La única línea roja

 

(«El proletario»; N° 9; Enero-  febrero - marzo de 2016)

 

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Las pasadas elecciones generales han dejado en España un panorama parlamentario aparentemente caótico. Si el celebrado cambio político tenía que llegar, lo ha hecho de una manera nada clara, con un Senado controlado por el Partido Popular y con un Parlamento capitaneado por los dos principales partidos políticos nacionales.

 

Más allá de las nuevas caras que se ven entre los diputados y senadores, lejos de las tertulias políticas en prime time que copian el modelo de la prensa rosa para dar lugar cada noche a una tormenta en un vaso de agua… lejos en fin del espectáculo electoral que en todas las «democracias avanzadas» se ha convertido en un show de lo más chabacano, «el cambio» ha resultado ser, únicamente, una recomposición de los cálculos necesarios para formar gobierno que acentúan hasta el límite de lo posible el cretinismo parlamentario al que, hasta ahora, todos estaban acostumbrados. Los círculos empresariales, la Comisión Europea e incluso el mismo presidente de los EE.UU., precisamente aquellos a los que «el cambio» iba a asustar, no parecen haberse puesto a temblar aún por el ascenso de Podemos y sus primos lejanos de Ciudadanos, sino que se limitan a pedir estabilidad institucional, al margen de qué formación sea aquella que la garantice, es decir, se limitan a pedir que España sea un país bien gobernado independientemente de quién lidere su gobierno.

 

¿Inestabilidad?

 

La estabilidad real para un país capitalista no se mide en términos de división parlamentaria: ni sus unidades de medida son los grupos políticos existentes en el Congreso ni las posibles alianzas entre ellos constituyen nunca una novedad. La estabilidad en un país capitalista, como lo son todos hoy en día, consiste en la estabilidad del gobierno de la burguesía sobre el proletariado. En España este gobierno está completamente asegurado y se desarrolla sin fisuras significativas desde hace décadas. De hecho este gobierno ha superado duras pruebas sin que sus fundamentos se pusiesen en cuestión ni por un momento y siempre ha logrado mantener incólume el dominio de clase burguesa.

Este dominio no se basa en que al frente del Estado se encuentre un dictador o uno de los partidos de la derecha burguesa. El dominio de la burguesía sobre el proletariado se levanta sobre bases mucho más estables que las del simple aparato de gobierno. La competencia que los proletarios se hacen entre sí, en la lucha por el puesto de trabajo, la búsqueda de la supervivencia individual dentro de las relaciones capitalistas de explotación, constituye el primer puntal sobre el que gira la debilidad de la clase proletaria y, consecuen-temente, la fortaleza de la burguesía. Esta competencia está en el mismo origen del capitalismo y es la que reduce al proletariado a subsistir únicamente como clase para el capital. La burguesía consigue con ella la posibilidad de explotar al conjunto de la clase mientras presenta la situación que sufre cada individuo aislado de esta como un problema aislado cuya responsabilidad y posibilidad de resolución cae únicamente sobre sus espaldas. La verdadera estabilidad del régimen burgués consiste en que cada día los proletarios se encaminan desde sus barrios y sus pueblos a servir como mano de obra en las empresas, sean estas privadas o estatales. En que, después de abandonar la empresa, cumplida la jornada de trabajo, se enfrentan de nuevo individualmente al casero, al banquero y al comerciante. En que, cuando la situación es ya tan terrible que lo que se pone en juego es la propia vida del proletario, únicamente le queda asumir el riesgo individual de emigrar, jugándose la existencia por tierra y mar, para ser recibido por la burguesía de los países de destino con métodos brutales que le reducen a la condición de simple objeto con el que comerciar de nuevo según las exigencias de la producción (tantos sirios a Alemania que son los que pueden absorber Thyssen y Krupp, tantos marroquíes a España que son los que se necesitan para la construcción y así en todo el mundo).

 La estabilidad en cualquier Estado burgués consiste en explotar de manera estable y continuada en el tiempo al proletariado, ¿o acaso durante estas semanas de supuesta inestabilidad parlamentaria el Estado español ha dejado de recaudar impuestos? ¿Quizás ha dejado de desahuciar familias? ¿La burguesía ha dejado de aplicar la legislación laboral para despedir a miles de trabajadores? A lo largo del tiempo la burguesía española ha sido capaz de mantener su orden en diversas situaciones difíciles. Y ha aprendido de ello.

