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El curso histórico del movimiento de clase del proletariado.

Guerras y crisis oportunistas

( Publicado en "Prometeo" N° 6, marzo-abril de 1947 )

 

 

Las primeras manifestaciones de una actividad de clase del proletariado acompañan desde su inicio la llegada del régimen burgués. Inmediatamente después de haber ofrecido al Tercer Estado revolucionario todo su apoyo y su alianza, el Cuarto Estado, es decir, la clase de los trabajadores, intenta ir más allá, esperando el cumplimiento inmediato de las promesas que la joven burguesía ha prodigado a sus aliados. Se producen enseguida los primeros choques, y el mismo aparato terrorista que la burguesía ha empleado para reprimir la contrarrevolución feudal, es prontamente dirigido contra las tentativas de los obreros. En la Revolución Francesa, este aspecto histórico es dado por la Liga de los Iguales de Graco Babeuf, que intenta, inmediatamente después del Terror, un movimiento por la igualdad económica y social, que es ahogado por una despiadada represión del Estado burgués.

El aspecto de clase es todavía muy confuso en estos primeros movimientos Durante varias décadas aún, los primeros conflictos económicos entre patrones de fábricas y asalariados, que conducen en Inglaterra, en Francia y en otros países incluso a choques sangrientos, se presentan como fenómenos históricos independientes de las primeras enunciaciones de sistemas socialistas y comunistas, en los cuales es bosquejada una crítica de la sociedad que surge de la revolución política burguesa y las reivindicaciones de un nuevo orden social que suprima la disparidad económica.

Los teóricos de estas primeras formulaciones no piensan en confiar a las mismas masas sacrificadas la tarea de suprimir la injusticia económica. Ellos continúan a pensar y obrar en la huella metafísica del Iluminismo, y esperan persuadir a una vaga ciencia política y moral colectiva, a las mismas clases dirigentes, a los jefes del Estado, a los monarcas.

A pesar de condenar lo odioso de la explotación capitalista, la ausencia de sentido histórico y científico de estas primeras aspiraciones socialistas llega hasta la apología de las formas reaccionarias y feudales caducas. En sistemas más modernos, pero siempre incompletos e inadecuados, los primeros socialistas aceptan todos los postulados y los resultados de la revolución burguesa democrática, y le buscan afanosamente un desarrollo histórico continuo en la que puedan injertarse las ulteriores reivindicaciones capaces de reducir la enorme y creciente distancia económica entre las clases privilegiadas patronales y la de los trabajadores sin reservas.

Junto a los dos fundamentos de la concepción materialista de la historia y de la teoría económica de la plusvalía, una de las características esenciales de la nueva doctrina del movimiento proletario, tal como es proclamada por el Manifiesto de los Comunistas de Marx y Engels en 1848, es la superación crítica de toda forma de utopismo. La aspiración a la sociedad comunista no aparece ya como un proyecto de sociedad futura que deba prevalecer por las adhesiones que recogen la equidad y la perfección de su trazado, sino que se vuelve el contenido mismo y el desarrollo último de la incesante lucha de clase entre capitalistas y trabajadores, que compaña en todo su desarrollo histórico al régimen burgués. La llegada del socialismo no es un complemento de la democracia liberal ni la integra, sino una nueva fase histórica que la niega dialécticamente, y que la sucede únicamente a través del acmé insurreccional del conflicto de clase.

Mientras son establecidas así las bases de la teoría comunista, en todo el mundo capitalista se destaca el movimiento del proletariado. El trabajador aislado, al que la conquistada libertad de vender sus brazos y el ambiente jurídico y psicológico individualista creado por la revolución burguesa no le dejan otra alternativa a la supina aceptación de las condiciones patronales que la muerte indigencia, reacciona contra esta inferioridad usando en la práctica, y aún antes de ser teóricamente consciente de ella, un arma nueva: la asociación económica. El mundo de la libertad individual ilimitada, que económicamente equivale a la facultad de competencia desenfrenada por la que el patronato tiene todas las cartas en la mano para reemplazar por un nuevo hambriento aquél que rechace las condiciones de empleo, va siendo substituido por un mundo nuevo: el de la organización sindical que trata colectivamente las condiciones de trabajo para todos sus miembros, y que obra tanto más eficazmente cuanto mayor es el número de los asalariados que consigue encuadrar.

Al principio, el sistema teórico del derecho burgués liberal rechaza esta nueva forma pues su tendencia consiste en no admitir entre el individuo y el Estado otro aparato que el del mecanismo de representación electoral, que no se presta a transformarse en arma de la acción autónoma de clase. Así, pues, la burguesía, en su primera fase, condena la organización económica de los trabajadores, veda con sus leyes las huelgas, y las rechaza con su policía.

