Colombia: crisis y revuelta

(«El proletario»; N° 25; Noviembre-Diciembre de 2021 / Enero de 2022 )

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Durante los meses de mayo y junio se vivió en Colombia una verdadera sublevación social cuyos ecos todavía no se han acallado. El resultado de esta convulsión, además de un reguero de muertos civiles a cargo del Estado colombiano como no se veía desde los peores tiempos de la guerra contra las FARC, es todavía incierto: si bien el gobierno de Duque, apoyado más que nunca en el ejército y en sus terribles escuadrones policiales, puede preciarse tanto de haber logrado restablecer la calma y de mantener unidos en torno a sí a los principales imperialismos con intereses en la región (España y EE.UU. esencialmente) así como a prácticamente todas las potencias regionales, no puede cantar victoria aún. De la misma manera que las revueltas de 2019 y 2020 nunca pudieron ser sofocadas del todo y, persistiendo sus causas, dieron lugar al vendaval de la pasada primavera, la «paz» lograda en esta ocasión no puede presumirse sin más como duradera.

Es cierto que la causa que desató las protestas en el mes de mayo, la reforma fiscal impuesta por el gobierno, fue retirada. Pero lo fue a las pocas semanas de comenzar la revuelta y con ello no se logró sofocar esta. De hecho tras esta reforma, que volverá a ser puesta encima de la mesa de una manera u otra con el tiempo, se esconde la debilidad de la hacienda pública colombiana, sometida a una gran presión desde hace años y que se ha agravado con la pandemia Covid-19. Y esta debilidad no va a desaparecer de la noche a la mañana, aunque los principales socios comerciales de Colombia, interesados en mantener cierta estabilidad en un aliado regional de primer orden, puedan aportar algo de capital para solucionar temporalmente los problemas de liquidez más acuciantes que tiene el Estado: la debilidad de las arcas públicas colombianas refleja la debilidad de su economía, incapaz de salir a flote en un contexto de crisis mundial persistente.

Con esta debilidad económica, origen de las fuertes tensiones sociales que no dejan de sacudir el país, la pacificación de este no es más que una quimera, tal y como muestra no sólo el continuo reavivarse de los rescoldos de la revuelta de primavera, sino la incapacidad del Estado colombiano y de los líderes de la antigua guerrilla de las FARC para evitar que secciones díscolas de esta vuelvan a tomar las armas en algunas regiones del país, expresando la desesperación de la población, mayoritariamente empleada en la agricultura, que ve en la narco-guerrilla una salida económica preferible a la miseria que le depara la economía «legal».

 

ORÍGENES DEL ESTALLIDO SOCIAL

 

Como decíamos más arriba, el origen inmediato de las revueltas estuvo en la aprobación por parte del gobierno de Iván Duque de una reforma tributaria que buscaba equilibrar las cuentas nacionales gravando con un impuesto sobre el consumo (IVA: impuesto de valor agregado) los productos de consumo básicos y con un impuesto directo al pollo y los huevos (dos productos fundamentales en la dieta de las clases pobres). Con esta reforma se buscaba recaudar 23,4 millones de pesos colombianos, un 2% del PIB colombiano, en los meses siguientes a su aprobación.

Pero si bien esta reforma fue la causa del estallido, lo cierto es que desde dos años antes la tensión social no hacía sino crecer en este país. Fue en este periodo, los años 2019 y 2020, cuando el llamado Paro Nacional (una coordinación de sindicatos y colectivos sociales entre los cuales la Central Unitaria de los Trabajadores, la Confederación General del Trabajo, asociaciones de transportistas, agricultores y estudiantes) organizó una serie de protestas callejeras contra la política social que llevaba a cabo el gobierno.

Los puntos más importantes reivindicados en estas protestas tenían que ver con la corrupción; la reforma laboral, que permitía reducir un 25% el  salario mínimo a los trabajadores jóvenes; la reforma de las pensiones, que implicaba un aumento del periodo necesario de cotización para acceder a ellas y la repulsa por los continuos asesinatos de líderes campesinos a cargo del ejército en el contexto del supuesto desarme de la guerrilla posterior a los acuerdos de paz de La Habana de 2016.

