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Ébola en España

 

 

El día 5 de octubre el gobierno español confirmó que se había detectado un caso de contagio por el virus ébola en España. Se trata de una asistente de enfermería de las que se encargó de tratar al último de los misioneros que fueron repatriados a España desde la costa oriental de África para intentar salvar su vida.

Esta situación ha generado respuestas de lo más variado. Por una parte el gobierno español afirma que el contagio de ébola no es posible en Europa, que se trata de una situación aislada en absoluto peligrosa para la población y que, en cualquier caso, el problema ha partido del mal uso de los medios que el Ministerio de Sanidad puso a disposición de los médicos, enfermeros y demás personal involucrado en el cuidado a los misioneros. Un “fallo en el protocolo de seguridad” para nada achacable a su gestión. Por su parte la oposición, encabezada por el PSOE y con la práctica totalidad de los partidos políticos detrás, afirma lo contrario: se trata de un problema de gestión de los medios técnicos, de un problema de gestión política y de una responsabilidad directa del gobierno del Partido Popular. A esto se añade una versión más escorada hacia la izquierda que afirma que la responsabilidad recae no en la mala gestión sino en la política llevada durante los últimos años de desmantelamiento de la sanidad pública, que habría llevado a que ahora no se esté en condiciones de responder a la amenaza que el virus plantea. En suma, con el pretexto del contagio de ébola, por otro lado limitado a un solo caso verificado, se desencadena un alarmismo con el cual los partidos burgueses desvían la atención de las graves condiciones de vida y de trabajo que padecen las masas proletarias.

En cualquier caso, detrás de estos argumentos hay una afirmación de fondo que no se plantea abiertamente pero que acompaña a cada uno de ellos como una verdad incuestionable. Para gobierno, oposición y partidos a la izquierda del PSOE, se trata de que en una “sociedad moderna y desarrollada” que cuenta con grandes cotas de progreso alcanzadas, es impensable que se produzca una catástrofe como la que ha tenido lugar, que hasta ahora ha puesto en riesgo la vida de seis personas y que amenaza con crecer exponencialmente Dicho más llanamente: es inconcebible que el capitalismo (culmen del progreso y la modernidad) permita este tipo de situaciones. Por lo tanto se trataría simplemente, de problemas en el cómo se gestionan estas situaciones. Unos grupos políticos y unos cuerpos técnicos lo han hecho mal (o bien) y deben marcharse (o quedarse) dejando su puesto a los siguientes. Nada más que un quítate tú para ponerme yo. De que se trata de negligencias y de un sistema sanitario en el cual faltan medidas comunes, no hay duda, y esto lo revela tanto el caso de la enfermera española como el del enfermo nigeriano en los EE.UU. El Ébola es una enfermedad tropical grave, pero mucho menos contagiosa que una gripe normal. Si los enfermos son sometidos inmediatamente a tratamientos básicos (rehidratación, alimentación adaptada, ambiente higiénico, etc.) y si tenían buena salud antes del contagio, tienen muchas posibilidades de curarse por sí mismos. Pero en Liberia, en Sierra Leona, en Guinea, donde la pobreza es altísima, la higiene está ausente para una gran parte de la población no sólo rural sino también para aquella amontonada en pocas grandes ciudades, el agua potable es rara como ratos son los hospitales y los médicos, donde ya la malaria, la tuberculosis y el SIDA contribuyen a la alta tasa de mortalidad tanto en adultos como en niños, en estos países donde las estructuras sanitarias son casi inexistentes ¿qué intervención inmediata es posible?  

La realidad es tozuda y muestra una y otra vez que el capitalismo, no obstante todos sus medios técnicos, su racionalísima organización y su sistema de incentivos al progreso, no escapa de sus contradicciones: las inversiones en los países pobres se dan en particular en los sectores más rentables, como los recursos minerales y las materias primas en general, mientras en el resto de los territorios, donde las viejas culturas y los viejos equilibrios han sido destruidos, abunda la más oscura miseria. En el caso del ébola, como en tantos otros, habría un problema de gestión o de buen hacer técnico si existiesen también en estos países las mismas estructuras sanitarias presentes por ejemplo en Europa, pero el problema actual, en realidad, es al mismo tiempo el desarrollo y la falta de desarrollo capitalista, desarrollo que, frente al riesgo de epidemia, habría colocado, como la ha hecho en Europa llegado el momento, el problema de la desorganización de la producción obligando a la clase capitalista a tratar de poner remedio a través de medidas de higiene y, sucesivamente, medidas realmente sanitarias. Y por lo tanto sólo es posible comprender esta realidad, comprendida la tragedia en los países pobres del África Occidental en términos de clase.