En 1.975 la estabilidad consistía en superar la crisis de fluidez en las relaciones capitalistas de producción sin que esto supusiese un riesgo para el orden político. Y se logró. El conjunto institucional del régimen franquista se recicló en las instituciones democráticas sin que existiese ninguna fractura en la continuidad de sus funciones: la monarquía, el ejército y la unidad nacional fueron los conductos políticos por los que se empalmaron los extremos de dos regímenes (el viejo y el nuevo, por mostrar que hasta en el vocabulario los adláteres del cambio son extremadamente conservadores) que tenían la misma base social. En niveles inferiores, todo el aparato estatal permaneció inalterado, los jueces siguieron en sus puestos aunque el viejo Tribunal de Orden Público pasase a llamarse Audiencia Nacional, la policía continuó campando a sus anchas con uniformes renovados pero con los mismos comisarios, el terrorismo de Estado incluso se reforzó en la medida en que las Fuerzas de Orden Público cedieron la labor de las ejecuciones extra judiciales a grupos de mercenarios contratados por el gobierno… Si la estructura legislativa varió, como lo hizo la configuración territorial del país, fue para modificar las fórmulas dictatoriales que eran demasiado rígidas y no permitían responder a las nuevas necesidades que el capital nacional planteaba, tanto para superar la crisis económica como para incluir a algunos sectores de la burguesía periférica que habían estado fuera de la esfera política durante las pasadas décadas. El aparato del Estado no varió, lo viejo continuó en lo nuevo, una vez que la burguesía española asumió las medidas de modernización que la situación internacional y nacional requería.

Durante la Transición, la ilusión parlamentaria fue tenazmente jugada por la burguesía como su principal arma contra el proletariado. La democracia naciente se presentó como el marco en el cual tanto proletarios como burgueses podrían resolver sus problemas mediante el arbitrio de un Estado que se pretendía colocado por encima de las clases sociales. En medio de la crisis capitalista mundial, cuyos efectos sufrió el proletariado español con especial intensidad, la burguesía presentó un programa único de gobierno más allá de las divisiones existentes entre los diferentes partidos políticos: los  Pactos de la Moncloa, hoja de ruta cuyo objetivo era lograr un aumento de la productividad en todos los ámbitos de la economía mediante una drástica reducción de las condiciones de existencia del proletariado, y la Constitución, que consagraba a ojos de los trabajadores la vía parlamentaria como la única posibilidad de intervención política.

La democracia ha significado, cuarenta y un años después, el triunfo rotundo de todas las exigencias que planteó la burguesía y el hundimiento del proletariado en una situación de absoluta desesperación. Y hoy, los llamados partidos del cambio no vienen a impugnar este recorrido, sino a hacerse fuertes en él, defendiendo que hay que «profundizar» la democracia en España, que el proletariado y el resto de clases subalternas deben confiar de nuevo en el parlamentarismo como única vía para mejorar su existencia. Estos partidos recogen el legado de aquellos que hace cuatro décadas fueron la cabeza de playa de la burguesía y pretenden que su irrupción en las cámaras legislativas y en las instituciones locales garantizan una próxima mejora de la situación para aquello que ellos llaman «el pueblo».

 

¿Ingobernabilidad?

 

De hecho, los poco más de cinco millones de votos que ha obtenido Podemos no le proporcionan ni de lejos la oportunidad de cumplir el objetivo que marcó su líder y del que hoy se desdicen continuamente, un gobierno en solitario. En este contexto, los que ayer eran casta hoy son aliados contra el nuevo principal objetivo a abatir, que es el PP. Y se olvida que el PSOE ha sido el partido que durante más tiempo ha gobernado en democracia, que de su mano vinieron las principales leyes anti obreras que se han promulgado, que este partido organizó y financió el GAL, que creó la ley Corcuera y un largo etcétera. En pocas palabras, tanto Podemos como Ciudadanos son poco más que partidos-muleta en los que se apoyan los dos principales partidos políticos de España para gobernar (algo que, por otro lado, ya sucedió con el apoyo de CiU y PNV tanto al PSOE como al PP durante los años ´90). Los partidos del cambio juegan el papel de cuadrar la mayoría necesaria para que uno de los dos partidos que siempre han gobernado pueda hacerlo. Un buen «cambio», sin duda.

