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El antimilitarismo revolucionario en la línea de continuidad teórica y política del marxismo

( Textos del partido N° 6, Noviembre de 2019,  A4, 80 páginas )  - pdf

 

 


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 Índice

 

-INTRODUCCIÓN

 

-ANTIMILITARISMO REVOLUCIONARIO

-APÉNDICE


 

Introducción

 

«En la época imperialista, el militarismo es consecuencia directa de la competencia entre los Estados. La conquista de nuevos mercados conlleva el aumento de la producción para el mercado exterior, y a su defensa armada. En la fase decadente del capitalismo (que no corresponde en sí a una fase de debilidad), la enorme producción empuja a cada país a la frenética búsqueda de nuevos mercados o a la sustracción de aquellos existentes a las exportaciones de otros. El capitalismo internacional se arma, y al hacerlo encuentra una salida ulterior a su orgía productiva. El militarismo impregna con su huella a toda la sociedad, los ejércitos se convierten en fines en sí mismos, se ligan a la producción y reflejan su curso. La guerra se convierte en elemento obligatorio de la existencia de la sociedad burguesa, cuya máxima expresión de eficiencia y potencia se manifiesta precisamente en lo que constituye en su conjunto el punto de llegada y el punto de partida de su marcha cíclica», esto escribíamos en el artículo «Armamento, un sector que jamás ha estado en crisis» (1); y agregábamos: «El creciente militarismo significa una compenetración entre ejército, gobierno e industria, donde se intercambian hombres y programas dentro de un esquema que va mucha más allá de la voluntad de todo ministro, partido, o cualquier órgano ejecutivo en general. Así, en periodos de crisis, se acentúa la tendencia de la industria a acaparar las órdenes de compra, o incluso a suscitar, presionando a individuos y sus programas, una ‘necesidad’ ligada a su misma exigencia de producir»; pero las armas y sus sistemas están hechos para ser utilizados, deben ser consumidos para poder continuar su producción y venta. ¿Qué mejor consumo que la guerra?

Al poner en relieve estos aspectos no habíamos descubierto nada; simplemente hemos condensado una conclusión coherente con todo lo que la teoría marxista ha sostenido siempre, y que desde el Anti-Dühring de Engels ha puesto en lúcida evidencia. Combatiendo la posición anarquista que considera el militarismo como un fenómeno que se basta a sí mismo, desligado de aquella compenetración entre ejército, gobierno e industria arriba nombrada, y por lo tanto, como un fenómeno que se puede corregir y reformar dentro mismo de la sociedad capitalista y contra el cual desarrollar una lucha que consiste en actos individuales determinados por «voluntades conscientes» singulares, a esto el marxismo propone la concepción materialista y dialéctica de la historia de la sociedad humana según la cual, tal como Engels ha hecho hincapié, «el militarismo sucumbe a la dialéctica de su propio desarrollo», un desarrollo determinado por las mismas exigencias del desarrollo capitalista; por tanto en el ámbito de la competencia encarnizada mundial entre Estados, desarrollada sobre la base de la producción hiperfrenética típica del capitalismo, hiperfrenesí que se tropieza cíclicamente con las crisis de superproducción, durante las cuales cae pues la valorización de los capitales.

¿Conduce el capitalismo necesariamente a la guerra entre Estados? No, la guerra entre Estados es el resultado inevitable de procesos económicos y sociales del capitalismo muy complejos y que desarrollan contradicciones cada vez más agudas, contradicciones que se acumulan en el tiempo hasta llegar a un punto de ruptura: en el capitalismo, la paz, afirma Lenin, es una tregua entre dos guerras. Pero con el desarrollo del militarismo, paralelo al desarrollo de la industria armamentística, el Estado burgués se pertrecha no solo para afrontar la lucha de competencia en el mercado mundial contra los otros Estados burgueses, sino también para responder a la tendencia inexorable del capitalismo a su concentración y a la centralización del control social, militarizando a toda la sociedad. Por otra parte, el desarrollo de la industria armamentística desarrolla también, en el plano económico, una función subsidiaria con respecto a las otras mercancías que tratan de darle una salida a sus mercancías.

