Vientos de guerra en Europa (II)

(«El proletario»; N° 25; Noviembre-Diciembre de 2021 / Enero de 2022 )

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La propaganda burguesa acerca de la guerra abarca todos los aspectos de esta, desde su naturaleza no casual hasta los problemas de armamento, logística, etc. que implica. Y lo hace precisamente porque la cuestión de la guerra,más allá de la ideología pequeño burguesa de la paz o del homo homini lupus de los partidos más belicistas, puede ser estudiada y entendida. Para nosotros, marxistas, la guerra es, de hecho, uno de los puntos característicos del mundo capitalista: en ella su evolución cobra sentido, bien sea porque marca un impulso vital para su desarrollo bien porque sintetiza todas las tendencias reaccionarias que combaten para evitar su destrucción a manos de la clase proletaria. Es por esto que, sobre el plano del enfrentamiento bélico, se han dado no sólo los mayores ejemplos de sublevación proletaria, de la Comuna de 1871 a la Revolución bolchevique de 1917, sino los más importantes enfrentamientos en entre la fuerzas realmente revolucionarias y aquellas que lo eran (y lo son) sólo formalmente: ante la guerra colapsó la IIª Internacional debido a que la fuerza que las corrientes pequeño burguesas defensoras de sus respectivos Estados habían cobrado en su seno imposibilitó la recuperación de la organización para sus fines proletarios originales. Pero también fue ante la guerra que las corrientes apolíticas del movimiento obrero, el sindicalismo y el anarquismo, destaparon su verdadera naturaleza oportunista, homologable a aquella mantenida por la socialdemocracia: España, en 1936, dio un gran ejemplo de cómo la organización libertaria más potente que ha existido no resistió ni siquiera unos días antes de ponerse de parte del Estado republicano y en contra de los proletarios en armas.

En 1914 la guerra imperialista provocó la debacle de la Internacional Socialista, el paso definitivo de Kautsky y compañía al bando burgués, pero esto forzó a las minorías internacionalistas a reagruparse en torno a la teoría marxista que salieron a defender y al programa revolucionario. De aquel hundimiento, que pareció definitivo en agosto del ´14, emergió la Internacional Comunista como gran esfuerzo por la constitución del Partido Comunista mundial. Pero en 1936 o en 1939 de una debacle similar, protagonizada en el primer caso por las corrientes libertarias y en el segundo por el conjunto de las fuerzas socialdemócratas y estalinistas, no aparecieron las fuerzas capaces de remontar el terreno perdido: ni la clase proletaria tenía ya la fuerza que había mostrado en 1917-1919 en toda Europa, devastada como estaba por la serie de derrotas sufridas a manos de la burguesía, ni el proceso contrarrevolucionario, iniciado en Rusia y seguido en todo el mundo por la corriente a la que sintéticamente llamamos estalinista, había tocado a su fin, impidiendo que los pequeños y dispersos grupos opuestos a esta contrarrevolución tuviesen la capacidad para realizar el necesario balance de la misma.

La única corriente, debido a su trayectoria histórica y a su posicionamiento ya contra los primeros síntomas de la desviación que en el movimiento comunista internacional dio lugar al estalinismo, que fue capaz de plantearse el trabajo que en 1914-1917 habían asumido los bolcheviques junto a unos pocos elementos dispersos por diversos países, fue la Izquierda Comunista de Italia. De hecho cualquier lector de nuestra prensa puede confirmar que desde entonces el problema de la guerra, su relación con el curso de la lucha de clase del proletariado y con el desarrollo, siempre tendente a ella, de la sociedad capitalista, ocupa un lugar de primer orden entre nuestras publicaciones. La tarea de nuestra corriente ha sido, siempre, la de colocar la cuestión de la guerra sobre sus justos términos, en el doble sentido de afirmar estos y de combatir a todas las corrientes políticas que, reivindicándose del marxismo, pretenden que la cuestión bélica pueda ser entendida desde otro prisma que el del materialismo histórico.

Es precisamente contra la concepción moralista de la guerra, que la considera mala per se, sin atender a sus características históricas, que hemos dedicado buena parte de nuestros esfuerzos como partido a sintetizar la guerra en unos tipos históricamente definidos.

