La cuestión del salario es siempre central para los proletarios

(«El proletario»; N° 29; Mayo de 2023 )

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Todo proletario que trabaja vive únicamente de su salario. La fuerza de trabajo, única propiedad personal real que posee todo proletario, es la mercancía que vende, o intenta vender, en el mercado de trabajo, con la esperanza de que un capitalista, grande, mediano o pequeño, la necesite y, por tanto, le contrate. En la sociedad burguesa, el trabajo sólo tiene una característica real, la de ser asalariado, es decir, la de proporcionar a quienes lo compran -o, mejor dicho, lo contratan, porque nunca es seguro que un proletario vaya a realizar ese trabajo durante toda su vida, como tampoco es seguro que el capitalista vaya a utilizar esa fuerza de trabajo para siempre- una ventaja en términos de ganancias suplementarias sobre el capital que ya posee, y a quienes lo venden -o lo prestan durante un cierto período- la posibilidad de sobrevivir gracias al salario percibido por ese trabajo. Si no trabaja, el proletario no recibe ningún salario, por lo que no puede comprar lo que necesita para vivir; en esencia, si no trabajas no comes, no vives. El que dicta las condiciones de trabajo es el capitalista, sencillamente porque forma parte de la clase dominante que es dueña de todo, de los medios de producción, de las materias primas, de toda la producción. Los proletarios se ven obligados a aceptar las condiciones de trabajo establecidas por los capitalistas. En general, como la fuerza de trabajo es una mercancía que depende de las condiciones del mercado de trabajo, sufre las fluctuaciones que sufren normalmente, tarde o temprano, todas las mercancías que salen al mercado. Por lo tanto, las condiciones de trabajo, al principio, corresponden a las necesidades de la producción capitalista, no a las necesidades vitales de los trabajadores. Si los proletarios quieren mejorarlas, tienen que luchar, tienen que unirse para luchar por reivindicaciones comunes que, en general, entran en conflicto con los intereses de los capitalistas. La lucha entre capitalistas y asalariados nace de este contraste, de un antagonismo real entre las dos clases principales de la sociedad, entre los productores de riqueza y los acaparadores de riqueza. La historia del movimiento obrero está repleta de episodios de lucha, ya sea a nivel de empresa, local, nacional o, más raramente, internacional. Esto demuestra que en los más de doscientos años de sociedad capitalista, si el desarrollo del capitalismo ha sido el motor del desarrollo económico y civil de la sociedad burguesa, el desarrollo de la lucha obrera ha sido el motor del desarrollo social y político de la clase obrera. El desarrollo histórico del capitalismo no es gradual, ni lineal, procediendo por saltos hacia adelante, recesiones, crisis, guerras; en algunos países, debido a las condiciones históricas, territoriales y ambientales, se ha desarrollado antes y en formas cada vez más progresivas, hasta el punto de imponer su poder económico y político a todos los demás países, forzando incluso en ellos un desarrollo económico y social capaz de acomodarse a las necesidades del mercado de los países más avanzados. Con el paso del tiempo, las desigualdades entre los países más desarrollados y los menos desarrollados no disminuyeron, sino que aumentaron a medida que el progreso económico y financiero de unos se hacía cada vez más inalcanzable para todos los demás, a pesar del desarrollo de estos últimos. Pero lo que se mantuvo constante en todos los países, más o menos desarrollados, fueron las relaciones burguesas de producción y propiedad, y por tanto la relación entre capital y trabajo asalariado: una vez destruidos los viejos modos de producción y, por tanto, las viejas relaciones de producción y propiedad, los restos de las viejas clases dominantes preburguesas tuvieron que adaptarse -voluntaria o involuntariamente- a la nueva economía capitalista, a sus leyes, sus fluctuaciones, sus crisis. El mundo, así, se volvió totalmente burgués, totalmente sometido a las leyes del capital; todo se convirtió en mercancía, incluido el suelo y el subsuelo, y todo se transformó en una compraventa generalizada. Los proletarios de los países más desarrollados son tan asalariados como los proletarios de los países más atrasados; la diferencia entre ellos radica en que en los países industrializados más avanzados, donde el coste de la vida es inevitablemente más alto que en otros países, los salarios son más altos que los de los proletarios de los países menos desarrollados, pero siguen siendo salarios, percibidos por los proletarios exclusivamente contra su fuerza de trabajo empleada en empresas capitalistas, ya sean privadas o públicas.

