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Elecciones generales

¡Gane quien gane, es la burguesía quien vence!

 

 

El próximo10 de noviembre los proletarios están convocados de nuevo a las urnas: la cuarta vez en poco más de cuatro años, después de las dos que auparon al PP al poder y la que permitió que gobernase, en funciones, el Partido Socialista.

Hasta hace poco tiempo, cada convocatoria de este tipo era saludada por partidos políticos, medios de comunicación, organizaciones cívicas, etc. como la gran “fiesta de la democracia”, el momento en el que todos los ciudadanos eran convocados para emitir su dictamen acerca de la vida política del país y dar, o quitar, la posibilidad de gobernar a uno u otro partido. Las elecciones generales, junto con las autonómicas, las municipales y las europeas, han sido, para la propaganda democrática que se vertía a toneladas desde todos los flancos de la vida pública, la justificación de un Estado, de un orden jurídico y de una estructura partidista que nació del pacto social de 1978 y que tiene en el sistema parlamentario la solución que la burguesía española dio a la crisis agónica del franquismo.  A las jóvenes generaciones de proletarios se les repite en las escuelas, una y otra vez, que las elecciones son la diferencia entre la dictadura y la democracia, que las viejas tensiones sociales murieron cuando se pusieron las primeras urnas, que en democracia el interés común de toda la sociedad prevalece por encima de los intereses particulares de las diferentes clases sociales. Y que, en todo ello, las elecciones tienen un papel esencial… Al menos hasta ahora.

El próximo domingo los proletarios están llamados a votar entre muestras cada vez mayores de desafección hacia el rito electoral. Después del “bloqueo institucional” de 2015, cuando el Partido Socialista y el Partido Popular fueron incapaces de formar gobierno después de una primera ronda de votaciones, vimos cómo el Estado burgués puede sobrevivir sin gobierno, cómo puede prescindir de los resortes legales para dominar el país, cómo el verdadero poder, el que aún al ejecutivo, al legislativo y al judicial, se mantiene incólume al margen no ya de quién gobierne sino de si alguien gobierna formalmente. Dos años después de que por fin se formase gobierno, una moción de censura encabezada por el Partido Socialista y respaldada por Podemos y los grupos nacionalistas del Parlamento, aúpan a un gobierno presidido por Pedro Sánchez que sólo dura unos meses y evidencia que el Parlamento, supuesta sede de la soberanía nacional, es completamente incapaz de hacerse cargo del gobierno del país. En tan sólo dos años, el poder ejecutivo y el poder legislativo muestran que no tienen una fuerza real más allá de la que le otorga nominalmente la Constitución: a la hora de la verdad, son incapaces de resolver la crisis política del país.

 Finalmente, el nuevo resultado electoral, con un Parlamento de nuevo dividido, no conjuga ninguna mayoría capaz de hacerse cargo del gobierno. La propia izquierda parlamentaria no alcanza un acuerdo y se repiten las elecciones, haciendo caer en el más absoluto de los desprestigios no ya a las instituciones legales que rigen el país, sino a las propias fuerzas políticas que muestran su escaso valor. Es en este punto cuando ha empezado la crítica sorda, encubierta muchas veces bajo la ironía, lanzada desde los medios de comunicación… contra los partidos políticos, sus líderes, etc. a los que se acusa de ser incapaces de “estar a la altura” de las necesidades del país.

Realmente, partidos políticos, líderes, parlamentarios, las propias cámaras de representantes, el mismo gobierno… han mostrado en cuatro años que no pueden contener, como hicieron durante casi cuatro décadas, las fuerzas centrífugas que viven y presionan, cada vez con más fuerza, en el seno de la sociedad burguesa. Desde 1978 las elecciones fueron el momento en el que la tensión social, tanto aquella que manifestaba el enfrentamiento entre proletarios y burgueses como a la que daba lugar la lucha en el seno de la propia burguesía, desaparecía, se disipaba… Los vencidos dejaban paso a los vencedores, los proletarios depositaban sus esperanzas en un futuro mejor en ellos, el recambio hacía reverdecer la confianza en el conjunto del sistema político y en el Estado. Las peores crisis, económicas, políticas y sociales se capearon con el juego electoral: en 1978, la crisis económica se saldó con el establecimiento del sistema electoral; en 1983, las secuelas de esta misma crisis auparon al PSOE al poder en lo que se presentó como el triunfo definitivo del socialismo; en 1996, este “socialismo” agotado por una nueva crisis mundial y por su propia voracidad, cedió el paso a los gobiernos de Aznar y a la recuperación económica; en 2010, en medio de una nueva y durísima crisis económica, el PSOE se hundió  dejando paso al gobierno del PP que impuso las más duras medidas anti obreras…

Detrás de este exquisito funcionamiento del circo electoral se encuentran dos hechos: en primer lugar, la clase proletaria era absorbida por el mecanismo parlamentario y el engaño democrático. Las elecciones servían para desmovilizar cualquier atisbo de lucha, de fuerza que se manifestase tendente a encauzarse por el camino del enfrentamiento clasista. El mito de la democracia, después de 40 años de dictadura, se mantenía incólume. En segundo lugar, el propio mecanismo democrático obedecía a un acuerdo nacional entre las diferentes fuerzas de la burguesía española, vasca y catalana, para mantener una alternancia bipartidista que garantizase el orden y la paz social necesarios para el buen curso de los negocios, repartiéndose el poder en una alternancia garantizada por el mismo origen del sistema constitucional.