También un representante de la burguesía, el presidente de la Facultad Británica de Salud Pública, a propósito del ébola ha hecho una declaración crítica muy clara: “si la epidemia hubiese tenido lugar en Gran Bretaña, se hubiese encontrado un remedio. Hace falta poner el acento sobre la pobreza y sobre las malas condiciones de vida” (“The Independent, 3/8/2014) Y, a propósito de la industria farmacéutica, continuaba: “hace falta denunciar el escándalo del rechazo de la industria farmacéutica a invertir en la investigación para producir las vacunas y los tratmientos, porque según afirman ¡las cifras son demasiado débiles para justificar la inversión! Inútil decir que esta crítica ha hecho mucho ruido, dado que una personalidad de este peso ha criticado el capitalismo, pero no podía sino extraer esta conclusión: “es el fallo moral del capitalismo que actúa en ausencia de cualquier cuadro ético y social”. Y es que el único cuadro que el capitalismo conoce es exactamente el de las cifras, ¡de las cifras del beneficio!

Toda la realidad del capitalismo puede resumirse en una fórmula: acumular cada vez más capital, supeditar la fuerza de trabajo (el trabajo vivo) al capital (trabajo muerto) vamipirizándola, para continuar con el ciclo de valorización de este último que permite generar rentas y beneficios. Para el capital, en su desarrollo contradictorio, no existen barreras nacionales, físicas o humanas: todos los recursos están puestos al servicio de sus necesidades de reproducción y el conjunto de la vida humana y natural se dispone de la manera más conveniente a sus exigencias. Es el capital el que ha unificado el mundo, creando mercados y conquistando territorios de los que extraer recursos naturales y en los que colocar sus mercancías, sometiendo todos los rincones del planeta a la feroz ley del beneficio capitalista. Para ello ha organizado socialmente el espacio de manera que esto pudiera realizarse de la manera más rentable posible. Donde hace poco más de siglo y medio sólo había territorio virgen y escasas poblaciones humanas adaptadas al medio en el que vivían, ahora se levantan inmensas ciudades de las que dependen otras tantas zonas periféricas. Millones de personas se hacinan ahora en las regiones donde el capital ha instalado los nódulos que le nutren de su alimento más preciado: el plusvalor.

En el caso de África, grandes centros productivos desde los que también se gestionan los recursos de las áreas más cercanas han surgido en toda la costa occidental del Continente. En esta zona, como por lo demás en el resto del continente, a la historia del colonialismo de los siglos XVII, XVIII y XIX se ha superpuesto la práctica de la dependencia económica de este siglo y el pasado. Senegal, Guinea, Sierra Leona o Liberia, son divisiones políticas impuestas en virtud de la competencia que los diferentes capitales nacionales se han hecho entre sí y en la configuración de sus fronteras no se tuvo en cuenta otra cosa que la rivalidad entre las naciones coloniales que siempre han utilizado estos países como vía para dar salida a sus mercancías, extraer recursos naturales o, simplemente, impedir que el rival pudiese hacer ambas cosas. Los habitantes de las tribus de esta zona fueron primero vendidos como esclavos en el comercio con América y después utilizados como mano de obra barata para la producción. Ahora millones de personas viven masificadas en grandes urbes construidas para mayor gloria del Dios capital en zonas poco aptas para las aglomeraciones humanas. Destruida la vida autóctona y el medio natural ¿qué queda? La muerte.

Hoy, en toda la región costera de África occidental existen tres maneras habituales de morir. La primera es el hambre y la miseria, que condiciona la existencia de una población cuya única razón de ser es servir al capital de mano de obra de bajo precio para la industria y la minería. La pobreza continua atenaza a la población de la zona, que en pocas décadas ha visto como se colmaba de nuevos proletarios que ser explotados. La segunda es la guerra, prácticamente continua en la zona, realizada por diversos ejércitos siempre al servicio de las potencias imperialistas europeas y americanas que defienden, a través de ellos, el control de las fuentes de materias primas y recursos naturales. Hoy el cobalto, el silicio y el petróleo, materiales de primera necesidad en la industria moderna capitalista, han sustituido parcialmente al oro y los diamantes como objeto de la rapiña capitalista, pero las masas populares y los proletarios de países como Liberia o Sierra Leona continúan siendo utilizados como carne de cañón  en los enfrentamientos que desangran estos países.