El militarismo es uno de los componentes del imperialismo, pero no el único. La historia de las crisis y guerras capitalistas demuestra que el poder burgués no es capaz de encontrar una solución – política o económica, ninguna – que permita de una vez por todas superar toda posible crisis, toda posible guerra. En la sociedad capitalista, así como son inevitables los estallidos de las crisis económicas y financieras, igual de inevitable es la guerra: y es exactamente con el propósito de enfrentar en la mejor posición de fuerza concentrada posible esta «inevitabilidad», que el poder burgués desarrolla el militarismo, a través del cual se asegura la continuación de su política, como afirma Clausewitz, del uso de medios pacíficos al uso de medios militares.

Contra el militarismo burgués, el marxismo ha definido una línea de lucha política y social, que parte del principio que habíamos tomado más arriba: el capitalismo no resolverá jamás sus crisis, sino desarrollando factores de crisis más generales y violentas, disminuyendo por esta razón, los medios para prevenirlas (Manifiesto, 1848).

Una de las contradicciones del imperialismo, que es la fase más desarrollada del capitalismo, consiste en hacer prevalecer de manera absoluta el capital financiero sobre el capital industrial, por tanto, a superar los límites «empresariales» y «nacionales» del capital industrial, abriendo enormes laceraciones en los sagrados confines de cada «patria». Pero cada burguesía nacional no puede sobrevivir si no hunde sus raíces en el mercado nacional y si no defiende sus intereses nacionales con el Estado nacional; el principio mismo de la propiedad privada requiere límites bien precisos, límites que deben  ser defendidos de otras propiedades privadas. Y los límites del Estado nacional burgués son los confines dentro de los cuales las propiedades privadas existentes de los capitalistas que forman la clase burguesa nacional se defienden de las propiedades privadas de los capitalistas de otras burguesías nacionales. La burguesía, tal como sostiene el Manifiesto de 1848, está siempre en lucha, lucha contra las burguesías extranjeras, lucha contra fracciones rivales dentro de su clase (capitalistas, industriales y terratenientes, todos contra todos), lucha contra el proletariado de cuya explotación extrae su verdadera riqueza. Le sería imposible llevar a cabo esta lucha si no tuviera en sus manos la verdadera fuerza de control social cual es el Estado nacional, organismo que es, al mismo tiempo, fuerza militar concentrada y capitalista colectivo de la potencia de inversión capitalista por muy grande que esta sea; incluso en el caso de las multinacionales – que además no son sino empresas que tienen una base económico-financiero en un determinado país, cuyo Estado tiene la tarea de defender sus intereses internacionales, y de los que depende una numerosa serie de empresas colocadas en diversas países como largos tentáculos, gracias a los cuales puede extraer plusvalor y super ganancias de su compleja actividad – la acción del Estado burgués no cambia de fundamentos, permanece siempre como el defensor supremo de sus intereses, en patria como en ultramar.

Y es precisamente la irresistible carrera mundial por la valorización del capital lo que empuja a cada capitalista a identificarse con la defensa de los intereses del capitalismo nacional, y a contar con el Estado nacional, no solo como el mejor defensor de sus beneficios, sino también como el más decisivo agente de defensa de sus intereses  internacionales. En la época imperialista, la lucha de competencia mundial atañe a todos los capitalistas, grandes, medianos o pequeños, todos por igual, ya que participan quiérase o no, en una gran red que va más allá de los límites particulares de cada empresa, sin importar su tamaño. «En su desarrollo incesante, mientras más incrementa la producción, más agudiza los factores que generan las crisis de superproducción; más satura la superproducción a los mercados, más aumentan los niveles de tensión económica, financiera y política, y más se aproxima el punto de ruptura de los equilibrios que, mediante la fuerza, los Estados tratan de mantener al menos entre sí. Pero la «Paz» que los Estados logran obtener de esta manera, no impide que en el resto del mundo, sobre todo en aquellas regiones donde históricamente han nacido los mayores factores de conflicto económico y político, el conflicto bélico será la situación más «normal», como es el caso de Medio Oriente, desde el fin de la Segunda Carnicería Mundial hasta hoy.

Con el desarrollo de los factores de crisis, se difunde y desarrolla también inevitablemente el militarismo, y no solo en los grandes países que dominan el mercado mundial, sino en todos los países del mundo; y cada vez más frecuentemente, en particular en los países de capitalismo atrasado, es precisamente el ejército quien personifica la fuerza más organizada del Estado, quien representa la más segura maquinaria de control social y de defensa de los intereses burgueses nacionales; sea pues como fuerza de control y de represión internas, bien sea como fuerza militar contrapuesta a otros Estados, en caso de conflicto armado o de guerra verdadera.