Pero muy pronto, con el paso a la segunda fase aparentemente pacífica del liberalismo, la burguesa se da cuenta que tiene interés en consentir la legalización de la organización económica de los trabajadores. Cuando la misma está prohibida con medios de Estado, el proletariado es impulsado más directamente a la lucha política, y la formación de su conciencia de clase se acelera; y ello vuelve evidente que las conquistas sindicales, si bien sirven para mejorar momentáneamente el trato que soportan los trabajadores, no resuelven el problema social si no se afronta la fuerza dominante del poder político y del Estado.

Desde entonces, está muy claro que el partido político de la clase obrera debe apoyarse en todas las agitaciones económicas de los trabajadores a fin de establecer una mayor solidaridad entre las distintas categorías profesionales, entre las trabajadores de las diversas ciudades y naciones, transformando el movimiento en un esfuerzo general de todas las clases obreras contra las piedras angulares de las instituciones capitalistas, e induciendo a los obreros a preocuparse de las relaciones generales de toda la economía y de toda la política nacional y mundial.

El paso de las agitaciones económicas aisladas y locales al movimiento político general del proletariado se presenta coma una extensión de la base del movimiento en el espacio, más allá de los límites de fronteras, y como una extensión de su proceso en el tiempo, dándose por objetivo las realizaciones que están al final de todo el ciclo del movimiento de la clase proletaria dentro y contra el mundo burgués. Dicha tarea es realizada par la I Internacional de los Trabajadores, que todavía no puede dejar de encontrar múltiples obstáculos por la inmadurez de las condiciones históricas generales.

La perspectiva de llevar a cabo la primera revolución en el corso mismo de la tercera gran revolución burguesa, en la Alemania de 1848, se resolvió en una derrota de las fuerzas proletarias, contemporánea de la sufrida en otros países, y particularmente en Francia. Ello pone al movimiento de clase ante dificultades e incertidumbres doctrinales y organizativas, par su interferencia con influencias burguesas que se manifiestan sea en tendencias pseudosocialistas vagamente iluministas y humanitarias, sea en los éxitos del movimiento anárquico que, desde el primer momento, se opone como antítesis al comunista marxista. Al querer suprimir en una sola gran jornada de la guerra de clase a Dios, al patrón y al Estado, el anarquismo presenta una solución aparentemente más radical del problema de la revolución. A tal concepción (que es importante por el hecho de concebir como meta una sociedad sin explotación económica, y por ende sin poder estatal, exactamente como la concibe el comunismo) le falta en realidad la justa valoración histórica del proceso propia del marxismo, según la cual el derrocamiento del poder político de la burguesía y la construcción de un Estado político del proletariado son los únicos medios reales que hacen posible la destrucción del privilegio económico capitalista; y únicamente los proletarios, encuadrados en su consciente movimiento político de partido, pueden ser los protagonistas de la batalla. El anarquismo, por el contrario; presenta sus postulados como reivindicaciones metafísicas del Hombre en cuanto tal; considera que las fases históricas que condicionan el proceso ulterior son sólo arbitrarias imposiciones a una natural libertad e igualdad ínsitas en el individuo; y, en último análisis, a pesar de la prédica del empleo de las medios de la lucha armada, recae en la esterilidad de sistemas ideológicos burgueses.

Si se considera el proceso internacionalmente y en sus grandes rasgos, el movimiento internacionalista sale de la crisis representada por la lucha entre Marx y Bakunin casi en la fase culminante del segundo estadio del ciclo político burgués, o sea, cuando el capitalismo, ya a salvo del peligro de restauraciones feudales, y aún no amenazado seriamente por la revolución proletaria, pone políticamente en práctica, y a fonda, el régimen democrático-parlamentario. Durante algunos decenios, el capitalismo parece alejado de grandes conflictos militares de alcance europeo y mundial.

En esta fase, el movimiento proletario reorganizado en la II Internacional, basado en el florecimiento en todos los países de vastas organizaciones sindicales y de grandes partidos socialistas con amplias representaciones parlamentarias, a pesar de proclamar su ortodoxia teórica respecto a los dictámenes marxistas, se orienta progresivamente hacia nuevas concepciones revisionistas, que, casi insensiblemente, conducen en realidad al abandono de aquella ortodoxia.