Finalmente, las epidemias que asolan la región periódicamente (13 brotes de ébola sólo desde 2000, según la Organización Mundial de la Salud) contribuyen definitivamente a convertir la vida de los habitantes de esta región de África en un infierno. Pero mientras que el hambre y la guerra son presentados por los medios de comunicación, las organizaciones pacifistas y los gobiernos como consecuencia de la acción del hombre y atribuidos a la falta de moral, al ansia excesiva de lucro, etc. las enfermedades como el ébola (o el SIDA en Sudáfrica, el virus del Nilo Occidental, etc.) aparecen siempre como algo debido a la naturaleza, como un hecho que siempre ha estado presente y que acompañará a la humanidad hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, esta visión no es otra cosa que pura superstición asociada a una sociedad que encuentra los límites materiales a su desarrollo, en lugar de en las fuerzas de la naturaleza, en las contradicciones propias del modo de producción capitalista y que, por lo tanto, enfrenta estas a la vida humana: el imperio de la razón que la burguesía había prometido a la humanidad acaba finalmente por reconciliarse con la ciega fe religiosa a la hora de explicar las consecuencias del modo de producción que la encumbró.

Realmente las catástrofes sanitarias que, como el ébola, arrasan los llamados países en vías de desarrollo (y que ahora aparecen en España y en Estados Unidos) son consecuencia directa del desarrollo desigual del capitalismo. Incluso las instituciones médicas supra nacionales, encargadas de gestionar estas catástrofes, reconocen que no se producirían, es decir, que las enfermedades no pasarían del rango de problemas sumamente localizados al de pandemia, si los fenómenos concomitantes al desarrollo del capitalismo como la urbanización masiva y los asentamientos en lugares insalubres no hubiesen tenido lugar.

Concretamente, para el caso del ébola, se supone una correlación estrecha entre la propagación del virus y la masificación humana que aparece debido al aumento exponencial de la urbanización del África Occidental. Las ciudades crecen como resultado de la necesidad del capital de afianzar sus puntos de producción y distribución y este proceso, verdadero ejemplo de qué progreso trae el capitalismo, no se atiene a consideraciones de sanidad, higiene o simple supervivencia humana. El trópico, una de las zonas del mundo menos aptas para la concentración de población humana debido a la altísima variedad de enfermedades que se transmiten perfectamente en un clima cálido y húmedo, se llena de rascacielos. Lo mismo ha sucedido en las regiones costeras bañadas por el Índico y los tsunamis que han segado miles de vidas en los últimos años dan cuenta, como el ébola an África, de la absoluta irracionalidad de un modo de producción que se desarrolla por encima de cualquier impedimento físico, geológico o climatológico.

Bajo el capitalismo los medios técnicos son la causa de la catástrofe y de ninguna manera la solución. Si se invierten miles de millones de euros en productos farmacéuticos para solventar determinadas epidemias es porque cualquier veta rentable es aprovechada para que el capital continúe su ciclo de valorización, sobre todo si lo puede hacer con unos rendimientos tan altos como los que propicia la emergencia creada por las infecciones. Pero existen medicinas porque existen catástrofes y existen catástrofes por el mismo motivo por el que existen medicinas: el hambre de beneficio elevado a único principio rector.

Hasta ahora la Europa Occidental, América del Norte y el resto de las regiones del capitalismo más desarrollado se habían mantenido al margen de las consecuencias de este, que se focalizaban en áreas periféricas subordinadas económicamente a los imperialismos centrales y que eran el escenario tanto de las guerras localizadas por el control de recursos y territorios como de las catástrofes, en absoluto “naturales”, que acababan con las vidas de miles de personas. Cierto que también en los países más avanzados existen epidemias y enfermedades mortales (este mismo mes la legionela, una enfermedad relacionada directamente con la insalubridad de las ciudades, ha acabado con la vida de una decena de personas en Cataluña) pero hasta ahora han aparecido de manera episódica y lo suficientemente limitada como para que no se sintiesen como un riesgo real, a excepción de casos de gran magnitud como el caso del supuesto aceite de colza en los años ´80. Pero de la misma manera que el beneficio del capital tiende a igualarse en todas partes como consecuencia de la competencia (mediante el descenso tendencial de la tasa de ganancia) las condiciones de vida de los proletarios tienden también a equipararse a través del gran mecanismo de igualación que es la extracción de plusvalía: cuando la propia competencia recrudece y reduce el beneficio incluso en las zonas del mundo que habitualmente eran puntos de gran rentabilidad, el precio de la mano de obra (el salario) tiende a igualarse en todos los lugares y las condiciones de existencia de los proletarios en los considerados países desarrollados comienzan a descender. La miseria, base sobre la que aparece cualquier catástrofe, sea sanitaria o de otro tipo, aparece y con ella pueden aparecer también las epidemias. Hoy el ébola ha aparecido por el traslado de los misioneros a España, pero perfectamente podría haber surgido de algún pasajero aéreo.