Las movilizaciones duraron desde noviembre de 2019 hasta marzo de 2020, cuando los convocantes decidieron acabar con ellas debido a la extensión de la Covid-19. Desde ese momento la crisis social no hizo otra cosa que agudizarse y a la represión sufrida por los manifestantes durante los meses previos, se sumó el obsceno gasto en equipamiento militar y anti motines con el que se dotó al ESMAD (brigada móvil antidisturbios, perteneciente, como toda la policía colombiana al ministerio de Defensa), la persistencia en las medidas represivas contra la población, el asesinato de más líderes campesinos… hasta el anuncio de la reforma tributaria que acabó por desbordar la situación reavivando el fuego de la rebelión de los años anteriores.

 

CARACTERIZACIÓN SOCIAL DE LA REVUELTA

 

La rebelión vivida en las calles de Bogotá, Cali o Antioquía, que ha dejado escenas lo más similares posibles a una guerra civil, con grupos para policiales ejecutando en la vía pública a manifestantes, secuestros y desapariciones o comandos militares defendiendo las urbanizaciones de lujo de la burguesía de las marchas campesinas, está estrechamente relacionada con otros estallidos sociales recientes en América Latina, como son el de Chile en 2019-2020 o las de Ecuador en el otoño de ese mismo 2019. Pero esta relación no consiste en ningún tipo de afinidad supra nacional organizada conscientemente, ni mucho menos en una estrategia común por parte de unos movimientos sociales que permanecen ajenos entre sí.

La relación se da por dos vías. La primera tiene que ver con la configuración histórica de la propia región latinoamericana. Desde México hasta Argentina o Chile, pasando por la zona del Caribe o Centroamérica, la evolución del subcontinente ha sido similar en sus grandes líneas. El dominio español y portugués primero, las rebeliones criollas por la independencia después con la subsecuente fragmentación del territorio en múltiples Estados, y finalmente la influencia determinante sobre todos ellos de las principales potencias imperialistas mundiales (Estados Unidos, España e Inglaterra principalmente, pero también Francia o Alemania en su momento), han conformado una zona cuyos principales elementos característicos son comunes a todos los países que la componen. En este sentido, un factor determinante de esta relativa homogeneidad es el peso decisivo que Estados Unidos ha tenido en la región durante la mayor parte del siglo XX, canalizando los flujos de capitales con los que se desarrollaba un capitalismo «autóctono», formando por lo tanto a una clase proletaria con vínculos internacionales muy fuertes, imponiendo una fortísima intervención en la vida política y social de los diferentes países, apoyándose en las clases terratenientes y oligárquicas más atrasadas incluso contra la incipiente burguesía local, etc. Este peso estadounidense ha logrado consolidar dos tendencias predominantes en la estructura social, económica y política de América Latina. Por un lado, un desarrollo del modo de producción capitalista y de su superestructura política extremadamente lento, con fortísimas reminiscencias de regímenes pasados y con un peso decisivo de la casta oligárquica agraria contra una burguesía industrial poco desarrollada (peso este que se mostró decisivo en los golpes militares de los años ´70 en Chile, Argentina, Brasil, etc.).

Por otro lado, una fortísima presión sobre la clase proletaria en todos los países de la región ejercida tanto por las clases dominantes nacionales e internacionales como por la inmensa masa de elementos pertenecientes a clases sociales intermedias. Campesinos, comerciantes empobrecidos, artesanos, gentes sin más oficio que el de sobrevivir en medio de la miseria más absoluta, etc. conforman una buena parte de la población de todos los países latinoamericanos, dando lugar a formaciones sociales muy características de las grandes megalópolis argentinas, brasileñas o venezolanas: esas inmensas extensiones de villas miseria o favelas donde una gran cantidad de población malvive en condiciones infrahumanas.

