de la voluntad de la clase dominante burguesa. Y estos han sido, sin duda, notables pasos adelante, precisamente en el plano político, por parte del proletariado en general, porque han puesto ante el proletariado el nudo en torno al cual se resuelven o no los problemas sociales: el poder político.

Mientras el poder político siga en manos de la clase burguesa, las relaciones sociales de producción y propiedad no cambiarán y, por tanto, tampoco las consecuencias directas e indirectas de esta organización social: la violencia económica capitalista que obliga a la inmensa mayoría de la población a sufrir la explotación del trabajo asalariado, los accidentes y las muertes en el trabajo, la propagación de enfermedades debidas a la contaminación del aire, el agua y la tierra, el desempleo, la miseria, el hambre, es la base de una violencia que se expresa en un verdadero desprecio por la vida de los demás, ya sean asalariados, habitantes de ciudades contaminadas y barrios marginados, familiares a los que se les quitan los bienes o sobre los que descargan su ira y descontento.

¿La tan cacareada civilización de los derechos, del progreso tecnológico, de las instituciones democráticas, ha conseguido alguna vez reducir o incluso eliminar el índice de violencia que las estadísticas burguesas clasifican bajo el epígrafe de violación, acoso sexual, feminicidio o asesinato en general? ¡No, en absoluto! Incluso las estadísticas de la última década muestran que una mujer es asesinada cada cuatro días, y que 3 de cada 4 mujeres fueron asesinadas en el seno de la familia, por maridos, parejas o ex parejas y que, durante los encierros por la pandemia, ¡el 80% de las mujeres asesinadas fueron a manos de familiares! ¡La carnicería continúa!

La familia, que se considera la institución básica de la sociedad, es en cambio el lugar donde, en lugar de amor, se expresa el mayor desprecio por la vida de una mujer y poco importa si la violencia tiene lugar en el hogar o en la calle. Pero si ya en la familia la mujer sufre esta condición de opresión que puede llevar al maltrato, a la violación y al asesinato, qué decir de los lugares fuera de la familia, los lugares de trabajo, de ocio, las escuelas donde los actos de intimidación y acoso sexual están a la orden del día. Actos de este tipo, que antes parecían raros sólo porque las mujeres que eran víctimas no tenían el valor de denunciarlos y rebelarse, hoy son objeto de noticias diarias en los periódicos, la radio, la televisión, y cuanto más atroces son más «son noticia», «venden», «hacen audiencia»; se han convertido -como por otra parte cualquier otro acto violento y criminal- en temas de películas y ficción sobre los que se construyen carreras y negocios. Forman parte de las desgracias cotidianas y normales de esta sociedad sobre las que las autoridades y los biempensantes pronuncian palabras de compasión, palabras que, sin embargo, son inmediatamente sofocadas por otras desgracias cotidianas normales: porque no hay dinero para juntar el almuerzo y la cena, porque esperar un hijo pone en riesgo el trabajo, porque enfermarse significa ser considerado mercancía dañada, porque reclamar una verdadera implementación de la igualdad de derechos entre mujeres y hombres es un esfuerzo de Sísifo que nunca llega a la meta.

La desigualdad social que coloca a las mujeres en un estado de perpetua inferioridad, tanto económica como política y social, subyace en la actitud burguesa del depredador al acecho. De la misma manera que en el proceso de producción capitalista prevalece la apropiación privada (el producto que el trabajador produce no es de su propiedad, sino que es propiedad exclusiva del patrón burgués y el trabajador recibe un salario que sólo corresponde a los medios de subsistencia necesarios para mantenerse), es decir, la apropiación del trabajo ajeno (como se dice en el Manifiesto de Marx-Engels) por parte del capitalista, la misma ley se aplica a las mujeres: se convierte en objeto de apropiación privada por parte del hombre, ya sea marido, padre o compañero, y es esta apropiación privada la que se formaliza en la familia. ¿Y en qué se basa la familia actual, la familia burguesa? En el capital, en la ganancia privada. Una familia plenamente desarrollada sólo existe para la burguesía: pero tiene su complemento en la falta de familia forzada del proletario y en la prostitución pública (de nuevo el Manifiesto). En la familia proletaria, el efecto del desarrollo industrial de la sociedad conlleva no sólo un elemento más de competencia entre varones y mujeres pertenecientes a la misma familia, sino también una laceración continua de los lazos familiares debido al condicionamiento de la ganancia privada mientras los hijos se transforman en artículos de comercio e instrumentos de trabajo: la mujer es esclavizada, los hijos son esclavizados. La humanidad, tan alabada por una cultura que sólo pretende justificar la eternidad de las relaciones de producción y de la propiedad burguesa, ha sido sencillamente deshumanizada y ello se debe no a la maldad de tal o cual burgués, sino a la organización social burguesa basada en el modo de producción capitalista que transforma todo, como se ha dicho, en artículo de comercio, en instrumento de producción: producción de ganancia por supuesto.

