Tras las elecciones, el orden y el control quedan garantizados

(«El proletario»; N° 30; Septiembre de 2023 )

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A tenor del ambiente creado por los medios de comunicación vinculados al Partido Socialista y a Sumar, las elecciones del pasado 23 de julio habrían sido una especie de repetición castiza de la situación italiana del 25 de abril, fecha en la que, como es sabido, las tropas nazis fueron derrotadas por la acción conjunta de los partisanos y los ejércitos aliados en la IIª Guerra Mundial. La derrota electoral de las derechas y, con ello, la práctica imposibilidad de que Vox entre en el gobierno se celebra como un evento de calado internacional, como si algo hubiese sucedido más allá de unas elecciones como las que tienen lugar cada cuatro años y como si la historia se hubiese escrito, por una vez, con votos y urnas.

Pero más allá de esa alegría «de izquierda», que más que una pugna política cierra una lucha de tipo profesional (con la que el bando vencedor en buena medida expresa su alivio por permanecer en lo alto de la política nacional cuatro años más  y no su disposición a hacer cambiar cualquier otra cosa), la única gesta que realmente ha tenido lugar, el único hito que merece la pena reseñar es la abominable exaltación de la democracia, de la ciega confianza en el electoralismo más burdo. Porque lo que estas elecciones han venido a confirmar una vez más es que la bacteria que da lugar a la aceptación de la vía democrática y electoral como única posible para luchar, sigue enseñoreándose en el cuerpo proletario sin que nada logre acotar  su dominio. Pero incluso más allá de esto: las elecciones del 23 de julio han arrojado el resultado más conservador de las últimas décadas porque si hace 4 años el adocenamiento democrático que supone elegir al partido burgués de turno para que ocupe el poder se podía disfrazar, con el voto al «bloque progresista», hoy, cuando hemos vivido las consecuencias de este gobierno, el resultado que puede aupar al poder en la práctica a la coalición PSOE-UP garantiza, sin ningún tipo de esperanza añadida, más de lo mismo.

En 2008 la crisis capitalista comenzó a mellar los engranajes del pacto turnista establecido en la Transición. El gran acuerdo nacional de 1978 implicaba un reparto de poder, a todos los niveles, entre dos grandes partidos nacionales mientras que se daba encaje a las fuerzas nacionalistas y al PCE como vía para la integración de las burguesías vasca y catalana y al partido que, entonces, representaba la gran baza para controlar a la clase proletaria y lograr su aquiescencia durante el periodo del cambio de régimen. Esta estructura en un primer momento contó sólo con el PSOE como gran partido nacional porque la derecha salió deshecha del periodo de reforma constitucional y sólo logró reconstruirse en 1989, cuando el gobierno socialista comenzaba a renquear y se impulsó el cambio de nombre, dirección y perspectiva de la antigua Alianza Popular. Hubo también cambios en la izquierda del Parlamento cuando el PCE, muy debilitado por su papel netamente anti proletario durante los años de la Transición y, después, durante la reconversión industrial, formó la coalición electoral Izquierda Unida en un intento de lavar su imagen y mantener la pequeña posición adquirida en las instituciones. Pero, en general, tanto en el ámbito nacional, como en el autonómico o en el municipal, el mecanismo basado en dos grandes reagrupamientos políticos que representaban a las principales facciones burguesas se mantuvo. Lo hizo porque era estable, porque el nuevo régimen salido de la Constitución se estructuró en el plano político y jurídico en torno a estas organizaciones y de los partidos nacionalistas en sus respectivos ámbitos y porque determinados estratos de la burguesía y de la pequeña burguesía más limitados en términos territoriales encontraron un buen acomodo, especialmente dentro del PSOE.

Para los años 2012-2013 el sistema bipartidista ya había sufrido un gran deterioro: las condiciones sociales creadas con la crisis económica minaron bruscamente la base del consenso social que permitía un régimen político similar, impulsando la desafección de las clases pequeño burguesas más golpeadas por la crisis, la competencia entre sectores burgueses, etc. Por otro lado, una tímida (extremadamente tímida) manifestación de la clase proletaria fuera de las instituciones políticas y sindicales correspondientes a tal sistema político, favoreció también su desgaste.