Es en este sentido que se muestra no ya la poca utilidad de estos partidos sino el verdadero papel que cumple el órgano legislativo. La famosa frase de Alfonso Guerra «Montesquieu ha muerto», que habitualmente es entendida como la constatación de la sumisión del Poder Judicial al Ejecutivo, muestra ahora su otra cara una vez que se evidencia que también el Poder Legislativo está plenamente sometido a la función de dar un gobierno: sean cuales sean las características del presente parlamento, lo cierto es que gobernará un partido que ya ha asumido esta tarea durante el periodo de alternancia que comienza en 1.982. Y sean cuales sean las esperanzas puestas en que la llegada de Podemos al Parlamento iba a suponer algún tipo de cambio revolucionario aunque sólo fuese en la reducida esfera del orden gubernamental, lo cierto es que únicamente va a hacerle el juego al Partido Socialista. ¿A cambio de qué? La respuesta a esta pregunta ya cae incluso fuera de la farsa política y entra dentro del campo del arribismo y de las prometedoras carreras políticas de determinados profesores de universidad.

Por su parte la propia burguesía está demostrando lo poco que necesita del gobierno surgido del Parlamento para mantener su orden. El hecho de que durante un periodo considera-blemente mayor de lo normal haya prescindido de formar un gobierno, con las múltiples opciones que tiene a su disposición, es indicativo de que el verdadero gobierno se encuentra fuera de las instituciones llamadas representativas. Lo mismo da un gobierno «de cambio» que uno en funciones que ninguno en absoluto.

La función del ejecutivo votado por los parlamentarios es simplemente la de un gestor, que debe ser eficiente y capaz, pero que en ningún caso es imprescindible. Y esto es así porque la función de todas las instituciones democráticas es la de vincular a los proletarios, lo que significa a la mayor parte de la población de las sociedades modernas, al Estado burgués. A través de la ilusión parlamentaria se refuerza entre la clase obrera la idea de que en  estas sociedades existe un interés común que puede ser dilucidado lejos de la lucha entre las clases y que, por lo tanto, todas las expectativas deben ponerse siempre en que un partido lo suficientemente representativo del conjunto de la nación se haga con el gobierno. La burguesía utiliza el Parlamento para gobernar, pero no en el sentido en que habitualmente se entiende esto, no porque sólo los burgueses llegan al Parlamento (algo que en la perspectiva del oportunismo socialdemócrata y estalinista podría solucionarse logrando más votos para sus partidos) sino porque mediante el parlamentarismo se inocula en la clase proletaria la idea de la colaboración con la burguesía, que significa en la práctica su sometimiento a los intereses de clase de esta. Ni el Parlamento ni en general el Estado tienen ninguna autonomía: son instrumentos en manos de la clase burguesa que los utiliza a modo de lubricante para atenuar las tensiones que genera el hecho de que gobierna, siempre y en todo lugar, contra el proletariado. Múltiples variantes dentro del Parlamento dan como resultado un mismo hecho: la burguesía gobierna. Y cuanto mayor sea la cantidad de estas variantes con más facilidad gobernará, porque mayores serán las ilusiones que el proletariado ha depositado en el sistema democrático y menos problemas presentará a la hora de padecer las exigencias que le impone su enemigo de clase, y por lo tanto más lejos se encontrará del terreno de la lucha de clase, el único en el que puede vencer.

De esta manera, negada cualquier independencia tanto al Ejecutivo nacional como al Parlamento, se entiende claramente que en España no hay en estos momentos ninguna dificultad para gobernar sino que, de hecho, la burguesía va a encontrar mayores facilidades para hacerlo. Sobre un terreno muy simple se ve claro: si hace dos, tres o cuatro legislaturas cualquiera que fuese el gobierno necesariamente tendría un solo color, ahora la necesidad obliga a que se permita que haya diferentes formaciones en este e incluso se permite la integración de determi-nados sectores de la pequeña burguesía que sueñan ahora con una representación más directa de sus intereses. El propio  Pablo Iglesias  lo ha dicho en un artículo publicado recientemente: se va hacia una coalición entre partidos al estilo de aquellas que gobiernan en países como Alemania, Italia, etc. (El País, 25 de enero de 2016). Precisamente son estas «experiencias de coalición» las que han mostrado en casi todos los países de Europa la verdadera naturaleza de las instituciones parlamentarias: en todos ellos la situación de la clase proletaria ha empeorado a ritmos vertiginosos con la izquierda en coaliciones, en todos ellos el Parlamento ha servido para que la burguesía imponga sus medidas durante la crisis capitalista sin encontrar una oposición significativa.