El primero de ellos, es el de la guerra revolucionaria, es decir, el de aquellas guerras que libra una clase ascendente contra las fuerzas reaccionarias. En la fase histórica del capitalismo, este tipo de guerras tiene dos variantes. La primera de ellas es la guerra revolucionaria burguesa que ha librado la burguesía nacional de países como Francia contra las viejas clases aristocrático-feudales. La segunda es la guerra revolucionaria proletaria, es decir, aquella que libra el poder revolucionario del proletariado para defenderse de las agresiones de las potencias imperialistas. De esta variante desgraciadamente la historia nos ha dado pocos ejemplos y no vamos a tratarla ahora.

El segundo tipo, el de las guerras de carácter reaccionario, es el que libran las fuerzas burguesas nacionales entre sí en enfrentamientos destinados al saqueo y la rapiña. Se trata de fuerzas solidarias en cuanto a su composición de clase pero enfrentadas en lo que se refiere a su forma nacional concreta. Se trata de las guerras imperialistas, de las grandes masacres de 1914 y 1939, pero también de los enfrentamientos armados que desde el final de la IIª Guerra Mundial libran las principales potencias a través de agentes intermedios.

Ambos tipos de guerra han convivido: el desarrollo asimétrico del modo de producción capitalista en las diferentes regiones del mundo ha favorecido que, por ejemplo, Europa y América del Norte se encontrasen ya plenamente inmersas en la fase imperialista de su desarrollo mientras que en determinadas regiones de África o Asia las luchas de liberación nacional, ejemplo claro de guerras progresivas en un sentido burgués, estuviesen a la orden del día.

Las variables fundamentales con las que podemos caracterizar las guerras son, por lo tanto, dos: periodo histórico y región donde se dan. De esta manera, podemos trazar un largo recorrido para las guerras revolucionarias de sistematización nacional en el área euro americana: de 1792 a 1871, es decir, de la Convención a la Comuna de París, momento en el cual las burguesías de Francia y Alemania se alían en un único bloque contra la clase proletaria insurrecta. Así describimos, en uno de nuestros textos clásicos, los primeros pasos de este ciclo

 

Las sucesivas guerras entre Francia y las coaliciones euro peas que terminaron con la restauración de la monarquía absoluta representaron un estadio fundamental para la difusión del capitalismo en Europa (difusión que no fue impedida en realidad por la victoria de los ejércitos feudales, aliados a la Inglaterra archi-capitalista). En todo este periodo histórico, los revolucionarios burgueses no solo hacen una política de patriotismo y de nacionalismo extremo, sino que arrastran consigo al proletariado naciente. Ambos son empujados a esta política, así como a las ideologías que se derivan de ella, por la necesidad social de abolir los últimos vínculos feudales. Sin embargo, esto no significa que el choque militar de los Estados y de los ejércitos sustituya a la guerra civil entre las clases que se disputan el poder. El hecho determinante del desarrollo social sigue siendo la lucha entre las clases, que se enciende sucesivamente en todos los países; sin esto no podríamos explicar el desarrollo mismo de las guerras, con la generalización del militarismo moderno y su nuevo carácter de masa. Los jacobinos mismos, pese a la nueva «batalla de las Termópilas» que se libraba en las fronteras de Francia (y cuyo Leónidas, Dumoriez, no tardó en traicionar y en acabar como un traidor), no desviaron jamás el centro de su atención de la lucha interior. (1)

 

De este párrafo es necesario resaltar una idea: durante el periodo revolucionario burgués, mientras la clase burguesa ya dominante en un país como Francia se enfrenta a las clases nobiliarias agrupadas tras la coalición, la lucha de clase entre proletarios y burgueses y entre proletarios y clases feudales no desaparece: de hecho es uno de las mechas de la fuerza revolucionaria de la burguesía, pero existen objetivos comunes a los proletarios y a los burgueses que pueden determinar una alianza temporal entre ambas clases sociales. Es la única ocasión en la que la historia contempla la defensa de los intereses nacionales por parte del proletariado no como un paso hacia la derrota de este sino como un escalón necesario hacia su emancipación y, por lo tanto, el marxismo sin declinar jamás la obligación de llamar a la guerra continua contra la clase burguesa, entiende esta alianza, que puede resumirse con la consigna «golpear juntos, marchar separados» como un factor progresivo en tanto revoluciona las condiciones sociales feudales.