En el mundo capitalista contemporáneo, al que Lenin describió como imperialista distinguiéndolo de las antiguas democracias liberales del siglo XIX, la democracia como principio y su concreción institucional en cada país son el principal baluarte burgués contra el proletariado. La política de colaboración entre clases levantada por las burguesías europeas después de la IIª Guerra Mundial gracias a la instauración de esos amortiguadores sociales que en términos económicos libran a los proletarios de la peor de las miserias, se organiza y se mantiene a lo largo del tiempo mediante el intrincado sistema político que garantiza al proletariado la ilusión de «poder intervenir» y «poder cambiar» la situación política, económica y social. Esta democracia, con sus partidos, elecciones, instituciones sociales, etc. pretende, de cara a los proletarios, ser el camino realista para defender sus intereses, alejándolo de la lucha, del enfrentamiento entre clases, tanto político como estrictamente sindical con la clase burguesa. Las reservas materiales otorgadas a los proletarios mediante el llamado sistema del bienestar dan cabida a esta organización política de la democracia, pero es esta la que actúa- si bien transformada de «liberal» en imperialista- como defensora eficaz de los intereses, tanto políticos como económicos, de la burguesía.

Cuando la situación económica empeora, como sucedió en los años de la crisis capitalista, la clase proletaria es impulsada a luchar por el deterioro de su condición, por el incremento del paro, el descenso de los salarios, los desahucios, etc. Es en ese momento cuando la democracia brinda su mayor contribución al mantenimiento del orden. Porque si durante los tiempos de paz social pudo simplemente mantener una inercia que le permitía a la burguesía no perder el control, en los tiempos difíciles juega su gran papel no sólo manteniendo más o menos pasivamente el orden sino desactivando cualquier posibilidad de ruptura por parte de la clase proletaria.

En el periodo que va de 2008 a 2014 la clase proletaria vio cómo sus condiciones de vida caían drásticamente a niveles impensables sólo unos años antes. Vio también como la clase burguesa que durante décadas había lanzado la consigna del interés común, de la defensa de los intereses conjuntos de obreros y patronos, de proletarios y burgueses, se lanzaba a una campaña despiadada por hacer cargar sobre sus hombros el peso de la crisis. Y vio, por lo tanto, como los representantes políticos de esta clase burguesa no hacían otra cosa que defender sus intereses. Fue el gobierno de Zapatero (recordado ahora con nostalgia por toda la izquierda institucional) el que reformó las pensiones, redujo el salario de los funcionarios y el que vio cómo el paro se incrementaba sin parar. Y fue el posterior gobierno de Rajoy el que profundizó todas las reformas anti proletarias que a la burguesía nacional e internacional le eran indispensables. Esa fue la base de la entonces tan cacareada «crisis del bipartidismo».

Si el sistema democrático es el gran dique que la burguesía impone entre su poder político, económico y social y la clase proletaria, esto es así porque la democracia permite integrar a aquellas corrientes que dicen representar a la clase proletaria porque logran tener un predicamento y una influencia decisiva entre ella. La democracia imperialista permite, dando el acomodo político y legal, la existencia de organizaciones sindicales integrándolas prácticamente en la estructura estatal y vinculándolas a la defensa última de la economía nacional. Permite y promueve, también, a las grandes organizaciones políticas «proletarias», principalmente la socialdemocracia y el estalinismo, que después de la IIª Guerra Mundial han sido el eje principal con el que las burguesías nacionales han transmitido sus exigencias en todos los ámbitos a los proletarios. La democracia, en pocas palabras, permite integrar a una parte de los proletarios, a aquellos que pertenecen a esa «aristocracia obrera» que tiene vínculos directos con las burocracias sindicales y políticas, y a través de los cuales la burguesía difunde su política.

La «crisis del Régimen del ´78» de la que tanto se habló hace 10-15 años fue precisamente la crisis de esa representación proletaria en el orden burgués, el desgaste de las fuerzas que tradicionalmente habían servido para que la burguesía controlase al proletariado y le impusiese sus exigencias. A esto se añadió un cierto impulso a la lucha independiente entre determinados sectores del proletariado que contribuyó a mostrar un panorama político y social en crisis. Fue entonces cuando aparecieron en escena esas nuevas corrientes políticas como Podemos, Sumar, etc. Hoy que tanto se habla de oleada reaccionaria, de derechización de todos los ámbitos de la sociedad, es un buen ejercicio de memoria recordar cómo desde todas las televisiones se llamaba a los líderes de Podemos para hacer oír su opinión. Hoy cuando muchos de estos líderes ya han escrito sus biografías y han convertido aquel periodo en un episodio cuanto menos épico, conviene recordar que ellos mismos eran los niños mimados de la burguesía que requería sus servicios. Si Podemos, por poner un ejemplo, quiso definirse en aquella época como una «máquina de guerra electoral», ya entonces era evidente que podía serlo, pero que esa máquina siempre lucharía en el bando de la burguesía precisamente reactivando la lucha electoral y democrática.