En todos estos países, en fin, las coaliciones parlamentarias han contribuido a inocular el virus de la colaboración entre clases, con los consabidos resultados para el proletariado, dando una pátina de credibilidad a la lucha democrática.

 

La única línea roja

 

Todos los parlamentarios, todos los politólogos y todos los tertulianos coinciden en una cosa: en las presentes elecciones, como ya sucedió en las pasadas y en todas las anteriores, se ventila de manera crítica el destino de España. El país viviría, según ellos, a salto de mata y cada movimiento parlamentario debería ser recogido, analizado y diseccionado con el mayor interés porque con él está en juego prácticamente todo. Pero lo cierto es que la montaña nunca llega ni tan siquiera a parir un ratón y una única tendencia se refleja claramente a lo largo de estas décadas de gobierno democrático de la burguesía: brutal empeoramiento de las condiciones de vida  y de trabajo del proletariado, aplastamiento no menos brutal de todos los elementos que en un momento dado han podido generar incertidumbre (y esto con la aquiescencia de todos los grupos parlamentarios, cualquiera que sea su color político). De hecho, de las aproximadamente 300.000 normas que componen el corpus legal del Estado español, leyes que van desde las ordenanzas municipales hasta las reformas laborales, más del 90% se han aprobado, y se seguirán aprobando, sin hacer ruido, sin oposición y, prácticamente, sin que se sepa fuera de los recintos del Parlamento. Esto significa que el conjunto de leyes que regulan la vida cotidiana del proletariado y que refuerzan su situación de sometimiento a la clase burguesa, son apoyadas con el concurso, activo o pasivo, de todas las fuerzas democráticamente elegidas. Es cierto que las grandes leyes como las reformas del mercado de trabajo, las que regulan el marco financiero, etc. son aprobadas por lo general con la oposición parlamentaria ejerciendo su papel, pero también es cierto que ninguna de ellas ha sido revocada una vez el gobierno ha cambiado. Y esto porque las grandes líneas de actuación gubernamentales están fijadas de antemano mediante grandes pactos (de la Moncloa, de Toledo, etc.) que encauzan una corriente determinada por la propia naturaleza del capitalismo: la explotación cada vez mayor de la clase proletaria y la competencia con las burguesías rivales.

Ahora que continuamente se escucha hablar de las «líneas rojas» que uno u otro partido no piensa cruzar o no piensa permitir que su futuro aliado cruce, conviene recordar que la única línea roja para todos los partidos burgueses es la defensa de la economía nacional. Esto significa el incremento de la productividad general de la economía, algo que únicamente puede hacerse cargando el peso sobre las espaldas del proletariado y que se ha concretado a lo largo de estos años en salarios bajos, incrementos del coste de la vida, etc. La única línea roja es aquella que la burguesía ha trazado y que sirve para delimitar los intereses que mantiene como clase. De ella se derivan todas las prohibiciones que de nuevo todos los partidos se imponen y que afectan tanto a la gobernabilidad interior del país como a las relaciones que se mantienen con el resto de burguesías nacionales del mundo: defensa del orden cuando los proletarios amenazan romperlo, es decir, disposición de todos los medios posibles para garantizar la paz social y defensa de las posiciones que la burguesía española mantiene en el exterior, facilitando sus negocios por la vía pacífica o por la violenta cuando la guerra es la única salida. Se trata, por lo tanto, de la línea roja que delimita el terreno de la lucha de clase que la burguesía libra cotidianamente contra el proletariado y contra sus competidores internacionales para asegurar sus intereses. Para con ella todos los partidos del arco parlamentario guardan un respeto sepulcral.

