Oriente Medio, un escenario en el que la normalidad es la guerra de todos contra todos.
Israel-Irán: una rivalidad regional de décadas que no podía sino desembocar en la guerra.
(«El proletario»; N° 36; Octubre de 2025 )
La guerra relámpago que Israel y Estados Unidos desataron contra Irán, iniciada la noche del 12 de junio pasado, ha sido bautizada como la «guerra de los 12 días», en imitación de la «guerra de los seis días» de junio de 1967, cuando Israel entró en conflicto contra la coalición árabe formada por Egipto, Siria y Jordania y, con una serie de ataques sorpresa, logró derrotar a los tres ejércitos conquistando la península del Sinaí y la Franja de Gaza (arrebatadas a Egipto), Cisjordania y Jerusalén Este (arrebatadas a Jordania) y los Altos del Golán (arrebatados a Siria). En los tratados posteriores, Israel, bajo la supervisión de Estados Unidos y Gran Bretaña, devolvió el Sinaí a Egipto, tomó el control directo de los territorios palestinos de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, y mantuvo la ocupación de los Altos del Golán, que Siria no pudo recuperar.
Pero la guerra relámpago de junio de 2025 de Israel y Estados Unidos contra Irán no obtuvo una victoria tan ostentosa, en palabras de Tel Aviv y Washington. Según muchas fuentes consideradas fiables (CNN, NYT, etc., y las propias fuentes oficiales de la inteligencia estadounidense y de la Agencia Internacional de Energía Atómica), el bombardeo masivo israelí sobre objetivos militares y de infraestructura iraníes y la intervención estadounidense contra las instalaciones de enriquecimiento nuclear de Natanz y Fordow y el centro de investigación científica de Isfahán, con nada menos que siete bombarderos B2 capaces de transportar las ya famosas bombas de 13 toneladas llamadas bunker buster (capaces de perforar la corteza terrestre a una profundidad de entre 60 y 100 metros), no han producido la destrucción total de las instalaciones de producción y enriquecimiento nuclear tan alabada por Trump y Netanyahu. Pero tampoco han provocado una reacción militar por parte del régimen iraní, más allá de sus amenazas verbales, que podría haber desencadenado otro conflicto armado que habría sumido a Irán en una crisis económica y social capaz de sacudir el propio régimen islámico y abrir, al mismo tiempo, la opción de un cambio de régimen con características más favorables a Occidente. Israel estaría más interesado que Estados Unidos en una situación de inestabilidad prolongada del régimen iraní, porque Israel sobrevive a condición de que toda la zona de Oriente Medio —como demuestran las situaciones en el Líbano, Siria e Irak— sea permanentemente inestable para poder hacer valer sus intereses específicos de miniimperialismo regional, consolidando la relación de dependencia económica, financiera y militar con Estados Unidos, para el que, por otra parte, siempre ha desempeñado el papel de gendarme regional de confianza. El poderoso lobby judío estadounidense siempre ha desempeñado un papel importante en la política exterior de Washington, tanto para los demócratas como para los republicanos, y, al igual que ayer para Obama y Biden, hoy para Trump, ninguno de ellos ha tenido nunca la intención de poner en peligro su fuerte apoyo. Sin embargo, sigue siendo un hecho que Trump, y la facción económica y financiera que representa, ven sobre todo en China al principal enemigo de hoy y de mañana, contra el que tejer una red de intereses y relaciones en todas las áreas estratégicas del mundo, en particular Europa, Oriente Medio, Indo-Pacífico, América Latina, reconsiderando también algunos países del África Sahel y del Cuerno de África para contrarrestar la penetración rusa y china.
Pero, ¿por qué Tel Aviv, sin duda con el acuerdo de Washington, ha desatado una guerra de este tipo contra Irán, desplegando la fuerza militar que Trump considera necesaria para... la paz?
La razón principal, difundida por Tel Aviv y Washington, y aceptada sin rechistar por todas las potencias de Europa occidental, era que Irán parecía estar muy cerca de fabricar la bomba atómica, lo que representaba un peligro mayor que una guerra contra Israel, las bases militares estadounidenses en Oriente Medio y los países árabes aliados de Estados Unidos (el «gran Satán», como lo llamó Jomeini). Las noticias difundidas por la propaganda belicista israelí y estadounidense se basan en los informes de la AIEA (Agencia Internacional de Energía Atómica), cuya misión oficial es supervisar el desarrollo de la energía nuclear en los países miembros de las Naciones Unidas para usos civiles; dicha agencia había documentado que Irán había logrado hasta ahora enriquecer uranio en un 60 % aproximadamente, mucho más de lo que se necesita para usos civiles, pero aún bastante lejos del 90 % necesario para usos militares, objetivo al que, sin embargo, podría haber llegado en unos años. Obviamente, como siempre ocurre con las instituciones internacionales de este tipo, en sus informes se difunde al gran público la interpretación de los datos que más conviene a las grandes potencias dotadas de armamento nuclear (1) (Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, Francia y China, signatarios del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), e India, Corea del Norte y Pakistán, que no lo han firmado, además de Israel, que nunca ha declarado oficialmente poseer armas nucleares, aunque dispone de unos noventa ojivas nucleares).
No es la primera vez que Netanyahu da la voz de alarma sobre la bomba atómica iraní. Retrocedamos unos años. En 1995, según una entrevista concedida a CBS News, Netanyahu declaraba: «Irán será capaz de producir por sí solo, sin importar nada, bombas nucleares en un plazo de tres, máximo cinco años». En 1996, en una intervención ante el Parlamento israelí, declaró que «el tiempo [para actuar contra Irán] se está agotando»; en 2006, en la red social Headline Prime, escribió: «Irán podría fabricar 25 bombas atómicas al año, lo que significa que en 10 años podría tener 250». En 2012, Netanyahu vuelve al tema y anuncia en la revista ITB Times News que «[Irán] está muy cerca. En seis meses poseerá el 90 % del uranio enriquecido con el que podrá fabricar bombas nucleares»; pasan tres años y, en 2015, vuelve a advertir: «Irán es peligroso. En pocas semanas tendrán el material necesario para crear un arsenal de bombas nucleares»; otros tres años más tarde, en 2018, entrevistado por la CNN, declara: «[En Irán] tienen la capacidad para fabricar armas nucleares en muy poco tiempo, si quisieran» (2). No hay duda de que Irán no carecía ni carece de los conocimientos técnicos necesarios, y esa es precisamente la razón por la que, en las últimas semanas, los israelíes, gracias a una red de infiltrados muy eficaz, han logrado matar en poco tiempo, además de a varios jefes militares, a varios científicos que participaban en el programa nuclear. Y ciertamente no faltaba la voluntad del régimen iraní —más allá de las conocidas declaraciones del líder supremo Jamenei, en las que proclamaba su oposición al uso de armas de destrucción masiva— de dotarse de un armamento nuclear a la altura del que ya posee Israel, por lo que, desde hacía muchos años, había puesto en marcha un programa nuclear no solo para uso civil, sino también militar, aunque este último fue interrumpido en varias ocasiones en virtud de los distintos acuerdos firmados con Estados Unidos, Rusia y Europa. Incluso desde la instauración de la República Islámica y su actitud antioccidental, el programa nuclear con fines militares se ha interrumpido, reanudado y desarrollado en varias ocasiones hasta la fecha, y las instalaciones de Natanz, Isfahán y Fordow (este último situado a más de 90 metros de profundidad bajo la montaña), que han sido el objetivo principal de los bombardeos primero israelíes y luego, sobre todo, estadounidenses con los famosos B2, lo confirman.