El bipartidismo encontró a sus grandes valedores entre los partidos de la nueva política. En Madrid o Barcelona, gobernaron por primera vez aupados por el PSOE, por el principal partido de Estado de España, que les abrió las puertas de las alcaldías. Años después llegaron al gobierno del país. Y en todos los ámbitos en los que han estado, han dado una contribución decisiva para mantener el orden burgués, para revitalizar las ilusiones democráticas primero y para imponer sin permitir respuesta alguna todas y cada una de las exigencias que la burguesía ha puesto sobre el tapete en estos años.

Para el proletariado, el resultado de estos 10 años de «nueva política» es que la clase burguesa ha impuesto una por una todas sus necesidades, políticas y económicas mientras que cualquier intento de lucha independiente era duramente reprimido y se reforzaba y se volvía a extender la fe ciega en la democracia como sistema de cohesión social del que nada puede escapar. A medida que la tensión social remitía, también lo hacían las variantes más radicales de estas corrientes oportunistas, hasta acabar en la situación actual en la que la vieja Izquierda Unida con un traje renovado va a gobernar seguramente con el Partido Socialista.  Por eso decíamos más arriba que el resultado del pasado 23 de julio era el más conservador de los últimos tiempos, porque consolida incluso el fin de las expectativas que, de una manera u otra, pusieron algunos en el «cambio político» y liquida cualquier variante extraña al orden impuesto tras la Transición. El PSOE, verdadero ganador, ha liquidado a los partidos que fueron su bastón de apoyo hace diez años y se apoya en el viejo PCE para alcanzar el poder. Con ello da una idea clara de lo que les espera a los proletarios: las medidas tomadas a lo largo de estos últimos años marcan el camino a seguir e incluso se ha tirado al basurero a aquellas voces ridículas y estrambóticas que aún fingían querer limitar los excesos.

 

El partido de clase frente a la democracia

 

Para nosotros, que somos marxistas revolucionarios y que trabajamos en el sentido de la reconstitución del partido comunista en los términos en que ha defendido históricamente la Izquierda Comunista de Italia, la valoración de la situación política del país tiene un carácter bien definido. Con ella intentamos mostrar la situación concreta del enfrentamiento que inevitablemente existe entre las dos clases principales de la sociedad capitalista (proletariado y burguesía) pero también entre las diferentes partes de la burguesía, que inevitablemente deben luchar entre sí para mantener su cuota de control sobre el plustrabajo obtenido de la explotación del proletariado y la consiguiente fuerza política que esta trae asociada. Este enfrentamiento atraviesa a todos los países capitalistas avanzados y es el que realmente define sus características políticas y jurídicas esenciales. La forma constitucional de un país es un producto derivado de las tensiones latentes que persisten pese al equilibrio que cualquier forma jurídica pretende consolidar y es por ello que ninguna valoración que atienda a esta rigurosa jerarquía (modo de producción-clases sociales-Estado-formas políticas circunstanciales) puede dar una visión realista de la naturaleza del desarrollo de un país.