Sin embargo, es necesario poner en claro un aspecto no secundario de la cuestión: la guerra no surge automáticamente de las crisis, ello no quita que el militarismo aumente en intensidad como si andara a contra sentido. Además, militarismo no significa «dictadura militar», esto último puede volverse necesario a la clase burguesa en determinados periodos en los cuales la democracia política, con todos sus oropeles electoralistas y parlamentarios, ya no consigue asegurar el control de las grandes masas proletarias, y estas, huyendo de este control, tienden a plantearse el problema desde el punto de vista de clase. El militarismo es la forma que toma la política burguesa cuando, en general, la democracia no logra ya nutrir la vida económica, política y social del país, no logra ya revestir las contradicciones sociales más agudas con aquel manto hecho de ilusiones y esperanza que frenan una rabia social que tiende a sumarse, fragmentándola en mil pedazos y esparciéndola en el ámbito de la vida individual.

El militarismo – como siempre ha mantenido nuestra corriente, haciendo hincapié en una tesis clásica del socialismo internacional no degenerado en revisionismo – es un mal común a todos los Estados burgueses por cuanto es consecuencia del régimen capitalista y de la frenética competencia industrial y comercial (2). El militarismo golpea a los Estados democráticos y a los Estados no democráticos, y no solo aquellos en los que todavía subsisten vestigios de viejas dinastías feudales, autocráticos, sino también aquellos países democráticos avanzados. «Las condiciones del militarismo, tal como es hoy bajo todos sus aspectos, técnicos, políticos, económicos y morales, son en rápida síntesis los siguientes: desarrollo intenso y racional de la gran industria moderna; gran potencialidad financiera de la máquina estatal; organización administrativa que permita explotar los recursos de la nación (conscripción obligatoria, sistema tributario moderno); posibilidad de obtener la concordia y el concurso de la casi totalidad de sus ciudadanos, lo cual presupone un régimen político liberal y la implementación de reformas sociales» (3). Pero esto nos lleva a subrayar que la democracia significa más militarismo, más potencial bélico (4).

Que la guerra se adhiere a la democracia, lo demostramos, una vez más, a través de los balances dinámicos generados por la actividad de nuestro partido. «Las lecciones de la primera gran guerra universal comienzan a ser imponentes, pero todavía habrá que esperar todo un ciclo para que sobrevenga una nueva gran guerra y convulsione los continentes, hasta que los engaños de las supersticiones oportunistas puedan ser evitados. El binomio caro a la banal retórica burguesa, que asocia despotismo de potencia guerrerista, autocracia, invencibilidad, dibuja a los modernos Estados liberales del capitalismo como pacíficos y desarmados, como inadaptados a la guerra a ultranza, reciben un clamoroso desmentido con el desarrollo del primer conflicto. Francia, Inglaterra, la misma Italia, y luego la intervención americana, países que se ufanan de tener libertades y gobiernos parlamentarios, atraviesan la guerra prácticamente intactos, y con ventajas y conquistas. La primera en ceder será Rusia, seguida de las ‘feudales’ Alemania, Austria, Turquía que, bastante más que en la primera, habían adoptado la técnica moderna industrial con fines bélicos» (5). Por tanto, en los frentes de guerra de 1914-18, una primera sentencia es emitida, «son los corderitos democráticos que hay que aplastar, destripando a los Estados despóticos con zarpas de acero» (6).

¿Y qué sucede en el segundo conflicto mundial? La historia repite la misma sentencia. «Las potencias estatales fascistas de Alemania e Italia han sido derrocadas y aniquiladas junto al Japón imperial, por la soberbia superioridad militar de los ejércitos que enaltecen el pabellón de la Libertad. Se enfrentan el Japón atomizado con la intacta América; y todavía hay heridas ocasionadas a Alemania en su potencial humano e industrial y su final laceración con el súbito deterioro de los aparatos de Francia e Inglaterra, cuyo territorio no conocerá jamás la eficiencia aniquiladora que barrió a Dresde de la faz de la tierra. Se sacan las sumas tomando en cuenta también los millones de cadáveres rusos: la única potencia burguesa en salir experimentada y herida de la Segunda Guerra Mundial, y en el campo de los Estados vencedores, es la única potencia no democrática en cuanto a régimen político interno. Los bigotes de Stalin no aguantan una confrontación con las sotanas de Marianne...» (7).