La sociedad burguesa se vanagloria de haber alcanzado niveles de cultura, ciencia, tecnología y bienestar nunca alcanzados en las sociedades anteriores, y se jacta de avanzar hacia la «completa igualdad de sexos» que se debería a la «toma de conciencia» de los pueblos más civilizados, más avanzados, más democráticos. Después de haber escrito en sus banderas el objetivo histórico trinitario libertad-igualdad-fraternidad, y de haberlo negado desde el primer momento como objetivo de todos los «ciudadanos», demostrando en los hechos que tales palabras eran y son válidas exclusivamente para la clase dominante burguesa: todo burgués quiere ser libre para perseguir sus intereses privados apoyándose en bases económicas y políticas que le permitan realizarlos, y quiere ser libre, como cualquier otro burgués, para explotar al máximo la fuerza de trabajo asalariada para su propio beneficio privado. El resto de los ciudadanos, y los proletarios en particular, son «libres» de aceptar las condiciones impuestas por la burguesía -a través de su Estado y sus leyes- y de someterse al régimen salarial si quieren sobrevivir en una sociedad que no es la suya, sino la de la burguesía.

La sociedad burguesa se muestra totalmente incapaz de aplicar la tan cacareada «igualdad de género», la tan cacareada civilización de la igualdad de derechos para todos. En realidad, es una sociedad que rezuma violencia por todos sus poros y no es casualidad que esta violencia se manifieste sobre todo contra las partes más débiles de la sociedad: mujeres, niños, ancianos y extranjeros.

El proletariado femenino ha tenido que trabajar mucho más que el masculino para conseguir, aunque sea formalmente, una serie de derechos que no se le reconocían, sobre todo a nivel salarial y normativo; y ha tenido que trabajar enormemente para conseguir el derecho al divorcio y al aborto. Pero como todo derecho burgués, su aplicación está condicionada por los recursos económicos individuales y a este condicionamiento se suma la presión cultural y religiosa que eleva a principio el «vínculo sagrado del matrimonio» y la sacralidad de la vida incluso en la etapa fetal. Por enésima vez es la mujer la que sufre las consecuencias más negativas de esta doble presión, económica y cultural-religiosa.

Los «derechos», cuyo reconocimiento la sociedad burguesa ya no podía rechazar, se plasmaron en leyes o incluso en constituciones. Pero su aplicación está totalmente condicionada por la relación de fuerzas establecida entre la burguesía y el proletariado. En el momento en que la burguesía se ve presionada por la fuerza del movimiento proletario, está dispuesta a promulgar leyes y artículos de ley que favorezcan formalmente sus reivindicaciones; pero con el tiempo esta presión se agota y la clase burguesa, con la fuerza de su Estado y de sus gobiernos, se retracta de las concesiones hechas, reescribe leyes o artículos de ley que van a anular el contenido de esas reivindicaciones. Habiendo reconocido el derecho al aborto bastó con reconocer el derecho a la objeción por parte de los ginecólogos para complicar su aplicación; por no hablar del divorcio, cuya aplicación depende exclusivamente de las posibilidades económicas de las dos personas que se divorcian. Pero hay mujeres que no abortan ni se divorcian porque las matan primero....

Una burguesía que trata a los proletarios como esclavos asalariados, a las mujeres como artículos de comercio y herramientas de producción, y que se regodea en una sociedad que ha mercantilizado toda actividad humana y toda relación humana, ¿qué «derecho» tiene a perpetuar su poder político, su dominación del mundo?