Este es el magma social que existe bajo el subsuelo latinoamericano y es el que le da la homogeneidad de la que luego resultan movimientos y explosiones sociales de gran violencia y prácticamente simultáneos como los de Colombia, Chile o Ecuador. Y de él por lo tanto se infiere la segunda característica en común de todos ellos, esta de corte ya netamente político: estos movimientos sociales no han tenido un contenido de clase proletario. El temblor que ha sacudido a Colombia durante esta primavera, como las protestas previas en Chile contra el precio del transporte público o en Ecuador contra el incremento del coste del combustible, ha contado entre las filas de los manifestantes a gran número de proletarios, bajados de los barrios miserables de las grandes ciudades o de las explotaciones agrarias donde malvenden su fuerza de trabajo, pero estos proletarios no han impuesto a las movilizaciones un contenido clasista. Por el contrario, han sido precisamente esas grandes masas desheredadas que comparten vida con la clase proletaria, pero que no forman parte de esta ni por su posición en el espectro social ni por sus perspectivas políticas, esas clases pequeño burguesas empobrecidas por casi cuarenta años de caída de su nivel de vida en toda la región latinoamericana, las que han protagonizado estas movilizaciones. En el caso de Colombia, basta con fijarse en la composición de la coordinadora Paro Nacional, compuesta por sindicatos controlados por las fuerzas clásicas del oportunismo estalinista y socialdemócrata, así como por confederaciones gremiales de transportistas, agricultores y ganaderos (es decir, de pequeños empresarios) y en las exigencias de tipo nacional y democrático que esta coordinadora ha impuesto al movimiento, para entender lo dicho hasta aquí. Pero se puede ir más allá: este contenido no proletario sino popular, pequeño burgués e interclasista, tiene un sentido histórico innegable en la región latinoamericana, especialmente en países como Colombia donde el peso del campesinado todavía es decisivo en términos económicos, sociales y políticos. Estas clases sociales intermedias que rodean al proletariado y le comprimen dentro de los límites de la colaboración entre clases todavía tienen un peso social decisivo en la región. Y por lo tanto no puede esperarse, de ninguna manera, que no sean lanzadas a la calle en cada ocasión como la vivida en Colombia, ni que entonces tengan un papel decisivo. La clase proletaria, en América Latina menos que en ninguna otra parte, nunca va a jugar sobre un terreno limpio, donde sólo aparezcan dos grandes clases sociales, monolíticas y perfectamente diferenciadas: el propio modo de producción capitalista o bien conserva a clases sociales pre capitalistas como reliquias de un pasado con el que no es capaz de ajustar cuentas totalmente, o bien las genera como excrecencias incluso del sistema económico más desarrollado. El proletariado, por lo tanto, deberá tener en cuenta siempre la existencia de clases sociales diferentes a sí mismo y a la burguesía y los comunistas tendrán siempre la obligación de registrar y exponer con claridad las implicaciones de este fenómeno histórico.

 

LA CUESTIÓN SOCIAL EN AMÉRICA LATINA

 

Hace casi 50 años, refiriéndonos a la configuración económica y social de América Latina (1), verificábamos los siguientes hechos. El primero, que «en la mayoría de los países latinoamericanos, respecto a la situación europea, el porcentaje de la población industrial en el conjunto de la población activa es aún relativamente bajo, y además inferior al de la fuerza de trabajo empleada no solamente en la agricultura, sino también en el sector terciario (comercio y servicios). También […] que el promedio de obreros por empresa es relativamente modesto, y que todo este desequilibrio se refleja en una urbanización «patológica» caracterizada por el apiñamiento en las grandes ciudades de masas que, al no encontrar trabajo en los sectores productivos están obligadas a vivir en actividades marginales, irregulares y superexplotadas» (2). Este «subdesarrollo proletario», consecuencia del lento desarrollo de la implantación del modo de producción capitalista en América Latina, no implicaba necesariamente que la clase obrera tuviese un papel de segundo orden en las convulsiones sociales que estaban por darse en la región:

«No existe un nivel absoluto de consistencia numérica de la clase obrera como presupuesto de su elevado peso social y político: este último es relativo al grado en que -bajo la presión de factores bastante más exógenos que endógenos- la estructura de base tradicional se disgrega, pierde su estabilidad, y cesa de actuar como escudo protector respecto a sus componentes. Y es obvio que la influencia de estos factores es tanto más radical cuanto más se desarrolla el capitalismo en sus formas más modernas y aguerridas en medio de una estructura económica y social arcaica» (3)

Lo que significa que la compresión de la clase proletaria entre masas de población que existen como consecuencia del peculiarmente lento desarrollo del capitalismo en América Latina, siendo un dato a tener en cuenta para la evaluación de cualquier perspectiva social en esta región, no debe considerarse como un factor de retardo en el surgimiento de la lucha clasista del proletariado, porque en determinados momentos cuando las convulsiones en una estructura social poco estable (que no cuenta con los estabilizadores que caracterizan, política y económicamente a los países centrales del capitalismo) se agudizan es precisamente esta inestabilidad la que puede precipitar un estallido de la contradicción fundamental que atraviesa a la sociedad burguesa, la que opone a la clase dominante con el proletariado y que implica el retorno de este al terreno de su lucha de clase.

Pero la valoración, que es impecablemente marxista, le seguían dos puntos a tener en cuenta. El primero hace referencia a que incluso las mayores sacudidas sociales, aquellas que se incrementan en los términos expuestos, no son el factor decisivo para la reaparición de la clase proletaria como actor independiente:

«[…] Mucho más que el atraso y los desequilibrios de su estructura económica y social, es el retraso de las condiciones subjetivas de la revolución, y ante todo de la formación del partido de clase, lo que pesa, aún más que en el resto del mundo burgués, sobre la historia social de América Latina, por más turbulenta que ésta haya sido y continúe siendo. En estas condiciones, cualquier «perspectiva» revolucionaria a corto plazo es abstracta y sería demagógico -como lo es por parte de toda clase de formaciones políticas de falsa izquierda- hacerse su portavoz. Sin la presencia determinante (y por lo tanto sin la influencia) del partido, no se puede plantear ni la «hipótesis» de una «revolución agraria anti imperialista» dirigida por el proletariado (como el capítulo final del artículo citado parece plantear como obligatoria a corto plazo para todo el continente) (4) ni tampoco la hipótesis de una revolución continental proletaria que asuma, por cierto, grandiosas tareas «impropias» (en diferente grado, ¡la revolución proletaria deberá asumirlas por doquier!) pero sin que por esto renuncie a ser, ante todo en el terreno político, pero también -aunque con un ritmo más lento y por vías menos rectilíneas- en el terreno económico plenamente socialista» (5)

El segundo se refiere a las perspectivas de un desarrollo económico y social para la región en ausencia de una vigorosa lucha de clase proletaria que se hiciese cargo de la liquidación de las tareas de la revolución burguesa aún pendientes: «[…] la misma evolución del capitalismo impulsará el proceso de disolución de las estructuras económicas y sociales arcaicas, y mostrará, a través de repeticiones probablemente frecuentes de golpes militares, por una parte, y de experimentos reformistas como el de Allende, por otra, tanto la capacidad del modo de producción capitalista de servirse incluso de las fuerzas de conservación agraria -como es el caso del Ejército- para sus propios fines de desarrollo, como la impotencia congénita de la pequeña burguesía. Además, esta misma evolución volverá tanto más agudas las tensiones internas de la sociedad latinoamericana cuanto más se integre el continente en el mercado mundial de mercancías y, sobre todo, de capitales» (6)

 