La crisis capitalista, de la que las medidas tomadas por las instituciones burguesas para salir del mal momento económico no son otra cosa que su reverso, agravará las condiciones de existencia de los proletarios que constituyen la inmensa mayoría de la población de los países capitalistas. Con este agravamiento cualquier enfermedad encontrará un nicho excelente para reproducirse. En 1918 las consecuencias de la devastadora guerra imperialista del ´14, de la que ahora se han cumplido cien años, fueron el vehículo perfecto para que la Gripe Española (que realmente nació en EE.UU. y se extendió a través de Francia) arrasase Europa y después el resto del mundo acabando con el 3% de la población mundial. Durante décadas, precisamente durante el periodo de crecimiento  y acumulación capitalista que se abrió con el fin de la II Guerra Mundial, la burguesía de todos los países había prometido paz y prosperidad eternas y con ellas el fin de estas epidemias mortales. Pero tan inexorable como el fin de la prosperidad es el renacimiento de la muerte a millares de la población.

Hoy, en España, la epidemia parece que no ha hecho otra cosa que comenzar mientras que los hospitales vacían plantas enteras preparándose para acoger a los infectados de ébola. Nadie sabe cuál será la magnitud de una eventual epidemia. Pero lo que sí puede saberse, lo que el marxismo ha afirmado siempre, es que las bases materiales de cualquier epidemia están creadas por el mismo capitalismo. La burguesía, a través de su Estado, organiza siempre la respuesta a la enfermedad sacrificando la vida de más proletarios, quizá utilizando a personal de limpieza y de enfermería que está en paro para atender a los pacientes, culminando el chantaje que plantea la miseria: el desempleo o el riesgo de morir por infección. Pero esta respuesta nunca será suficiente y los proletarios, la clase explotada en el capitalismo que sufre todas sus contradicciones en su propia piel, para no convertirse por enésima vez en la víctima preferida de todas las enfermedades deberán luchar en defensa de sus condiciones de vida y de trabajo. Sabemos bien que recurrir al Estado burgués para que solucione un problema del que forma parte como gestor de los intereses del capital, exigir responsabilidades a unos parlamentos que son sólo expresión de estos intereses o pensar que el mismo capitalismo encontrará la solución a las catástrofes que lleva en su ADN, es una actitud puramente reformista y, en general, inconcluyente, porque la acción reformista no escapa en absoluto del cuadro de los intereses capitalistas y, por ello, finalmente, reporta a la situación que ya existe. Pero la lucha en defensa de las condiciones proletarias en los campos en los que sólo el Estado está en condiciones de dar respuestas generales, como en el caso de la sanidad pública, no se puede sino partir de la reivindicación de que el Estado, como en la fábrica el patrón, intervenga para mejorar estas condiciones y como no las mejora por su iniciativa sino sólo bajo la presión de la lucha clasista, los proletarios con esta lucha se dan cuenta de que deben usar la lucha de clase para defender eficazmente sus propios intereses generales y parciales. Es el terreno del cual se desarrolla el movimiento proletario de clase que, como objetivo general e histórico, tiene la lucha revolucionaria contra el capitalismo para que su modo de producción se sustituya por un modo de producción que coloque en el centro la satisfacción de las necesidades del hombre y no de las necesidades del mercado.

La verdadera pandemia moderna es el capitalismo, que hace de la vida humana una herramienta para lograr más beneficio. Sólo acabando con él desaparecerá este mundo de miseria y muerte. Al proletariado, única clase revolucionaria de la sociedad, corresponde la tarea de barrerlo de la faz de la tierra.

 

 

Partido Comunista Internacional

18 de octubre de 2014

www.pcint.org

 

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