Pero hay una diferencia entre las iniciativas militares israelíes y las estadounidenses, tanto en lo que se refiere a la guerra contra los palestinos en Gaza y Cisjordania como a la guerra contra Irán (y contra el Líbano y Siria). Israel añade sistemáticamente a su papel de brazo armado estadounidense en Oriente Medio sus objetivos específicos de poder regional, tanto en territorio palestino como frente a los demás países de la región, empezando por los vecinos Líbano, Siria, Jordania y Egipto, con los que ha tenido continuos motivos de enfrentamiento en los últimos sesenta años. Israel está inmerso en el mundo árabe e islámico, y este hecho añade a los factores imprescindibles de la competencia burguesa y capitalista un elemento más de enfrentamiento desde el punto de vista religioso, dada la influencia secular sobre las grandes masas del islamismo contra el que el judaísmo ha luchado desde siempre. Siempre han sido los intereses económicos fundamentales de las respectivas burguesías los que han movido a los ejércitos unos contra otros; y la necesidad de ampliar la supremacía sobre los territorios económicos de la misma gran zona geopolítica —en este caso, Oriente Próximo y Oriente Medio, que comprende, además de los países ya mencionados, los países de toda la península arábiga entre el golfo Pérsico y el golfo de Omán, el mar Rojo y el golfo de Adén, Irak, Irán, Afganistán, pero también el norte de África, Chipre y Turquía— ha seguido agravando cualquier pequeño desacuerdo entre países vecinos, separados por un brazo de mar. La intervención de las potencias imperialistas, ya desde la Primera Guerra Mundial y el colapso del Imperio Otomano, no ha «pacificado» toda la zona, como decían los vencedores de 1918, sino que, más bien, ha aumentado las razones para la competencia y el enfrentamiento, llevándolas a niveles cada vez más graves y mundiales: el petróleo y las vías de comunicación entre Europa continental, el Mediterráneo y el Océano Índico han sido y siguen siendo hoy en día las razones fundamentales por las que todas las potencias capitalistas, desde los imperialismos más antiguos hasta los nuevos imperialismos y las nuevas potencias regionales, se ven empujadas a reavivar los conflictos y las guerras; cada uno de ellos quiere asegurarse al menos una porción del pastel de Oriente Medio. Si Oriente Medio siempre ha sido definido como una región atormentada, no es por un recurso periodístico, sino para subrayar un estado permanente de inestabilidad objetiva, en parte también deseada por las potencias capitalistas dominantes.
LA FUERZA RESPALDA LA DIPLOMACIA, NO AL CONTRARIO
El actual intervencionismo militar de Trump parece chocar con su propagandística política de «pacificación» de las guerras en curso. La iniciativa militar de Israel contra Teherán, en los mismos días en que la Casa Blanca estaba discutiendo con el Gobierno iraní precisamente sobre su programa nuclear, ha sorprendido en parte a los medios internacionales. Pero los intereses imperialistas estadounidenses en la zona están tan entrelazados con los intereses de la burguesía israelí que impiden a la Casa Blanca desautorizar abiertamente las iniciativas de Tel Aviv, que, por lo general, están acordadas. Y es evidente que forma parte de sus intereses mutuos no solo impedir que Irán se dote de armamento nuclear, sino también restringir al máximo la influencia que Teherán tiene y podría tener en todo Oriente Medio y Asia Central. Por lo tanto, la entrada de Estados Unidos en esta guerra relámpago contra Irán también ha tenido el papel de quitarle la iniciativa a Israel, controlar sus movimientos y subrayar la primacía de la Casa Blanca también en esta zona en la que sus intereses pueden ser atacados o simplemente cuestionados. El hecho de que el ataque militar contra Teherán tuviera o no el objetivo de poner en serios aprietos al actual régimen islámico, facilitando tarde o temprano un cambio de régimen (ya sea mediante un golpe de Estado o un levantamiento popular alimentado y dirigido específicamente, como ocurrió en Ucrania), es en cierto sentido secundario; es obvio que los imperialistas estadounidenses y las potencias occidentales preferirían tener en Teherán un régimen no tan hostil, aliado además con Rusia y en excelentes relaciones con China. Pero para derrocar el régimen islámico iraní se necesita mucho más que un ataque aéreo, por muy intenso que fuera el de aquellos famosos «12 días», en el que, por cierto, los mortíferos B2 estadounidenses con sus bombas antibúnker no lograron destruir los reactores para el enriquecimiento de uranio (mientras que el uranio enriquecido parece haber sido trasladado a otros lugares seguros antes de los bombardeos estadounidenses).
Pero, ¿se trató realmente de una guerra relámpago, un acto de fuerza que abre las puertas a acuerdos favorables a Estados Unidos? El hecho de que la breve intervención estadounidense contra las instalaciones nucleares iraníes haya detenido la intervención israelí, dando tiempo a Washington y Teherán para reanudar las conversaciones sobre el programa nuclear iraní —facilitadas en su momento por una respuesta militar iraní a los bombardeos estadounidenses con el lanzamiento de misiles contra la base estadounidense en Qatar, ampliamente anunciada en Washington y que solo causó algunos daños materiales y ningún muerto — debe considerarse como una tregua temporal, no como el comienzo de una paz en Oriente Medio que, a través de las negociaciones con Irán, podría extenderse a todos los países de la zona. Se trata siempre de paz imperialista, es decir, de una tregua en el enfrentamiento militar con Irán —enfrentamiento que la América de Trump no tiene intención de agravar ni ampliar en este momento— para dedicar sus fuerzas y sus recursos económicos, financieros y militares a otros escenarios, como el del Indo-Pacífico, del que, no por casualidad, casi ya no se habla, pero que en las estrategias imperialistas estadounidense y china cobra cada vez más importancia; un tablero que aún no tiene el potencial para emerger como el más importante en absoluto para el nuevo orden mundial, pero con el que también las demás potencias imperialistas se ven obligadas, y tienen interés, en medirse.
Por otra parte, todas las guerras desencadenadas hasta ahora y, en cierto modo, terminadas, no solo han servido para contrarrestar temporalmente las crisis económicas que atormentan continuamente a los países capitalistas avanzados, sino también para poner a prueba nuevas estrategias y técnicas militares, nuevas políticas de alianza y de confrontación, y para sondear la resistencia o el debilitamiento de las viejas alianzas y tratados interestatales y sentar las bases para nuevas alianzas. Crisis que las propias superpotencias son incapaces de controlar, no por falta de voluntad «política» por su parte, sino debido a contradicciones económicas estructurales que ningún régimen burgués tiene la posibilidad de prevenir y resolver de una vez por todas. Y el atormentado Oriente Medio es un escenario en el que los regímenes burgueses han dado y siguen dando ejemplo de cómo el capitalismo, una vez que ha logrado desarrollarse en sus formas más modernas y ha llegado a constituir la base de Estados que no pueden sino estar al servicio de los intereses del gran capital, de los grandes monopolios y, por lo tanto, del imperialismo— no tiene otra salida que las clásicas ya definidas por el marxismo revolucionario: explotación cada vez más intensa de la fuerza de trabajo asalariada, mayor opresión de las poblaciones más débiles por parte de los Estados más fuertes económica y militarmente, mayor necesidad de dominación por parte de los Estados más fuertes para asegurarse territorios económicos cada vez más vastos y rentables desde el punto de vista capitalista, contradicciones cada vez mayores y más agudas, tanto desde el punto de vista económico como social, aumento de los factores de enfrentamiento político y militar entre los diferentes países y los diferentes bloques militares, mayor recurso a la guerra para combatir el inexorable aumento de la sobreproducción tanto de mercancías como de capitales e imponer un nuevo orden tanto regional como mundial.