Casi cincuenta años, como decíamos, han pasado de estas afirmaciones. La solución a la disyuntiva planteada ha quedado clara: el desarrollo económico de América Latina, salteado por fortísimos cambios políticos (de las dictaduras militares a los gobiernos «populistas» del falso socialismo del siglo XXI) ha marchado en la única dirección de desarrollar y consolidar el poder de la clase burguesa nacional e internacional en la región contra los resabios de épocas pasadas y, por supuesto, contra el proletariado. Pero cada centímetro ganado para el capitalismo ha implicado varios metros de desarrollo de las fortísimas tensiones internas que persisten en la región. Los sueños de la pequeña burguesía radical de los años ´70, consistentes en una revolución de tipo guevarista en todo el subcontinente y en una vía específicamente latinoamericana al socialismo, han quedado atrás, junto con los términos sociales que parecían justificar una revolución agraria como  expectativa a corto plazo. Pero no por ello el peso de las clases sociales intermedias ha dejado de existir: ahora aparece bajo formas diversas, correspondientes a ilusiones políticas de tipo democrático e incluso a captación de los proletarios para grupos armados para estatales como son los narcos que prácticamente dominan regiones enteras de países como México.

Es en este sentido que nuestro partido valora las revueltas en países como Colombia como un producto del régimen social burgués, sí, pero condicionado por la amalgama de clases sociales intermedias que comprimen al proletariado. Por lo tanto, como una oportunidad para que estas convulsiones sociales se agudicen tanto más cuanto más inestables son las sociedades condicionadas por la existencia de la miríada de clases medias que subsisten en sus márgenes y dicha inestabilidad llegue al punto de forzar a la clase proletaria a romper política y organizativamente con el resto de clases sociales y lanzarse a luchar sobre su propio terreno, anti burgués y anti democrático.

 

LAS PERSPECTIVAS DE LA CRISIS SOCIAL

 

La composición social característica de América Latina constituye para el marxismo un dato objetivo que explica la evolución de la lucha de clase del proletariado y su relación con el resto de clases sociales. Pero este dato se coloca en la parte no esencial de la perspectiva que para el partido revolucionario se plantea en una región como la del subcontinente americano: las consideraciones acerca de cómo las sacudidas populares que vienen convulsionando países como Colombia o Chile pueden lanzar a la clase proletaria a la lucha y de las implicaciones tácticas que esto puede tener para el partido de clase, constituyen un aspecto secundario dentro de la dificilísima perspectiva histórica que se le plantea al conjunto del proletariado, sea este latino americano, europeo, asiático, etc.

A grandes rasgos, los últimos diez años arrojan la siguiente caracterización de dicha perspectiva: las sucesivas crisis económicas (la de 2007-2012 y la de 2020) han golpeado a la clase proletaria de todos los países con una dureza no vista desde la década de los años ´70 en lo que se refiere al brusco ataque a sus condiciones de existencia que ha sufrido esta. Pero a este drástico empeoramiento de su nivel de vida no le ha seguido una reactivación de la lucha de clase fuera de algún episodio aislado y desprovisto de continuidad. Por extensión, la influencia del partido de clase entre el proletariado no ha visto el crecimiento que de otra manera debería haber existido. Estos tres elementos, crisis, lucha de clase y partido, colocados precisamente en este orden, son los tres puntos básicos que se deben tener en cuenta para evaluar la crisis social, cada vez más profunda y extensa, que tiene en episodios como los de la revuelta en Colombia una de sus manifestaciones más evidentes.

En 1974, refiriéndonos a la crisis económica mundial que entonces se perfilaba en el horizonte de todos los países de este lado del telón de acero, escribíamos: « […] y la posibilidad de que en el vértice de la cúspide [del desarrollo económico NdT] se verifique el colapso piramidal del sistema está ligada no ya al acumularse de contradicciones económicas, sino a la doble condición de que salga a luchar, armada y organizada, la mayor fuerza productiva generada en las vísceras de la sociedad burguesa, la clase proletaria, y que llegue a su encuentro el órgano-guía de la batalla decisiva, el partido» (7)

Y continuábamos explicando que, contrariamente a la tesis que comparten socialdemócratas, estalinistas y espontaneístas, no existe un encuentro automático entre crisis y revolución y, por lo tanto, tampoco entre crisis e influencia decisiva del partido sobre la clase proletaria: el capitalismo no se extingue, no entra en una fase de decadencia en la que lentamente disminuye su poder económico y político y en la cual, por lo tanto, únicamente es necesaria una transición, más o menos violenta, entre el proletariado y la burguesía. De acuerdo con la teoría marxista, precisamente en los momentos de crisis económica, consecuencia de haber alcanzado el máximo nivel de desarrollo posible de la producción capitalista y cuando las tensiones sociales se agudizan todo lo posible, es cuando la clase burguesa se muestra más fuerte, cuando sus aparatos de dominio, el principal de los cuales es su Estado, se vuelven más potentes.