La historia ha demostrado que la burguesía de los países más industrializados, mediante el robo sistemático de las riquezas de las colonias (tanto en productos de la naturaleza como en materias primas y fuerza de trabajo local), utilizó los enormes excedentes de esta superexplotación para pagar a los proletarios de su propia nación salarios más altos, atándolos así más estrechamente a las necesidades de beneficio de sus propias empresas. No es que los proletarios ingleses, franceses, norteamericanos, alemanes, etc. no lucharan por salarios más altos y mejores condiciones de trabajo, pero la política social de las respectivas burguesías contemplaba la posibilidad de satisfacer mejor las condiciones de existencia de sus proletarios; y es en esta vía que se desarrolló la política reformista, el sindicalismo, el oportunismo sindical y político, vinculando a los proletarios de los países más avanzados al carro de sus respectivas burguesías. Como han demostrado y demuestran las crisis económicas y financieras que han salpicado la historia del capitalismo, la mejora de las condiciones de existencia del proletariado en esos países no estaba destinada a durar eternamente, y mucho menos a entrar en un círculo virtuoso de mejora continua. En las crisis, la población destinada a sufrir más y a padecer las peores consecuencias ha sido siempre la población proletaria, tanto más si las crisis desembocaban luego en guerras. En la sociedad burguesa el destino del proletariado -mientras esta sociedad siga en pie- está sellado: la explotación de su fuerza de trabajo llega -como en las minas donde se ha extraído todo el mineral presente- hasta su total agotamiento, tras lo cual la fuerza de trabajo se convierte en una mercancía inutilizada, destinada a la marginación social extrema, al dumping social, o convertida en carne de cañón en las guerras burguesas. 

Volviendo a los proletarios como hombres-mercancía, no son ellos quienes eligen su trabajo; su «elección» está guiada por el mercado de trabajo en el que las distintas empresas buscan la mano de obra que necesitan. Las condiciones de vida de todos los proletarios dependen, por tanto, de las necesidades de las empresas para cumplir sus objetivos de beneficio. La regla capitalista básica que sigue todo empresario es invertir el capital (propio o prestado) para rentabilizarlo al máximo, es decir, conseguir que el capital 100 invertido, al final del ciclo productivo se haya convertido en 110, 120, 150, 200 o más, según el sector de producción o distribución en el que se invierta y en función de las condiciones de mercado y competencia existentes. Para lograr este resultado, el capitalista, con los medios de producción que posee o que ha tomado a crédito, debe emplear un determinado número de trabajadores asalariados y con el trabajo de éstos pretende obtener el máximo beneficio con la mínima inversión.

Dicho así, la relación entre empresario y asalariado parece muy simple: el empresario pone el capital fijo (medios de producción, materias primas, edificios, equipos, etc.) y el capital variable (salarios) mientras que el asalariado pone su fuerza de trabajo, en pocas palabras, su mano de obra. La relación parece sencilla y conveniente para ambas partes. En el mercado se compran y venden mercancías de todo tipo. También se compra y se vende la mercancía fuerza de trabajo, cuyo valor depende de lo que la burguesía llama el juego de la oferta y la demanda: si la demanda es abundante pero la oferta no puede satisfacerla plenamente, la mercancía que se ofrece tiende a subir de precio; a la inversa, si la demanda es baja y la oferta abundante, la mercancía que se ofrece baja de precio. Todo esto parece bastante normal, porque en la sociedad capitalista todo es mercancía, todo se compra y se vende, todo depende del mercado «de referencia».