LA GUERRA IRAQ-IRÁN DE LOS AÑOS 80: EJEMPLO DE UNA FALSA GUERRA RELÁMPAGO Y DE UN CAOS PERMANENTE REAL
Irán ya había sido arrastrado a una guerra, cuarenta y cinco años antes, a raíz de antiguos conflictos con Irak relacionados con Shat al-‘Arab. En 1980, poco más de un año después del derrocamiento del régimen del Sha y del establecimiento de la república islámica en Teherán, Irak, apoyado por la URSS, invadió la provincia iraní de Juzestán (rica en petróleo y habitada por árabes), desencadenando contra Irán una guerra (llamada Guerra del Golfo) por el control del Shatt al-Arab, el río que nace de la confluencia del Tigris y el Éufrates y desemboca en el Golfo Pérsico; una guerra que, según las intenciones de Saddam Hussein, debía ser breve, relámpago, pero que, en cambio, resultó ser particularmente larga y sangrienta (terminó en 1988 con una matanza que, según las fuentes, parece haber causado más de un millón de muertos por cada bando); una guerra «a la antigua usanza», «de trincheras», pero que al final no cambió las fronteras anteriores a la guerra, constituyendo así, inevitablemente, un factor permanente de conflicto entre los dos países que, tarde o temprano, puede desembocar de nuevo en la guerra (3). Dada su posición estratégica, sobre todo por el paso de los petroleros que, tras atravesar el estrecho de Ormuz, se dirigen tanto al este, a través del océano Índico, como al oeste, a través del mar Rojo y el canal de Suez, se entiende por qué las potencias imperialistas, empezando por la URSS y los Estados Unidos, estaban particularmente interesadas en apoyar a uno u otro país, tanto militar como política y económicamente, según el curso de la guerra y la diversificación de los intereses contingentes de unos y otros. A pesar de la sangrienta guerra desencadenada por Irak, el régimen jomeinista no se tambaleó, sino que logró compactar a la población hasta tal punto que incluso reclutó a niños a partir de los 6 años y se ganó el apoyo de toda la población a pesar de la profunda crisis económica en la que se había sumido. El régimen jomeinista también logró obtener el apoyo del partido opositor más fuerte de Irán, el partido nacional-comunista Tudeh («Partido de las Masas»). Esta cohesión popular en torno a la «defensa de la patria», característica en general de los países democráticos en su lucha contra los «totalitarismos», resultó ser un aglutinante muy eficaz, sobre todo porque estaba impregnada de confesionalismo, en este caso islámico. Más allá de las diferencias entre chiismo y sunismo, el control religioso, reforzado con el tiempo y transformado en lucha política, se ha convertido en un arma en manos de los clanes y las familias que ejercen el poder económico, político y cultural en determinados territorios. En parte, la propia pertenencia religiosa ha facilitado y facilita la alianza, incluso política, entre países, comunidades y clanes, pero no es algo automático. Por ejemplo, el apoyo de Teherán al régimen de al-Assad en Damasco no tiene nada que ver con la pertenencia de ambos al islam y con algunas especificidades del chiismo. En realidad, el chiismo iraní y el alauismo de los al-Assad tienen muchas diferencias en la concepción de la práctica religiosa: por ejemplo, los alauitas no tienen mezquitas, la República Islámica de Irán y los ayatolás no tenían nada en común con la Siria laica, supuestamente «socialista» y en la que se habían impuesto los alauitas, pero sí tiene que ver con el hecho de que, a través de los pasdaran iraníes acogidos por Siria en el valle de la Bekaa, Teherán podía apoyar a las milicias de Hezbolá en el Líbano, dominado por cristianos maronitas, suníes y ortodoxos griegos, extendiendo así su influencia política y religiosa.
Como en toda guerra, los negocios relacionados con el suministro militar se desarrollan a gran velocidad y siempre afectan a ambos bandos beligerantes. Irak contaba sobre todo con la URSS y los países árabes del Golfo, intimidados por el contagio de la revolución islámica jomeinista, y con el suministro de armas también por parte de Italia, Francia y Gran Bretaña. Irán, a pesar del jomeinismo, que consideraba a Estados Unidos como el «gran Satán», podía contar con las relaciones establecidas con Washington para resolver la llamada «crisis de los rehenes» estadounidenses capturados en el asalto a la embajada estadounidense en Teherán durante la «revolución islámica», pero sobre todo en Israel, que quería contrarrestar por todos los medios el fortalecimiento de Irak de Saddam Hussein en la región y que, durante los años de la guerra contra Irak, suministró a Teherán armas y municiones por valor de varios miles de millones de dólares; huelga decir que cuando se habla de Israel no se puede olvidar a su padrino multimillonario, los Estados Unidos de América.
Las iniciativas militares de Israel contra Irán, que comenzaron con el intento de eliminar la capacidad militar de Hezbolá, destruir Hamás y atacar a los hutíes yemeníes que habían tomado partido a su lado, continuaron en paralelo a la operación de arrasar la Franja de Gaza, diezmando a la población allí atrapada, reocupando por enésima vez el sur del Líbano, ampliando la ocupación del Golán (con el pretexto de defender a los drusos que allí viven) y amenazar con incursiones militares en toda la zona en caso de que otros países u otras milicias reaccionaran militarmente contra Tel Aviv. En repetidas ocasiones, los medios de comunicación se han preguntado cómo es posible que Israel, un país de casi 10 millones de habitantes, no tema enfrentarse a un Irán que cuenta con 90 millones de habitantes. Evidentemente, no es solo una cuestión de números. Israel, aunque se constituyó como Estado independiente de forma artificial, con un fuerte apoyo político, económico y militar, inicialmente por parte de Gran Bretaña y posteriormente por parte de Estados Unidos, y en un territorio en el que podía contar con antiguos orígenes étnicos y religiosos y con la debilidad estructural de la economía tanto palestina como de todos los demás países árabes —, en el transcurso de veinte años se ha desarrollado y estructurado económicamente como una verdadera potencia capitalista moderna en el corazón de una vasta zona caracterizada por un desarrollo laborioso, lento y extremadamente contradictorio del modo de producción capitalista, dedicada más a la pequeña y mediana agricultura que a la industria y dominada por estructuras políticas extremadamente estratificadas, de clanes y tribus. La burguesía israelí no ha necesitado hacer una revolución política para derrocar el dominio feudal y el despotismo asiático para que el capitalismo «ya presente» pudiera expandirse con todo su poder, como ocurrió en Europa en el transcurso de unos siglos; el capitalismo moderno fue importado e impuesto en Palestina, con todos sus horrores y su potencial económico, directamente por la burguesía judía procedente de Europa y América. En cierto sentido, en Palestina ocurrió, en parte, lo que había ocurrido en América: el capitalismo más desarrollado de Europa se implantó en América sin tener que pasar por una revolución antifeudal; en Palestina y en Oriente Medio, el capitalismo ya estaba presente gracias a la colonización francesa y británica, desarrollándose especialmente —como en todas las colonias dominadas por las potencias colonizadoras europeas— en aquellos sectores (puertos, minas, pozos petrolíferos, etc.) que más interesaban a las potencias colonizadoras desde el punto de vista del fortalecimiento de su dominio sobre los mercados internacionales. Lo que faltaba era una gran masa de proletarios, de trabajadores asalariados que pudieran ser explotados a pleno rendimiento con el fin de valorizar cada vez más el capital invertido. E Israel, en cierto sentido, marcó el camino en todo Oriente Medio, transformando a las masas campesinas palestinas en proletarios puros, despojándolas de todo, de sus parcelas de tierra, de sus casas y de sus minúsculas relaciones comerciales. Y faltaba un Estado fuertemente centralizado, sostenido por una población unida por profundos lazos religiosos y sociales, económicamente evolucionada y dispuesta a desempeñar el papel de gendarme en nombre del imperialismo occidental a cambio de un espacio vital, un territorio que arrebatar a la población sedentaria en el que implantar, precisamente, un Estado que no podía ser más que «una criatura del capital financiero» (4), creado expresamente como baluarte del imperialismo occidental, primero británico y luego estadounidense, contra las explosiones sociales de la ira de las masas explotadas en Palestina, en Oriente Medio y en África, y contra los intentos de penetración y expansión del imperialismo ruso en el tablero de ajedrez de Oriente Medio (y hoy, podemos añadir, del imperialismo chino, dadas las relaciones cada vez más estrechas entre Pekín y Teherán).