La burguesía sabe muy bien que no es una cuestión de derecho sino de fuerza. Y su fuerza está determinada, por un lado, por el hecho de ser la clase dominante, de tener la fuerza estatal y militar a su servicio y de influir cultural y políticamente en las grandes masas proletarias; por otro lado, por el hecho de tener a su lado a los sindicatos económicos y a los partidos políticos oportunistas que organizan e influyen directamente en el proletariado, y que realizan la más valiosa labor de conservación social llamada colaboración de clases. La gran fuerza en la que se apoya la burguesía, y que le permite engañar a los proletarios, y en particular a las mujeres proletarias, de que el camino de su emancipación es el que la propia burguesía indica -proyectos de ley, discusiones en el parlamento, movimiento de presión pacífica, respeto a las leyes existentes y al orden público- viene dada precisamente por el sometimiento general del proletariado a las exigencias burguesas, con la aceptación de que todo puede ser cuestionado, mediante el diálogo pacífico, excepto la estructura económica de la sociedad y su superestructura política existente.

La burguesía, después de haber reconocido históricamente la existencia de clases y la lucha entre ellas en cuanto clases con intereses antagónicos, ha desarrollado en el cuerpo social proletario -mediante la inoculación del oportunismo reformista y pacifista-democrático- una respuesta negativa al impulso espontáneo de la lucha de clases. Embriagado por las fuertes dosis de ilusiones reformistas administradas desde hace décadas por la vasta gama de oportunistas, el proletariado ya no se reconoce como una clase que tiene intereses de clase propios y específicos, totalmente antagónicos a los de la clase burguesa, y para cuya defensa el camino a seguir es el de la lucha antiburguesa, utilizando medios y métodos de lucha que remiten a la fuerza y no al «derecho».

Obtener una reducción drástica de la jornada laboral, una reducción del ritmo de trabajo, medidas reales de seguridad en el trabajo, aumentos salariales sustanciales, salarios íntegros para los despedidos y desempleados, es decir, reivindicaciones básicas que unan a proletarios y proletarias de todas las edades, sectores y nacionalidades, no puede hacerse discutiendo sobre la base de la conciliación de intereses, sino luchando y obligando a la burguesía a negociar sobre la base de las reivindicaciones obreras y no sobre la base de las reivindicaciones burguesas. Por supuesto, de la noche a la mañana es impensable que el proletariado se levante con todo su poder social y acorrale a la clase dominante burguesa. Pero debe empezar a reaccionar contra la opresión, los abusos, el acoso, las injusticias en este terreno, en el terreno de la lucha en defensa exclusiva de sus propios intereses de clase, incluso partiendo de episodios parciales, locales, que pueden parecer de poca importancia como puede ser, en el ámbito laboral, un maltrato o una falta de respeto por parte de los jefes, sobre todo si va dirigido a una mujer. Es justamente en la solidaridad de los varones proletarios donde las mujeres proletarias pueden encontrar la fuerza para reaccionar, incluso individualmente, ante todas aquellas actitudes, insinuaciones, intentos o acosos reales que debilitan su moral y su autoestima, haciéndolas aún más expuestas a sufrir otros acosos, hasta el punto de obligarlas a dimitir.

La sociabilidad que se construye en el lugar de trabajo o en los círculos sociales entre proletarios es el terreno en el que se fortalece la conciencia de formar parte de una clase que no está condenada de por vida a ser explotada, maltratada y arrojada a un lado cuando ya no sirve para producir beneficios, pero que es portadora de una perspectiva social completamente opuesta, dirigida a combatir toda forma de opresión y a superar todo antagonismo entre clases en un futuro que debe ser preparado por la lucha de clases, por la lucha que une por encima de las diferencias de sexo, edad, nacionalidad, a la única clase históricamente revolucionaria de esta sociedad: el proletariado, la clase de los trabajadores asalariados.

Luchar contra la opresión de la mujer, para los proletarios, significa asumir en sus reivindicaciones de clase las demandas que afectan directamente a las mujeres, tanto en el trabajo como en la vida social. Es un error pensar que, por ejemplo, para el aborto sólo deben moverse las mujeres porque les afecta directamente. Es un derecho que se aplica sobre todo al proletariado, porque las mujeres de la burguesía nunca han tenido escrúpulos para decidir, si les conviene, abortar: tienen dinero, amistades y la complicidad de sus maridos o amantes. Pero la mujer proletaria tiene que lidiar con los médicos objetores de conciencia, con el dinero que le falta para ir a abortar a otros países, con el hecho de que el embarazo se inició después de ser violada y con las presiones religiosas que las afectan directamente y, muchas veces, se ven obligadas a llevar el embarazo hasta el final y luego dar al niño por nacer en adopción porque no tienen recursos para mantenerse a sí mismas y a sus hijos. El burgués no plantea el problema de ese derecho porque si lo plantea, lo resuelve con dinero, haya o no una ley que regule su aplicación.