El revisionismo en el sentido reformista desarrolla la doctrina de que el capitalismo tendrá, sí, que ceder el lugar a la economía socialista, pero que la transformación no comporta necesariamente la catástrofe revolucionaria y el choque armado entre las clases. Según esta concepción, el Estado burgués puede ser progresivamente embebido de influencia proletaria, de modo de transformar el carácter de la organización económica con sucesivas medidas legales y reformas sociales. Debe darse pues la máxima importancia a las conquistas sindicales cotidianas, y, por otra parte, a la legislación social suscitada por las cada vez más numerosas representaciones socialistas en los parlamentos burgueses. El ala derecha de esta corriente, bien que contra la resistencia de la mejor parte de los socialistas, propone abiertamente la alianza con partidos burgueses de izquierda en las elecciones, e incluso la participación con ministros socialistas en los gobiernos burgueses (posibilismo).

Otra corriente revisionista, el sindicalismo revolucionario, parece reaccionar contra el revisionismo reformista, por cuanto proclama, contra el método de la colaboración sindical y parlamentaria, el de la acción directa, y sobre todo el de la huelga general, que debería llegar hasta la expropiación de los capitalistas. Pero, en realidad, también este último pierde la justa vía revolucionaria, sea parque nace de tendencias neoidealistas o voluntaristas burguesas, sea porque cree erróneamente que la organización económica sola pueda llevar a término toda la función de la lucha de emancipación del proletariado, sustituyendo a la fórmula marxista "El partido política obrero de clase y la dictadura del proletariado contra el Estado de la burguesía" con la formula "El sindicato contra el Estado". Las degeneraciones reformistas habían conducido la llamada izquierda sindicalista a confundir acción política con acción electoral y parlamentaria, mientras que la acción del combate revolucionario debe ser considerada como la fórmula históricamente típica de la acción política desarrollada por medio del partido.

En tal situación, y con la oposición en todos los países de los socialistas marxistas revolucionarios que permanecieron coherentes con la doctrina política fundamental del proletariado, la Il Internacional se encontró de frente a los problemas del imperialismo montante y de la guerra por los mercados.

En la primera guerra mundial, como desgraciadamente los revolucionarios desilusionados tuvieron que reconocer conviniendo con los reaccionarios burgueses triunfantes, fracasó el plan político de la II Internacional, para la cual el estallido de la guerra entre los Estados debía ser acogido como el mejor momento para la insurrección de clase en todos los países y el asalto al poder de la burguesía. En vez de ello, los partidos socialistas adhirieron en casi todas partes a la política de sus respectivos Estados, sustituyendo la lucha de clase por la solidaridad nacional.

El proletariado, que según el Manifiesto de los Comunistas no tenía que perder más que sus cadenas, había descubierto tener, según las declaraciones de sus dirigentes, muchos patrimonios que salvar: la libertad y la independencia de la patria, y el contenido democrático de la revolución burguesa, en consonancia con la concepción propagada por la clase dominante en el curso de la movilización ideológica de las masas, paralela a la movilización de sus brazos para la guerra. Un imaginario fantasma había surgido en el mundo, amenazando estas conquistas preciosas: era el retorno de una Edad Media despótica, absolutista, teocrática, feudal, encarnada en los regímenes de los Imperios Alemanes. La teoría que reducía los móviles de la acción y de la política proletarias a este supuesto peligro, falsificando así toda valoración marxista de la historia contemporánea, tuvo éxito aún en Italia, donde estuvo representada por el movimiento intervencionista que apoyó la participación en la guerra al lado de los Aliados, y fue capitaneada por el mismo hombre que después estará a la cabeza del régimen fascista.

En el seno del movimiento proletario, la reacción ante este desastre teórico, organizativo y político, estuvo representada por las fuerzas que fundaron la Tercera Internacional, agrupándose en torno del partido revolucionario de Lenin, que conquistó en Rusia la primera victoria del proletariado en la lucha por el poder en un gran país.

 

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A veinte años de distancia, y en presencia de la segunda de las grandes guerras imperialistas, la presentación de la situación mundial, realizada con medios aún más imponentes a fin de aprisionar la ideología de las clases proletarias, ha sido perfectamente análoga a la de la primera guerra mundial. También esta vez, la propaganda del imperialismo capitalista ha trabajado en ambos lados del frente para construir un espejismo artificial, en cuyo nombre la clase obrera de cada país habría debido desistir de toda idea de batalla social, y unir sus fuerzas a las de los Estados dominantes en nombre de la solidaridad nacional.

Tanto los fascistas y nazis como los demócratas del campo opuesto han combatido en substancia bajo la misma consigna: concepto de pueblo en lugar del de clase, combinación política de todos los partidos nacionales en la guerra y para el esfuerzo de guerra. En Italia, en substancia, la misma consigna es lanzada desde todas las tribunas a las masas expectantes, antes y después del 25 de Julio de 1943, de una y otra parte del frente móvil que distinguía a las dos Italias: unidad nacional, unión de todas las clases, guerra y victoria.