DE GUERRA EN GUERRA, LA «PAZ» SE CONVIERTE EN UNA TREGUA NECESARIA PARA REANUDAR LA GUERRA CON MÁS FUERZA Y DECISIÓN
En realidad, como hemos subrayado muchas veces, la paz que impone el imperialismo no es más que una tregua entre una guerra y la siguiente, independientemente de que la guerra se desate en las mismas zonas temporalmente «pacificadas» o en otras. El propio desarrollo del imperialismo como política de poder por parte de los Estados capitalistas más desarrollados, tanto económica como militarmente, exige que la política de conquista de nuevos mercados para sus mercancías y sus capitales, o de desarrollo de los mercados ya dominados, utilice todos los medios a su alcance para alcanzar los objetivos previstos y, en buena medida, necesarios para que se mantenga, defendida y, naturalmente, aumentada. Los medios no han cambiado con el tiempo: son políticos, diplomáticos, económicos, financieros y militares. Y no siempre el medio militar es el último en utilizarse. Es más, con el paso de los años y con la acumulación de factores de crisis inherentes al propio modo de producción capitalista, la política imperialista tiende a utilizar el medio militar no solo después de haber intentado todos los demás medios, sino simultáneamente o incluso antes que todos los demás, dependiendo de la gravedad de la crisis que atraviese tal o cual Estado imperialista.
El ejemplo de Israel es emblemático. Desde su constitución como entidad estatal en 1948, el enfrentamiento militar con la población palestina y con los Estados árabes de Oriente Medio se ha convertido en una necesidad de supervivencia desde todos los puntos de vista: desde la tierra sobre la que construir su propio Estado hasta el dominio político, económico y militar sobre la población palestina, a la que arrebatar sistemáticamente cada vez más territorios. La política de expansión de la burguesía israelí en detrimento de los intereses de la burguesía palestina y de los intereses de los campesinos y proletarios palestinos coincidía con la política de las grandes potencias imperialistas y de los países petroleros de la región que, de vez en cuando, entraban en escena para promover sus intereses específicos, ahora a favor de los israelíes, ahora a favor de los palestinos. Fue el caso de Rusia, además de Gran Bretaña y, más tarde, de Estados Unidos y, posteriormente, también de Arabia Saudí y otros países del Golfo. El imperialismo es la política que adopta el capitalismo más desarrollado para engrandecer su poder en detrimento de los países más atrasados y débiles; es, al mismo tiempo, la política de la fase histórica en la que el capitalismo ha desarrollado hasta tal punto el capital financiero que ha sometido al capital industrial y agrícola a sus específicas necesidades de desarrollo. Ya no se trata solo de producir más mercancías a menor coste y conquistar mercados gracias a una potencia productiva más barata que la de los competidores, sino de desarrollar cada vez más la parte financiera del capital mediante la constitución de monopolios cada vez más grandes y capaces de imponer en los distintos mercados sus intereses comerciales, industriales y financieros. El capital financiero necesita ser invertido —desarrollando el crédito que, a su vez, genera deuda por parte de quienes se benefician inicialmente de él— y obtener un rendimiento en términos de ganancias y beneficios a la altura de los objetivos fijados. Esta circulación de dinero, de capital financiero, cada vez más vertiginosa y planetaria, no puede contar con un motor infinito. No solo las mercancías, sino también los capitales entran en competencia entre sí, acabando en una espiral cada vez más amplia e imparable, hasta provocar inevitablemente situaciones en las que la destrucción de mercancías y capitales se convierte en la conclusión «necesaria» para que se supere la crisis que atasca el mecanismo que produce beneficios y se reinicie el sistema capitalista general. ¿Y qué hay más destructivo que la guerra?
El imperialismo, que no es una forma de producción diferente, sino la política del capitalismo más desarrollada y monopolista, se caracteriza por la tendencia a destruir todo lo que obstaculiza su desarrollo y a oprimir cada vez más todo lo que consigue dominar. El capitalismo, por otra parte, está representado políticamente por la clase burguesa, que es una clase nacional y nacionalista por el simple hecho de que sus privilegios e intereses de clase dominante pueden defenderse con mayor fuerza si coinciden con los territorios en los que se han constituido los Estados: a cada Estado le corresponde un territorio con fronteras definidas dentro de las cuales ejercer el dominio directo sobre sus recursos naturales, sus poblaciones y, sobre todo, su fuerza de trabajo, la masa del proletariado, los trabajadores asalariados de cuya explotación la burguesía extorsiona lo que realmente la enriquece, la plusvalía, es decir, la valorización del capital: cuanto más aumenta la cuota de plusvalía en la jornada laboral del trabajador asalariado, más se valoriza el capital invertido en la producción y la distribución, y más aumenta la parte del capital que se transforma en capital financiero. El capitalismo, desde su nacimiento, se ha desarrollado en pocos siglos de manera impresionante, sometiendo a todo el planeta, incluso a los lugares más recónditos, a las leyes de su economía.
Al mismo tiempo, el desarrollo económico capitalista conlleva el desarrollo de las contradicciones que le son inherentes, aumentando también su fuerza destructiva, que desde hace más de cien años tiene como escenario el mundo entero. Por eso, las contradicciones que estallan en un país o en una zona geoeconómica tienen consecuencias, directas e indirectas, en todos los demás países y en todas las demás zonas. Hay zonas, como Oriente Medio, que, por toda una serie de razones históricas, económicas y políticas, irradian las consecuencias de sus contradicciones y crisis a todo el tablero internacional, involucrando obligatoriamente a todas las grandes potencias imperialistas, las cuales, a través de sus intervenciones directas, su falta de intervención directa o su apoyo «externo» a tal país o a tal coalición de países, determinan el nivel de agravamiento de las situaciones.