En el caso concreto de sus condiciones de existencia, los proletarios nacen en una sociedad dividida en clases, ya organizada en una clase dominante y una clase dominada. No hay «elección a priori». Si naces en el seno de una familia capitalista, serás capitalista, si naces en el seno de una familia proletaria, serás proletario; es decir, tus condiciones de vida dependen de una sociedad que ya está organizada sobre la base de la explotación del trabajo asalariado: si naces del lado de los explotadores gozarás de los privilegios que la sociedad capitalista les asigna, si del lado de los explotados estarás condenado a ser explotado y oprimido toda tu vida, a menos que te conviertas a tu vez en un explotador del trabajo ajeno como lo son los burgueses.

La sociedad burguesa técnica y socialmente desarrollada, al aumentar las especializaciones de la mano de obra, las necesidades de la población y los objetivos del mercado, tuvo que generalizar la educación de la población trabajadora para que fuera capaz de aplicarse en maquinaria complicada y de seguir instrucciones disciplinadas sobre el uso de la maquinaria y los pasos de automatización en los ciclos de producción. Por lo tanto, además de los obreros, los proletarios destinados al trabajo, la burguesía capitalista necesita cada vez más obreros especializados, cada vez más formados técnicamente para utilizarlos en máquinas cada vez más complejas y capaces de automatizar toda una serie de pasos de trabajo que antes requerían muchos brazos y muchas cabezas.

Pero las innovaciones técnicas, aunque teóricamente implican menos esfuerzo laboral que en épocas anteriores, también implican el uso de menos mano de obra. Y este proceso de simplificación está destinado a desarrollarse cada vez más, por lo que las empresas (ya sean privadas o públicas) tendrán cada vez menos necesidad de trabajadores asalariados. Por supuesto, a medida que crece el mercado en los países industrializados más desarrollados, aumenta también el número de empresas y, por tanto, tiende a aumentar también la demanda de mano de obra. Pero la relación entre las empresas, aunque hayan aumentado en número, y las masas de trabajadores nunca se iguala: una parte importante de los trabajadores queda excluida desde el principio, ya sea como consecuencia de las crisis o de las innovaciones técnicas aplicadas a la producción y la distribución; de ahí que el desempleo no sólo sea una constante en la economía capitalista, sino que tienda a aumentar del mismo modo que la pobreza tiende a aumentar en los sectores más débiles del proletariado.

Toda empresa que se encuentre en tales condiciones, defendiendo sus objetivos de beneficios sobre los que pesan los costes de producción y, por tanto, también el número de asalariados empleados, sólo puede eliminar a una parte de sus asalariados o, alternativamente, transformar una parte de ellos -cada vez más consistente en el tiempo- en mano de obra precaria, estacional o de guardia, según el sector de productos al que pertenezcan las empresas.

¿Qué ocurre con los trabajadores despedidos o que dejan de ser indispensables de forma permanente para los ciclos de producción de las empresas? Inevitablemente, se les devuelve al «mercado de trabajo», donde su trabajo diario consistirá en encontrar un trabajo remunerado. Pero en el mercado de trabajo encontrarán a muchos otros proletarios que nunca han encontrado trabajo o que también lo han perdido y que, para trabajar -es decir, para llevar un salario a casa, única fuente de subsistencia en esta sociedad- están dispuestos a rebajar sus exigencias, a recibir un salario más bajo para su propia supervivencia y la de sus familias.

No en vano se llama mercado de trabajo; como en cualquier mercado, se aplica la ley de la competencia y si la competencia de la mercancía-fuerza de trabajo es alta, inexorablemente su precio baja. La guerra que los capitalistas libran en los mercados donde introducen sus mercancías se traslada así al mercado de trabajo y la guerra ya no es entre capitalistas, sino entre asalariados.

La competencia entre proletarios no beneficia a los proletarios, sino sólo al capitalismo en general y a cada capitalista en particular, porque afecta directamente a su existencia cotidiana y a la organización de defensa inmediata que los proletarios han construido para defender sus intereses económicos inmediatos. La clase burguesa y la clase proletaria no compiten entre sí, están en guerra porque los intereses de una chocan frontalmente con los intereses de la otra: a la clase burguesa le interesa pagar lo menos posible por la mano de obra que emplea, a la clase proletaria le interesa cobrar más por su jornada de trabajo y que disminuya su esfuerzo laboral. Capital contra salario y salario contra capital: ésta es la síntesis de la sociedad capitalista.