Continúa el Hilo del tiempo citado: Sabemos que el marxismo ha considerado las guerras del período 1792–1871 como guerras de desarrollo. Para simplificar, se las puede llamar guerras de progreso, pero sin caer en la trampa de las «guerras de defensa». En realidad, Lenin subraya con toda razón que pueden ser también guerras «ofensivas», y que en la hipótesis de guerras entre Estados feudales y Estados burgueses los marxistas podrían «justificar» la acción del Estado más avanzado, «independientemente de quien haya comenzado las hostilidades». El argumento era directamente polémico y estaba dirigido contra los socialistas franceses y alemanes que estaban unos y otros por la guerra bajo vil pretexto de «defensa» . Esto quiere decir que si, en un momento histórico dado, una guerra es revolucionaria, debe ser apoyada aun cuando no sea defensiva. En el fondo, cuando existe, la guerra revolucionaria es típicamente una guerra de ataque, de agresión. Este argumento dialéctico destruía la vil hipocresía de todas las campañas que movilizan a las masas para la guerra aparentando no prepararlas y no querer la guerra, sino estar obligados a rechazar la guerra preparada y querida por el enemigo.

 

Por tanto, no es en virtud del criterio moralista de la defensa, diametralmente opuesto al suyo, que el marxismo dio una valoración de las guerras que van de la clásica fecha de 1792 a 1871, sino que lo hizo colocándose desde el punto de vista del efecto de las guerras sobre el desarrollo general. Muchas veces consideró en su crítica como útiles y aceleradoras ciertas iniciativas de ofensiva militar, como por ejemplo la de Napoleón III en 1859 y la de Prusia en 1866. No se trata, pues, de decir que hasta 1871 el partido marxista estuviese por la «defensa de la patria» o por la «defensa de la libertad», sino algo completamente distinto.(2)

 

Este tipo de «guerra de desarrollo» no existió únicamente durante el periodo de sistematización nacional de Europa y América del Norte. El siglo XX dio también buenos ejemplos de él en Asia y África principalmente. Vietnam, Argelia, El Congo o Angola son sólo unos pocos ejemplos de situaciones en las que se ha planteado la guerra revolucionaria de tipo nacional, por lo tanto burgués, como un revulsivo capaz de hacer tambalear las fuerzas del status quo imperialista en dichas regiones. Allí el enfrentamiento ya no se libraba entre las fuerzas feudales y la burguesía emergente, sino entre fuerzas capitalistas plenamente desarrolladas que ejercían el dominio imperialista sobre aquellos países y un conglomerado de fuerzas burguesas, pequeño burguesas y proletarias. Pese a esta diferencia, rige el mismo criterio que el anteriormente definido. Este suele criticarse afirmando que, de hecho, este tipo de enfrentamientos constituyeron simplemente luchas inter burguesas, de tipo imperialista, en las que una burguesía emergente y más dinámica que la vieja potencia colonial quería arrebatarle a esta el puesto.  Este tipo de objeciones ignora el papel que las guerras de liberación nacional han tenido como factor acelerador de la proletarización de amplios estratos de la población campesina de las regiones coloniales, por lo tanto como liberador de fuerzas productivas que necesariamente se enfrentarán al orden capitalista. Ignora, también, la importancia que tuvieron para la aparición de un proletariado organizado y en condiciones de enfrentarse a su propia burguesía. E ignora, finalmente, la importancia que tiene, en todo momento, el debilitamiento del orden imperialista internacional, que no es inmune ante este tipo de sacudidas y que, de hecho, requirió de la colaboración de las grandes potencias (y también de las potencias emergentes como China) para mantenerse. En pocas palabras, este tipo de críticas continúa manteniendo la vieja posición anti marxista que niega la variedad de variables históricos que determinan la naturaleza de los enfrentamientos bélicos y que las cataloga en función de un sistema totalmente abstracto que es incapaz de valorar las circunstancias que concurren en cada situación.

Citamos a continuación dos párrafos de nuestro texto El ardiente despertar de los «pueblos de color» en la visión marxista.