En los últimos años, el convulso Oriente Medio ha visto cómo su crisis se cruzaba con la estallada en Ucrania, es decir, con una crisis que ha golpeado por segunda vez, tras la antigua Yugoslavia, a Europa del Este; una crisis que se venía gestando desde hacía muchos años, en realidad desde el colapso de la URSS y la aparición del nuevo desorden mundial creado con este colapso. Hemos escrito mucho sobre Ucrania, por lo que no volveremos sobre ello aquí y remitimos a los lectores a los numerosos artículos dedicados a la guerra ruso-ucraniana, una guerra que no está terminando, a pesar de las declaraciones que Trump hizo durante la campaña electoral para las presidenciales estadounidenses y en los primeros meses de su Administración. El hecho es que, aunque se sigue prestando mucha atención a la situación creada en Oriente Medio en los últimos años, y aunque se cuenta con un Israel siempre muy activo en la lucha contra las iniciativas de las milicias de Hezbolá en el Líbano, de Hamás en Gaza, de los hutíes en Yemen o de los sirios, sin olvidar a los palestinos de Cisjordania contra los que siempre se ha movilizado, protegiendo a sus colonos, la Administración Trump tiende a calibrar de manera diferente las intervenciones en Ucrania y las relativas a la guerra que Israel está librando contra los palestinos en Gaza y Cisjordania. Para Trump no se trata en absoluto de retirarse completamente del escenario ruso-ucraniano, ni mucho menos del medio-oriental, sino de seguir haciendo que la Ucrania de Zelensky y el Israel de Netanyahu libren «guerras por poder» de las que obtener ventajas económicas, políticas y militares pagando un precio muy inferior al que ha pagado la Administración Biden. En cuanto a Gaza, sigue en pie el proyecto de convertirla en una ribera turística para ricos con la deportación de la mayor parte de los palestinos de Gaza a otros países; mientras tanto, Israel sigue arrasando lo poco que queda en pie de Gaza y exterminando a la población, sobre todo mujeres, niños y ancianos, tanto con el bombardeo de los campos de refugiados como dejándolos morir de hambre, sed y enfermedades. Esta inmensa tragedia se está consumando con la complicidad de las cancillerías de Europa, Rusia, China y cualquier otro gran país del mundo, lo que demuestra que a las clases dominantes burguesas solo les importa el destino de pueblos enteros si con su intervención pueden obtener ventajas concretas, ya sean inmediatas o futuras. La diferencia de actitud de los distintos imperialismos hacia los palestinos y Ucrania radica en el hecho de que la Ucrania que saldrá de la guerra actual, país de antigua industrialización que puede renacer de la destrucción, no solo representa un posible baluarte contra las posibles ambiciones que Rusia podría tener, en el futuro, sobre otros países de Europa del Este, sino un gran negocio real para muchas multinacionales estadounidenses y europeas, y no solo en el sector armamentístico, mientras que Gaza y Cisjordania constituyen una especie de enclave dentro del Estado de Israel sobre el que el muy occidental Israel tiene sus propias pretensiones de anexión y de las que no tiene intención de retirarse. Israel es demasiado útil a los imperialistas estadounidenses y europeos como gendarme de sus intereses en Oriente Medio como para sofocar sus ambiciones; tanto más cuanto que el terrorismo que Israel difunde por todo el mundo medioriental sirve para mantener oprimidas a las masas proletarias de todos los países de la región, impidiéndoles organizarse de forma independiente tras las revueltas con las que reaccionan periódicamente a las condiciones de vida y de trabajo intolerables. A diferencia de los países petroleros de la región, que al no disponer de la masa de mano de obra autóctona necesaria, deben procurársela no solo en los países de Oriente Medio, sino también en otros países asiáticos muy lejanos (India, Pakistán, Bangladesh, China, Filipinas, Tailandia, Afganistán), Israel ha reducido a la gran mayoría de los palestinos a proletarios a su disposición que, si quieren sobrevivir, no solo deben someterse a la represión sistemática de Tel Aviv, sino que se ven obligados a trabajar con salarios de miseria, sin la seguridad social prevista para los proletarios judíos mejor pagados.
Contra la retórica y la ilusión de los «dos Estados para dos pueblos», propagada durante décadas por todos los altavoces de la diplomacia internacional que habrían favorecido la constitución del Estado de Palestina después de la del Estado de Israel, la dinámica real de los movimientos nacional-burgueses tanto palestinos como de todos los demás Estados árabes existentes se ha encargado de echar por tierra una perspectiva que solo un gran y fuerte movimiento proletario internacional —como en los primeros años de la Internacional Comunista— podría haber sostenido, involucrando a los proletarios de los Estados capitalistas avanzados de Europa (colonizadores de todo Oriente Medio) en el apoyo a movimientos burgueses, pero nacionalrevolucionarios y, por lo tanto, decididamente anticolonialistas, empujados a la lucha por su autodeterminación. Esa cita histórica que podría haber unido la fuerza del movimiento comunista proletario ruso y europeo con la fuerza de los movimientos nacional-revolucionarios de Asia —como en la gran perspectiva de la Internacional Comunista — se perdió sobre todo por la degeneración del partido bolchevique y de la IC que, con el estalinismo, anuló trágicamente toda posibilidad de que el movimiento proletario internacional aprovechara la victoriosa revolución de octubre de 1917, utilizando al mismo tiempo la fuerza de los movimientos nacional-revolucionarios burgueses para debilitar el frente de los imperialismos. China, entre 1925 y 1927, será el escenario en el que el estalinismo dará el golpe de gracia al movimiento proletario internacional y a los propios movimientos nacional-revolucionarios burgueses. En el atrasado Oriente Medio de los años treinta del siglo pasado, la implantación del capitalismo en Palestina por parte del sionismo no podía sino seguir el cínico y violento guion de un capitalismo y una burguesía que tenían prisa por alcanzar el éxito, lo que sólo podía lograrse mediante una auténtica guerra económica y social contra las masas palestinas. Así lo demostraron los levantamientos sociales contra los terratenientes palestinos y contra los colonizadores ingleses y sionistas por parte de las masas campesinas y del embrión de una clase obrera concentrada sobre todo en los puertos y en la refinería de petróleo de Haifa, entre 1921 y 1925, y de nuevo en 1929 y en 1933, que culminaron en 1936 con una poderosa huelga general urbana que duró seis meses: esta excepcional vitalidad de las masas explotadas de Palestina se vio sin embargo abocada al fracaso, sobre todo por la ausencia en Europa de un movimiento revolucionario proletario que apoyara la revolución palestina y por la contrarrevolución estalinista que abandonó en Palestina, como anteriormente en China y en todas partes del mundo, a las masas proletarias a merced de los contrarrevolucionarios y de la represión burguesa (5). La historia de Israel está marcada por continuas oleadas de expropiación que, desde 1948, no han cesado y continúan, con una violencia nunca antes vista, ante nuestros ojos en Gaza, con el beneplácito de todas, ninguna excluida, las potencias capitalistas del mundo, a pesar de no ser Hamás, y mucho menos la ANP, representantes de un movimiento revolucionario de signo proletario; porque es a un movimiento revolucionario del que el proletariado árabe podría, en un momento dado, ser protagonista, al que temen la burguesía israelí, palestina y de todos los demás Estados de la región. Al igual que en el quinquenio 1921-1936, el proletariado agrícola e industrial, no solo palestino, sino también libanés, sirio, iraquí y egipcio, al rebelarse contra las condiciones inhumanas en las que ha sido sumido y en las que es mantenido por un capitalismo vampírico y nunca saciado —no importa si con petrodólares o dólares estadounidenses— podría hallar la fuerza para oponerse a las continuas guerras de saqueo y a la inevitable y temporal «paz» que las clases privilegiadas de todos los países negociarían con los imperialismos, para poner finalmente en la agenda la lucha de clases y la revolución anticapitalista. Por muy lejano que esté ese momento, es lo que temen todas las burguesías, imperialistas o no, y lo que intentan por todos los medios posponer el mayor tiempo posible.
IRÁN: ENTRE LAS RELACIONES INTERNACIONALES QUE SE OPONEN A ESTADOS UNIDOS (CON LOS BRICS) Y EL INTERÉS EN CALMAR EL CONFLICTO CON ESTADOS UNIDOS
Este panorama también está muy presente en Irán, situado como está en una zona geohistórica destinada a sufrir continuamente terremotos económicos, sociales, políticos y militares a cuya contaminación no es posible escapar. Por otra parte, Irán está situado, como escribíamos en 1979 (6), «en las rutas asiáticas de Rusia» y, por lo tanto, su destino está más que nunca «ligado al de la propia Rusia, tanto por razones sociales como estratégicas». Lo recordaba el propio Lenin cuando hablaba del «despertar de Asia» (7), debido tanto al desarrollo del capitalismo mundial como al movimiento ruso de 1905, no solo por las colonias, sino también por las semicolonias como China, Turquía y Persia. Los acontecimientos relacionados con la contrarrevolución victoriosa frente a la revolución de octubre de 1917 no favorecieron el liderazgo del proletariado revolucionario internacional sobre el movimiento social naciente en Irán; por el contrario, favorecieron al imperialismo, que convirtió a Irán en «un puesto avanzado de su cordón sanitario contrarrevolucionario» y, al mismo tiempo, gracias a la producción petrolera, en el objeto de la «revolución capitalista desde arriba», una «revolución» que debía hacerse «desde arriba», al estilo cosaco, como se decía en aquella época, antes de que se hiciera «desde abajo».