En cuanto a la zona en la que de hecho nos hallamos (1), el fantasma de 1914 ha sido reconstruido con mayor habilidad y con los más potentes recursos que los medios técnicos han suministrado a la propaganda. En lugar de Guillermo II, representado en colores por los mussolinianos de entonces, hoy están el Eje nazifascista y las grotescas figuras del mismo Mussolini, en una nueva edición, y del dictador Hitler, cuyas crisis psiquiátricas habrían llegado a ser los motores de la historia, en lugar de los contrastes de los intereses económicos y de los privilegios sociales.

El proletariado mundial no tendría otro deber más que el de alistarse todo en una de las dos partes del frente. En ésta debe ser soldado disciplinado, en aquélla un revolucionario derrotista; y, como es obvio, el instrumental propagandístico se encuentra exactamente invertido en el frente opuesto.

El problema tiene un alcance formidable, pero debe afirmarse con certeza que la restauración de la orientación política del proletariado exige destrozar despiadadamente este gigantesco andamiaje de falsificaciones.

La única alternativa está entre la tesis que sostiene que la defensa de una serie de conquistas amenazadas por el fantasma de la reacción fascista es patrimonio comen de todos los hombres modernos de cualquier condición social, y que ese peligro justifica dar de lado a toda revolución y lucha de clase, y el sistema de tesis sobre el que repetidas veces se edificó, se encuadró y se lanzó en la acción histórica el movimiento de emancipación del proletariado. Si este movimiento puede aún reconstruirse y prepararse a nuevas batallas, sólo puede hacerlo liberándose, nacional e internacionalmente, de los esquemas de las doctrinas de solidaridad clasista construidas por una parte con las místicas y las teologías de la patria y de la raza, y por la otra con las del liberalismo a usa interno y externo, de las que serían depositarios por tradición de honradez y de gentilhommerie política ciertos países del mundo capitalista.

Así como la III Internacional fue fundada por Lenin y conducida a la gran victoria revolucionaria en Rusia partiendo de la crítica del oportunismo socialdemócrata y socialpatriota que había determinado la bancarrota de la II, el primer paso hacia el resurgir de la Internacional revolucionaria del proletariado es la crítica al neo-oportunismo en el que ha caído la III Internacional misma hasta llegar a su liquidación, incluso oficial. El fenómeno resulta aún más imponente por su gravedad y su extensión en la crisis actual del movimiento proletario que ha acompañado a la segunda gran guerra mundial.

En los años 1914-1919, con la palabra "oportunismo" no se quiso expresar un simple juicio moral sobre la traición de los dirigentes del movimiento revolucionario, que, en el momento decisivo, se revelaron coma agentes de la burguesía, difundiendo consignas diametralmente opuestas a las de la propaganda que habían desarrollado durante años El oportunismo es un hecho histórico y social, es uno de los aspectos de la defensa de la burguesía contra la revolución proletaria; más aún, puede decirse que el oportunismo de las jerarquías proletarias es el arma más importante de esta defensa, así como el fascismo es el arma principal de la conexa contraofensiva burguesa; por ello, los dos medios de lucha se integran con el mismo objetivo común.

Desde que en su estadio imperialista el capitalismo procura dominar sus contradicciones económicas con una red central de control, y coordinar con un hipertrófico aparato estatal el control de todos los hechos sociales y políticos, para ello modifica su acción con respecte a las organizaciones obreras. Al principio, la burguesía las había condenado; más tarde, las había autorizado y dejado crecer; en este tercer periodo, la burguesía comprende que no puede ni suprimirlas ni dejarlas desarrollarse autónomamente, y se propone encuadrarlas sea como sea en su aparato de Estado, en aquel aparato que era exclusivamente político a principios del ciclo y que llega a ser, en la época del imperialismo, político y económico al mismo tiempo : el Estado de los capitalistas y de los patrones se transforma en Estado-capitalista y Estado-patrón. En esta vasta estructura burocrática se crean puestos de dorada prisión para los dirigentes del movimiento proletario, A través de las mil formas del arbitraje social, de institutos asistenciales, de instituciones con una aparente función de equilibrio entre las clases, los dirigentes del movimiento obrero cesan de apoyarse sobre sus fuerzas autónomas, y van a ser absorbidos en la burocracia del Estado.

Como es comprensible, esta jerarquía, mientras adopta demagógicamente el lenguaje de la acción de clase y el de las reivindicaciones proletarias, se vuelve impotente para conducir cualquier acción que se oponga al aparato del poder burgués.