¿Cuál es entonces el «secreto» de los regímenes democráticos con respecto a los no democráticos? Que el Estado burgués en régimen democrático tiene la posibilidad de desplegar una mayor eficiencia bélica, en la medida en que actúa de manera que potencie al mayor grado «tanto la preparación de la guerra como la capacidad de resistencia de la nación en guerra» (8); esto significa que el éxito del enfrentamiento bélico no solo depende del potencial económico puesto en juego, sino también de la profunda colaboración interclasista con la que las fuerzas oportunistas atan a las masas proletarias a la clase burguesa dominante, gracias a cuya colaboración la fuerza de resistencia durante la guerra crece tan desmesuradamente que prepare a su vez el terreno para la reconstrucción posbélica, desarrollándose de este modo durante un largo periodo de conservación burguesa.

Considerar pues que el régimen democrático favorezca la paz y, por ello, sostener su defensa contra toda tendencia a sustituirlo por regímenes de tipo fascista, no puede significar sino jugar el rol de la conservación burguesa, poniéndose de parte de la clase dominante y de sus intereses de clase.

La clase burguesa también ha aprendido alguna lección de su historia y de las luchas revolucionarias del proletariado y sabe que, en la perspectiva a largo plazo, la clase proletaria se verá empujada, debido al extremo empeoramiento de sus condiciones de existencia, a rebelarse contra un poder que no se muestra capaz de amortiguar las consecuencias sobre esta de los golpes de la crisis social y que demuestra al contrario, que solo defiende sus privilegios contra el mismo proletariado, sometiéndolo a un despotismo cada vez más duro en las fábricas y puestos de trabajo, y a un despotismo social «militarizando» su vida cotidiana, preparándolo de hecho a la guerra burguesa y a sus inevitables masacres.

La clase burguesa dominante sabe que es en tiempos de paz que debe preparar al proletariado para la guerra. El fin de la llamada «guerra fría» entre campos mundiales contrapuestos, uno occidental capitaneado por Estados Unidos, y otro oriental capitaneado por Rusia, según la fantasía ideológica de Su Majestad la «Democracia», debía por ley abrir un largo periodo de paz entre los Estados y entre los pueblos. Que esto no haya sucedido, era fácilmente predecible para los marxistas, lo que hoy se ha vuelto evidente para todo el mundo. No hay día que pase sin que no se registren acciones bélicas en cientos de lugares en el mundo; y estas guerras continuas, de baja o alta intensidad, según los factores de choque que se hayan acumulado en el tiempo, sin embargo han representado y continúan representando una válvula de escape para los capitales de Estados más potentes que existen y que a su vez son los mayores productores de armas en el mundo. La función subsidiaria de la industria armamentística de la que ya hemos hablado, sigue desarrollándose gracias a esta terrible continuidad de la política de guerra; una política que todavía no ha empujado a las grandes potencias imperialistas a entrar directamente en conflicto armado para remodelar un orden mundial según las relaciones de fuerza completamente diferentes de aquellas existentes hasta ahora, pero que no obstante han desarrollado una función económica de un modo de producción que escapa inexorablemente al control y a la voluntad de la clase burguesa que lo representa, y que sin embargo saca de este sus privilegios.

La respuesta al desarrollo de los armamentos y al aumento del militarismo, no podrá ser jamás ni la democracia, ni el desarme, ni una política de limitación de la fuerza militar dirigida a la «defensa» exclusiva del país de los «agresores» externos. Ni mucho menos la llamada «guerra contra el terrorismo» que ha tomado la semblanza de un «enemigo» que es externo e interno al mismo tiempo, gracias al cual cada Estado burgués justifica su reforzamiento militar (gastando cifras colosales) y una política de blindaje social al interior.

El capitalismo es congénitamente agresivo: ha agredido en el plano económico para destruir no solo los modos de producción precapitalistas ocupando su lugar, desarrollando la economía con medios técnicos e innovaciones tecnológicas cada vez más revolucionarias, sino para ampliar el mercado hasta abarcar todo el globo terráqueo, que es el lugar donde se concretiza la valorización del capital, verdadera finalidad del capitalismo. Ha agredido y sigue agrediendo en el plano político y militar, a través de Estados nacionales, a otros Estados que no se pliegan a su inexorable desarrollo y que no se someten a los intereses de los Estados más potentes. El impulso objetivo del capitalismo no es el de «defenderse», sino el de «agredir»: se agrede al mercado, se agrede a la competencia, se agrede al enemigo; se puede vencer o perder, pero la burguesía no puede ser diferente a lo que es, y que el Manifiesto de 1848 ha definido con exactitud histórica como clase social que lucha en permanencia, contra clases de la sociedad precapitalista, contra otras fracciones de su clase, contra las burguesías extranjeras, contra el proletariado. Lucha para conquistar y para defender lo que ha conquistado. La paz, la armonía, el lento fluido natural de la vida no son para la burguesía; esta es presa permanente del frenesí hiperproductivo y de la despiadada búsqueda de ganancias, y es por esto que la opresión, la represión, la guerra, son las características naturales de su dominio de clase sobre la sociedad.