Este argumento nos sirve hoy, de nuevo, para explicar que en estas grandes convulsiones sociales que, como hemos visto en el caso de Colombia, la pandemia únicamente ha detenido temporalmente, no puede hablarse de la reaparición de la lucha de clase proletaria a gran escala, ni siquiera de una tendencia innegable hacia ella. Y esto por dos motivos: el primero de los cuales que las lecciones de los últimos años no permiten afirmar que a la crisis económica le vaya a seguir, de inmediato, una crisis social y, por lo tanto, que el drástico ataque a las condiciones de vida del proletariado que hemos visto en el último año y medio no tiene por qué ser seguido por una reacción por su parte que rompa con la atonía de la paz social. Y en segundo lugar, de manera mucho más concreta, allí donde estamos viendo aparecer violentos desgarros sociales vemos igualmente la acción ultra concentrada de la burguesía y su Estado empeñarse con todas sus fuerzas para evitar un desbordamiento de estos en sentido clasista. Y esto en el doble sentido de ejercer una represión tan violenta como crea necesario y, a la vez, reforzar todos los mecanismos de integración social sobre los cuales se levanta la política de colaboración entre clases que ha regido la vida de todas las naciones en las últimas décadas.

Así se vio en Chile, cuando la policía arrancaba ojos a los manifestantes a la vez que la burguesía, los representantes de las clases medias (entre los cuales los partidos indígenas del sur) y las corrientes oportunistas con peso entre los proletarios, se sumaban al carro de la convocatoria de una asamblea constituyente. Lo vemos también en Colombia, donde el frente único anti Duque engloba a una mezcolanza de asociaciones patronales, sindicatos, etc. que han potenciado el peso en las protestas del sector indígena (léase pequeños agricultores pertenecientes a los llamados «pueblos originarios») y han ahogado en la impotencia a los jóvenes proletarios de las grandes ciudades en el magma de las consignas demo-populares.

Todos estos cortafuegos de la lucha de clase que la burguesía utiliza con la experiencia de décadas de guerra larvada y democrática contra el proletariado no son indicadores de un próximo resurgir de la lucha revolucionaria de este, sino muestras todavía de su incapacidad y de su falta de fuerza social, de un hábito forjado también durante décadas a colaborar tanto con la clase burguesa como con las clases medias. Constituyen una fortaleza y no una debilidad de la burguesía: no son desviaciones de una lucha de clase pura y tendencialmente revolucionaria sino muestra del profundo dominio al que está sometido el proletariado incluso en países donde su existencia se ha visto rebajada a niveles de miseria y hambre.

Para nosotros, marxistas revolucionarios, poner blanco sobre negro esta situación es una obligación: en esta capacidad de la clase burguesa para responder a la crisis económica, política y social que sin duda se agrava cada vez más, vemos la confirmación de la tesis marxista fundamental acerca del irremediable enfrentamiento entre el proletariado y su enemigo de clase. Pero nola vemos como una afirmación general, que pueda ser tomada sin atenerse al recorrido que inevitablemente deberá transitarse, sino precisamentecomo una indicación de las tareas que el partido de clase debe asumir en una situación que todavía es absolutamente adversa y en la cual las sacudidas sociales como las de Colombia o Chile, aún no están en condiciones de servir como revulsivo (o como simple «empujón») en el sentido de movilizar a estratos significativos de la clase proletaria y alinearlos sobre el terreno de la lucha de clase.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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