Es por este motivo que líneas de valoración de las circunstancias políticas de un país como las que trazamos en este artículo no tienen nada que ver con ningún tipo de «análisis de coyuntura». Las diferentes formas políticas que adopta un Estado y, dentro de estas, las mil variantes posibles que permite la relación de fuerzas entre las diferentes clases sociales existentes no pueden ser entendidas como algo esencial: los grandes ciclos históricos, que son los que delinean las formas políticas generales dentro de un mismo modo de producción y, por lo tanto, del dominio generalizado de una clase social, no se reafirman o contradicen por pequeñas variantes coyunturales por muy llamativas que estas sean. Tomemos por ejemplo la clásica distinción entre formas capitalistas imperialistas y pre imperialistas con que Lenin, y con él los partidos comunistas de la III Internacional no degenerada, caracterizó el desarrollo del capitalismo a partir de finales del siglo XIX. A la fase capitalista del desarrollo imperialista, que puede describirse a partir de la concentración monopolística de los medios de producción, la fusión del capital industrial y el bancario para dar lugar al financiero y la división del mundo en áreas de influencia pertenecientes a las principales potencias, le corresponde la forma político-social fascista. Esto no quiere decir, como es sabido, que el imperialismo niegue las formas políticas democráticas características de tiempos anteriores  sino que la estructura política fascista, bien desarrollada en Italia o Alemania en el periodo de entreguerras, se ensambla con estas permitiendo modelar el Estado burgués de acuerdo a las necesidades que la fase imperialista del desarrollo le impone tanto en lo referido a la lucha contra la clase proletaria como a la lucha entre facciones burguesas de un mismo país o entre burguesías nacionales enfrentadas. Así, la integración de los antiguos sindicatos de clase en la estructura estatal, la supresión de buena parte de las libertades democráticas que quedan supeditadas a la regulación estatal, la intervención constitucionalmente prevista del Estado en la economía nacional, etc. son características de esta forma fascista que las potencias vencedoras en la IIª Guerra Mundial desarrollaron dentro de sus regímenes democráticos exactamente igual que lo hicieron la Alemania de Hitler o la Italia de Mussolini. Esta afirmación general de que la forma fascista es la que define a las potencias imperialistas desde hace décadas, no implica que no existan numerosas variantes tanto en lo referido a regímenes políticos como a formas particulares de estos. Pero lo esencial permanece inmutable y sólo un brusco cambio en las relaciones entre la clase burguesa y la proletaria puede llevar a que varíe.

Las fases del desarrollo capitalista, no son susceptibles de entenderse mediante el «análisis de coyuntura», un método que sustituyó en la Internacional Comunista en fase de degeneración a los balances dialécticos que sí obedecen al método de trabajo marxista.  Pero los cambios que puede sufrir un país como España en el arco de diez o quince años, tampoco pueden ser comprendidos mediante este tipo de análisis porque lo esencial de los términos en que se desarrolla el dominio burgués no cambia, no es coyuntural y las expresiones más o menos accesorias de este no tienen otra importancia que la de remitir a la naturaleza de dicho dominio, el de ser expresiones particulares que no pueden contravenir (ni entenderse sin) la perspectiva de un desarrollo general.

Los lectores habituales de nuestra prensa saben que todos los artículos y editoriales que nuestra corriente dedica a las vicisitudes particulares de un país concreto, sea este Italia, España, Francia o cualquier otro, tienen un único sentido: evidenciar cómo las formas particulares que adopta la dictadura burguesa sobre la sociedad remiten siempre a la naturaleza invariante de esta dictadura, la explican... y que por eso las intentamos describir mostrando la dialéctica interna que domina sus cambios, no porque consideremos, de ninguna manera, que en estos cambios resida ningún tipo de verdad oculta.

Nuestra corriente, la Izquierda Comunista de Italia, ha combatido siempre la democracia como método de gobierno preferido por la clase burguesa, sea en su forma liberal primigenia sea en su versión fascistizada (o blindada por utilizar un término algo más preciso). La crisis capitalista de 2008-2012 supuso un refuerzo de la ilusión democrática entre los proletarios. Durante aquellos años, lejos de ver la ruptura con las concesiones a la colaboración entre clases que está en el centro del sistema democrático, se constató una exitosa ofensiva burguesa sobre el terreno de la recuperación para el juego electoral de las tensiones sociales que se acumulaban como consecuencia de la debacle económica. Durante todo este tiempo, todo nuestro trabajo (que hemos desarrollado con unas fuerzas numéricamente reducidas pero teórica y políticamente coherentes) ha ido dirigido a mostrar que la democracia, la confianza en que la clase burguesa y la clase proletaria pueden convivir en un régimen político supuestamente beneficioso para ambas, era la piedra de toque de la reacción. Y con ello mostrábamos tanto la realidad del momento (es decir a una clase proletaria que, incluso siendo azuzada a la lucha por la necesidad económica, recaía una y otra vez en las redes de las corrientes oportunistas que les prometían un sistema liberado de impurezas, unos partidos más transparentes o un retorno a épocas de abundancia ya pasadas) como la continuidad histórica del ejercicio del dominio implacable de la burguesía, de la función de sus agentes entre el proletariado y de su objetivo único de mantener bajo control a los proletarios mientras se refuerza la capacidad para competir contra las burguesías rivales extranjeras. Frente a la «coyuntura», el marxismo defiende la invariancia porque su labor crítica va dirigida a mostrar a la clase proletaria las condiciones reales en las que puede (y debe) producirse su emancipación y, por lo tanto, a rasgar el velo de todas las ilusiones que traen los cambios superficiales y las variaciones ostentosas pero vacías que la propia burguesía ha aprendido a utilizar para reforzar su posición.