La característica del oportunismo está dada por el hecho de que en los momentos críticos de la sociedad burguesa; que precisamente eran aquéllos en los que se pensaba lanzar las consignas para las acciones supremas del proletariado, los órganos directivos de la clase obrera "descubren" que, por el contrario, hay que luchar por otros objetivos, que ya no son aquéllos de clase, y que hacen necesaria una coalición entre las fuerzas de clase del proletariado y una parte de las burguesas.

Puesto que la conciencia política de los trabajadores reposa sobre todo en el vigor y en la continuidad de acción de su partido de clase, cuando imprevistamente los dirigentes, los propagandistas y la prensa de éste, ante el irrumpir de situaciones decisivas, hablan el inesperado lenguaje que les es inspirado por la exitosa maniobra burguesa de conseguir la movilización del oportunismo, provocan la desorientación de las masas y el fracaso casi seguro de todo intento de acción independiente.

Cuando el oportunismo de la II Internacional, abriendo así un verdadero abismo bajo los pies del proletariado en marcha, "descubrió" que los objetivos del socialismo debían ser dejados de lado, y que se debía ir a combatir por los de la independencia nacional o la democracia occidental (en Alemania se trataba de luchar por la cultura y la civilización contra la reacción zarista y asiática...), los jefes oportunistas afirmaron no obstante que se trataba solamente de conceder a la burguesía una tregua momentánea, y que, terminada la guerra, la lucha de clase y el internacionalismo habrían vuelto a gozar de sus prerrogativas. La historia mostró la falsedad de tal promesa: cuando el proletariado en Rusia - victoriosamente - y en otros países pasó a la lucha contra el poder burgués, el andamiaje de las jerarquías oportunistas socialdemócratas se unió a los burgueses más reaccionarios en el intento de derrotar a la revolución.

En el período de la segunda guerra mundial, el oportunismo que se ha impuesto en las filas de la III Internacional - cuyo proceso histórico debe ser estudiado de preferencia en relación con el proceso que se ha desarrollado en Rusia desde 1917 hasta hoy día - ha dado una consigna aún más derrotista que la del clásico oportunismo destrozado por Lenin. Según el plan de los nuevos oportunistas, la burguesía obtendrá una tregua de toda lucha de clase, más aún, una directa colaboración en los gobiernos nacionales como en la construcción de nuevos organismos internacionales, no sólo durante todo el curso de la guerra hasta la derrota del monstruo fascista, sino para todo un periodo histórico sucesivo, del cual no se entrevé el fin, durante el cual el proletariado mundial debería vigilar, en pandilla con todos los organismos del orden constituido, que el peligro fascista no resurja, y colaborar en la reconstrucción del mundo capitalista devastado por la guerra (entiéndase : la guerra del Eje). Así, pues, el oportunismo ni siquiera promete retornar después de la guerra a las autónomas de la acción de clase de los trabajadores.

Esta colaboración de las fuerzas del trabajo en la reconstrucción de la acumulación capitalista arrasada por la trágica guerra, no es otra cosa que la más feroz sumisión de las fuerzas del trabajo a una doble extorsión: la que genera la ganancia normal de la patronal, y la que irá a reconstruir el colosal valor del capital destruido. Para las fuerzas dominadas, esta fase será más onerosa, bajo otras formas, que la sangrienta guerra, y el nuevo organismo internacional al que se quiere asegurar la colaboración proletaria, con el pretexto de garantizar la seguridad y la paz, será el primer ejemplo de una estructura conservadora mundial con miras a perpetuar la opresión económica y a destrozar todo conato revolucionario.

En la construcción del programa político del partido comunista internacionalista, que cumpla con la misma tarea que tuvieron 1os grupos que dentro de la II Internacional lucharon contra el oportunismo en los años 1914-1919, deberán precisarse, como puntos fundamentales de una plataforma de doctrina, de organización y de batalla, los juicios y las posiciones ante todos estos fenómenos que dominan el mundo moderno. El viraje histórico que atravesamos hace que esta precisión sea totalmente coherente con la tradición del marxismo revolucionario.

Es un proceso histórico normal el que la clase burguesa consiga hacer combatir la clase trabajadora par la realización de sus postulados, no sólo cuando estos tienen un valor histórico revolucionario (como en la Francia del 89, en la Alemania del 48, en la Rusia de 1905 y del Febrero de 1917) sino también cuando se trata de otros momentos menas decisivos del devenir capitalista. Apenas las falanges proletarias han cumplido su tarea de patentes aliados, y en el impulsa de los hechos intentan jugar un papel autónomo, la burguesía, sin tener que sustituir las formaciones políticas que emplean sus ideologías de izquierda, emplea el poder estatal firmemente conquistado para combatir y disolver con la violencia las formaciones proletarias (como en Francia en 1848 y en 1871, en Alemania en 1918, en Rusia, siendo aquí derrotada por vez primera, de 1917 a 1920).