¿Qué peso tiene Irán en el mundo?
Su riqueza en materias primas (sobre todo petróleo y gas natural), indispensables para la industria capitalista de cualquier país, le proporciona un potencial para crecer económicamente muy rápidamente, pero las sanciones de Estados Unidos y los países europeos, que le afectan desde la victoria de la llamada «revolución islámica» de 1979, que derrocó el régimen del Sha e instauró el régimen islámico de los ayatolás, y el consiguiente aislamiento internacional, han frenado y retrasado en parte el desarrollo industrial del país, haciendo que su potencial económico y financiero dependa casi exclusivamente de la exportación de petróleo y gas natural. No obstante, desde el punto de vista del PIB, Irán ocupa el puesto 18 en la clasificación mundial; es el tercer país del mundo en reservas de petróleo y el segundo en reservas de gas natural (datos de la OPEP de 2022); está entre los diez primeros productores de petróleo del mundo (y su producción, cuyos costes por barril se encuentran entre los más bajos, alcanzó en 2024 su punto más alto de los últimos 46 años, superando los 900 000 barriles diarios); es el tercer productor de gas del mundo, después de Rusia y Estados Unidos. Naturalmente, dadas las sanciones estadounidenses, la exportación de petróleo iraní ha recibido en los últimos 40 años un golpe considerable si se compara con 1978, cuando aún estaba en pie el régimen del Sha (en aquel momento producía más de 5 millones de barriles al día); pero últimamente ha vuelto a producir, por ejemplo, en 2024, 4,3 millones de barriles de crudo diarios, más 725 000 barriles al día de otros productos líquidos, lo que supone un total de 5,1 millones de barriles al día. Por lo tanto, se ha recuperado mucho con respecto a años anteriores, siguiéndo siendo un gran productor y exportador de petróleo, gracias también a China, que importa el 90 %. En realidad, las sanciones, eludidas de mil maneras tanto por Irán como por China, siguen siendo en su mayor parte teóricas, al igual que en el caso de Rusia. Un dato que permite comprender el valor de las sanciones contra el petróleo iraní: en 2024, las exportaciones energéticas iraníes alcanzaron la cifra récord de 78 000 millones de dólares, frente a los 18 000 millones de 2020 (8).
En 2019, en el artículo: «¿Se está preparando el imperialismo estadounidense para una guerra con Irán? (9), retomábamos una afirmación del periódico de la Confindustria italiana «Il Sole-24 Ore» que, ante la política «antiiraní» de Trump (iniciada en mayo de 2018 con la retirada de EE. UU. del tratado internacional sobre proliferación nuclear, firmado en su momento por Obama junto con el Consejo de Seguridad de la ONU, es decir, con China, Rusia, Francia y Gran Bretaña, a los que se sumaron Alemania, la Unión Europea e Irán), afirmaba que Irán se estaba convirtiendo de nuevo en un casus belli para todas las potencias imperialistas directamente interesadas en Oriente Medio y para las potencias regionales que son aliadas o intermediarias de las potencias imperialistas en defensa de intereses recíprocos, entrelazados o contrapuestos con ellas. Es bien sabido que Irán, tanto en la época del régimen del Sha Reza Pahlevi (bajo la tutela de Washington hasta su caída), como en la época del régimen confesional de los ayatolás chiítas, desde Jomeini hasta el actual Jamenei (desde la revuelta popular de carácter islámico de 1979, fundamentalmente antiamericana, pero dispuesta a una «tregua» en el ámbito nuclear), siempre se ha presentado como potencia regional. La caída del Sha desplazó a Irán del eje imperialista aliado con Estados Unidos hacia acuerdos con Rusia y China.
El casus belli, por lo tanto, estaría representado por el desplazamiento de Irán de la zona de influencia angloamericana en la que, antes que Israel, tenía el papel de gendarme del Occidente imperialista en Oriente Medio, una de las zonas más críticas y estratégicas del planeta, a la zona de influencia ruso-china que, además de constituir una sustracción significativa de un estratégico puesto avanzado imperialista occidental, podría desempeñar el papel de un valioso punto de apoyo para una defensa más sólida de las fronteras meridionales rusas y de salida al Océano Índico, así como para la penetración del imperialismo chino no solo en Oriente Medio, sino también hacia Europa y África. El imperialismo ruso, ya presente en Oriente Medio gracias a la Siria del clan al-Assad, del que había obtenido la concesión de dos importantes bases militares en el Mediterráneo, una naval (en Tartus) y otra aérea (en Hmeimim, cerca de la ciudad portuaria de Latakia), con el colapso del régimen de los al-Assad (alauita, por lo tanto chiíta) en diciembre de 2024 y la instauración del régimen islámico suní de al-Shara’ (al-Jolani era su nombre de batalla), se ha visto en una situación muy difícil, dado su apoyo decenal a los al-Asad y a Irán. Pero el pragmatismo de al-Sahara’, demostrado desde los primeros pasos del nuevo régimen, le ha permitido hasta ahora mantener abiertas todas las opciones posibles: con Rusia en el frente de las bases militares de Tartus y Hmeimim, para cuyo eventual acuerdo de concesión adicional, al-Sahara’ pide a Moscú una contribución sustancial de miles de millones de dólares para la reparación de la guerra sostenida contra al-Assad; con Turquía, que lo ha apoyado en la guerra contra al-Assad y con la que tiene interés en llegar a un acuerdo con respecto a las milicias kurdo-sirias que han sido incorporadas al nuevo ejército sirio; con Estados Unidos y Arabia Saudí, para conseguir una reducción, si no la cancelación, de las sanciones existentes hasta ahora contra la Siria de al-Assad y para reanudar las relaciones económicas y comerciales recíprocas; con Israel, que desde 1967 ocupa una buena parte de los Altos del Golán y aspira a ocuparlos en su totalidad, pero con el que no tiene intención ni fuerza para sostener un conflicto armado.