 Como escribieron Marx y Engels en el Manifiesto de 1848: «La creciente competencia de la burguesía entre sí y las crisis comerciales resultantes hacen que los salarios de los obreros sean cada vez más fluctuantes; el desarrollo incesante y cada vez más rápido del perfeccionamiento de las máquinas hace que toda su existencia sea cada vez más incierta; los choques entre el obrero individual y el burgués individual adquieren cada vez más el carácter de choques de dos clases. Los obreros empiezan por formar coaliciones contra la burguesía, y se unen para defender sus salarios. Incluso fundan asociaciones permanentes para abastecerse para esos eventuales levantamientos. Aquí y allá la lucha estalla en disturbios’.

Marx y Engels no hablan de la fluctuación de los «empleos», sino de la fluctuación de los salarios y de la incertidumbre de la existencia de los proletarios. Y esta referencia precisa a los salarios y a la existencia de proletarios es crucial porque da la visión de clase de que el proletario debe estar en el corazón de la relación burguesa de producción en la sociedad capitalista.

La economía mercantil se basa en el intercambio de mercancías regulado por medios de pago, es decir, por dinero; por tanto, si los proletarios, para vivir, se ven obligados a ir al mercado a por comida, ropa, medicinas, etc. -en definitiva, necesidades básicas- deben tener dinero para comprarlas. - en resumen, las necesidades básicas - deben tener dinero para comprarlas, y el dinero sólo puede provenir del salario que reciben por el trabajo que han dado al capitalista (privado o público). El salario no es sólo el precio de la fuerza de trabajo empleada en las empresas, es la certeza de su existencia. Si el salario disminuye o desaparece, la certeza de existencia del proletariado disminuye o desaparece.

El lugar de trabajo es donde el capitalista decide situar al trabajador en la cadena laboral en la que tiene que desempeñar esa función concreta. Lo que le interesa al capitalista no es el lugar de trabajo del proletario, sino cómo explotar mejor su fuerza de trabajo. Dada la miríada de formas de explotación del trabajo asalariado, el lugar de trabajo puede permanecer fijo o variar de posición continuamente, dependiendo del tipo de trabajo a realizar y de si se hace en la fábrica o fuera de ella, en la calle, en el campo, en la montaña, en los medios de transporte, en la mina, o incluso en casa del trabajador.

 

El verdadero conflicto entre burgueses y proletarios es por los salarios

 

En la jornada laboral de, digamos, 12 horas, siguiendo la intachable demostración de Marx de la extorsión de la plusvalía del trabajo asalariado, se suponía que el salario diario para cubrir los bienes de subsistencia correspondía a 6 horas de trabajo, mientras que las otras 6 horas eran prácticamente «regaladas» al patrón. En realidad, no se trata de una dádiva, porque en la negociación entre patrón y asalariado, resulta que el patrón paga con el salario una jornada entera de trabajo, no una parte de ella; y este sistema es válido en cualquier caso, sean las horas de trabajo diarias 12, 18, 8 ó 6. Así, el valor de la mercancía producida en el ciclo de producción que implica jornadas de 12 horas es un valor incrementado por la suma de los dos valores que contribuyen a la producción de la mercancía dada: el valor del capital fijo (maquinaria, materias primas, etc.) y el valor del capital variable (salarios). Si multiplicamos las 12 horas trabajadas al día por 26 días en un mes de 30 días, resulta un total de 312 horas. Pero los salarios sólo cubren la mitad, es decir, 156 horas. Por lo tanto, por cada proletario empleado 12 horas al día, el patrón desembolsa un capital-salario correspondiente a 6 horas diarias, mientras que el valor de las otras 6 horas se lo embolsa automáticamente: es la plusvalía de Marx, es decir, el tiempo de trabajo no remunerado. Se trata de una extorsión institucionalizada, defendida por cada patrón y por el Estado central con sus leyes y su policía. La extorsión de la plusvalía es el misterio desvelado de la valorización del capital; el capitalista pone el capital, no el trabajo; el trabajo lo pone el proletariado asalariado y es su trabajo el que produce toda la riqueza de la sociedad, riqueza de la que se apropia privadamente la burguesía capitalista.