La lucha contra la guerra y, por tanto, el antimilitarismo de clase que el proletariado está llamado a conducir históricamente, jamás podrá tener la más mínima perspectiva de éxito si no se inscribe en el cuadro de la lucha anti-burguesa y anticapitalista en la cual este se reconoce como clase cien por ciento antagónica a toda la clase burguesa, fascista o democrática.

Por supuesto, el militarismo no es un fenómeno específico del capitalismo; cada sociedad dividida en clases ha expresado su propia forma de militarismo correspondiente al modo de producción existente y a los intereses de las clases dominantes. Y es un hecho bien conocido, como señaló Karl Liebknecht, que el capitalismo ha desarrollado su propia forma específica de militarismo que de hecho corresponde a la defensa de un modo específico de producción: es la masa de la producción que, en la dinámica del régimen burgués, impone hasta cierto punto la destrucción en masa de instalaciones, medios de producción, productos y hombres «excedentes»; por esta razón, la guerra en el capitalismo, ya no es conducida por ejércitos veteranos y profesionales, voluntarios o mercenarios, tal como los ejércitos feudales, en los que el señor feudal ponía en riesgo su propia vida, sino que involucra a toda la masa del pueblo. El militarismo burgués, por razones que tienen que ver con el íntimo mecanismo de la economía capitalista, se caracteriza por la conscripción obligatoria, por fuerza de la cual la guerra moderna puede reabsorber en su vórtice hasta el último gallardo de la población; conscripción obligatoria que es sinónimo de reclutamiento y armamento generalizado de todo el pueblo» (9). Pero Liebknecht escribía: «A la fase del desarrollo del capitalismo corresponde en el mejor de los modos al ejército fundado en la conscripción general, y que si bien es un ejército surgido del pueblo, no es un ejército del pueblo, sino un ejército contra el pueblo, o un ejército que es cada vez más manipulado en esa dirección» (10).

Es muy cierto que en los recientes desarrollos del militarismo imperialista se ha hecho camino la tendencia a reemplazar por ejércitos profesionales a las tradicionales formas basadas en la conscripción obligatoria. Las clases dominantes burguesas pueden peregrinar cuanto quieran sobre semejante solución como si fuese la solución más conveniente; mas no pueden ni podrán jamás adoptarlas completamente y en forma permanente: «Están y estarán obligadas en los hechos a recurrir en sus guerras – y mucho más en las guerras generalizadas – al armamento general de todo el pueblo, única forma de reclutamiento que pueda responder eficazmente a la exigencia de liquidación (exterminio) a vasta escala de recursos materiales y humanos que la guerra moderna acarrea consigo» (11).

Ante la inevitable necesidad de la clase burguesa de hacer participar a todo el pueblo en la guerra, llevarla a su preparación y desarrollo, por tanto, a armar a las masas proletarias y campesinas que son lanzadas a masacres repetidas en los frentes de guerra, allí existe una contradicción que la burguesía no logra fácilmente resolver de manera exclusiva a su favor. Los proletarios forman el grueso de cada ejército, son transformados en soldados, instruidos en el manejo de las armas y habituados a los enfrentamientos armados. Pero esta formación puede volverse en su contra. Los proletarios pueden tornar esta formación en contra de la burguesía y no contra el proletariado del ejército «enemigo». Semejante cambio de dirección no ocurre automáticamente, ni en virtud de una propaganda pacifista o extremista, sino que se apoya en los puntos de ruptura abiertos por las mismas destrucciones y las mismas masacres de la guerra. En Italia, en octubre de 1917, la «huelga militar» que fue la Ruta de Caporetto, hizo notar una clara oposición de los proletarios a la guerra, lo que correspondía con un periodo en que el proletariado urbano, empujado por sus condiciones de vida terribles, darán vida a una serie de manifestaciones que culminarán en los movimientos de agosto de 1917 en Turín, verdadera acción de guerra de clase – tal como puede leerse en el subtítulo «La izquierda en Italia frente a la guerra mundial» de este opúsculo – acciones que hubiesen podido desarrollarse en dirección de la revolución proletaria (como sucedió en Rusia) si también en Italia hubiesen madurado las condiciones no solo objetivas, sino también subjetivas (influencia determinante del partido de clase y superación de las ilusiones democráticas por parte del proletariado) que habrían permitido al proletariado elevar su lucha del nivel de la defensa «de clase» al de la ofensiva revolucionaria, pasando por la fragmentación del ejército y la organización de clase, legal e ilegal, guiada por el partido revolucionario.