 

Hoy, el «indiferentismo» se escuda tras el pretexto de que los movimientos coloniales tienen un origen y un contenido ideológico (y, en parte, también social) burgués y se prestan a ser maniobrados por los bloques de los imperialismos rivales. Aquí está la insidiosa traición. Lo que bloquea el proceso de radicalización de los movimientos coloniales, lo que encierra sus perspectivas en los limites del programa y de fuerzas sociales burguesas y, por consiguiente, lo que los expone a la posibilidad de una cínica explotación de parte del gran capital parapetado tras los muros de la Casa Blanca o del Kremlin, es, precisamente, la indiferencia (que, por otra parte, en el terreno de las luchas de clases significa paso al enemigo) del proletariado revolucionario y, peor aún, de su Partido. Es la renuncia a la tarea que le ha confiado no Marx, Engels o Lenin, sino la historia de la que ellos fueron los portavoces, lo que castra un fenómeno histórico tan cargado de posibilidades futuras. Desde hace anos, y casi todos los días, el rudo puño de los «hombres de color» golpea a la puerta, no de los burgueses, sino de los proletarios de las metrópolis. Esto no es una metáfora, pues los proletarios belgas de 1961 o los proletarios franceses que llevaron adelante las grandes huelgas de los anos pasados, responden y respondían, conscientemente o no, poco importa, a la «ola de desorden» que se desencadenaba en la selva congolesa o en el bled argelino. Esta respuesta es dada por los movimientos que irrumpen en toda la extensión de la clase proletaria, pero no viene de su supuesto partido, o, cuando viene de él, es lo contrario de la respuesta de la gran tradición revolucionaria: es la respuesta llorona de la democracia, de la conciliación, de la diplomacia, del patriotismo, o es la respuesta, no menos repugnante, de la «indiferencia» altiva y despreciativa. ¡Puaj, movimientos burgueses! Y sin embargo, en el Congo, el primer toque de alarma, en 1945 como en 1959-60, vino de gigantescas huelgas, no desencadenadas seguramente por burgueses, sino por auténticos proletarios (...). ¿No era acaso burgués el horizonte de febrero de 1848 y febrero de 1917? ¿Acaso la «primera revolución» rusa no hubiese caído definitivamente en las manos del imperialismo y de la guerra si los bolcheviques, en lugar de asumir la responsabilidad de llevarla más allá de si misma, se hubiesen parapetado en la estúpida fortaleza de la «indiferencia?

El proletariado revolucionario occidental debe recuperar el tiempo y el espacio trágicamente perdidos por seguir el espejismo de las soluciones democráticas de un problema que, a escala mundial, sólo puede resolver la revolución comunista. No puede exigir de los movimientos coloniales algo que sólo depende de él. Pero, aun así, los saluda con una pasión devoradora. Aun así, porque son la única chispa de vida en un presente mortífero que perturba el equilibrio internacional del orden establecido (más adelante veremos que la «explotación de los movimientos coloniales por parte de los imperialistas» debe ser tomada con muchas reservas); porque catapultan en la arena de la historia a gigantescas masas populares (que abarcan incluso masas proletarias) que hasta ahora vegetaban en un «aislamiento sin historia»; porque aun cuando pudieran reducirse - pero la dialéctica marxista se niega a ello - a movimientos puramente burgueses, criarían en su seno a los sepultureros que el occidente putrefacto, hundido en una prosperidad estúpida y asesina, arrulla en un sueño más profundo que el que provoca la «droga soporífera que se llama opio»; porque en definitiva, en una tradición de una historia que tiene más de un siglo, son «revolucionarios a pesar suyo». Esto es algo que, para los burgueses y los indiferentistas radicales de hoy, como para los que Marx ridiculizaba en una carta de 1853 a Engels, es demasiado shocking, demasiado escandaloso, pero no para nosotros, no para los marxistas dignos de ese nombre. (3)

 

Todo esta larga visión general acerca de los problemas teóricos de la guerra, tal y como los plantea la doctrina marxista sobe el terreno de la valoración práctica, no es un ejercicio de retórica. Tiene como función fijar unos puntos de referencia mínimos, con los cuales se pueda afirmar que, con ellos, se comparte el posicionamiento marxista básico al respecto de este problema y que, contra ellos, se niega este posicionamiento. Nos referimos, por lo tanto, a estos textos básicos y a este lineamiento general para poder abordar una serie de valoraciones fundamentales.