El partido de clase del proletariado debe prever que aun al término de esta guerra, tras los vastos éxitos de la clamorosa invitación a echar una mano a la burguesía de los países aliados en la lucha contra el fascismo (invitación a la que han respondido no sólo los jefes oportunistas del movimiento obrero en todos los países, sino también grupos generosos y engañados de combatientes obreros en el maquis) seguirá una represión no menos enérgica que la fascista - como ya ha acaecido en muchos de los llamados panes liberados - contra las tentativas de estos organismos irregulares armados de realizar objetivos propios y autónomos y de mantener localmente el poder conquistado en combate contra el ejército alemán y los fascistas.

El mismo movimiento de organización económica del proletariado será, aprisionado, exactamente con el mismo método inaugurado por el fascismo, es decir, con la tendencia al recocimiento jurídico de los sindicatos, lo que significa su transformación en órganos del Estado burgués. Estará claro que el plan para vaciar el movimiento obrero, propio del revisionismo reformista (laborismo en Inglaterra, economismo en Rusia, sindicalismo puro en Francia, sindicalismo reformista a la Cabrini-Bonomi y más tarde Rigola-D'Aragona en Italia) coincide en substancia con el del sindicalismo fascista, el del corporativismo de Mussolini, y el del nacionalsocialismo de Hitler. La única diferencia está en que el primer método corresponde a una fase en la que la burguesía piensa únicamente en la defensiva contra el peligro revolucionario, y el segundo a la fase en la que, por el incremento de la presión proletaria, la burguesía pasa a la ofensiva. En ninguno de ambos casos ella confiesa hacer obra de clase, sino que proclama siempre querer respetar la satisfacción de ciertas exigencias económicas de los trabajadores y realizar una colaboración entre las clases.

Puesto que la segunda situación, la de la contraofensiva fascista (que, al pasar a su abierta y violenta demolición, acelera la insidiosa absorción oportunista del movimiento obrero entre los viscosos tentáculos del pulpo estatal), se verifica generalmente en los países derrotados o duramente afectados por la guerra, esta vez la coalición contrarrevolucionaria mundial se cuidará bien de abandonar sin control los territorios de los países vencidos, instaurará una guardia de clase internacional, permitirá únicamente organizaciones controladas y administradas, y vigilará, como se anuncia, por muchos años, no para impedir las pretendidas dictaduras de derechas, sino cualquier forma de agitación social.

Serán controlados así no sólo los países vencidos, sino también los mismos países aliados liberados de la ocupación enemiga. Es más, se ejercerá la dictadura de los grandes complejos estatales. Los Estados menores caerán en un régimen colonial, no tendrán una economía susceptible de vida propia, ni autonomía de administración y de política interna, y mucho menas aún fuerzas militares apreciables susceptibles de libre empleo.

En Europa ya se dió; una situación análoga, aunque menos acentuada, entre las dos guerras, después de la paz de Versalles, inspirada en el clamoroso engaño de las hipócritas ideologías wilsonianas. En las tesis comunistas de aquel tiempo, se habló de opresión nacional y colonial, paralela a la opresión de clase que el imperialismo ejercía en las metrópolis. Hoy día, con los EE.UU. que no simulan más su aislamiento, sino que intervienen en tiempos de paz no menos que en tiempos de guerra en los asuntos de todos los continentes, será más adecuado hablar de una opresión estatal, de un vasallaje de los pequeños Estados burgueses con respecto a los grandes y pocos monstruos estatales imperiales, así como vasallos de estos son los terratenientes y los neocapitalistas en los países de los pueblos de color.

En vez de un mundo de libertad, la guerra habrá portado consigo un mundo de mayor opresión. Cuando el nuevo sistema fascista, aportación de la más reciente fase imperialista de la economía burguesa, lanzó una amenaza política y un desafío militar a los países en que la rancia mentira liberal aún podía circular como supervivencia de una fase histórica superada, dicho desafío no dejaba al agonizante liberalismo ninguna alternativa favorable: o los Estados fascistas ganaban la guerra, o la ganaban sus adversarios, pero a condición de adoptar la metodología política del fascismo. No se trato de un conflicto entre dos ideologías o concepciones de la vida social, sino del necesario proceso de llegada de la nueva forma del mundo burgués, más acentuada, más totalitaria, más autoritaria, más decidida a todo esfuerzo par la conservación y contra la revolución.

 

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El movimiento de la clase obrera que había reaccionado insuficientemente ante las sugestiones de la propaganda burguesa movilizada en pleno para presentar la primera guerra mundial imperialista en el falso esquema del conflicto entre dos ideologías y dos diversos destinos del mundo moderno, ha caído tan y aún más gravemente en ambos lados del frente bajo la propaganda análoga de la presentación ideológica de la guerra actual. Es indispensable para el destino futuro de la Internacional revolucionaria que sea restaurada la posición critica proletaria sobre el significado de la guerra.