Pero todo equilibrio en el capitalismo es, por definición, inestable. Los grandes acuerdos sociales de la década de los ´70, como fueron los pactos de la Moncloa, el desarrollo del Estado de las autonomías, los Estatutos vasco y catalán… cumplieron su función, permitieron el gobierno del país durante casi cuarenta años, pero se agotaron a medida que las propias fuerzas sociales que los mantenían, las diferentes facciones burguesas que se hicieron cargo de ellos, pero también los partidos pseudo obreros sobre los que recayó la responsabilidad de hacer tragar la píldora a los proletarios, se consumieron, dando lugar a luchas intestinas de gran intensidad, como la que se desarrolla hoy entre el Estado central y el gobierno autonómico en Cataluña y a la disgregación de fuerzas políticas, como el Partido Comunista, que fueron garantes del orden entre los proletarios.

El mapa político desdibujado, sin equilibrios visibles, donde incluso las fuerzas que parecían más estables, como el PP, se rompen para dar salida a las diferentes corrientes que convivían en ellas, es el reflejo de una crisis social mucho más profunda de lo que unas elecciones puede solucionar. La crisis económica de 2007 no sólo golpeó a la clase proletaria haciendo caer en picado sus condiciones de existencia, sino que empujó a las diferentes facciones de la burguesía y a los estratos pequeño burgueses a una lucha de todos contra todos por acaparar la mayor parte posible del beneficio económico, expresado este también en términos de poder local, autonómico, etc. Las consecuencias de esa lucha todavía están por mostrarse en toda su gravedad y no se reducirán al plano exclusivamente parlamentario.

 

Para los proletarios, las elecciones siempre van a jugar el mismo papel: son requeridos a participar en un ritual mediante el cual dan su apoyo a una u otra de las fuerzas burguesas que compiten entre sí y con ello aceptan que el terreno parlamentario es el único en el que se pueden dirimir las grandes cuestiones sociales. Como consecuencia, dejan estas en manos de sus enemigos de clase, ceden su independencia, sus postulados propios, su capacidad organizativa, etc. en nombre del interés común que supuestamente refleja la democracia.

Si ahora las elecciones se repiten con mucha mayor frecuencia, es porque la burguesía necesita desesperadamente recabar este apoyo, hacer partícipe al proletariado de sus propias necesidades y comprometerle en su defensa. Mientras que la clase proletaria padece las consecuencias de una crisis económica que todavía no ha terminado de dar sus últimos coletazos cuando ya se atisba otra en el horizonte, los partidos burgueses, incluidos aquellos que se hacen pasar por “obreros” o “populares”, les llaman a seguir participando en el mecanismo electoral y a depositar, de nuevo, todas sus esperanzas en la victoria de un partido un poco más izquierdista. Pero tanto de esta crisis, que el proletariado a cargado sobre sus hombros durante casi diez años, como de la crisis política e institucional que se vive en el país, se debe sacar unas consecuencias que conjuren las supersticiones democráticas y electoralistas. La clase proletaria no ha visto mejorar su situación con la llegada de las nuevas fuerzas políticas al terreno parlamentario, no ha ganado nada con la expulsión de la derecha del poder… todo el juego electoral se reduce a consumir sus fuerzas sin aportar ninguna mejora, ni tan siquiera sobre el terreno de la supervivencia más inmediata.

La clase proletaria debe aprender, a fuerza de durísimas lecciones, que su terreno de lucha no es el Parlamento, ni los colegios electorales ni las sedes de los “partidos del cambio”. El proletariado debe afrontar la crisis económica organizándose para defender sus intereses, incluso los más inmediatos, sobre el terreno de la lucha económica. Ningún gobierno burgués, sea de izquierdas o de derechas, ha hecho otra cosa que rebajar los salarios, congelar las pensiones, acabar con las prestaciones por desempleo. Sólo partiendo de  la lucha en el puesto de trabajo se puede iniciar el contrataque a la verdadera ofensiva burguesa que, en el terreno inmediato, se ha vivido en los últimos años.

Pero aún eso no es suficiente: la clase proletaria vivirá en sus carnes las consecuencias de la crisis política que padece la burguesía, porque de ella sólo puede salir algún tipo de método de gobierno más duro y expeditivo que impondrá los intereses del conjunto de la burguesía por la fuerza y prescindiendo, en la medida de lo posible, de las buenas palabras democráticas. A la fuerza de clase de la burguesía, organizada políticamente en su Estado, con sus instituciones, democráticas o autoritarias, la clase proletaria sólo puede oponer su lucha de clase, que es una lucha esencialmente política y con la que debe enfrentarse a la fuerza concentrada de su enemigo. La lucha política de la clase proletaria. Para ello, la clase proletaria deberá romper con la ilusión democrática, con la política de colaboración entre clases que le gobierna desde hace décadas, con todos los sueños que puede albergar de un retorno al pacto social y al equilibrio entre enemigos.

 

¡Abajo el Estado burgués!

¡Contra el circo electoral, el parlamentarismo y cualquier sistema de colaboración entre clases!

¡Por el retorno de la lucha de clase del proletariado!

 

Partido Comunista Internacional (El Proletario)

5 de noviembre de 2019

www.pcint.org

 

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