Pues bien, lo que Irán también ha aprendido de las grandes potencias mundiales es a hacer que otros (Estados o milicias especialmente apoyadas), cuando tiene la oportunidad, libren una guerra por poder en defensa de sus intereses nacionales, como ha ocurrido con la Siria de al-Assad, Hezbolá en el Líbano (apoyado en la guerra contra Israel), los hutíes en Yemen (apoyados en la guerra contra Arabia Saudí) y Hamás en Gaza (también contra Israel). Por el contrario, no tiene ningún interés en un enfrentamiento directo con Estados Unidos, para lo cual, entre otras cosas, no podría contar con el apoyo militar ni de Rusia ni de China; con estas dos potencias ha establecido excelentes relaciones comerciales y políticas, en particular con China, pero son potencias que tampoco tienen interés en enfrentarse militarmente con Estados Unidos. Rusia, por su parte, sobre todo con la llegada de Trump a la presidencia estadounidense -más allá del teatro que Trump y Putin, de vez en cuando, con respecto a la guerra con Ucrania, montan ahora uno y ahora otro declarando su mutuo descontento-, si bien mantiene su objetivo de anexionar las provincias rusófonas del sudeste de Ucrania, siempre ha tratado de obtener de Estados Unidos un reconocimiento internacional que vaya más allá del inevitable acuerdo sobre la proliferación nuclear en el ámbito militar. Rusia, al salir del colapso de su imperio en 1989-91, no ha tenido la fuerza para oponerse con dureza al avance de Estados Unidos en Europa del Este y a la incorporación a la OTAN, en el plazo de veinte años, de casi todos los antiguos satélites de la Rusia estalinista; años en los que el suministro de petróleo y gas a las potencias de Europa occidental, sobre todo a Alemania, a precios competitivos permitió a Moscú participar de una parte vital de la economía mundial y utilizar el capital acumulado no sólo para el desarrollo económico interno, sino también para sostener su política imperialista en Oriente Medio, África, el Cáucaso y Asia Central. Pero cuando los estadounidenses y los británicos pusieron a Ucrania en sus objetivos inmediatos (políticos y militares), Moscú no pudo sino reaccionar: dejarlo pasar habría significado abandonar por completo la defensa de sus fronteras y de su economía —y, por tanto, de su fuerza— en manos de su principal competidor imperialista. Entonces, la guerra contra Ucrania, que se estaba deslizando rápidamente hacia los brazos de la OTAN, si aún podía evitarse como un enfrentamiento directo contra la OTAN, y por lo tanto contra los Estados Unidos (Ucrania no formaba ni forma parte, hasta ahora, ni de la Unión Europea ni de la OTAN), representaba sin embargo una acción justificada para que los misiles de la OTAN no se colocaran ante los muros del Kremlin. La presión angloamericana, utilizando a Zelensky y Ucrania como ariete occidental contra Rusia, formaba parte de la política imperialista de Washington, hasta el punto de comprometer de nuevo, financiera y militarmente, tanto a EE. UU. como a Londres y a las potencias de la Unión Europea, poco más de un año después del final de la desastrosa guerra de Afganistán. Si se necesitaba una demostración más de que la política imperialista consiste en todo tipo de guerras —diplomáticas, políticas, comerciales, financieras, militares—, la guerra en Ucrania es una demostración más. El mundo se ha vuelto demasiado pequeño para la sed de beneficios capitalistas que cada potencia imperialista intenta satisfacer; y el hecho de que todas las potencias imperialistas hayan tomado ya el camino del rearme y la modernización tecnológica de sus respectivos armamentos no hace sino confirmar que las contradicciones cada vez más agudas del desarrollo capitalista no podrán afrontarse y resolverse más que de dos maneras: o con una guerra mundial que será aún más cruel y destructiva que las anteriores de 1914 y 1939, o con la revolución del proletariado internacional, que se fijará como objetivo histórico la destrucción de la causa originaria de las guerras imperialistas: el capitalismo, su modo de producción y de desarrollo. Entonces, las clases decisivas de la historia, la burguesa y la proletaria, renovarán el titánico enfrentamiento, ya intentado en los años de la victoriosa revolución en Rusia en octubre de 1917 y en las magníficas luchas del proletariado alemán, húngaro, italiano, chino, de los años veinte del siglo pasado, enfrentamiento del que el proletariado saldrá victorioso, a condición de haberse reorganizado en el terreno de la lucha de clases y de haberse puesto bajo la dirección del partido revolucionario de clase, teóricae y políticamente sólido.
¿Estamos lejos de esta cita con la historia que el Manifiesto de Marx-Engels de 1848 había previsto y analizado? La clase proletaria, que representa las fuerzas productivas positivas, el trabajo vivo, se enfrentará necesariamente a las fuerzas conservadoras de las formas productivas que encadenan y aprisionan al mundo entero, condenándolo sistemáticamente a la guerra y a la destrucción. Ya sea lejana o cercana esa cita, los marxistas la interpretamos como la meta que necesariamente se alcanzará en un momento dado porque, como ha ocurrido en la historia anterior para todas las sociedades divididas en clases, el desarrollo de las fuerzas productivas no puede ser interrumpido por la voluntad de las clases dominantes de permanecer en el poder por toda la eternidad: serán las mismas fuerzas materiales, objetivas e incontrolables del modo de producción capitalista, que la burguesía dominante no sabe ni puede controlar a su antojo, las que harán estallar el sistema de producción de mercancías, el trabajo asalariado y el capital. Todo esto no sucederá por la intervención de una fuerza extraterrestre, divina, totalmente desconocida: sucederá por razones materiales, económicas y sociales que el marxismo ha revelado científicamente, y sucederá como resultado de una lucha de clases que ya no será solo unidireccional: burguesía contra proletariado, como ha estado sucediendo durante más de cien años, sino en la que el proletariado se reconocerá a sí mismo como la única clase revolucionaria existente, la única clase que tiene potencialmente la posibilidad de dar al futuro de la humanidad una meta humana y social en la que los antagonismos de clase ya no existirán porque las clases ya no existirán, porque solo existirá la sociedad de la especie en la que el hombre habrá superado su prehistoria y habrá entrado finalmente en su historia.
¿LA VIEJA EUROPA MARGINADA?
Como se desprende claramente de la situación creada desde hace décadas, las potencias imperialistas occidentales europeas, dado que su influencia política mundial ha sido sustituida por la de Estados Unidos, reduciéndose progresivamente al papel de aliados de los intereses de Washington en todo el mundo, detrás de los cuales buscan un espacio para los suyos y, al mismo tiempo, tratan de contrarrestarlos, sobre todo dentro del mercado de la UE —no logran desempeñar un papel determinante en los conflictos internacionales, no solo de carácter político-diplomático, sino también económico y militar. Desde el colapso de la URSS en 1989-91 y, por lo tanto, desde el fin de la llamada «guerra fría», Estados Unidos, a través de la OTAN y de su peso político-militar, ha impuesto a Europa occidental un papel político de apoyo en todas las situaciones que han llevado al imperialismo estadounidense a rediseñar las zonas de influencia en las áreas más estratégicas y críticas del mundo: desde Irak hasta Siria, desde los Balcanes hasta Afganistán, desde Libia hasta Palestina y Líbano, desde Ucrania hasta Irán. En todos estos frentes, la guerra nunca ha comenzado si no ha sido por decisión de Washington y, en la mayoría de los casos, ha «terminado» sin ventajas significativas para Estados Unidos, salvo las de haber sometido aún más a los europeos occidentales a sus intereses, debilitando aún más su peso político a nivel internacional, y haber reforzado, directa o indirectamente, el peso político, económico y militar, por ejemplo en Oriente Medio, de Israel, Arabia Saudí y Turquía.
Por otra parte, ya desde el final de la Segunda Guerra Imperialista Mundial, Estados Unidos había conquistado una primacía internacional que le permitía dictar las condiciones tanto de la reconstrucción postbélica en los países europeos destruidos por la guerra como de la política de los gobiernos postbélicos que, durante más de tres décadas, tuvieron que ponerse de acuerdo con la Rusia de Stalin y sus sucesores para repartirse las zonas de influencia entre la Europa occidental y la Europa oriental. Ejercieron una vigilancia especial sobre Alemania, derrotada en la guerra, pero con un pasado y una experiencia industrial de primer nivel, capaz de renacer con la reconstrucción postbélica, tanto en su oeste como en su este, constituyendo así un mercado de salida para la producción y el capital estadounidenses y, con las debidas diferencias, para la propia economía rusa, una división que no podía durar para siempre, dadas las características fundamentales de la fase imperialista del capitalismo (supremacía de la exportación del capital financiero combinada con la supremacía militar).