Todo capitalista pretende defender los beneficios de sus empresas, así como aumentarlos. Para conseguir un aumento de los beneficios obliga a sus proletarios a trabajar más horas al día, o impone una disminución de los salarios, o reduce la mano de obra aumentando los ritmos de trabajo y las tareas de los proletarios que quedan trabajando, o combina todas estas medidas. Todo ello depende de las relaciones de fuerza establecidas entre la burguesía y el proletariado. Hoy es bien sabido que las organizaciones proletarias de defensa económica a las que se refiere el Manifiesto de 1848 han sido durante muchas décadas organizaciones colaboracionistas: en lugar de defender exclusivamente los intereses inmediatos de los proletarios, defienden la economía empresarial (y, por supuesto, la economía nacional), por lo que ingeniosamente encuentran mil resquicios legales y burocráticos para que los proletarios, en lugar de luchar con los métodos y medios de la lucha de clases (huelga hasta las últimas consecuencias sin límite de tiempo, piquetes contra los esquiroles, manifestaciones de solidaridad de trabajadores de otras empresas, etc.), acepten las negociaciones con la patronal sobre la base de las necesidades primarias de la economía de la empresa de las que hacen depender la posibilidad o no de obtener algo para los trabajadores. Por lo tanto, los proletarios, en su conflicto con los capitalistas, también tienen que luchar contra sus «representantes» sindicales y políticos porque trabajan en beneficio de los capitalistas y no de los proletarios.

Además de la competencia entre proletarios, que aumenta con la explotación de las masas inmigradas legalmente (y más aún si llegan ilegalmente), la colaboración entre clases es la política que corta completamente las piernas a cualquier movimiento de lucha del proletariado. Rara vez la lucha obrera consigue la satisfacción de alguna reivindicación concreta, y si lo consigue es porque su lucha ha sido lo suficientemente dura y decidida como para inducir a la patronal a satisfacer alguna reivindicación, pero generalmente ha tenido que ceder en muchas otras reivindicaciones. Por otra parte, la experiencia enseña que la «victoria» lograda hoy, sobre todo con los métodos de negociación basados en la colaboración de clases, es una victoria pírrica y se convierte en derrota en poco tiempo, planteando a los proletarios el problema de luchar de nuevo contra el empeoramiento de sus condiciones de trabajo y de existencia. Este solo hecho demuestra que el sistema económico y social burgués es, en su conjunto, antagónico a las necesidades vitales de la mayoría de la población asalariada, empleada o desempleada, nativa o inmigrante, masculina o femenina, vieja o joven.

Pero la burguesía dominante está mucho más interesada en la paz social que en el conflicto social, porque con la paz social los capitalistas pueden dedicarse enteramente a sus propios asuntos; se han tomado muchas molestias tratando de mitigar los conflictos con los trabajadores, tratando de satisfacer en cierta medida sus demandas y tratando de amortiguar las situaciones más angustiosas y extremas con intervenciones públicas económicas y sociales o a través de las miles de organizaciones voluntarias creadas, en general, por iniciativa de la propia burguesía y de la iglesia. Además, como saben los proletarios por experiencia directa, la burguesía ha utilizado todos los instrumentos a su alcance, ideológicos y materiales, para influir y dirigir las organizaciones sindicales y políticas del proletariado con fines de preservación social. Una labor que, en determinados periodos históricos, y después de haber tolerado la constitución de organizaciones proletarias, ha exigido incluso la violencia más brutal contra ellas, ya fueran democráticas o fascistas, por parte del poder burgués. La historia de las luchas de clases ha demostrado que las organizaciones proletarias independientes de defensa inmediata son vitales no sólo para la lucha de clases en el terreno inmediato, sino también para la lucha proletaria en el terreno político y revolucionario porque, cuando están influidas y dirigidas por el partido de clase (como lo estuvieron los soviets en Rusia y los sindicatos rojos miembros de la Internacional Sindical ligada a la Internacional Comunista) constituyen la más amplia red organizativa de las masas proletarias en el propio movimiento revolucionario. El peligro para la burguesía dominante no sólo lo representa el partido comunista revolucionario como futuro líder de la revolución proletaria, sino también los sindicatos de clase porque éstos, a diferencia del partido político proletario, organizan eficazmente a las amplias masas del proletariado que, influidas y dirigidas por el partido de clase, constituyen la fuerza social capaz de enterrar definitivamente a la burguesía y su sociedad para iniciar la formación de una sociedad que ponga en el centro las necesidades de la vida humana y no el mercado capitalista.