 

El hilo rojo

 

Si la burguesía gobierna sobre el proletariado por la vía democrática es como consecuencia de la derrota que este sufrió ante sus métodos dictatoriales. La democracia moderna que existe en los los países del capitalismo desarrollado no está levantada sobre las conquistas del movimiento obrero, como pretenden que sea la socialdemocracia y el estalinismo de viejo y nuevo cuño. El movimiento de clase del proletariado, a lo largo de sus periodos de auge tanto como de sus periodos de debacle, es el movimiento hacia la destrucción de la sociedad dividida en clases y por lo tanto de la última expresión de esta, el capitalismo. Frente a la clase proletaria la burguesía ha utilizado tanto las fórmulas democráticas de gobierno como las dictatoriales sin que por ello variase ni un ápice el contenido de su régimen. Estas variaciones no se han debido a otra cosa que a la fuerza que el proletariado ha mostrado en el combate: las formas dictatoriales han aparecido cuando la presión sufrida por la burguesía era tan elevada que las debilidades consustanciales al gobierno democrático convertían a este en una rémora (precisamente porque el empuje del proletariado no tenía nada de pacífico ni de democrático sino que era abiertamente violento y dictatorial). En España, tras el periodo que va de 1.931 a 1.939, el gobierno dictatorial acabó por ser la única vía para mantener a los proletarios a raya, una vez que los experimentos democráticos de la pequeña burguesía ilustrada fracasaron estrepi-tosamente. Pero a su vez las formas dictatoriales dejan paso a las democráticas cuando estas vuelven a ser eficaces. Por un lado el gobierno dictatorial es la síntesis de un esfuerzo centrípeto en el que la burguesía empeña todas sus fuerzas luchando contra la corriente de un capitalismo que es necesariamente centrífugo porque tiene su base en la producción atomizada y el caos consecuente con ella. Y este esfuerzo es costoso de mantener, excluye a una buena parte de los burgueses de sus posiciones habituales, y muestra abiertamente su naturaleza anti proletaria de manera que difícilmente puede mantenerse cuando la tensión que generan las crisis capitalistas reaparece. Por otro lado, ante un proletariado que es espoleado por la crisis y amenaza con volver al terreno de la lucha abierta pero que aún está lejos de hacerlo, la burguesía requiere el concurso de todas aquellas partes que estaban excluidas en el gobierno dictatorial y, además, necesita canalizar las primeras sacudidas de la clase obrera por la vía democrática para esterilizarlas.

 Fundamentalmente, en esto consistió la ya lejana Transición española, cuando las burguesías vascas, catalanas, etc. fueron llamadas a participar en los asuntos de Estado mediante representantes propios y al proletariado se le lanzó la ilusión democrática para alejarle de sus tentativas de lucha. Por supuesto el Estado democrático resultante es muy diferente de las democracias clásicas de la burguesía revolucionaria: lleva consigo todas las características de un Estado dictatorial porque estas forman parte de un bagaje político del que la burguesía no quiere ni puede desprenderse a la espera de futuras convulsiones sociales.

Las lecciones que el proletariado debe aprender de este nuevo esperpento electoral en el que buena parte de él ha puesto grandes esperanzas no le serán visibles inmediatamente.

Que el «cambio democrático» ha sido y es hoy en día una baza que la burguesía juega contra él, es un balance que todavía debe conquistar y que le será muy doloroso alcanzar, privado como está tanto de un asociacionismo mínimo que le permita combatir sobre el terreno del enfrentamiento inmediato como de su partido de clase, órgano de la revolución comunista. Pero el hecho de que la burguesía deba recurrir a estos nuevos equilibrios parlamentarios, a esta nueva composición del gobierno, es indicativo de que la verdadera inestabilidad que tanto teme puede aparecer por el horizonte. Y por lo tanto es completamente seguro que a la larga la clase de los sin reservas, la clase que porta en su seno la destrucción de todas las clases sociales, acabará por reanudar el camino sobre el hilo rojo que le une a sus pasadas experiencias de lucha revolucionaria. Y entonces se reencontrará con el bagaje teórico que extrajo de las grandes confrontaciones históricas y que le debe llevar a rechazar por igual cualquier tipo de equilibrio o desequilibrio parlamentario, cualquier tipo de gobierno democrático, porque en ellos rechazará el mismo dominio de la burguesía. El camino no será fácil y no estará exento de dolorosas pruebas que aún no se pueden prever, pero lo que es seguro es que pasará por el rechazo a todo el sistema de colaboración entre clases y por la fijación, como objetivo principal, del abatimiento el Estado burgués, órgano de la verdadera dictadura burguesa, para imponer su dictadura revolucionaria mediante la cual comenzar la transformación socialista de la sociedad.

 

 

Partido comunista internacional

www.pcint.org

 

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