Los Estados militares no entran en conflicto para imponer al mundo regímenes sociales y políticos similares a los que rigen en su interior. Tal concepción es voluntarista y teleológica: si fuese aceptable, el método marxista debería ser desechado. Según la interpretación materialista y clasista, la guerra es indudablemente una resultante de causas sociales, y sus éxitos militares se insertan como factores de primer orden en el proceso de transformación de la sociedad internacional. Pero ha renegado el marxismo quien cree que las guerras se pueden explicar con el mísero bagaje teórico que las representa como cruzadas.

Las guerras no son decididas por la ferocidad o la ambición de jefes y emperadores; por lo menos, hay que elegir entre esta explicación de la historia y la de los marxistas, que le es radicalmente opuesta.

Muchas de las guerras que precedieron la fase del modernísimo imperialismo sirvieron para acelerar el desarrollo revolucionario de la época burguesa, como ocurrió sobre todo entre 1848 y 1878. Pero incluso en las mismas guerras de la era napoleónica el esquema filosófico-ideológico explicativo fracasa estrepitosamente.

Inglaterra, que había precedido casi dos siglos a Francia en el camino de la revolución capitalista, se volvió crisol de coaliciones en contra de la Revolución Francesa, junto a las potencias feudales y absolutistas de Prusia, de Austria y de Rusia. La explicación de esta alineación de fuerzas debe ser buscada en el particular interés del capitalismo inglés por explotar la posición estratégica de sus metrópolis para la conservación del ya preponderante imperio colonial mundial, evitando toda constitución de un Estado hegemónico en el continente.

Si el sofisma ideológico falla en explicar la alineación militar de los Estados, no resulta menos falaz cuando se trata de aclarar las consecuencias de la victoria de los coalizados sobre Francia, a pesar de la cual las direcciones sociales y políticas del ordenamiento burgués prevalecieron en el país vencido y en los vencedores.

Franceses bonapartistas y alemanes prusianos proclamaban igualmente ser los combatientes de la civilización y la libertad. Vencieran los unos o los otros, era el inexorable devenir capitalista el que avanzaba. En la explicación de este traspaso histórico se revela la supremacía del método social y clasista del marxismo, fundamentalmente inconciliable con el vulgar, escolástico y fariseo del "cruzadismo".

La Inglaterra burguesa e imperial pudo asistir como neutral al conflicto de 1859, y también al de 1870, que la Internacional de Marx - aun pudiendo elevarse poco después a la clásica interpretación del juego de las fuerzas de clase presentes en el acontecimiento histórico de la Comuna parisina – definió alternativamente como guerra de progreso contra el bonapartismo y como guerra de opresión del bismarkismo. De hecho, el capitalismo inglés vigilaba entonces que la Francia napoleónica no llegase a ser un centro imperial demasiado amenazado.

En la primera guerra mundial, habiendo crecido el potencial económico del capitalismo alemán de un modo imprevisible, los burgueses de Francia e Inglaterra movilizan desenfrenadamente, contra el nuevo peligro, las mentiras de la retórica liberal democrática.

Lo mismo hacen en la segunda guerra mundial los adversarios de Alemania, escamoteando bajo el peso alucinante de la charlatanearla propagandística las bases reales del conflicto, y volviendo a movilizar aquel andamiaje de argumentos que, siendo históricamente ya más que rancio, no puede ser mejor definido que con el término de "mussolinismo".

Por su parte, los regímenes del Eje planteaban su tan ostensiva campaña contra las llamadas "plutocracias" basándose en una relación real, marxísticamente exacta y plenamente diagnosticada por Lenin en el "Imperialismo”, es decir, en la estridente desproporción entre la densidad de las poblaciones metropolitanas y la extensión de los imperios coloniales, la que hacía que Alemania, Japón e Italia presentasen condiciones sociales antinómicas con respecto a las de Francia, Inglaterra, EE.UU., e incluso Rusia; pero revelaron, sea en la conducción de guerra, sea en la misma contra-charlatanería propagandística, su subyugación de clase y su terror reverencial por el principio del capitalismo plutocrático y por sus potentes ciudadelas mundiales, Inglaterra y EE.UU., las que habían atravesado sin fracturas los convulsivos 150 años últimos de la historia, manteniendo la continuidad histórica de sus potentes aparatos estatales.