Con el fascismo, la burguesía, al no haber podido completar su obra de enjaular a los sindicatos obreros mediante el reformismo y los métodos socialdemócratas, pasó directamente a la destrucción de las organizaciones obreras inmediatas, en las ciudades y en el campo, y, una vez golpeado a muerte el partido de clase (asesinando y encarcelando a sus dirigentes, incendiando sus imprentas y periódicos, destruyendo sus sedes), a sustituirlas por el sindicato fascista, único y obligatorio, para controlar directamente al proletariado por el Estado. La derrota militar del fascismo por las potencias imperialistas infractoras de la democracia no marcó automáticamente el renacimiento de las organizaciones de clase proletarias, el renacimiento de los sindicatos rojos; Al contrario, marcó el renacimiento de las organizaciones sindicales proletarias sobre la base de la colaboración de clases -que ya era la característica específica del fascismo-, utilizando la forma organizativa democrática (por tanto, no un sindicato único y obligatorio), falsamente independiente porque de hecho estaba incrustado en las instituciones burguesas; por eso los llamamos sindicatos tricolores, como tricolores eran los sindicatos fascistas El proceso de integración de las organizaciones sindicales obreras en el Estado es un proceso irreversible. Contra el sindicalismo tricolor sólo puede haber un sindicalismo proletario independiente, de clase, rojo, por tomar prestado un nombre de los años 20 que distinguía a estos sindicatos obreros no sólo de los sindicatos amarillos (socialdemócratas) y blancos (cristiano-católicos), sino también de los sindicatos negros (fascistas).

La burguesía dominante está interesada sobre todo en un control social cada vez más estrecho de las masas proletarias, sabiendo que las desigualdades y la pobreza cada vez más extendidas en las capas inferiores del proletariado provocan rebeliones, levantamientos, insurrecciones que, si se basan en organizaciones proletarias independientes, pueden constituir un grave peligro para el poder político burgués. Este control social no tiene por objeto resolver las graves penurias en las que se hunden capas cada vez más amplias no sólo del proletariado, sino también de la pequeña burguesía; Por el contrario, está dirigido a impedir que de estas penurias sociales surjan laceraciones en las que los proletarios encuentren los motivos inmediatos para la ruptura de la paz social, la ruptura de la colaboración de clases, y se abran a la influencia de los comunistas revolucionarios que, conscientes de la necesaria explosión de las contradicciones económicas y sociales de la sociedad burguesa, se preparan para dirigir las rebeliones, la cólera social y los levantamientos hacia la revolución proletaria y comunista, única vía para resolver históricamente las contradicciones e injusticias de la sociedad capitalista.