Este cambio de dirección no ocurrió en Italia, tampoco en Alemania y, intentado en Hungría, no logró mantener sólida la ruta revolucionaria emprendida inicialmente; lo que demuestra que la persistente intoxicación democrática y la acción cotidiana del oportunismo camaleónico en las filas proletarias son obstáculos mucho más duros que los que aparecieron en la época a los mismos bolcheviques.

Nuestra corriente de Izquierda comunista ha aprendido las lecciones fundamentales de todo el curso degenerante y degenerado del oportunismo, en los vestidos del anarquismo de la primera oleada, en los vestidos del socialdemocratismo y en el traje del estalinismo, y del postestalinismo de la tercera oleada del oportunismo.

Pues bien, en los artículos que siguen, y que forman el opúsculo que aquí presentamos, hay una serie de referencias a la línea roja que liga la lucha antimilitarista de clase de los partidos revolucionarios en el periodo de las guerras coloniales a comienzos del siglo Veinte, a los Congresos de Basilea y la Izquierda de Zimmerwald, a la lucha de Luxemburgo y Liebknecht contra el militarismo alemán, a la lucha de los bolcheviques y la Izquierda Comunista; una línea que siempre ha tenido como característica definida la perspectiva de la revolución proletaria y de la conquista revolucionaria del poder político, en cuya perspectiva no podía sino ejercerse la acción disgregadora que el proletariado realiza contra el ejército burgués, la lucha contra su burguesía nacional en la paz como en la guerra, y la lucha independiente de clase a fin de preparar al proletariado al asalto revolucionario por la conquista del poder guiado por su partido de clase revolucionario. Una línea política que se condensa muy bien en la famosa consigna de Lenin: transformar la guerra imperialista en guerra civil, cosa que el proletariado ruso, guiado por el partido bolchevique de Lenin logró, mostrando la vía a todos los proletarios del mundo, pero que el proletariado europeo no pudo lograr, a pesar de la persistente actividad antimilitarista y revolucionaria, especialmente en Alemania e Italia.

No faltan tampoco las críticas a las posiciones clásicas del oportunismo que adoptan las tesis pacifistas, desarmistas y nacionalistas burguesas, reduciendo el tema de la lucha contra la guerra y contra el militarismo, a un hecho solamente ideológico y de «consciencia individual», algo que, frente a la inminencia del estallido de la guerra, es prácticamente sepultada con las cuestiones llamadas «reales» que la burguesía dirige de nuevo a la «agresión» por parte de otros Estados, a la defensa de las «sagradas fronteras», a la defensa de la «libertad», la «democracia», la «civilización»...                        ·

 


 

(1) Cfr. el n 2 de Quaderni del programma comunista, junio de 1977, pp. 19-20, y p. 25.

(2) Ver «¡Lo que se hace evidente», un artículo publicado en Avanti!, 17.9.1915, ahora en la Historia de la Izquierda Comunista, vol. I p. 290.

(3) Ibid.

(4) Cfr. Estructura económica y social de la Rusia de hoy, Ed. il programa comunista, pág. 106 (párrafo 26, «La guerra se adapta a la democracia»).

(5) Ibid., p. 105.

(6) Ver nuestro antimilitarismo de clase y de guerra, Reimpresión del comunista, 1994, p. 31.

(7) Ibid.

(8) Ibid.

(9) Ibid., p.33.

(10) Ver K. Liebknecht, Militarismo capitalista, en "Scritti politici", Ed. Feltrinelli, Milán, 1971, p. 81.

(11) Cf. Antimilitarisno di classe y guerra, cit. p. 33.

 


 

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