La posición de los comunistas revolucionarios no ha cambiado respecto a la expresada desde 1848 en el Manifiesto de Marx-Engels. En primer lugar, los comunistas no tienen intereses distintos a los de todo el proletariado. Por lo tanto, no hay distinción entre la «cuestión femenina» y la «cuestión masculina». El proletariado en su conjunto es simplemente la clase de los trabajadores asalariados de cualquier edad, sexo, categoría o nacionalidad. Es en interés de todo el proletariado, del proletariado de todos los países, luchar contra la opresión salarial a la que está sometido. Y luchar no para mitigarla, para encontrar un camino intermedio que amortigüe los lados más agudos y aborrecibles de esta opresión, sino para eliminarla completamente de la sociedad. Pero para eliminarlo de la sociedad, ya que el capital no existe sin la explotación del trabajo asalariado, hay que eliminar el capital, su modo de producción. El capital y su modo de producción son defendidos por el poder político de la clase burguesa dominante; y mientras el poder político siga en manos de la burguesía, el capital, su modo de producción y sus leyes económicas, seguirán dominando sobre toda la sociedad. El proletariado, a diferencia de la burguesía, no es el representante de un nuevo modo de producción que ya se está desarrollando en el seno de esta sociedad (como el capitalismo) y que necesita, en una determinada fase del desarrollo de su modo de producción, tomar el poder para establecer una sociedad diferente dividida en clases (como la burguesía). El proletariado, es decir, la clase de los asalariados puros, de los no cualificados, precisamente por la producción social que el capitalismo ha establecido y desarrollado a su pesar, representa la clase productora por excelencia que, en su lucha contra la burguesía capitalista, evoca una organización social que no sólo se basará en la producción social (como el capitalismo), sino que eliminará toda opresión y todas las divisiones de clase en la sociedad porque eliminará las relaciones burguesas de producción y de propiedad: se abolirá la propiedad privada y la apropiación privada de la producción social, por tanto la apropiación del trabajo ajeno. La colectividad social será la organizadora de la nueva sociedad en la que ya no existirán las clases, los antagonismos de clase, la propiedad privada y desaparecerá todo tipo de opresión.

Entonces, además de la opresión salarial, desaparecerá también la opresión doméstica de la mujer, porque todas las actividades domésticas y familiares que hasta ahora han sido realizadas por la mujer en el pequeño mundo de las cuatro paredes de la casa serán actividades sociales, realizadas por la comunidad, incluida la educación de los niños que, tras el periodo natural de lactancia y los primeros años de desarrollo, serán atendidos por la comunidad, liberando a la madre de la obligación de ser esclava durante toda la vida.

Por supuesto, como han demostrado las revoluciones proletarias que ya han intentado dar el golpe de gracia al capitalismo, en 1871 con la Comuna de París, y en 1917 con la Revolución de Octubre en Rusia, el camino para alcanzar ese objetivo histórico no es ni pacífico ni gradual. Pero el principio comunista revolucionario de que el proletariado se eleva a clase dominante tras derrocar el poder de la clase burguesa es un principio invariable. Sólo así el proletariado podrá utilizar su dominio político para iniciar la transformación de la sociedad burguesa en una sociedad socialista, centralizando todos los medios de producción y todo el capital en manos del Estado proletario que tendrá la tarea de destruir las relaciones burguesas de producción y de propiedad para establecer las nuevas relaciones sociales inspiradas en la satisfacción de las necesidades de la comunidad humana y no de las necesidades del mercado.

En este largo recorrido histórico, ¿qué lugar tendrán las mujeres? El proletariado femenino será tan decisivo como el masculino porque tendrá los mismos intereses, los mismos objetivos, la misma fuerza para acabar con la sociedad de la opresión y la violencia institucionalizada.

 

8/03/2021

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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