Todas las sociedades divididas en clases que han existido hasta ahora se han basado, subrayaba el Manifiesto de 1848, «en el contraste entre clases de opresores y clases de oprimidos: pero para oprimir a una clase, hay que asegurarle condiciones dentro de las cuales pueda al menos llevar su vida de esclava. El siervo, trabajando en su condición de siervo, ha podido elevarse a miembro de la comuna, del mismo modo que el pequeño ciudadano, trabajando bajo el yugo del absolutismo feudal, ha podido elevarse a burgués. Pero el obrero moderno, en lugar de elevarse a medida que progresa la industria, cae cada vez más por debajo de las condiciones de su propia clase, el obrero se empobrece, y el pauperismo se desarrolla aún más rápidamente que la población y la riqueza». Esta situación ya estaba bien presente en 1848, cuando el capitalismo ya mostraba sus rasgos fundamentales que nunca cambiarían. Hoy, todas las declaraciones de los representantes del gobierno, de la iglesia, de los dirigentes sindicales, de las direcciones de los partidos, en todos los parlamentos y en todas las emisiones de televisión, no pueden dejar de subrayar que los principales problemas son el aumento de la pobreza absoluta, la precariedad y la incertidumbre cada vez más dramáticas de la vida, la falta de trabajo y la incapacidad de los salarios para hacer frente al aumento del coste de la vida. Han pasado 174 años desde las palabras del Manifiesto de Marx y Engels, y la sociedad burguesa no ha resuelto ninguna de sus contradicciones. Es aún más evidente hoy, que a mediados del siglo XIX, que el burgués es incapaz de garantizar la existencia de su esclavo asalariado, «porque se ve obligado a dejarle hundirse en una situación en la que, en lugar de ser alimentado por él, se ve obligado a alimentarle. La sociedad ya no puede vivir bajo la clase burguesa, es decir, la existencia de la clase burguesa ya no es compatible con la sociedad».

¿Cómo salir de este colapso social, cómo superar la interminable espiral de crisis y guerras que caracteriza a la sociedad burguesa?

No hay muchas alternativas; sin duda la alternativa no está en una supuesta «nueva» democracia, ni en una autodenominada democracia «directa», como tampoco está en la solución reformista y socialdemócrata que históricamente, en lo que a los intereses exclusivos del proletariado se refiere, ha fracasado reiteradamente. Tampoco está en la solución anarquista que querría destruir todas las formas organizadas de poder para dar rienda suelta a la presunta libertad personal de cada individuo, recayendo así en el más gastado mito del individuo tan caro a la ideología burguesa. Pero tampoco cae en ese extremismo palabrero que niega al proletariado la organización de masas en el plano de la defensa inmediata -en una palabra, el sindicato obrero- so pretexto de que esta organización es presa de la integración completa en el Estado, señalando en cambio la lucha política inmediata por la conquista del poder político como única vía, a través de cuya lucha el propio proletariado tomaría conciencia de su fuerza y de sus tareas históricas revolucionarias. Esta mezcla de ilusionismo e inmediatismo, disfrazada de revolucionarismo, perjudica al proletariado tanto como el autodenominado sindicalismo revolucionario.

La alternativa a la que se enfrenta el proletariado no ha cambiado en lo fundamental desde hace cien años: su reorganización independiente en el terreno inmediato de la defensa económica es la base de su futura lucha política, no porque la lucha económica, en algún momento de la confrontación de clases, evolucione automáticamente hacia la lucha política por la conquista del poder, sino porque -como sostenía Lenin- es en el terreno de la defensa económica donde el proletariado se entrena para la guerra de clases, adquiriendo experiencia directa en el enfrentamiento con la patronal y el Estado que defiende sus intereses inmediatos y futuros, y abriéndose a la influencia del partido comunista revolucionario que, como representante en la actualidad de los objetivos de clase del proletariado del mañana, importa a la lucha proletaria inmediata las orientaciones generales e internacionales de la lucha revolucionaria a la que inconscientemente se entrega históricamente el proletariado moderno.

El proceso de maduración de los factores sociales objetivos que generan la reanudación de la lucha de clases es un proceso histórico que no puede ser iniciado por la voluntad política ni del partido de clase ni, menos aún, de las masas proletarias. Pero entre esos factores objetivos se encuentra también parte de la reorganización independiente del proletariado que, como agente de la lucha defensiva inmediata, va a incidir en las relaciones sociales de poder contribuyendo a la polarización social necesaria para el proceso revolucionario sobre el que intervendrá de forma decisiva la acción del partido de clase como dirigente efectivo y reconocido del movimiento revolucionario del proletariado.         

Para que los proletarios de diferentes compañías, de diferentes edades, de diferentes nacionalidades reconozcan sus intereses como intereses comunes, la lucha en el terreno inmediato debe llevarse a cabo con los métodos y medios de la lucha de clases, es decir, en defensa exclusiva de los intereses proletarios contra todos los demás intereses de preservación social.