La primera de ellas es que, superada la fase revolucionaria de la burguesía ascendente y sus guerras «progresivas», los enfrentamientos entre naciones burguesas ya no pueden, nunca, tener el carácter de guerras revolucionarias, ciñéndose simplemente al modelo imperialista caracterizado por Lenin:

 

El imperialismo es la fase superior del desarrollo del capitalismo, fase a la que sólo ha llegado en el siglo XX. El capitalismo comenzó a sentirse limitado dentro del marco de los viejos Estados nacionales, sin la formación de los cuales no habría podido derrocar al feudalismo. El capitalismo ha llevado la concentración a tal punto, que ramas enteras de la industria se encuentran en manos de asociaciones patronales, trust, corporaciones de capitalistas multimillonarios, y casi todo el globo terrestre esta repartido entre estos «potentados del capital», bien en forma de colonias o bien envolviendo a los países extranjeros en las tupidas redes de la explotación financiera. La libertad de comercio y la libre competencia han sido sustituidas por la tendencia al monopolio, a la conquista de tierras para realizar en ellas inversiones de capital y llevarse sus materias primas, etc. De liberador de naciones, como lo fue en su lucha contra el feudalismo, el capitalismo se ha convertido, en su fase imperialista, en el más grande opresor de naciones.(4)

 

En este sentido, las guerras imperialistas juegan un papel de conservación social, traban el desarrollo de la lucha de clase del proletariado y, por lo tanto, no desempeñan ningún tipo de papel progresivo. Mucho menos aquellas guerras llamadas «defensivas» en las que una potencia manifiesta ser agredida por otra y reclama por ello el apoyo «popular» en nombre de la justicia. Este tipo de propaganda puramente burguesa únicamente sirve para fortalecer la unión sagrada entre proletarios y burgueses, facilitando el encadenamiento de los primeros a la defensa del interés nacional que reclaman los segundos.

Nuestra segunda valoración se sigue inmediatamente de esta. En la fase actual del desarrollo capitalista y sin negar que alguna región remota del planeta pueda contemplar aún una guerra, siempre a pequeña escala, con un carácter más o menos progresivo, la clase proletaria sólo tiene un consigna que defender frente a la guerra burguesa: el derrotismo revolucionario, la lucha contra la propia burguesía, sin atender a más consideraciones de tipo «táctico» o «estratégico». Obviamente esta consigna, esta manera de afrontar el más que seguro enfrentamiento militar a gran escala que tendrá lugar en las próximas décadas, no tiene sentido si no se entiende como consecuencia de la maduración política de la clase proletaria. Hoy, esta se encuentra completamente sometida a la burguesía, tanto en el terreno político, como en el sindical como, por supuesto, en el militar. La guerra y el previo acelerarse de las contradicciones sociales que empuja hacia ella deberán servir como reactivo para que esta sumisión vaya debilitándose. Pero, en cualquier caso, es trabajo del partido de clase defender, en todo momento, que la única política aceptable para el proletariado es la de la lucha contra su propia burguesía porque, aún cuando esto parece tener hoy poco predicamento, contribuye a afirmar no sólo una posición política sino toda una perspectiva para un futuro cercano pero no inmediato.

Este es el tercer punto crítico para nosotros: el partido de clase no sólo niega el carácter pacífico y equilibrado del modo de producción capitalista, sino que coloca la guerra como punto central de su desarrollo. Y defiende entre los proletarios esta perspectiva de una manera no sólo formal, sino mostrando con los datos que proporciona el registro histórico y la actualidad la verdad de esta afirmación. Nuestra lucha política en defensa del internacionalismo como terreno de batalla proletario contra el encuadramiento nacional y la solidaridad entre clases que este trae consigo, no es abstracto, sino que se plantea sobre los hechos que la realidad muestra diariamente. Nuestra defensa de la necesidad de la lucha revolucionaria tiene sentido porque parte de un hecho real que vuelve esta necesidad algo objetivo.

 

(continúa en el próximo número)

 


 

(1) De Guerra y revolución, en El Programa Comunista nº31, junio-septiembre de 1.979

(2) Íbid.

(3) El ardiente despertar de los «pueblos de color» en la visión marxista. El programa comunista N.° 36, Octubre-Diciembre de 1980

(4) El socialismo y la guerra. Lenin, 1915. Obras escogidas, tomo 6. Ediciones Progreso.

 

 

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