Alemania no sólo tenía en su pasado un capitalismo grande y desarrollado, sino también un movimiento obrero grande y desarrollado cuyo renacimiento temían, con razón, las burguesías imperialistas; un renacimiento que podría haber contagiado al movimiento obrero de otros países europeos y haberse convertido, tarde o temprano, en un verdadero problema para toda la burguesía. Los levantamientos obreros de junio de 1953 en Berlín Oriental y en otros centros proletarios de la Alemania Oriental rusificada demostraron que el movimiento obrero alemán no había sido enterrado por completo, a pesar de la labor persistente, continua y capilar de la colaboración de clases de la socialdemocracia y de un estalinismo que había logrado derrotar veinticinco años antes al movimiento comunista no solo en Rusia, sino en todo el mundo.
Como afirmó nuestro partido ante las grandes huelgas y revueltas obreras de junio de 1953 en Berlín Oriental (10) —huelgas que demostraron que el hilo clasista histórico no se había roto, pero que fueron utilizadas por la propaganda estadounidense y occidental como revuelta contra «el comunismo» y por la propaganda estalinista como «provocación urdida por matones a sueldo» —«mientras los obreros berlineses se levantaban contra la cárcel del trabajo asalariado, el imperialismo logró una vez más explotar para sus fines bélicos una manifestación de la ira proletaria contra la explotación capitalista y el intento de sacudir su pesado yugo». Pero tal era el dominio contrarrevolucionario del estalinismo que los disturbios de Berlín Oriental, con su número indeterminado de obreros muertos bajo la cínica represión de los poderes falsamente «comunistas», «no sirvieron para abrir una rendija en el telón de ilusiones partidistas que envuelve las mentes proletarias» (11). Y demostraron también que, por encima de las contradicciones que llevan a los centros imperialistas rivales a la guerra, lo que los une —como demostró Marx con respecto a la Comuna de París de 1871— es la necesidad recíproca de luchar contra su principal enemigo histórico, el proletariado, sobre todo cuando su revuelta contiene una fuerza clasista objetiva; una fuerza clasista que, sin embargo, necesita una dirección política capaz de comprender la situación histórica, las relaciones de fuerza existentes y prever el camino a seguir en la vía de la revolución.
El papel político de apoyo que los países europeos llevan décadas desempeñando con respecto al imperialismo estadounidense (y a la OTAN, cuyo apoyo financiero ahora deben asumir los europeos con el famoso 5 % de su PIB, según las órdenes recibidas de Washington) no excluye que, por ejemplo, los tres países más importantes —Reino Unido, Alemania y Francia— tengan un peso real y un papel imperialista propio en diferentes zonas, sobre todo en África y Oriente Medio. Pero su peso y su papel están cada vez más condicionados por los intereses del imperialismo estadounidense, como demuestran también la reciente «guerra de aranceles», o la propia guerra en Ucrania, en la que los europeos se han desangrado en apoyo financiero y militar sin siquiera participar directamente en las posibles negociaciones con Rusia para el futuro «fin de la guerra», por no hablar de la guerra relámpago contra Irán.
En cuanto a la «cuestión palestina», después de años de proclamar el lema «dos pueblos, dos Estados», los muy civilizados, democráticos y humanitarios europeos han demostrado por enésima vez, y esta vez ante un exterminio programado desde hace tiempo por parte israelí, que sus intereses económicos, financieros, comerciales y políticos nunca han previsto ni prevén socavar en lo más mínimo las ambiciones territoriales, políticas y militares de Israel sobre toda Palestina: los negocios no tienen sentimientos.
Más allá del peso imperialista real que las potencias europeas tienen en los asuntos mundiales, también ellas siguen interesadas en la desescalada del conflicto en todo Oriente Medio o, mejor dicho, en un conflicto que no las involucre directamente, pero gracias al cual puedan seguir obteniendo beneficios vendiendo armas a todos los Estados que quieran comprarlas.
En el informe presentado en nuestra reunión general de mayo del año pasado sobre El curso del imperialismo mundial (Petróleo, Oriente Medio e imperialismo), afirmábamos:
«La ampliación del conflicto a todo Oriente Medio en este momento, sin embargo, no conviene a ninguna potencia imperialista y, de hecho, aunque Israel ha atacado y destruido la embajada iraní en Damasco, matando a varios pasdaranes y al general responsable de las operaciones iraníes en Siria y Líbano, la «respuesta» iraní a este ataque israelí, aunque anunciada con grandes amenazas, ha sido en realidad relativamente débil, aunque el lanzamiento de 300 drones y misiles contra posiciones militares israelíes no ha sido poca cosa, pero el 99 % han sido interceptados (gracias al sistema de defensa israelí, pero también a la intervención de las fuerzas aéreas estadounidenses, británicas, francesas y jordanas), algo que Irán obviamente podía saber de antemano.
«Por otra parte, tras esta maniobra, con la que solo consiguió causar daños en la base israelí del desierto del Negev, Irán no ha llevado a cabo más ataques. Los primeros en no querer que el conflicto se extienda a todo Oriente Medio —lo que significaría también al norte de África y al Cuerno de África— son Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, pero también Arabia Saudí, Turquía e Irán, y mucho menos Rusia, que ya está muy comprometida en la guerra de Ucrania y no sería capaz de sostener otra guerra en Oriente Medio; ninguna potencia está preparada en este momento para una guerra que tendría todas las características de una guerra mundial (los arsenales de las distintas potencias imperialistas aún no están repletos de armamento necesario para la guerra «moderna» y aún no se han formado de manera estable los bloques imperialistas que se enfrentarían), como porque en el mercado mundial aún hay importantes sectores de desarrollo comercial, no solo de materias primas: la crisis general de sobreproducción aún no se ha presentado» (12).
(1) Véase Estados con armas nucleares, wikipedia.org; en lo que respecta a Israel, véase «Le Monde diplomatique», julio de 2025, «¿Qué busca Tel Aviv en Oriente Medio».
(2) Véase «Il fatto quotidiano»: Dichiarazioni. I tanti ossessivi allarmi di Netanyahu sul nucleare iraniano, 9 de julio de 2025.
(3) Sobre la guerra entre Irak e Irán, sus causas y los conflictos interimperialistas, véanse, en particular, los artículos publicados en el antiguo periódico del partido «Il programma comunista», desde el n.º 19 de 1980 hasta el n.º 2 de 1981, y los artículos publicados en «Il comunista» desde el n.º 4 de 1983 hasta el n.º 16 de 1989.
(5) Véase «El volcán de Oriente Medio. El largo calvario de la transformación de los campesinos palestinos en proletarios», en «El Programa Comunista», n.º 33 de 1980.
(6) Véase Irán. L’eredità Pahlevi: rivoluzione capitalista alla cosacca, «Il programma comunista», n.º 1, 1979; artículo que continúa en el n.º 2, 1979.
(7) Véase Lenin: El despertar de Asia, Pravda, 7 de mayo de 1913, Obras, vol. 23, pp. 145-146.
(8) Véase https://www,ig.con/it/strategie-di-trading/i-maggiori-produttori-di-petrolio-al-mondo-201012; además: https://ilfarosulmondo.it/iran-terzo-produttore-gas-mondo/; https:// www.internazionale.it/magazine/javier-blas/2025/07/10/il-petrolio-di-teheran-e-piu-forte-delle-bombe
(9) Véase «L’imperialismo americano si sta preparando ad una guerra con l’Iran?», Il Comunista, n.º 159, mayo de 2019.
(10) Véase el folleto Giugno 1953. La Comune di Berlino, lunga e dura la strada, meta grande e lontana, Ediz. il comunista, Milán, junio de 2023, que contiene los artículos relativos a estos acontecimientos, publicados en el entonces periódico del partido «il programma comunista», en los números 12, 14 y 15 de 1953, y en los números 17 de 1953 a 13 de 1954.
(11) Véase «Gli operai berlinesi sono insorti contro la galera del lavoro salariato», Il programma comunista, n.º 12, 1953, presente en el folleto citado en la nota 10.
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