Y la lucha por el salario es la que mejor tiende a unir a las fuerzas proletarias por encima de las divisiones organizadas y alimentadas a propósito por la patronal, los oportunistas y el Estado. Una lucha no sólo por el aumento de los salarios, sino por el salario que deben percibir tanto los proletarios asalariados como los desempleados, y por el mismo salario tanto para los hombres como para las mujeres, tanto para los trabajadores nativos como para los inmigrantes. Sólo el capitalista, el propietario, privado o público, da el trabajo; por lo tanto, los proletarios empleados tienen «derecho» a un salario.

Pero los proletarios que están en paro porque les han despedido y no encuentran empleo, ¿de qué viven? ¿De limosnas llamadas paro? ¿Y durante cuánto tiempo? Hoy el nuevo gobierno ha inventado una nueva categoría de proletarios: ¡los empleables! Cambiar el nombre de los parados, llamándolos empleables, no resolverá ningún problema; sólo hará recaer sobre los hombros de los parados la culpa de no encontrar trabajo, ese trabajo que sólo los capitalistas pueden dar y que no han dado a todo el mundo desde los tiempos de antaño. (1)

El desempleo es parte integrante del mercado de trabajo, parte integrante de la división de clases de la sociedad. Así como el capitalismo no puede prescindir del proletariado para explotarlo en los ciclos de producción y distribución, tampoco puede prescindir del ejército de reserva de los parados porque «el trabajo asalariado», como subraya el Manifiesto de 1848, «descansa exclusivamente en la competencia de los obreros entre sí»; y no cabe duda de que la masa de los parados presiona inevitablemente a la masa de los empleados por un salario no sólo de trabajo, sino también inferior al que perciben los ya empleados. La competencia entre proletarios tiende a hacer bajar los salarios tanto de los ya empleados como de los nuevos empleados; si además, como ocurre desde hace algunas décadas, la oferta de mano de obra por parte de las empresas se realiza según criterios de mayor flexibilidad, mayor productividad, estacionalidad, en definitiva según la precariedad generalizada, la competencia entre proletarios aumenta desproporcionadamente y todo ello en detrimento de toda la clase proletaria.

 Por eso, la lucha por el salario se convierte en la lucha central de todos los proletarios, independientemente del sector mercantil, de la categoría a la que pertenezcan o del nivel de educación y especialización que tengan. Es mucho más fácil que los empleados de hoy se conviertan en los desempleados de mañana, que viceversa, porque el desarrollo del capitalismo no sólo produce internacionalmente masas cada vez mayores de proletarios, sino que también produce masas cada vez mayores de desempleados, de desesperados, de pobres, de fuerza de trabajo desperdiciada y desechada.

El proletariado de hoy sigue sucumbiendo a las ilusiones que la sociedad burguesa produce continuamente, sobre la democracia, la prosperidad, la paz, la coexistencia pacífica de los pueblos, etcétera. Pero la realidad actual demuestra que el futuro para el proletariado no es mejor, porque vendrán otras crisis y otras guerras mucho mayores que las actuales, hasta llegar a la guerra imperialista mundial en la que el destino que la burguesía de cada país prepara para su proletariado es convertirlo en carne de matadero. El proletariado, aunque hoy no lo parezca, tiene en sus manos su destino histórico; serán las condiciones objetivas de esta sociedad podrida las que lo impulsen al escenario mundial y a él le corresponderá organizarse para la única desviación del curso histórico que tiene sentido para él y para toda la humanidad: la de la lucha revolucionaria.

 


 

(1)  El equivalente en España a esta categoría laboral italiana sería el trabajador fijo-discontinuo cuya existencia se ha generalizado con la reforma laboral de PSOE-Podemos y que se caracteriza por alternar el desempleo con el empleo -como hasta ahora- pero sin perder el vínculo con la empresa contratante. Un nuevo tipo de contrato que esconde el desempleo de siempre y cuyas verdaderas consecuencias se dejarán ver en una próxima crisis que vuelva a llenar las colas del INEM.

 

 

Partido Comunista Internacional

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