El nazismo quiso hacer chantaje a los bloques estatales enemigos para que eligiesen entre el desastre militar y la concesión de una parte adecuada del espacio explotable del planeta al odiado competidor imperialista. Pero los capitalismos de Inglaterra (sobre todo) y de los EE.UU. sufrieron impasibles las derrotas militares de la guerra relámpago, apuntando con seguridad increíble, y a pesar de la gravedad del riesgo, a la victoria final. Este hecho histórico representa uno de los más admirables empleos de potencial llevados a cabo en el curso de la humanidad, pero al mismo tiempo el triunfo más grande del principio de conservación de las relaciones existentes, y la victoria histórica más grande de la reacción.

Los Estados del Eje, y sobre todo Alemania, lanzados por el camino del éxito, que concebían solamente coma un compromiso impuesto al enemigo sobre la base común de los esquemas del imperialismo fascista mundial, no intentaron ni siquiera sumergir por lo menos uno de los fortines adversarios, el inglés, como quizá hubieran podido hacerlo si, después de Dunquerque, en vez de irradiar incursiones centrífugas por toda Europa, en África y más tarde hacia el Oriente ruso (a fin de asegurarse garantías para el chantaje histórico), la hubiesen atacado a fondo, con todas sus fuerzas, en la secular metrópoli. La caída de ésta, tal como lo inulta la burguesía ultraindustrial que gobernaba el país de Hitler, habría sumergido el capitalismo mundial, o por lo menos lo habría arrollado en una crisis espantosa, poniendo en movimiento las fuerzas de todas las clases y de todos los pueblos despedazados por el imperialismo y por la guerra, y quizás habría invertido tremendamente las directivas sociales y políticas del coloso ruso aún inactivo.

En esta situación, la propaganda del Eje, acallando los temas anticapitalistas y su falso sonido, se volcó toda a denunciar el peligro del bolchevismo, procurando siempre provocar la solidaridad de las burguesías enemigas ante la perspectiva de las consecuencias revolucionarias de una victoria rusa. Esta propaganda bofa acabó por colaborar en la desorientación de las fuerzas proletarias revolucionarias, induciéndolas una vez más a esperar la revolución de un desenlace de la guerra entre Estados y no de la guerra entre las clases; pero no se consiguió conmover a las capas dirigentes de los gobiernos capitalistas anglosajones, que depositando su confianza (tras haber hecho un balance exacto) en la potencia de su capacidad económica y en la realidad de las relaciones sociales y políticas mundiales, y adoptando en pleno, sin titubeos ni reservas, los métodos totalitarios y centralizadores con su superior rendimiento técnico, político y militar, han durante seis años profetizado y logrado la ruina militar de su enemigo volviéndose sus vencedores, pero también sus ejecutores testamentarios.

Una vez lograda esta victoria, se habrán construido las bases para el desarrollo de la era capitalista imperial fascista que predominará en los grandes países del mundo y gravitará sobre una constelación de grandes Estados, señores de las clases trabajadoras indígenas, de las colorías de color, y de todos los Estados satélites menores en los países de raza blanca, constelación en la que manifiestamente entra la nueva Rusia, y en la que, al parecer, no se dejará entrar a Francia, y en la que quizá el mismo capital alemán (que ha dado los mayores resultados en el grandioso experimento de la modernísima forma capitalista de control y dominación de las reacciones de la economía burguesa, realizando el más perfecto de los tipos del moderno Estado monopolista), a pesas del enorme derroche de maldiciones retóricas, podría tener un puesto mejor que el reservado a las clases dominantes de países menores no sólo enemigos sino también aliados, es decir, de aquellos países cuya pretendida liberación de la opresión despótica fue el pregón de esta bárbara, feroz y maldita guerra como una cruzada por una humanidad mejor y redimida.

Ante esta nueva construcción del mundo capitalista, el movimiento de las clases proletarias sólo podrá reaccionar si comprende que no se puede ni se debe llorar el estadio caduco de la tolerancia liberal, de la independencia soberana de las pequeñas naciones, sino que la historia sólo ofrece una vía para eliminar todas las explotaciones, todas las tiranías y las opresiones, y es la vía de la acción revolucionaria de clase, que en todo país, dominador o vasallo, alinie las clases de los trabajadores contra la burguesía local, con completa autonomía de pensamiento, de organización, de comportamiento político y de acciones de combate, y por sobre las fronteras de todos los países, en paz y en guerra, en situaciones consideradas normales o excepcionales, previstas o imprevistas por los esquemas filisteos del oportunismo traidor, una las fuerzas de los trabajadores de todo el mundo en un organismo unitario, cuya acción no se detenga hasta el completo aniquilamiento de las instituciones del capitalismo.

 


 

(1)   Se trata de la zona de Italia ocupada por los Aliados en el momento de ser escrito el texto.

 

 

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