De esta posición, que explica y defiende la naturaleza del arma de la crítica marxista contra toda pretendida innovación, mejora o adecuación, se deriva otra, la referida a la crítica de las armas. Para el marxismo a la invariancia de la naturaleza del dominio burgués le corresponde la invariancia de la doctrina marxista: manteniéndose constantes las bases de la sociedad capitalista, también se mantiene constante la naturaleza de la lucha de clase proletaria, sin que ninguna «variación de coyuntura» pueda alterar los términos en los que esta se desarrolla.  De la misma manera que sobre el plano teórico niega la validez de cualquier innovación, sea a lo que sea que esta obedezca, sobre el plano de la acción del partido, tanto sobre el terreno de la intervención en la lucha inmediata del proletariado como sobre el terreno de la lucha política general (independientemente de las fuerzas de que disponga en partido, ambos terrenos siempre están abiertos, al menos en potencia, como ámbitos de actuación propia) niega la posibilidad de que ningún tipo de voluntarismo, de recurso al activismo, pueda violentar la situación, sea esta favorable (que no lo es hoy) o desfavorable (como lleva siéndolo durante décadas).

Pese a las fuerzas limitadas de que hoy dispone el partido, su trabajo se desarrolla con una diferencia sólo cuantitativa respecto a los momentos en los que tales fuerzas fueron mucho mayores. El trabajo de desarrollo teórico, de valoración política, de intervención sobre la vida y la lucha diaria de la clase proletaria (tanto en el terreno específicamente sindical como en otros) forman parte siempre, dentro de los límites posibles, de la acción del partido. Hoy, cuando vivimos un largo periodo en el que la lucha de la clase proletaria está prácticamente ausente de la escena (algo, por otro lado, novedoso para el partido de clase) es normal que el trabajo teórico ocupe un lugar mucho más destacado en el trabajo del partido, de la misma manera que en un mañana que sin duda deberá llegar, la acción de intervención política e insurreccional implicará inevitablemente la mayor parte de la actividad del partido, pero sin que el trabajo teórico sea abandonado, como demostraron Lenin y Trotsky durante la guerra civil rusa contra las guardias blancas con los trabajos sobre el renegado Kautsky y sobre el terrorismo. Si la inclemencia de estos tiempos, que no son reaccionarios sino de contrarrevolución permanente desde hace casi cien años, hiciese modificar en algo esta perspectiva del trabajo revolucionario del partido de clase eso implicaría que la contrarrevolución acabe por destruir definitivamente al partido.

Es por este motivo que, al igual que el marxismo prescribe cualquier «análisis de coyuntura» entendido en los términos que hemos expresado más arriba, veta cualquier recurso a «valoraciones estratégicas» que pretendan colocar en el centro de la acción política la voluntad, la «acción concreta» o cualquier fetiche similar. La situación no es desfavorable por falta de capacidad, por falta de un plan o algo similar… llegar a pensar esto implica aceptar como punto de partida los términos en que la burguesía plantea la realidad. Esta perspectiva es propia de las clases pequeño burguesas y es la base, el fermento, de un nuevo oportunismo (nuevo en las formas, no en el contenido) que, como siempre, aparece por la presión que la pequeña burguesía y su concepción de la realidad ejercen sobre la clase proletaria. Y, también como siempre, esta concepción tiene en el centro el recurso a la democracia (no burguesa sino «proletaria» o «popular», claro…) como método organizativo, como horizonte político, como principal recurso teórico, etc.

En la sociedad burguesa no existen los equilibrios permanentes. La misma naturaleza de la competencia capitalista enfrenta sin parar a proletarios contra burgueses, a burgueses contra burgueses y a naciones contra naciones. La paz no es duradera ni entre las naciones, como nos muestra la reciente guerra a las puertas de Europa, ni entre las clases sociales. Sea cual sea la forma en que se exprese la tendencia al desequilibrio, la crisis y la guerra, la esencia de este estará íntimamente ligada a la propia naturaleza del capitalismo. Y cuando, junto a los grandes desgarros sociales que están por venir, aparezcan de nuevo las viejas fórmulas oportunistas, la sempiterna consigna democrática, por novedosa que sea la forma que adopte, su contenido seguirá siendo el mismo y la tarea del partido de clase frente a ella, también.

 

 

Partido Comunista Internacional

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